¡Oh, «Ciclón»!
«Ciclón» se puso frenético de entusiasmo cuando vio regresar a los tres chicos, pero sus ánimos decayeron visiblemente cuando vio que lo encerraban en la «roulotte» mientras todos iban a tomar el té. Ladró quejumbrosamente desde todas las ventanas de la «roulotte», y a la señorita Pi no dejó de chocarle que Chatín se mostrara, en esta ocasión tan duro de corazón.
—En realidad, no comprendo por qué el pobre «Ciclón» no puede venir a compartir el té con nosotros —dijo—. Esta tarde se portó tan dócil y cariñoso que merecía un premio. Dimos un paseo maravilloso, y Diana pudo ver varios pájaros poco conocidos con sus binóculos de campaña.
—Vi uno que no he podido catalogar —dijo Diana—. Un pájaro verde con una moña de plumas rojas.
—La señorita Jones me ha dicho que el profesor Hollinan, un famoso experto en la materia, se aloja aquí, querida —dijo la señorita Pi—. Es un conocido ornitólogo que…
—Un…, ¿qué? —preguntó Chatín asombrado.
—Un experto en pájaros —aclaró la señorita Pi—. De modo que le sugerí a Diana que le preguntara acerca de ese pájaro tan raro. Probablemente él podrá identificarlo.
Los tres muchachos se sintieron profundamente escépticos respecto a los conocimientos que el profesor pudiera tener sobre los pájaros, pues en primer lugar ninguno de ellos creía que el irascible hombre de la barba fuese un auténtico sir Cualquiera. Sin embargo, Nabé guiñó un ojo a los chicos y dijo alegremente:
—Sí, Diana, has tenido una buena idea. Iré contigo para oír lo que te dice. ¡Siempre se aprende algo de… de un experto!
Chatín se sonrió divertido.
—Sí, siempre se aprende algo —dijo—. Señorita Pi, nos gustaría dar un paseo hasta Dilcarmock después del té, ¿quiere venir con nosotros?
—¡Cielos, no! Ya he andado esta tarde mucho más de lo que acostumbro —dijo la señorita Pi—. Creo que debierais tomar el autobús por lo menos una parte del trayecto. Dilcarmock queda un poco lejos, ¿no?
Los dos nuevos huéspedes entraron en el comedor para tomar el té, y saludaron ceremoniosamente a la señorita Pi. Diana se propuso interrogar al profesor Hollinan cuando saliera del comedor, de modo que se entretuvo con Nabé mientras Chatín y Roger iban a consolar al pobrecito «Ciclón», que continuaba prisionero en la «roulotte».
Finalizado su té, los hombres salieron del comedor con la misma prosopopeya, y se dirigieron a la escalera. Diana se acercó al hombre alto, con bigote recortado y monóculo.
—Oh, excúseme, por favor, profesor Hollinan —dijo casi sin aliento—. Pero sé que es usted un famoso orni… orni… Bueno, gran experto en pájaros, y deseaba preguntarle si… si… podría decirme el nombre de un pájaro que he visto esta tarde.
—Pues…, sí, naturalmente. Estaré encantado de ayudarte —dijo el profesor amablemente—. ¿Dónde lo has visto?
—Pasó volando por esos riscos que hay detrás de la posada —dijo Diana—. Era verde con plumas en la cabeza.
—Ah, bien, bien. Con plumas rojas, ¿eh? —el profesor pareció concentrarse—. El caso es que no puedo arriesgarme a identificar a un pájaro con tan pocos datos —dijo cortésmente—. Parece que se trata de un ave inmigrante que algunas veces suele visitar esta región…, y en tal caso su nombre sería «Lateus Inmigribus». Sí, puede que sea ése el pájaro que has visto.
—Oh, gracias, profesor —dijo Diana—. ¡Procuraré acordarme de este nombre tan raro!
Nabé aprovechó la ocasión, ahora para entrar en conversación con el forastero, extremando su cortesía y buenos modales.
—Yo vi casualmente un Curlikew-Cuello-Corto —dijo con una sonrisa agradable—. Volaba justamente por los alrededores de la posada. ¿No cree que es bastante raro que merodee por esos contornos, señor?
—Sí, muy raro —dijo el profesor.
—¿Y podría usted decirme si los Dotty-Topo-Negros acostumbran anidar por estas montañas, profesor? —continuó Nabé—. He oído decir que de vez en cuando suelen verse por aquí.
—Pues sí…, es cierto. Tengo noticias de que no es… infrecuente que aniden en estas costas de Gales —dijo el profesor—. Y ahora debo excusarme, muchachos…, creo que mi amigo me espera arriba —y con una ligera inclinación de cabeza subió pausadamente la escalera.
Diana contempló a Nabé con profunda sorpresa.
