¿Dónde esta la carta cifrada?
Nabé y Chatín contemplaron a Roger mudos de estupor. ¡La carta cifrada había desaparecido! ¿Quién podía sospechar que una carta tan ingeniosamente oculta, clavada con tachuelas debajo de la «roulotte» pudiera ser descubierta por alguien?
—Y no es solamente esto…, sino que cuando entré en la «roulotte» después del té, encontré la cerradura forzada, la puerta abierta de par en par y todo lo de ahí dentro revuelto de arriba a abajo.
—Esto deben haberlo hecho sir Ricardo y el profesor, que estarán como locos buscando la carta —dijo Nabé—. David no se hubiera atrevido a hacer una cosa así. Y además, no hubiera podido forzar la cerradura.
—¿Por qué sospechas que David tiene la carta? —preguntó Chatín.
—Pues, verás…, te lo contaré —dijo Roger—. Fuimos de paseo en barca esta mañana con la señorita Pi y Diana, y cuando regresamos a la hora de comer tuve que ir a buscar algo en la «roulotte»… y vi que «Patoso», el ganso, estaba rondando por allí. La cerradura todavía no había sido forzada. Pero, bueno, el caso es que me sorprendió ver al ganso solo, porque siempre va detrás de David como un perro…
—¿Dónde estaba David, pues? ¿Debajo de la «roulotte»? —preguntó Nabé.
—¡Sí! Lo busqué por todas partes sin poder dar con él…, y de pronto el ganso metió la cabeza debajo de la «roulotte» y cloqueó como queriendo decir: «¡Pronto, sal de ahí, Dafydd! ¡Hay moros en la costa!» Me arrodillé en el suelo para mirar, y allí estaba el pequeño granuja, más quieto que un ratoncillo.
—¿Viste si tenía la carta en la mano? —preguntó Chatín.
—No. ¡A decir verdad no pensé en la carta entonces! —dijo Roger—. Me limité a echarle un par de gritos para que saliera, y le dije que no se acercara a la «roulotte» para nada. Es un fisgón y un ladronzuelo, que pesca todo lo que le cae en gracia, igual como hacen los monos. ¡Oh, lo siento, «Miranda», había olvidado que estabas aquí!
«Miranda» se puso a parlotear como si le entendiera, y Roger continuó su relato.
—Bien, David echó a correr seguido de «Patoso», y entonces, de pronto, me acordé de la carta, me metí a rastras debajo de la «roulotte» para echar una mirada, ¡y la carta había desaparecido! Las tachuelas estaban todas por el suelo, de modo que alguien las había arrancado para apoderarse de la carta. Y estoy más que seguro de que ese «alguien» es David, porque de no ser él, mejor dicho, de haber sido esos dos hombres, no hubieran venido por la tarde a registrar la «roulotte», ¿no os parece?
—No, claro que no —dijo Nabé—. Bien, ahora el asunto es averiguar si ese diablo de David tiene todavía la carta en su poder. ¡Y esto tenemos que averiguarlo ahora mismo!
Pero resultó que David ya se había acostado.
—¡Está durmiendo como un tronco! —dijo la señora Jones cuando fueron a interrogarla—. ¡Qué día de trajín han tenido hoy los dos, él y ese ganso que no lo deja a sol ni a sombra! Tan pronto estaba en la despensa como en la bodega, como arriba…, como en los lugares más insospechados, y trastornándolo todo como si realmente estuvieran poseídos de… de…
—Queríamos verle para hacerle un pequeño obsequio… ¿Cree usted que le gustaría este relojillo despertador que gané al tiro al blanco en Dilcarmock? —dijo Nabé, sacando del bolsillo un atractivo reloj.
—¡Y cómo no! ¡Claro que le gustará! De veras que sí —ponderó la señora Jones, encantada—. Pero no esta noche, señorito; está durmiendo profundamente. Mañana se lo daré yo misma.
—No, preferiría dárselo yo —dijo Nabé guardándose de nuevo el reloj con gesto decisivo—. Le veré mañana —añadió, y salió antes de que la impulsiva señora Jones pudiera decir más.
—Con este reloj podremos conseguir que nos devuelva la carta —dijo Nabé—. ¡El pequeño farsante…! ¡Claro que tuvo un día de trajín hoy!… ¡Debió esconderse por todos los rincones para que Roger no lo encontrase!
—Bueno, supongo que todos los críos hacen cosas así cuando tienen la edad de ese… renacuajo —dijo Chatín—. Recuerdo que cuando yo era así de pequeño lo que más me divertía era meterme debajo del coche de mi tío, y dejar que el aceite me goteara encima hasta que quedaba hecho un pingo.
