Capítulo XVIII

El descubrimiento de Dafydd

Roger, Diana y Nabé esperaban pacientemente a que Chatín y «Ciclón» bajaran acompañados de la señorita Pi, pero al poco rato la vieron aparecer por el jardín que se extendía frente a la posada, donde había pasado parte de la mañana sentada al sol, leyendo un libro.

—¡Oh, qué puntuales! ¿Me esperabais para comer? —dijo complacida—. Bien, ¿dónde está Chatín?

Los niños se miraron extrañados. ¿Dónde estaba Chatín? ¿Por qué no había bajado al ver que la señorita Pi no estaba en su habitación? Nabé fue el primero en alarmarse.

—Iré a buscarlo —dijo, subiendo de un salto los escalones de la puerta de entrada. Corrió arriba a toda velocidad, y al llegar a la habitación de la señorita Pi encontró la puerta cerrada con llave. «Ciclón» estaba frente a ella arañándola y gimoteando. Nabé llamó con los nudillos.

—¡Chatín! ¿Estás ahí?

Chatín le contestó con voz desfallecida.

—Sí… ¡Oh, Nabé! ¿Eres tú? Espera que abra la puerta.

Dio vuelta a la llave y Nabé entró sin aliento.

—¿Qué nueva idea se te ha ocurrido ahora? —preguntó enojado, pero cambió de tono súbitamente al ver el rostro asustado de su amigo—. ¡Chatín, estás blanco como la cera! ¿Qué te ha ocurrido?

—Te lo diré —dijo Chatín, y se dejó caer desplomado sobre la cama de la señorita Pi—. Aquel hombre barbudo, con gafas, me agredió…, me cogió del cuello hasta casi ahogarme, y luego quería echarme escaleras abajo. Debo haberme dado un golpe en la cabeza no sé cómo, supongo que contra la pared, cuando me sacudió tan fuerte que los dientes me castañeteaban. Pero «Ciclón» vino en mi ayuda, ¿sabes? Saltó sobre él y le mordió una pierna. ¡Ven acá, «Ciclón», has sido un valiente!

—Grrrr… —contestó con fiereza «Ciclón», recordando lo sucedido.

—¡Pero qué me cuentas, Chatín! Apenas puedo creerlo —dijo Nabé, horrorizado—. Ese tipo debe ser un bruto de la peor calaña. Tienes que mantenerte alejado de él, Chatín. Debe estar furioso contigo por haberte quedado con la carta que tenia que entregarle aquel pequeño pescador, Dai. ¡Es una lástima que no pudiéramos leerla!

—Nabé, quiero quedarme aquí arriba y tener la puerta cerrada con llave —dijo Chatín—. No sé qué excusa podrías darle a la señorita Pi, pero ten por seguro que de aquí no me muevo. ¡No quiero exponerme a caer otra vez en manos de sir Ricardo!

—Le diré a la señorita Pi que te has dado un golpe en la cabeza y que te duele bastante —dijo Nabé, preocupado—. Intentaré persuadirla de que te irá mejor quedarte tendido en la cama y descansar un rato, porque aquí estás más tranquilo que en el comedor. Pudiera ser que después de esta noche se marcharan esos dos hombres. ¿Quieres que te suba la comida? Podría ponerte algunas cosas en una bandeja y traértela.

—No, gracias —dijo Chatín—. No podría comer ni un bocado. Siento una aprensión en el estómago, y… bueno, no tengo ni pizca de apetito.

—Mal asunto éste, Chatín —dijo Nabé, pensando que su amigo tenía que encontrarse realmente bastante mal para renunciar a su comida—. Trata de dormir un rato. Te hará bien.

—La cabeza empieza a dolerme bastante —se quejó Chatín—. ¡Oh, «Ciclón», qué contento estoy de que le dieras su merecido a ese condenado bribón!

«Ciclón» se subió de un brinco a la cama para estar más cerca de su amigo y manifestarle su alegría, pero Chatín le hizo bajarse.

—Lo siento, querido, pero ésta es la cama de la señorita Pi, no la mía —dijo—. Con todo, quizá si fuera a tenderme en la cama de Diana, a ella no le importaría que estuvieras conmigo.

Nabé bajó al comedor y le contó a la señorita Pi que Chatín se había dado un golpe en la cabeza y se había tendido en la cama hasta que se encontrara mejor; no quería comer, sólo estar tranquilo y dormir un rato. Esta noticia alarmó tanto a la señorita que subió corriendo arriba para enterarse del estado del niño. Entretanto, Nabé puso a los demás al corriente de lo sucedido y le escucharon consternados. ¡Pobre Chatín!

Al fin bajó la señorita Pi, y todos se sentaron a la mesa. La señorita PI estaba muy preocupada.