—¿Dónde has visto tú a un Curlikew-Cuello-Corto? En mí vida he oído que existiera semejante pájaro —dijo—. Y conozco los nombres de casi todos los pájaros de estas islas. Y me gustaría saber también quién te ha informado sobre los Dotty-Topo-Negros.
—¡Nadie! —dijo Nabé tomándola del brazo—. Ese profesor Hollinan es un impostor, querida Diana. ¿Cómo dijo que se llamaba tu pájaro verde con una moña de plumas rojas…? ¿Un «Lateus Inmigribus»…? ¡Y un cuerno…! ¡No encontrarás ese nombre en ningún libro de ornitología…! Ese tipo es tan experto en pájaros como yo mismo.
—¿Lo crees de veras…? Que el profesor Hollinan sea un impostor, quiero decir. Se mostró tan atento…, y tan eficiente.
—Todos los rufianes lo son —dijo Nabé—. ¡Y apuesto a que su amigo, ese sir Ricardo, tiene tanto de botánico como el profesor de ornitólogo! Son unos impostores, se han apropiado los nombres de dos personajes conocidos fingiéndose lo que no son… Pero papá dijo que conocía a esos hombres, y estoy seguro de que si los viera descubriría en seguida que son falsos. Creo que lo mejor será telefonearle y pedirle que haga algunas averiguaciones, y así sabríamos con seguridad si son auténticos o no.
—Bien, vamos a comunicar estas noticias a los demás —dijo Diana—. ¡Cielos…!, y pensar que este profesor fingido dijo que los Dotty-Topo-Negros solían anidar en esas montañas… ¿Cómo pudiste inventarte estos nombres tan raros, Nabé?
—¡Oh, es fácil! —dijo Nabé—. Vámonos pronto, Diana. Quiero ir a Dilcarmock para telefonear a papá cuanto antes. ¡Y tenemos que estar muy sobre aviso con ese endiablado «Ciclón», porque si sir Ricardo le echa la vista encima lo reconocerá al instante!
Hicieron la mitad del camino a Dilcarmock a pie y lo otra mitad en autobús. «Ciclón» estaba encantado. Dos largos paseos en un solo día era realmente algo extraordinario.
Al llegar a la ciudad Nabé telefoneó inmediatamente a su padre.
—Papá, soy Bernabé… ¿Me oyes?
—Sí, habla un poco más alto —dijo su padre—. ¿Estás bien, hijo?
—Estupendamente —dijo Nabé—. Escúchame papá; quería hablarte de algo que nos parece un poco misterioso. Es acerca de aquellos dos hombres… de aquellos famosos expertos de quien nos habló la señora Jones cuando fuimos a comprar helados en su tienda, ¿te acuerdas…? Nos dijo que los huéspedes más asiduos de la posada eran sir Ricardo Ballinor y el profesor Hollinan, un botánico y un ornitólogo. Pues bien, ahora están aquí, hospedados en nuestra posada, y tengo la impresión de que son unos impostores, y de que tienen tanto de expertos como yo… El profesor no es capaz de distinguir un pájaro de otro. Tú dijiste que conocías a estos señores, papá, ¿qué aspecto tienen? Me refiero a los auténticos, claro está, a los que tú conoces.
—Uno de ellos, Hollinan, es alto con bigote cuidadosamente recortado y lleva monóculo —dijo el padre—, y el otro, sir Ricardo, es de estatura más bien baja y lleva barba negra.
—¡Cielos! —dijo Nabé sorprendido, al oír que su padre describía fielmente los dos hombres que estaban en la posada—. Tus señas corresponden exactamente a los dos personajes que están aquí, papá, ¡a los que yo había tomado por impostores! Con todo…, ¿no podrías averiguar si el auténtico profesor Hollinan y sir Ricardo están actualmente en Londres…? Sí están allí, sabré con certeza que éstos son falsos y los vigilaremos para descubrir qué es lo que están maquinando. En cambio, si averiguas que están en Gales, bueno…, entonces tendré que reconocer que nos hemos equivocado. De todos modos, sigo convencido de que no son lo que dicen ser, es más, lo aseguraría.
Su padre sonrió.
—¿Otro misterio en puertas, Nabé? —dije—. Descuida, no tardaré en saber el actual paradero de sir Ricardo y el profesor Hollinan. Ambos son socios de mi club, y puedo enterarme fácilmente. Recibirás pronto noticias mías diciendo si esos hombres son falsos… o auténticos.
—Gracias, papá —dijo Nabé—. Pero no me telefonees, uno de ellos podría ponerse al aparato… Envíame un telegrama con una sola palabra: «Falsos» si los verdaderos expertos no son éstos, y «Auténticos» si lo son. Bastará con esto para que yo sepa qué hacer.