—Te creo muy capaz —dijo Diana, escandalizada—. Afortunadamente yo, de pequeña, no tuve nunca esta clase de aficiones.
La cena resultó muy animada, y grande fue el asombro de los niños al ver que los dos famosos huéspedes no estaban allí.
—¿Es que se han marchado sir Ricardo y el profesor? —preguntó Nabé a la señora Jones, señalando con la cabeza la mesa vacía.
La mujer negó sonriendo.
—Oh, no, señorito. Cenaron un poco más temprano para reunirse con unos amigos. Son personas muy ocupadas, señorito; aun cuando estén en un lugar tan apartado y tranquilo como Penrhyndendraith, no olvidan ni por un instante sus obligaciones y sus estudios. Son hombres ricos, hombres muy importantes, señorito, y puedo decir con orgullo que les agrada nuestra posada. Se encuentran a gusto aquí…, pero es la comida, señorito, lo que más les gusta. Y a ustedes también les gusta la comida que hace mi marido, lo sé… Ustedes…
—Sí, por supuesto, señora Jones —dijo la señorita Pi en un tono tan perentorio, que la efusiva mujer quedó cortada en seco y se alejó respetuosamente del comedor.
—¡Es exactamente lo mismo que un disco! —dijo Chatín riendo—. Lo que no comprendo es por qué la interrumpe usted cuando habla, señorita Pi. A mí me divierte horrores. Podría estar escuchándola durante horas y horas.
—No me extrañaría, Chatín —dijo la señorita Pi—. Pero ocurre que tú y yo no tenemos los mismos gustos, y opino que es mucho mejor no «alentarla», ¿comprendes?
—Bueno, no me riña por esto —dijo Chatín agachando la cabeza—. Cualquiera podría pensar que soy un… un excéntrico.
La señorita Pi no pudo reprimir la risa, y todos le hicieron coro.
—Señorita Pi, nunca conseguirá usted apabullar a Chatín —dijo Roger—. Todos hemos intentado hacerlo un día u otro…, pero es inútil. Parece hecho de goma, lo rebota usted contra el suelo y en seguida salta de nuevo con más bríos que antes.
Todos decidieron retirarse temprano a dormir, pues habían tenido un día largo y cansado. Los tres muchachos celebraron una conferencia, por la mañana, en la «roulotte».
—Trincaré a ese David en cuanto amanezca mañana, si es que puedo dar con él —dijo Nabé—. Y te obligaré a devolverme la carta. Tú, Chatín, deberás tener sumo cuidado en no acercarte para nada a esos dos hombres. Deben estar seguros de que llevas la carta encima. Saben que no está en la «roulotte», puesto que la registraron de arriba abajo sin encontrarla… y ¡buena faena hicieron en ella los muy bribones!
—Pero ¿cómo podré mantenerme alejado de esos dos tipos, mañana? —quiso saber Chatín—. No puedo pasarme todo el tiempo cogiendo el autobús para Dilcarmock y atiborrándome de helados allí.
—Ya pensaremos algo —dijo Nabé bostezando—. Voy a acostarme, estoy rendido de sueño… Mañana me las entenderé con el picaruelo de David, y no le dejaré en paz hasta que me haya dado la carta.
A la mañana siguiente los tres amigos se dedicaron a buscar al pequeño David y al ganso tan pronto como estuvieron vestidos, pero no pudieron encontrarlo en ninguna parte. Nabé decidió, finalmente, meterse en la cocina donde el señor Jones estaba preparando los desayunos. El hombre tenía el mismo aspecto agriado y resentido de siempre, pero ¡qué bien olían sus guisos!
—Buenos días, señor Jones —dijo cortés al entrar—. ¿Podría decirme dónde está David?
El señor Jones tenía en la mano una sartén, y se volvió hacia Nabé con cara de pocos amigos.
—No, no lo sé —dijo con hosquedad—. No le permito entrar aquí cuando estoy cocinando.
Chatín y Roger se habían quedado esperando a la puerta, y al oír su respuesta se apresuraron a marcharse con Nabé. Era evidentemente que el señor Jones tampoco deseaba «su presencia» allí cuando estaba cocinando.
—¡Qué tipo tan intratable y malcarado! —dijo Roger, cuando se hubiera alejado un trecho de la cocina—. Da la impresión de que sólo se sentiría enteramente feliz viviendo solo en la posada sin nadie que pudiese fastidiarle.
Habían decidido vigilar de cerca a los dos hombres para estar al tanto de lo que se proponían hacer, pero no vieron ni rastro de ellos. Pasado un rato, Nabé entró cautelosamente en el comedor para ver si estaban allí… y lo único que vio fue a la señora Jones que estaba quitando el mantel y retirando el servicio de la mesa frente a la ventana.
