Capítulo XIX

¡Muy intrigante!

Los dos muchachos y «Miranda» bajaron por la escarpada pendiente y regresaron a la cueva donde «Patoso» los recibió con alegres cloqueos de bienvenida. David bajó también y se unió al grupo.

—Agujero largo, largo —dijo a su modo—. Los hombres suben al agujero largo. Dafydd también. Largo, largo, largo.

—Todo esto me está resultando muy misterioso —dijo Nabé—. Gracias, David, has sido un chico listo. ¿Te vieron esos hombres?

—No vieron a Dafydd, Dafydd no pudo coger la carta —explicó el pequeño, apenado—. Dafydd hizo sonar el reloj, y el reloj hizo riing-riiing, y los hombres salieron de prisa.

Nabé soltó una carcajada.

—¡Diablo de pillastre! ¿Te das cuenta de lo que ha hecho este pequeño granuja? Ha seguido a esos hombres a la chita callando, y de pronto les ha soltado el timbre del despertador. Bueno, deben haber tenido un susto mayúsculo. Dafydd, has tenido una idea magnífica, pero ahora debes marcharte a casa.

El pequeño no se hizo repetir la orden y emprendió el regreso seguido de su inseparable ganso. Roger y Nabé fueron en busca de Diana y le contaron todo lo ocurrido. La niña se mostró intrigada en extremo.

—Esos hombres deben dedicarse al contrabando de algo —dijo—. Y deben ocultarlo en este «agujero tan largo» que ha descubierto Dafydd. Apostaría que esta noche esperan la llegada de nuevas mercancías para guardarlas allí.

—Sí, también yo tengo esta impresión —dijo Nabé—. Pero me extraña que hayan ido a la cueva a esa hora, en pleno día. Quizá tenían que arreglar su escondrijo y hacer sitio para las mercancías que esperan hoy. Cielos, hubiera querido tener una linterna para poder inspeccionar hasta el final del «agujero largo». En realidad se trata de un pasadizo que se adentra en el acantilado, pero a Dafydd le ha dado por llamarlo un agujero largo, largo. ¡Y qué decidido es el pequeño! Tenías que haberlo visto trepando por la escarpada pendiente como un mono…, bueno, exactamente como lo hacía «Miranda», con una agilidad pasmosa. Y debe tener ojos de gato…, estoy seguro de que ve en la oscuridad, porque de no haberlo llamado, hubiera continuado avanzando por el pasadizo como si nada. Tengo la impresión de que se adentra profundamente en la roca, porque no se veía el fin.

—Nabé, debiéramos estar alerta y vigilar si esos hombres salen de la posada esta noche —dijo Roger—. Si lo hacen, tendrán que pasar muy cerca de la «roulotte», y «Ciclón» ladrará, a buen seguro. Entonces nosotros podríamos salir tras ellos y ver qué es lo que meten en la cueva, si es que van allí.

—Sí, claro que podríamos hacerlo —dijo Nabé súbitamente interesado—. Chatín podría venir también si se encuentra mejor…, pero tú no, Diana. La señorita Pi podría oírte si sales de la habitación tan tarde.

—Confío en que Chatín ya se habrá repuesto del todo —dijo Diana—. ¡Qué bruto ha sido ese hombre al atacarlo de ese modo! No estaré tranquila hasta que sepa que esos dos están en la cárcel y bien guardados entre rejas. ¡Y tener el desparpajo de hacerse pasar por sir Tal y el profesor Cual!

La señorita Pi, que había pasado todo el rato durmiendo plácidamente a la sombra del toldo, se despertó de un salto y consultó su reloj de pulsera.

—¡Dios me valga! ¡Pero si ya es la hora del té! —dijo levantándose—. Niños, lo mejor que podríais hacer es subir pronto a la posada y decirle a la señora Jones que prepare el té. Yo os iré siguiendo más despacio.

—Bien —dije Nabé, echando a correr por la playa, seguido de los demás. Cuando estuvieron a cierta distancia dijo a Diana y Roger—: Así tendremos tiempo de subir al dormitorio y contarle a Chatín lo que hemos descubierto sin que nos oiga la señorita Pi.