—Realmente, no puedo llegar a imaginarme qué es lo que estaría haciendo Chatín para golpearse la cabeza de este modo —dijo—. Pero al menos ha demostrado su buen sentido al quedarse quieto en la cama y resignarse a dormir durante la tarde. Nuestra habitación es la más apropiada para eso, allí nadie le molestará y podrá descansar tranquilo. Después de comer me asomaré un momento para ver cómo se encuentra, y le dejaremos que descanse hasta la hora del té. Dice que le duele mucho la cabeza, pobre Chatín.

—Confío en que se encontrará completamente restablecido a la hora del té —dijo Roger comiéndose una apetitosa empanada de carne—. ¿Os habéis fijado en lo feliz que está ese tunante de Dafydd con su reloj? Ha puesto el timbre del despertador por lo menos veinte veces esta mañana. ¡No hago más que oír el despertador por todas partes!

La señorita Pi subió a su cuarto después de comer para ver cómo estaba Chatín, y comprobó satisfecha que se había quedado dormido y que «Ciclón» velaba a su lado. Salió silenciosamente de la estancia, cerrando la puerta y confiando en que seguiría durmiendo hasta la hora del té. Probablemente para entonces ya se habría repuesto lo suficiente para tomar algún alimento.

—¿No os gustaría bañaros esta tarde? —preguntó la señorita Pi a los niños—. La tarde está deliciosa, y luego podríais tomar el sol en la playa.

—¡Magnifico! —dijo Roger, entusiasmado—. Podríamos dar un largo paseo por la playa hasta esas pequeñas caletas al pie de los acantilados. Apostaría que allí el agua debe estar más templada.

De modo que bajaron todos a la playa y se instalaron en una de las caletas al abrigo del viento. La marea estaba bajando y el agua formaba, entre los arrecifes, pequeñas lagunas deliciosamente templadas en las que se veían pequeños langostinos de color gris.

Después de bañarse, los niños se tendieron perezosamente sobre la blanda arena o sobre las rocas caldeadas por el sol.

La señorita Pi se había traído su toldo de lona y después de acomodarse a la sombra se quedó profundamente dormida.

Nabé permanecía tumbado en la arena, con los pies en el agua y muy divertido observando cómo un grupo de pequeños camarones intentaba trepar por su pierna. Se incorporó para mostrar a los demás las graciosas bestezuelas… y de pronto vio que dos hombres avanzaban por la playa, conversando animadamente.

—¡Psssst! —dijo en voz baja—. Por allí vienen sir Ricardo y el profesor Hallinan. Quedaos tendidos como estáis, estas rocas nos ocultarán. Me pregunto qué han venido a hacer por estos contornos… y adonde se dirigen.

Los dos hombres pasaron de largo, hablando en voz tan baja que ninguno de ellos pudo oír nada.

—Parecen venir del pueblo o del muelle —dijo Nabé—, de entrevistarse con Morgan «el Cojo» y el misterioso Jim. ¡Supongo que estarán ultimando los planes para esta noche! Apostaría cualquier cosa a que, cuando el pueblo duerma, una de las barcas de Morgan se hará a la vela y regresará pasada la medianoche para que nadie pueda enterarse de la misteriosa «pesca» que llevarán a bordo.

—¡Oh, mirad! ¿No es aquél el pequeño David con su ganso? —dijo Roger, asombrado—. Parece como si fuera siguiendo a los dos hombres. No puedo imaginarme qué se propone. Ahora se oculta detrás de aquellas rocas…, como si no quisiera que lo viesen.

—Parece que el pequeño chinchoso ha vuelto a su costumbre de husmearlo todo —dijo Diana—. ¡Yo diría que los va siguiendo pero es difícil adivinar qué le bulle en la cabeza!

Todos continuaron tendidos entre las rocas de la caleta, con los rostros asomando, intrigados, por entre sus grietas.

—Creo que voy a remojarme un poco —dijo Diana bostezando—. Estoy medio tostada, y me está entrando sueño. —Y se alejó hacia el rompiente de las olas.

Era, en verdad, una tarde tan apacible y serena que sólo invitaba a descansar perezosamente en la arena, y todos la disfrutaran enormemente, aunque tuvieron que confesarse que echaban de menos a Chatín y a «Ciclón». «Miranda» se había situado sobre una roca, cerca de Nabé muy satisfecha de que no la obligaran a meterse en el agua.

Pasó casi una hora. Diana, al salir del baño, se había tendido a dormir junto a la señorita Pi. De pronto «Miranda» empezó a charlar rápidamente, y Nabé se incorporó.

—¿Qué es lo que ocurre, «Miranda»? —preguntó—. ¿Se acerca alguien?

Un pequeño rostro atezado por el sol y coronado por un revoltijo de cabellos enmarañados asomó por detrás de la roca. ¡Era Dafydd! Y casi en seguida asomó el cuello largo y curvado de «Patoso».