—Oh, ¿ya han desayunado el profesor y sir Ricardo? —preguntó Nabé.
—Sí, señorito. Hoy Pidieron el desayuno muy temprano —dijo la señora Jones—. Sir Ricardo insistió especialmente en desayunar lo antes posible, dijo que tenía mucho trabajo que hacer hoy, y…
—Mucho trabajo, ¿eh? —dijo Nabé—. Pero ¿qué clase de trabajo hacen en un lugar tan pequeño como éste? No les he visto de excursión por las montañas en busca de pájaros o plantas…
—Oh, sir Ricardo posee dos magníficos barcos de pesca —dijo la señora Jones—, y muchas cosas más. Es un hombre muy activo y emprendedor, señorito. El…
Pero justamente en aquel momento entraron en al comedor la señorita Pi con Diana, y al verlas la señora Jones salió a escape hacia la cocina en busca del desayuno.
Al levantarse de la mesa, los tres muchachos se dedicaron a buscar de nuevo a David con renovado empeño, sin dejar por ello de mantener el ojo alerta respecto a las idas y venidas de los dos hombres. Éstos, sin embargo, brillaron por su ausencia. Era casi mediodía cuando consiguieron, al fin, localizar a David. Le vieron correteando con «Patoso», como de costumbre, por la parte trasera de la posada. Al verlos se acercó inmediatamente al grupo.
—Madre dice que tenéis un reloj —dijo sin preámbulos—. Un bonito reloj para mí.
—Oh, te lo ha contado, ¿eh? —dijo Nabé echando mano del reloj que guardaba en el bolsillo y mostrándoselo ostensiblemente por los cuatro costados.
El pequeño David lo contemplaba absolutamente fascinado, y comenzó a hablar muy de prisa en galés. Luego tendió la mano para apoderarse del hermoso reloj, pero Nabé fue más rápido y lo puso fuera de su alcance.
—No, espera un momento —dijo—. David, si yo te doy el reloj, tú tienes que darme algo a cambio.
—Te daré mi cuchillo —dijo el pequeño hundiendo su mano en el bolsillo del pantalón.
—No, David, quiero otra cosa. Quiero el papel que encontraste ayer debajo de la «roulotte» —dijo Nabé—. Fuiste muy malo al quedarte con una cosa que no era tuya, pero no importa, no te reñiré por esto. Si me das la carta ahora, tendrás este hermoso reloj. ¿Qué dices?
—No tengo el papel —dijo David, impresionado.
—¿Que no tienes el papel? ¿Dónde está, pues? —inquirió Roger.
—¡Los señores se lo quitaron a Dafydd! —explicó el niño señalando la posada.
—¿Cuándo? —preguntó Nabé severamente. Dafydd parecía ignorarlo por completo, y de pronto se echó a llorar.
—Le gritaron a Dafydd —dijo entre sollozos—. Dafydd estaba sentado allí, y quería hacerse un barco de papel —dijo mostrándoles un pequeño banco de madera que había en el jardín de la posada—. El hombre vino y dijo: «Dame esto en seguida» y se lo arrancó de la mano de Dafydd…, ¡así! —y el niño dio una furiosa manotada en el aire.
—¡Cielos! —dijo Roger—. Esto tiene todo el aspecto de haber sido una bofetada. A lo mejor le pegó el muy bruto. Dafydd, ¿cuándo sucedió esto?
—El señor le pegó a «Patoso» también —dijo el pequeño repitiendo el mismo gesto de antes—. El señor es malo, malo… Le quitó el papel a Dafydd… ¿Me darás el reloj ahora?
—No, no puedo dártelo porque ya no tienes la carta. Te dije que te daría el reloj a cambio de la carta —dijo severamente Nabé—. Y además, has sido un niño malo al llevarte un papel que no era tuyo para hacerte un barco, ¿te enteras bien?
—Bueno, probablemente no pensó que fuera nuestro el papel —dijo Roger compadecido, al ver que Dafydd volvía a llorar amargamente—. Quiero decir que tal vez no supuso que el papel fuera una carta importante; después de todo, la gente no acostumbra guardar sus documentos pegados con tachuelas en el bajo de una «roulotte».
—No, tienes razón. No podía saberlo —dijo Nabé contemplando al niño que no cesaba de llorar. De pronto lo rodeó con el brazo y dijo cariñosamente—. Vamos, no llores más. Te perdonamos, ¿oyes? Mira, aquí está el reloj. Tienes que darle cuerda así, ¿te fijas bien…? ¡Y hará tic, tictac!
