Una tarde emocionante
—Sígame por aquí —dijo Morgan al sujeto barbudo, y lo condujo a uno de los extremos del muelle para que el resto de los pescadores no pudieran oírles.
Nabé y sus amigos se arrastraron por la arena acercándose tanto como les fue posible al mismo lugar. Tuvieron buen cuidado en apostarse al abrigo del muro para que los dos hombres no advirtieran su presencia, y una vez allí se acomodaron calladamente dispuestos a no perderse ni una sílaba de la conversación.
—Morgan, quiero hablarle de la carta que usted tenía que dar a su sobrino para que me la entregara esta mañana —empezó a decir el hombre de las gafas—. La carta que me ha dado no es la que usted recibió, ¿me entiende…? Lo diré más claro: ¡la carta auténtica no ha llegado a mis manos! ¡Y quiero saber ahora mismo qué ha hecho usted con ella!
—¿De qué me está hablando, sir Ricardo? —preguntó el pescador, profundamente extrañado—. Puedo jurarle que esta carta no ha salido de mi bolsillo desde que me fue entregada, hasta que yo mismo se la di a Dai esta mañana. ¿Es que no se presentó en la caleta como habíamos convenido?
—Sí, estaba allí…, vestido como usted me había indicado y acompañado del pequeño perro negro además, de modo que no tuve la menor duda de que se trataba de su sobrino Dai —afirmó el hombre barbudo—. Pero lo que vuelvo a repetirle es que «no me dio la carta auténtica». La que me dio no tiene pies ni cabeza, y me ha sido imposible descifrarla.
—Pues es la misma carta que me dieron a mí, puedo jurarlo —dijo Morgan obstinadamente—. Jim me la entregó como de costumbre, y pasó directamente de su bolsillo al mío sin que haya salido de allí hasta que se la di a Dai. Todo lo que me dijo fue: «Volveremos el viernes. Téngalo todo dispuesto». Y se marchó otra vez en la barca. Puede estar seguro de que esa carta es la misma que me dio Jim.
—Entonces todavía lo entiendo menos —dijo el hombre de la barba, clavando sus ojos en Morgan—. ¿Dónde está su sobrino…? Tendré que interrogarlo…, aunque lo que no me explico es cómo haya podido ser él el que ha cambiado la carta. Morgan, si lo que usted anda buscando es hacerme un chantaje y sacarme dinero por el procedimiento que sea, le juro que se arrepentirá. Y perderá el tiempo si intenta engañarme.
—¿Y por qué había de engañarle a usted? —preguntó Morgan irritado, alzando la voz—. Sería como engañarme a mí mismo, ¿no cree…? Estoy metido en este asunto hasta el cuello, lo mismo que usted.
—Bien, no grite tan alto —dijo el hombre barbudo, mirando en torno suyo alarmado y temiendo que pudieran oírles los pescadores que reparaban sus redes en los alrededores del muelle.
—Voy a llamar a Dai —dijo Morgan—. Está allí junto a aquel bote. Él mismo le dirá que la carta es la misma que yo le di. ¡Dai…! ¡Dai! ¡Ven aquí un momento!
El chico y su perro vinieron corriendo.
—¿Qué hay, tío Morgan? —dijo Dai, echando un vistazo al hombre barbudo y poniendo cara de susto.
—Quiero saber si entregaste a este caballero la carta que te di para él esta mañana —dijo severamente el pescador.
—Sí —dijo el chico—. Sí, claro que se la di.
La reacción del hombre barbudo no se hizo esperar. Agarró de improviso al muchacho y lo sacudió con tanta fiereza que Dai lanzó un aullido.
—¡No me has dado ninguna carta, grandísimo embustero…! ¡Tú no eres el chico que yo encontré en la playa! Era más alto que tú, y su perro era un «spaniel» negro, no un caniche.