—De acuerdo, pero no te metas en ningún asunto desagradable o que pueda tener consecuencias, Bernabé —dijo el padre—. Llámame si puedo ayudarte en algo más. De momento voy a enterarme de eso y recibirás mi telegrama esta misma noche. En el telegrama pondré además el número de teléfono de la posada para que puedan transmitírtelo desde la oficina de telégrafos más próxima. Y recuerda bien esto, hijo: ¡no te busques complicaciones…! Si estos hombres no son lo que aparentan ser, y se dan cuenta de que se les está espiando, pueden acarrearte algún disgusto.
—Tendré cuidado, papá. ¡Gracias por todo y… adiós! —dijo Nabé colgando el receptor. Al salir de la cabina les contó a sus amigos lo que le había dicho su padre—. Confío en que antes de acostarnos recibiremos noticias de papá —dijo—. Y sabremos si nuestras sospechas son ciertas o no. ¡Pero apostaría cualquier cosa a que estamos sobre la buena pista!
Los cuatro recorrieron a pie la mitad del camino hacia la posada, y tomaron luego el autobús hasta el pueblo, pues a decir verdad se sentían bastante cansados. Hasta el incansable «Ciclón» aceptó agradecido un poco de reposo. «Miranda», naturalmente, estaba encantada por este medio de locomoción, pues se pasó la mayor parte del tiempo subida al hombro del joven Nabé…, y los pasajeros del autobús la miraron de tal modo que su amo tuvo que llamarla al orden.
—Basta de golosinas, «Miranda», o vas a marearte —le dijo severamente—. Y deja de pellizcarme la oreja y de protestar, porque no te valdrá. Eres de lo más chinchoso que he conocido.
Pocos minutos antes de las ocho sonó el teléfono en el vestíbulo, y la señora Jones entró corriendo en el saloncito donde estaban todos sentados.
—Es para usted, señorito Bernabé. Le llaman al teléfono.
Nabé al coger el auricular oyó una voz que decía:
—Tengo un telegrama para usted, señor. El mensaje no lleva más que una palabra: «Falsos».
—Gracias —dijo Nabé colgando el receptor.
—«¡Falsos!» —iba pensando el dueño de «Miranda»—. ¡Bueno, estábamos en lo cierto entonces! Estos amigos tan ricos e importantes del señor Jones no son más que unos vulgares farsantes que están metidos en algún negocio deshonesto, ¡y el señor Jones los ayuda y es su encubridor! ¡Sí, deben ser unos tipos de cuidado puesto que necesitan ocultar sus propios nombres…! Bien, ahora podremos continuar nuestras pesquisas y trataremos de averiguar qué es lo que están maquinando. La noche del viernes es, evidentemente, la noche en que ha de ocurrir algo. ¡Si por lo menos supiéramos qué hemos de buscar… y dónde!
Fue al encuentro de sus amigos para contarles lo del telegrama. Diana les propuso explicárselo todo a la señorita Pi, pero los demás se opusieron rotundamente.
—Pero todo este asunto se va complicando y puede resultar peligroso —insistió Diana—. Si estos hombres son unos impostores, tendríamos que avisar a la policía.
—Esperaremos hasta el viernes para ver si entonces descubrimos algo —dijo Nabé—. ¡Y por todos los santos del cielo! ¡Tened cuidado con «Ciclón»! ¡Si uno de estos hombres lo descubre y sospecha que pertenece a uno de nosotros, estaremos en peligro…, porque sabrán que el dueño de «Ciclón» es el que tiene la carta «auténtica», y no se darán punto de reposo hasta que puedan pescar a Chatín y obligarle a entregarle la carta!
—Bueno, entonces sólo queda una cosa que hacer —-dijo prontamente Chatín—. ¡Destruyámosla!
—No —dijo Nabé—. Tendremos que presentarla como prueba y demostrar que realmente nos apoderamos de ella en las circunstancias que todos sabemos…, cuando la policía intervenga en et caso y nos pidan declaración. De momento, lo más urgente es ocultarla en un lugar seguro. Voy a buscarla ahora mismo.
Salió de la habitación y fue directamente a la «roulotte». La carta estaba guardada en la funda de la almohada de Chatín, y Nabé deslizó allí su mano hasta encontrarla. Luego buscó algunas tachuelas y se las llevó, con la carta cifrada, fuera de la «roulotte». Se metió a rastras debajo del coche y sujetó firmemente la carta con las tachuelas en el tablón que formaba el piso de madera de la «roulotte».
Salió también a rastras y se incorporó sonriendo. ¡Si alguien encontraba la carta allí, tendría que ser un tipo más que listo!