—¡Pssst! —dijo misteriosamente David, señalando con el dedo hacia la playa.

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que quieres decirme? —preguntó Nabé en voz baja.

—Hombres —dijo el pequeño David—. Dos hombres. Dafydd quiere quitarles el papel para dárselo al niño bueno y los ha seguido. Están en el agujero largo, largo.

—¿Qué rayos querrá decir con esto? —dijo Nabé a Roger, que escuchaba sin perderse una sílaba—. ¿Es posible que haya seguido a esos dos hombres con el propósito de apoderarse de la carta que llevan encima y dárnosla a nosotros?

—Están en el agujero largo, largo —repitió el niño—. Dafydd os acompañará allí.

—Esto ya tiene más sentido y me parece interesante en extremo —dijo Nabé—. Sigámoslo y veremos dónde nos lleva y qué es lo que intenta decirnos. Pero espera un momento…, ¿no oyes voces? Tal vez son estos hombres que regresan. Dafydd, ven pronto. ¡Agáchate aquí con «Patoso» y no muevas ni un pelo!

David y el ganso saltaron sobre la roca y se sentaros al lado de Nabé, dispuestos a esperar.

—Los hombres vuelven —dijo David espiando por encima de la roca. Pero Nabé le obligó a agacharse junto a él.

—Estate quieto, Dafydd —dijo, y el niño pareció entenderlo, porque pasó un brazo en torno a su querido ganso y los dos permanecieron completamente inmóviles.

Los dos hombres pasaron de nuevo en dirección al pueblo hasta perderse de vista tras las altas rocas costeras. David se puso en pie.

—¿Vamos al agujero largo, largo? —dijo señalando hacia la playa abierta.

Nabé y Roger salieron de su refugio gateando, y al ver que Diana y la señorita Pi seguían durmiendo, se dispusieron a seguir al niño y al ganso en dirección al lugar de donde habían venido los dos hombres.

Después de un rato de andar, llegaron finalmente al grupo de cuevas que se adentraban en los acantilados, y David desapareció en una de las dos que tenían puesto el aviso de «Peligroso». Nabé lo agarró del brazo.

—¡No, no entres ahí! Esta cueva es peligrosa —dijo.

Pero David no debió entenderlo, porque se desprendió de Nabé y echó a correr hacia dentro, y los dos muchachos le siguieron, sintiéndose bastante asustados ante el temor de que les cayera una piedra encima.

—Supongo que si los dos hombres se metieron en esta cueva, no debe ser tan peligrosa como dicen —dijo Roger.

—O pudiera ser que ellos mismos le hayan puesto el letrero advirtiendo que es peligrosa para que nadie entre en ella —dijo Nabé con una sonrisa—. Tal vez descubrieron que éste podía ser un excelente escondite para lo que sea que llevan entre manos.

—Bueno, todo lo que puedo decir es que no estuvieron muy acertados —dijo Roger cuando hubo llegado al final de la cueva—. El lugar es más bien pequeño, y no hay ni un rincón donde se pueda ocultar algo.

—¡Oh, mira por donde anda David! —dijo de pronto Nabé—. Está trepando por aquella roca tan escarpada, ahora corre a lo largo de aquel repecho que parece un puente y… ¡Oh, ha desaparecido!

Y así era, en efecto; al llegar a la mitad de aquel repecho o puente excavado en la roca viva al final de la caverna, el pequeño Dafydd había desaparecido, y el ganso «Patoso», al encontrarse sin su amigo, comenzó a cloquear lastimeramente.

David apareció de nuevo en lo alto. Podían ver su cuerpecito destacándose sobre el muro rocoso que se elevaba detrás del repecho.

—Aquí arriba, agujero largo, largo —dijo el niño—. Vosotros subid también. Subid a la cueva larga.

Nabé y Roger empezaron a sentirse realmente excitados. Treparon por la roca al final de la cueva, llegaron al repecho y avanzaron por él. A medio camino hallaron un agujero grande y profundo, seguramente el lugar por donde había desaparecido David. Al verlos llegar volvió a internarse por el oscuro agujero, y los dos muchachos le siguieron guiándose por la escasa luz que penetraba del exterior, ya que esta parte de la caverna estaba casi totalmente a oscuras.

—¿Venís también? —preguntó David, y añadió unas palabras en galés que no pudieron entender.

—¡Claro que venimos! —dijo Roger, cogiendo de la mano a «Miranda»—. Me pregunto adonde diablos conducirá esto. ¡Qué lástima que no tengamos una linterna de bolsillo! Bueno, de lo que no cabe duda es de que se trata de «un agujero largo, largo», porque yo no alcanzo a ver el final. Vuelve atrás, David, no sigas, es inútil seguir adelante con esta oscuridad.