—¡Suelte al chico! —dijo Morgan en tono amenazador, viendo que Dai temblaba de terror—. Usted mismo acaba de decirme que un chico le había entregado la carta, ¿no es eso…? Pues bien, ¿quién diablos podía ser este chico si no era Dai?
—No lo sé. Ya se lo he dicho antes. Era un muchacho que iba acompañado de un «spaniel» negro, un auténtico rufián, de aspecto muy parecido a su sobrino —dijo el hombre concentrando su mirada en el tembloroso Dai—. ¡Cuando me acerqué a él vi que estaba «leyendo» la carta…! Una carta cifrada como la que tenía que entregarme, y naturalmente, supuse que el bribonzuelo quería enterarse de lo que decía. Tuve que quitársela a la fuerza porque el chico no quería dármela.
Morgan «el Cojo» soltó una carcajada y le volvió la espalda.
—¡Entonces es usted más tonto de lo que yo creía, sir Ricardo…! Ese chico no era mí sobrino, y la carta debía ser suya, no la que usted esperaba.
El hombre barbudo agarró del brazo a Morgan y le hizo retroceder.
—Morgan, éste es un asunto muy grave, y usted lo sabe. Si la carta que yo tengo no es la que usted dio a Dai, ¿dónde está la carta auténtica…? ¡Habla tú, grandísimo bribón, y dime de una vez qué has hecho con esta carta!
—Yo… yo… se la di a un chico que estuvo hablando conmigo en la playa —sollozaba el pobre Dai aterrado—. Estuve esperando mucho rato a que viniera usted, y ese chico dijo que si le daba la carta, él se encargaría de dársela tan pronto como usted llegara. Yo… no sabía que usted ya había estado en la playa y… que se había apoderado de una carta que… no era la suya.
Sir Ricardo le dio tan rudo empujón al muchacho que fue a dar contra el paredón del muelle y por poco cae al agua. Morgan gruñó amenazador.
—¡Deje en paz al chico! —dijo—. ¿Qué hay de malo en esto, después de todo…? Usted tiene una carta que no puede leer, y alguien más tiene otra carta que tampoco podrá leer. Me pondré en contacto con Jim para que le envíen otra misiva con las mismas instrucciones y no habrá perdido nada.
Sir Ricardo se sacó un pañuelo del bolsillo para secarse el sudor. Se acercó más a Morgan para hablarle al oído, de modo que los tres niños que permanecían a la escucha, debajo del muelle sólo pudieron oír estas palabras:
—La próxima carta, Morgan, me la dará usted mismo, ¿comprende…? ¡Y si las cosas van mal o tenemos algún contratiempo, la culpa será enteramente suya por confiar en el idiota de su sobrino…! Si esa carta de Jim no hubiese estado cifrada, ahora otra persona estaría enterada de todo y podría hacer fracasar nuestros planes del viernes… ¡y echarlo todo a rodar!
—¡Bueno, cállese de una vez! —dijo Morgan con rudeza, volviéndole la espalda.
—¡Y si tropiezo con el chico que tenía esa estúpida carta en la mano, la que yo cogí, y que se ha quedado con la que Dai tenía que entregarme, le retorceré el pescuezo! —dijo sir Ricardo con tanta rabia que Chatín se quedó helado de espanto al oírle.
Lo que había empezado siendo un juego divertido, ya no era un juego, pensó Chatín angustiado. ¿Por qué se le ocurriría ir al encuentro de Dai y persuadirle de que le entregara la carta?
—Conocería a ese bribón dondequiera que me lo encuentre —continuó sir Ricardo furioso—. Un truhán de la peor especie, un auténtico vagabundo, con pantalones largos y cochambrosos, un horrible jersey de colores chillones, y una gorra demasiado grande para él y que se le hundía hasta las orejas… ¡Ah, sin olvidar el «spaniel»…! Dai viste igual que aquel bribón, sólo que no es tan alto… y naturalmente lo que me confundió fue el perro negro.