En pocos minutos llegaron a la posada, y unos segundos más tarde entraban en el dormitorio de la señorita Pi. Chatín estaba mucho mejor, y empezaron a contarle todas sus aventuras y el excitante descubrimiento de la cueva misteriosa, pero Chatín también terna algo que contarles y les interrumpió al poco rato.

—¡Escuchad! —dijo—. Esta tarde ocurrió algo muy raro. Mientras estaba tendido en la cama, medio dormido, «Ciclón» empezó a ladrar desaforadamente. Era a causa de unos ruidos que, por lo visto, él había oído antes que yo. Me incorporé asustado, porque al principio pensé que éstos dos hombres intentaban entrar en la habitación para atacarme otra vez, pero luego pensé que no se atreverían si «Ciclón» estaba conmigo, pues éste ladraba como un verdadero loco. Bueno, pero lo curioso del caso es que pronto me di cuenta de que el ruido no venia del «exterior» de la habitación, sino del «interior».

—¿Qué clase de ruidos oíste? —preguntó Nabé, intrigado.

—Pues verás… no sabría cómo explicártelo exactamente —dijo Chatín—. Era como… como si alguien golpeara violentamente contra algo, y venía de aquel lado de la habitación, cerca de la chimenea, pero… bueno, los golpes sonaban «debajo» de la habitación, como un rumor sordo.

—Oh, Chatín —dijo Diana, súbitamente asustada—. Estos deben ser los ruidos de que nos habló el señor Jones. Recuerdo que quería mudarnos de habitación y darnos la que ahora tienen sir Ricardo y el profesor. Nos aseguró que aquí se oían ruidos misteriosos en la noche… algunas veces… Y se quedó resentido y malhumorado cuando la señorita Pi quiso quedarse aquí. Lo de los ruidos no nos preocupó ni poco ni mucho, naturalmente: ¡Pero ahora resulta que era verdad, y que tú los has oído!

—¡Si, y tanto como los he oído! —dijo Chatín—. Me quedé tan asustado que no me atrevía a salir de la cama…, y «Ciclón» empezó a ladrar hasta desgañitarse, corriendo por toda la habitación y husmeando el suelo y tratando de averiguar de dónde venían esos ruidos.

—¿Y de dónde crees tú que podían venir? —preguntó Nabé, más intrigado que nunca—. ¿Sabes sí hay alguna puerta detrás de aquel arcón tan grande?

—Vamos a verlo —dijo Chatín, y los tres niños observaron detenidamente por detrás del arca, pero no había allí ninguna puerta, sólo el muro de piedra.

—Es un misterio —dijo Nabé—. Pero no podemos quedarnos aquí discutiendo. La señorita Pi ya debe haber llegado, y estará preguntándose si ha ocurrido algo nuevo. Bueno, Chatín, ¿qué tal te encuentras? ¿Quieres bajar para el té?

—¡Puedes estar seguro! Tengo un hambre que tumba y no tengo un empeño especial en quedarme en esta habitación acompañado de esos ruidos —dijo Chatín.

Cuando llegaron todos al comedor encontraron a la señorita Pi esperándolos pacientemente ante la tetera humeante y apetitosas golosinas.

Después del té, los cuatro niños, con «Ciclón» y «Miranda», se reunieron en la «roulotte» para seguir conferenciando. Cerraron la puerta y hablaron en voz baja. Nabé le contó a Chatín que se habían propuesto seguir a los dos hombres si salían esta noche de la posada. Querían averiguar si se dirigían a la cueva que el pequeño David llamaba «el agujero largo, largo».

—Me gustaría ir con vosotros, pero creo que será mejor que me quede en la «roulotte» —dijo Chatín—. Ahora que he dejado la cama me doy cuenta de que no estoy del todo bien, las piernas me tiemblan un poco. Pero os diré lo que podía hacer: cuando vosotros hayáis salido de la «roulotte» siguiendo a esos dos hombres, yo subiré arriba y esperaré, tendido en el diván que hay en la habitación vecina a la de Diana, a que estos dos hombres regresen. Luego, cuando estén en su dormitorio, bajaré y os esperaré en la «roulotte» para contaros lo que haya averiguado.

