Chatín se marcha por un día
Chatín estaba realmente asustado. Se levantó rápidamente, y seguido por Nabé, abandonó la mesa sin decir palabra y salió del comedor. «Ciclón» le siguió entusiasmado, sin dejar de ladrar. La señorita Pi, acostumbrada a los buenos modales de los niños, observó su marcha con profunda indignación y asombro.
—¿Dónde han ido?… ¿Por qué han abandonado la mesa sin decirme ni una palabra, ni excusarse siquiera?… —dijo resentida—. ¿Es que alguno de ellos se encuentra mal, Diana?
Roger le largó a su hermana un puntapié por debajo de la mesa, temeroso de que dijera algo comprometedor, y explicó confusamente:
—Oh…, ¿no cree que Chatín parecía un poco pálido? Tal vez le ha dado demasiado el sol estos días… Debe haber pedido a Nabé que le acompañara.
—Será mejor que vaya a ver qué es lo que tiene —decidió la señorita Pi.
—Nabé no tardará en regresar —dijo Roger—, sería una lástima que se le enfriaran los huevos con el jamón por una cosa de nada. Nabé estará de vuelta en menos de un minuto.
Miró de refilón a los dos hombres sentados frente a la ventana. Estaban hablando con las cabezas casi juntas, de un modo muy apremiante, y el hombre de las barbas parecía estar furioso y deprimido. Roger hubiera querido oír lo que hablaban entre ellos.
Chatín estaba ahora a salvo en la «roulotte», con «Ciclón» a sus pies y Miranda en brazos de Nabé. Estaban discutiendo acerca de la desdichada aparición del perro en el comedor.
—¿Cómo pudo salir «Ciclón» de aquí? ¡Nunca he visto que un perro pudiera abrir una puerta por sí solo! —dijo Chatín—. Apostaría lo que no tengo a que ha sido esa peste de David, siempre metido en todo. ¡Bien, ahora la cosa está que arde! Estos hombres han reconocido a «Ciclón», y saben que yo soy el chico que tiene la carta cifrada.
—Sí, y lo primero que harán es intentar recuperarla —dijo Nabé—. Cómo, no lo sé, pero éste puede ser un asunto bastante serio para ti, Chatín, si logran ponerte las manos encima. Creo que lo mejor que podrías hacer es ocultarte.
—Sí, de acuerdo, pero ¿dónde? —preguntó Chatín, abatido—. ¿En la «roulotte»? Me pescarán en seguida.
—¡No aquí no, ni pensarlo! —dijo Nabé—. Lo mejor sería que cogieras el primer autobús para Dilcarmock y te pasarás todo el día allí. A menos que estos hombres te vean subir al autobús, nunca adivinarán a dónde has ido. Y, pensándolo bien, será mejor que yo vaya contigo.
—Sí, será mejor —dijo Chatín, todavía deprimido—. Pero ¿qué diantres de explicación podremos darle a la señorita Pi?
—Le diremos la verdad, que tú y yo vamos a pasar el día a Dilcarmock —dijo Nabé levantándose—. Voy a ver si puedo pillar a Roger y decirle lo que vamos a hacer… y él se encargará de explicarle a la señorita Pi que hemos decidido ir a la ciudad, y que con las prisas por coger el autobús no hemos podido despedirnos de ella.
—Ni siquiera pude acabarme los huevos con jamón —gimió Chatín—. Oh, ¿por qué habré tenido la mala pata de meterme en este lío por culpa de aquella carta idiota?
—Voy en busca de Roger —dijo Nabé, y salió corriendo hacia la posada.
Tuvo buen cuidado en no dejarse ver desde las ventanas del comedor, pues sabía que los hombres estaban allí. Se asomó a la puerta del comedor y, aprovechando que la señorita Pi le daba la espalda, hizo una seña a Roger para que saliera.
—Excúseme un momento, señorita Pi —dijo Roger, y salió hacia el vestíbulo antes de que aquélla pudiera hacerle preguntas. De nuevo volvió a sentirse la señorita Pi intrigada y sorprendida.
—Quisiera saber qué es lo que están haciendo todos esta mañana —dijo—, confío en que por lo menos tú te encuentres bien, Diana. Creo que debería ir a ver lo que ocurre a los niños.
—Bien, pero ¿por qué no tomamos primero algunas de estas tostadas recién hechas? —dijo Diana, para que los chicos tuvieran tiempo de organizar sus cosas—. ¡Son tan apetitosas con esta rica mantequilla!
Nabé le contó a Roger, en pocas palabras, el plan que se habían trazado.
—Hemos pensado que lo mejor que puede hacer Chatín es desaparecer durante todo el día, de modo que nos vamos a Dilcarmock en el primer autobús y regresaremos a la hora de cenar. Entonces encerraré a Chatín en la «roulotte» con llave y diremos que está cansado… Le llevaré algo de comer y… y tal vez quede con él para cenar juntos. Conviene evitar que estos hombres recurran a la violencia para apoderarse de él, ¿comprendes?