David estaba extasiado. Dejó de llorar al instante y tomó el reloj. Lo acercó al oído de «Patoso» y éste gritó asustado.
—Escucha, «Patoso», hace tic-tac, tic-tac…
Pero el ganso desconfiaba aún.
—Y así es como hay que darle cuerda para que toque el timbre despertador —explicó Nabé, confiando en que el niño lo entendería—. Fíjate bien…, hay que darle cuerda con esta otra llavecita…, ¡y ahora escucha!
El timbre despertador rompió a tocar ruidosamente, y el ganso partió como una flecha cloqueando desesperadamente. Pero, por una vez Dafydd se había olvidado de su amigo. Contemplaba, fascinado, aquel tesoro, aquel reloj maravilloso que le había dado Nabé. Y de pronto le echó los brazos al cuello dándole un apretado abrazo.
—Tú, buen amigo —dijo expresándose a su modo y con un marcado acento galés—. Dafydd buscará papel y te lo dará. Quiere que lo tengas tú. Sí, Dafydd buscará el papel para que lo tengas.
—¡Ojalá pudieras encontrarlo, pequeño! —dijo Nabé con un suspiro—. Pero me temo que ya es demasiado tarde… Anda, seca tus lágrimas y vete a jugar.
El pequeño se alejó en busca de su ganso, y los demás se quedaron mirándose unos a otros con e] más profundo desaliento.
—Bueno, creo que este asunto está liquidado —dijo Nabé—. Estos dos bribones han logrado apoderarse de la carta, y a estas horas ya se habrán enterado de todo lo que tenían que saber. Sabrán lo que el misterioso Jim les ordenaba que hicieran esta noche…, y lo harán, naturalmente. Lo malo es que nosotros no tenemos ni idea de lo que se proponen hacer. Bien, es casi la hora de comer; ¿dónde estará la señorita Pi?
—Voy a buscarla. Está en su habitación —dijo Chatín—. ¡Vamos, «Ciclón»! ¡Quiero darme el gusto de decirle a la señorita Pi que es ella la que hoy llega tarde a comer!
Partió como una flecha, seguido de «Ciclón» que parecía cortar el viento para alcanzarle, y subieron la escalera a todo correr. Pero la señorita Pi no estaba en su habitación, y Chatín salió dispuesto a buscarla por el jardín.
De pronto se detuvo paralizado por el terror. Sir Ricardo, el hombre barbudo que se nafra convertido para el pobre Chatín en una especie de pesadilla, acababa de salir de su dormitorio y avanzaba por el rellano en dirección a la escalera. Al ver al niño, se le acercó con los puños crispados y el gesto amenazador, y antes de que Chatín pudiera hacer algo, lo había cogido por el cuello de la americana.
—¡Tú, bribón! ¡Maldito intrigante! ¿Cómo te atreviste a quedarte con la carta que tenía que entregarme ese idiota de Dai? ¿Quién te mandó disfrazarte de mendigo para estorbar mis planes? Habla, condenado, ¿qué es lo que has descubierto? ¡Si no hablas pronto, te echaré de cabeza por la escalera y te aplastaré como a un gusano!
Agarrando firmemente a Chatín por el cuello, lo sostuvo en el vado, balanceando su cuerpo como si realmente fuera a tirarlo por la escalera. Chatín, pálido y aterrado, y luchando por respirar, veía llegado su último instante.
Intentó barbotear unas palabras confusas, pero el hombre no lo entendió y volvió a sacudirlo como si fuese un ratón.
—¡Contéstame, habla, condenado! ¡Te sacaré la verdad aunque tenga que hacerte picadillo! —rugía el hombre exasperado.
«Ciclón», que ya había empezado a bajar la escalera, se volvió al oír aquella voz alterada, y al ver a Chatín en apuros, corrió a su lado. El pequeño «spaniel» gruñó rabiosamente y acometió al hombre dándole un fiero mordisco en la pierna. Sir Ricardo soltó inmediatamente a Chatín, lanzando un grito de agonía, y el niño aprovechó la oportunidad para correr hacia el dormitorio de la señorita Pi y encerrarse por dentro con llave.
Se quedó junto a la puerta a escuchar, temblando y luchando todavía por respirar, y pudo oír cómo el hombre bajaba corriendo la escalera perseguido por un enfurecido «Ciclón» que no pensaba darle cuartel. Y ahora, ¿qué haría? ¡No podía ni soñar en salir de la habitación de la señorita Pi! Ese tipo podría estar esperándolo al pie de la escalera para cogerlo otra vez.