—¡Magnífico! Me parece un plan estupendo —dijo Nabé, comprendiendo muy bien por qué prefería quedarse Chatín en la posada aquella noche. ¡Otro encuentro con el irascible hombre de la barba hubiera sido más de lo que Chatín podía soportar en un solo día!

—Lo que debemos hacer en seguida es buscar nuestras linternas —dijo Roger—. Las necesitaremos. Y… oye, Chatín, ¿te importaría que nos llevásemos a «Ciclón» con nosotros? Podría sernos útil.

—Pues… no, podéis llevároslo si queréis —dijo Chatín, aunque a decir verdad, hubiera preferido que el perro se quedara con él, se hubiera sentido más seguro.

Después de buscar un rato, los niños hallaron al fin sus linternas. Luego, como el viento había cambiado y era ahora más frío, se pusieron todos sus jerseys de abrigo y salieron en busca de la señorita Pi. Ésta les propuso dar un corto paseo por las colinas que se extendían detrás de la posada. Al poco rato de andar, un pájaro se alzó en vuelo hacia un bosquecillo de abetos y Nabé lo señaló con el dedo, asumiendo un aire de superioridad.

—¿Qué diríais que es aquello? ¿Un Picudo parlanchín? ¿O un negro cuervo amarillo? —dijo—. Si no estamos muy seguros podremos preguntárselo al profesor Hollinan cuando regresemos a la posada. Él nos lo dirá.

Después del paseo y de una opípara cena, los niños empezaron a dar muestras de impaciencia y agitación.

—No oscurece hasta las diez —dijo Nabé—, de modo que lo mejor sería que jugáramos a cartas para entretenernos. Estos hombres todavía están aquí, y no es fácil que se marchen hasta que se haga de noche. Si lo hicieran antes, los veríamos perfectamente desde esta ventana.

Sir Ricardo y el profesor disfrutaban del tranquilo atardecer paseándose por el jardín frente a la posada, y en el comedor los niños jugaban a cartas sin perderlos de vista. Hacia las diez entraron y subieron al piso de arriba.

—Habrán ido a prepararse para salir —dijo Nabé—. Vámonos todos a la «roulotte» para montar la guardia. Pero antes debemos despedirnos de la buena señorita Pi.

La señorita Pi decidió que era hora de retirarse, y subió con Diana a su dormitorio.

—¡Buena suerte! —dijo Diana a los chicos en voz baja, al marcharse.

Chatín se dirigió a la «roulotte» seguido de Nabé y Roger, los cuales volvieron a enfundarse sus jerseys de abrigo. Luego cada uno se metió la lámpara de pila en el bolsillo. A Chatín le vinieron ganas de sumarse a la expedición, pero Nabé se negó rotundamente.

—Todavía no estás bien —dijo—, y si te encuentras mal o se te ocurre desmayarte justamente cuando estamos trepando por aquellos riscos tan escarpados, nos darías mucho quehacer. Ahora apagad la luz… y estemos prevenidos. Estos hombres no sospechan que los estamos vigilando y saldrán tranquilamente por la puerta delantera.

La «roulotte» estaba sumida en la más completa oscuridad, y los tres muchachos espiaban por una de sus ventanas conteniendo la respiración. «Miranda» se había unido al grupo y también guardaba silencio. Hacia las diez y media oyeron pasos, y a la luz de la luna vieron que los dos hombres abandonaban la posada y descendían calladamente por el sinuoso sendero que conducía a la playa.

Pero atención…, ¡eran «tres» hombres en lugar de dos! Nabé dio un fuerte codazo a Roger.

—¿Has visto quién es el tercer hombre? ¡Es nada menos que el señor Jones! Lo había sospechado desde el principio; siempre pensé que tenía que estar metido en esto, ¿y tú?

—Esperemos a que se hayan adelantado un poco y entonces les seguiremos —dijo Roger—. ¡Cielos, de modo que también el señor Jones está metido en el ajo!