—Sí —dijo Roger—. Pero tengo que hacerte una advertencia; la señorita Pi empieza a estar escamada con tantas idas y venidas. Creo que sospecha algo. Y…, mira, lo que tenéis que hacer es marcharos los dos ahora mismo, porque no tardará ni dos minutos en aparecer por aquí para indagar qué ocurre.
—Bien, nos vamos volando —dijo Nabé, y se fue a la «roulotte» corriendo a la mayor rapidez que pudo en busca de Chatín.
Roger se quedó mirándolos mientras corrían velozmente colina abajo, hacia el pueblo. ¿Llegarían a tiempo para coger el autobús? Acostumbraba pasar a esa hora, y si no lo alcanzaban a tiempo tendrían que esperar otra hora entera. Regresó a la posada y tropezó con la señorita Pi que salía apresuradamente, después de haberse comido lo más rápidamente posible los huevos con jamón, las tostadas y el café.
—Oh, Roger, ¿puedes decirme lo que ocurre? —preguntó—. Estoy enteramente desconcertada: Levantarse de la mesa así, uno tras otro, sin la menor frase de excusa y sin dar la menor explicación, es francamente, muy poco correcto, querido. ¿Dónde están Nabé y Chatín?
Roger dio una cauta mirada en torno antes de contestar, para asegurarse de que los dos hombres no podían oírles.
—Bueno, todo es la mar de sencillo —dijo sonriendo amablemente—. Por lo visto han decidido ir a pasar el día a Dilcarmock y tuvieron que marcharse corriendo para no perder el autobús. Me encargaron que se lo dijese a usted y que les excusara.
—Pero…, querido…, creo que debían haberme dicho por lo menos una palabra acerca de sus planes —dijo la señorita Pi más aturdida y asombrada que nunca—. ¿Y tú y Diana? ¿Es que no vais con ellos?
—Pues…, no…, preferimos quedarnos aquí para hacerle compañía a usted —dijo Roger—. ¿Qué le parece si fuéramos a dar un paseo en barca los tres esta mañana?
—Bueno, creo que sería realmente muy agradable dar un paseo por mar —dijo la señorita Pi, complacida—. Sí, muy agradable. Pero quiero tener una explicación con Nabé y Chatín cuando regresen de su excursión… ¡No me ha gustado absolutamente nada que abandonaran la mesa tan bruscamente y a la mitad del desayuno además!
En este preciso instante los dos hombres salieron de la posada hablando en voz baja, y mirando en torno con ojos inquisitivos. Roger tuvo la seguridad de que buscaban a Chatín. Luego le vieron a él, y sir Ricardo avanzó unos pasos en su dirección como si tuviera intención de decirle algo, pero su compañero le sujetó por el brazo para impedírselo. ¡Era evidente que no querían hablar en presencia de la señorita Pi!
«Pensarán que la señorita Pi avisaría inmediatamente a la policía —se dijo Roger— si empezaran a discutir acerca de Chatín y de cartas cifradas. Celebro ver que Diana salía tras ellos».
—¡Di…! Nos vamos de excursión en barca —gritó alborozado—. Hace un día a propósito…, un sol espléndido y un vientecillo que nos empujará hacia el mar abierto.
—¡Oh, estupendo! —dijo Diana, deseosa de saber qué había ocurrido con Chatín y Nabé, pero sin atreverse a preguntarlo en presencia de la señorita Pi.
Roger la tomó del brazo y se la llevó corriendo hacia la «roulotte».
—¡Vamos a arreglar las camas! —dijo a la señorita Pi—. Estaremos listos en menos de diez minutos.
Diana pensó que Nabé había tenido una excelente idea al llevarse a Chatín a Dilcarmock para todo el día.
—Cuando haya pasado el viernes, y haya ocurrido… lo que tenga que ocurrir, sea lo que sea, me sentiré mucho más tranquilo —dijo—. ¡Lo que no comprendo es por qué tiene que estar siempre Chatín metiéndose en complicaciones! ¡Y complicándonos a nosotros también! Y lo más curioso es que nada parece importarle nada, ¿verdad…?
Apostaría que en este instante está sentado en el autobús rebosando satisfacción, tocando un imaginario banjo, y provocando la risa de los pasajeros.
Diana no se equivocaba. Chatín estaba ciertamente, en el autobús, sólo que en lugar del banjo fingía tocar una armónica, con la que improvisaba las más inesperadas melodías. Y como había pronosticado también Diana, los pasajeros del autobús estaban materialmente pendientes de él, comentando su alegre humor y riéndose de sus fantasías. Sí, ¡Chatín era el que menos preocupado se encontraba!
Cuando «Miranda» se deslizó al suelo y empezó a bailar al son de las músicas de Chatín, hasta el conductor quiso volverse para disfrutar del espectáculo… y el autobús estuvo a punto de caerse en una zanja.