«Ciclón» permanecía tristemente sentado en la «roulotte» sin comprender por qué no le permitían entrar en la posada. Nabé se compadeció al verle tan aburrido y dejó a «Miranda» para que le hiciera compañía. La monita corrió a su lado parloteando animadamente, pero «Ciclón» no le hizo el menor caso. Esperaba que su querido Chatín viniera a buscarlo.
Todos se acostaron pronto aquella noche porque estaban terriblemente cansados.
—Con tantos baños, paseos y toda esta excitación, casi no puedo tener los ojos abiertos —dijo Chatín dando un enorme bostezo que contagió a todos los demás.
—Lo comprendo —dijo la señorita Pi bostezando también—. Vámonos, Diana. Y vosotros, muchachos, acostaos también. ¡Buenas noches!
Todos descansaron profundamente, y Diana se sentía tan a gusto en la cama que no quería levantarse cuando, a la mañana siguiente entró la señora Jones con el agua caliente, seguida, como de costumbre, por el pequeño David y su inseparable ganso.
—¡Oh, señora Jones…, no creo que necesitemos aquí dentro a ese ganso! —protestó la señorita Pi, y la señora Jones hizo salir inmediatamente a los dos intrusos.
—Ni siquiera me había dado cuenta de que vinieran siguiéndome —dijo—. Ese Dafydd… mete la nariz por todas partes, y su ganso es tan entrometido como él… En la mismísima despensa estaba ayer, señorita, tan cierto como que le estoy hablando ahora, y picoteando los ricos «scones» que mi esposo acababa de sacar del horno para el té. A sir Ricardo y al profesor Hollinan les hace tanta gracia el pequeño Dafydd, que los sigue todo el santo día. Digo yo que lo miman demasiado, y…
—Bien, puede dejar el agua aquí, señora Jones, y gracias. Bajaremos a desayunarnos dentro de media hora —dijo la señorita Pi con firmeza, pues sabía que de no interrumpirla seguiría hablando hasta que le faltara el aliento.
Todos acudieron puntuales al comedor para el desayuno, y sir Ricardo y el profesor ocupaban también su mesa de costumbre frente a una de las ventanas. Ninguno de ellos podía sospechar que en aquel momento el pequeño David y su ganso se hallaban, una vez más, asomados a la ventana de la «roulotte»… y que David se sentía muy apenado por «Ciclón», el cual esperaba que Chatín lo libertara.
—Pobrecito perro —dijo David suavemente, llamando con los dedos sobre el cristal de la ventana—. ¡Pobrecito «Ciclón»!
«Ciclón» vio el pequeño rostro de David espiando por la ventana y se puso a ladrar esperanzado, arañando el cristal, pues se había subido a una de las camas y permanecía empinado sobre sus patas traseras.
—Dafydd abrirá la puerta para el pobrecito perro «Ciclón» —dijo el niño, complacido—. Espera un momento, «Ciclón».
Se bajó de la rueda donde había subido y, seguido del ganso fue hacia la puerta. Estaba cerrada pero no le habían echado la llave, y pudo abrirla fácilmente.
«Ciclón» salió de allí como un auténtico ciclón, ladrando como loco, y el ganso echó a correr también, cloqueando a todo pulmón, como si le persiguieran las furias. El pequeño David se quedó profundamente decepcionado. ¡Esperaba por lo menos una palabra de agradecimiento por parte de «Ciclón»!
«Ciclón» cruzó la suave pendiente de la colina a velocidad de relámpago y entró en la posada cuya puerta estaba siempre abierta. ¿Dónde estaba Chatín…? Se lanzó como un torbellino por la puerta del comedor y entró ladrando alegremente.
—¡¡«Ciclón»!! —dijo Chatín horrorizado—. ¡Oh, «Ciclón»! ¿Cómo has podido salir?
Por toda respuesta, «Ciclón» se le echó encima lamiéndolo y saltando con tanta efusión que se hubiera dicho que llevaba un mes sin verlo. Nabé echó una rápida mirada hacia la mesa ocupada por los dos hombres, a los que la señora Jones acababa de servir sendos platos de huevos con jamón. Sir Ricardo contemplaba a «Ciclón» con una sorpresa rayana en la incredulidad, y dio un ligero codazo al profesor Hollinan.
—¡Éste es el perro! —dijo—. Lo hubiera reconocido en cualquier sitio. ¡Y pertenece a aquel chico!
Nabé no pudo oír lo que decían, pero no le costó nada adivinarlo. «¡Mal rayo! —pensó—, ahora estos hombres sabrán con toda certeza que Chatín era el muchacho que tiene su carta cifrada».
—¡Pronto, Chatín! —dijo—. ¡Salgamos inmediatamente con «Ciclón»! ¡Corre, no te entretengas!… ¡Estos hombres han reconocido a «Ciclón»… y a ti también!