Salieron sin ruido de la «roulotte» con «Ciclón», tan pronto como los tres hombres desaparecieron por un recodo del camino, dejando solo al pobre Chatín. No le agradó en absoluto la idea de quedarse allí solo de modo que un minuto más tarde subía calladamente la escalera y entraba sigilosamente en el dormitorio vecino al de Diana tal como lo había planeado. Se tendió en el diván pensando en lo mucho que hubiera agradecido la compañía de «Ciclón» durante esta larga espera.

Entretanto, Roger, Nabé, «Ciclón» y «Miranda» iban siguiendo a distancia al grupo de los tres hombres. Habían llegado ya a la playa y se dirigían en derechura a la cala de Merlin, donde las cuevas se adentraban en los impresionantes acantilados costeros. La luz de la luna iluminaba el paisaje y les permitía ver claramente la silueta de los tres hombres frente a ellos. Extremando las precauciones, los dos muchachos caminaban arrimados a las peñas para no ser vistos.

—Está subiendo la marea —dijo Roger—. Y esta noche la tendremos bastante alta, con este fuerte viento que sopla desde el mar. ¡Rayos! ¡Mira, Nabé! ¿No es una barca aquello que se acerca a la playa?

Se detuvieron, arrimándose a las rocas, y vieron que una barca de remos bogaba hacia la playa. Iban en ella dos hombres, y los muchachos tuvieron casi la seguridad de que el que manejaba los remos era Morgan «el Cojo». ¿Quién sería el otro?

—Probablemente será Jim, quienquiera que pueda ser este misterioso Jim —dijo Nabé—. Pero no creo que lleven gran cosa en el bote. Si lo que vienen a desembarcar aquí es algo de contrabando, no sudarán mucho para traerlo a tierra.

Los tres hombres de la posada se habían detenido y observando los movimientos de la barca, pero no se acercaron a ella cuando hubo llegado a la playa ni tampoco mientras Morgan y su compañero la arrastraban fuera del alcance de las olas.

Luego los dos hombres empezaron a descargar grandes paquetes y los llevaron hacia las cuevas.

Sir Ricardo, el profesor y el señor Jones se hicieron cargo de ellos y desaparecieron con su bagaje en la cueva señalada con el letrero de «Peligroso».

—¡Es la cueva que hemos estado inspeccionando esta tarde! —dijo Nabé.

Morgan y su compañero regresaron a la barca, descargaron más paquetes, evidentemente los últimos que quedaban, y entraron con ellos en la cueva. Al poco rato, uno de los hombres se acercó a la barca, tiró de ella con todas sus fuerzas, y la dejó justamente a la entrada misma de la cueva asegurando sus cabos a una roca.

Hecho esto, entró de nuevo en la cueva, y los muchachos calcularon que toda la pandilla debía dirigirse hacia algún lugar secreto donde ocultaban los paquetes.

Roger y Nabé, con «Ciclón» y «Miranda», se acercaron a la boca de la cueva y permanecieron allí un rato escuchando atentamente. No se oía el menor ruido, excepto el rumor de las olas rompiendo sobre la playa.

—Vámonos —dijo Nabé—. Entraremos en la cueva y subiremos por aquella rampa cortada a pico hasta llegar al repecho o puente que cruza la cueva al fondo. Tal vez desde allí podamos oír lo que dicen esos hombres, si nos asomamos al agujero largo que descubrió David.

Entraron silenciosamente, sin encender sus lámparas al principio, ya que la luz de la luna penetraba en la cueva alumbrándola.

—¡Subamos! —dijo Nabé emprendiendo, el primero, la ascensión por la rampa practicada en el muro, hacia el repecho, y llevándose consigo al sorprendido «Ciclón»—. Y por lo que mas quieras Roger, no hagamos el menor ruido. ¿Has oído, «Ciclón»? ¡Ni un gruñido ni un ladrido si estimas en algo tu vida! Aquí está la entrada del pasadizo, Roger. ¡Mucho cuidado ahora! Yo pasaré delante para mostrarte el camino.