—¡Para ya de tocar, Chatín! —dijo Nabé—. ¡Nos harás volcar!
Entretanto, en la posada los demás se preparaban para dar su paseo en barca. La señorita Pi insistió en que todos llevaran un sombrero de paja, porque el sol caería a plomo sobre la barca y no tendrían donde guarecerse. Tuvieron que ir a comprarlos a la tienda de la anciana señora Jones, lo que significaba un helado extra para cada uno, naturalmente.
Mientras saboreaban el helado, los dos hombres de la posada aparecieron al final de la calle. Siguieron avanzando lentamente y al pasar frente a la tienda, se asomaron a ver, pero no dijeron nada, y con gran alivio de Roger, continuaron su camino.
—No me gustan nada estos hombres —dijo la señorita Pi—. Y no logro explicarme qué es lo que vienen a buscar aquí…, no son aficionados a bañarse ni a pescar…, y fijaos, con el calor que hace hoy, llevan traje completo y corbata… Si no fueran personajes de tanto relieve, me inclinaría a pensar que no persiguen nada bueno por esos contornos.
—No me sorprendería que estuviera usted en lo cierto, señorita Pi —dijo Roger gravemente, y Diana no pudo reprimir una sonrisa.
Alquilaron un bote de remos y pasaron una mañana deliciosa. Los dos niños se turnaron para remar y para juguetear con el agua asomados a la borda. Luego se bañaron lanzándose al agua desde el bote, y muy pronto su piel fue poniéndose de un rojo tostado. En cuanto a la señorita Pi, estaba satisfecha en extremo con su nuevo sombrero de paja.
Nabé y Chatín también disfrutaron de un día magnífico en Dilcarmock. Era ésta una gran población costera, materialmente atestada de veraneantes en la que abundaban los lugares de esparcimiento y una infinidad de atracciones de todas clases. Nabé, que había sido tiempo atrás un pobre muchacho de circo, hecho a ganarse el pan trabajando en ferias y espectáculos, disfrutó enormemente recorriendo estos lugares que le resultaban en cierto modo, familiares: los tiovivos, trapecios, montañas rusas, los autochoque. Incluso encontró, entre los feriantes, algunos antiguos amigos que había conocido en la feria de Rilloby y charló un rato con ellos. Desgraciadamente, el pobre Chatín tuvo que limitarse a escucharlos, pues no entendía nada de lo que decían.
«Miranda» estaba entusiasmada con todo, naturalmente, y «Ciclón» tuvo la oportunidad de encontrarse con tantos perros callejeros que nunca había soñado en divertirse tanto. Pensó que Dilcarmock era mucho más interesante que el lugarejo de Penrhyndendraith.
—Empieza a ser hora de tomar el autobús de regreso —dijo finalmente Nabé—. Si no cogemos éste, llegaremos tarde para cenar, aunque no sé si serás capaz de comer ni un bocado después de haberte zampado por lo menos una docena de helados, Chatín, y no sé cuántas raciones de gambas y porciones de ese horrible pan de jengibre y tres tartas de carne y… no sé cuántos bocadillos de queso.
—Bien, a pesar de todo, empiezo a tener hambre y quisiera cenar pronto —dijo Chatín—. De modo que no quisiera perder este autobús. «Ciclón», sígueme como si fueras mi propia sombra, no quiero perderte ahora que está a punto de llegar el autobús.
Fueron a la parada del coche y éste llegó a los dos minutos. Tuvieron la suerte de poder sentarse en los asientos delanteros; «Miranda» se subió al hombro de Nabé para no perderse nada, como de costumbre, y «Ciclón» se tendió a los pies de Chatín.
—Espero que esos dos hombres no me echarán el guante en lo que queda de tarde —dijo de pronto Chatín—. Los había olvidado por completo en medio de tanta diversión y tanto trajín. ¿Crees que podré ir al comedor para cenar?
—Sí…, no te pasará nada si todos estamos contigo —dijo Nabé—. ¡Pero entiéndelo bien, no debes separarte de nosotros ni una pulgada! Ni tú ni «Ciclón», hasta que vayamos todos a acostarnos. Diremos a la señorita Pi que estamos cansados y nos iremos pronto, ¿comprendes?
Se sintieron felices al subir la colina hacia la posada, porque estaban realmente cansados. Roger los esperaba a cierta distancia de la casa, con el rostro abatido.
—¡Pronto, venid corriendo! —dijo, en cuanto los vio llegar—. Ha ocurrido una verdadera catástrofe…, la carta cifrada ha desaparecido de debajo de la «roulotte», ¡del mismísimo lugar donde la clavó Nabé! Yo diría que ese pequeño rufián, ese entrometido de David es quien la ha descubierto y se la ha llevado. No he podido encontrarlo por ninguna parte, porque de lo contrario le hubiera obligado a devolvérmela… ¡Pero lo que ahora me quita el sueño es pensar que estos dos hombres puedan sorprender a David con la carta en la mano! ¿No es una auténtica peste ese granuja?