Chatín se sentía ahora francamente alarmado, lo mismo que Nabé y Roger. ¡Qué contratiempo tan enojoso que ese tipo de la barba se hospedara precisamente en la misma posada donde estaban ellos! ¿Reconocería a Chatín…? Lo que sí podían dar por seguro es que recordaría a «Ciclón» tan pronto como le echara la vista encima.
Morgan se marchó dejando al hombre solo. Los pescadores del muelle observaron curiosamente a Morgan cuando pasó por su lado. Estaban demasiado apartados para enterarse de lo que había hablado el forastero, pero sabían que los dos hombres se habían peleado.
—¿Está enfadado tu gran amigo, Morgan? —dijo con sorna uno de los pescadores—. ¿Es que no le resultó divertida la último expedición de pesca… a… su «señoría»?
Morgan no contestó y siguió su camino. Los pescadores se rieron y cambiaron expresivas miradas entre ellos cuando el hombre barbudo pasó frente al grupo, pero nadie se atrevió a decirle nada. Dai había desaparecido por completo, oculto en algún rincón donde nadie pudiera encontrarlo.
Los tres muchachos continuaron tendidos en la arena y silenciosos durante un rato. Luego, al oír voces se incorporaron lentamente y se consultaron con la mirada.
—Vamos a bañarnos —dijo Nabé en voz alta por si alguien los estuviera espiando. Luego añadió, bajando la voz—: Hablaremos más tarde. Seguidme.
—¡Sí, un baño me sentará de maravilla, hace tanto calor! —dijo Roger alzando la voz.
Chatín no dijo nada. Todavía continuaba impresionado por lo que acababa de oír. Rogó fervientemente para que la carta continuara oculta en la «roulotte», pero al mismo tiempo se preguntó si no hubiera sido más prudente destruirla.
Ninguno de ellos habló hasta que estuvieron a una regular distancia del muelle. Entonces Nabé se secó el sudor del rostro y dijo:
—¡Uf! ¿Qué demonios es lo que tenemos que hacer ahora? ¡Te aseguro, Chatín, que nos has metido en un buen lío! Y todo por culpa de esa carta cifrada que el idiota de Bruce te ha enviado.
—Bruce no tiene ni un pelo de idiota —protestó Chatín en tono menos arrogante del que tenía por costumbre—. Y para que te enteres bien, ese tipo no ha podido descifrar nuestra carta, lo que nos demuestra que es un código bastante bueno el que hemos inventado Bruce y yo. Y en cuanto a ese tipo de las gafas, me resisto a creer que sea el prestigioso sir Ricardo de quien nos habló la señora Jones.
—Bañémonos —dijo Nabé—. Creo que después de refrescarnos podremos pensar y discutir esto con más claridad. Fue una buena idea la de no traernos a «Ciclón», Chatín; ese tipo lo hubiera reconocido en el acto y nos hubiera fichado a todos.
—Lo peor del caso es que no sé lo que vamos a hacer con «Ciclón» ahora —dijo Chatín, súbitamente deprimido—. Hemos de evitar a toda costa que lo vea ese… sir Ricardo. Pero ya sabes cómo es «Ciclón», no puede dejar de correr por todas partes y meterse en todo.
Los tres muchachos se lanzaron al agua fresca y diáfana, y al salir se sintieron más reconfortados y serenos para enfocar el asunto con calma. Se sentaron sobre la caldeada arena y hablaron.
—Hoy es miércoles, y lo que ha de ocurrir está planeado para el viernes. Opino que el caso es urgente —dijo Roger—. Sólo nos quedan dos días. ¿Creéis que debiéramos comunicarnos con la policía?
—No, no. Yo creo que no. Si lo hacemos empezarán por interrogar al hombre barbudo, y lo que tenía que ocurrir el viernes ya no ocurrirá —dijo Nabé. Frunció el ceño sumido en honda reflexión y añadió—: Estoy pensando en una cosa. Uno de los pescadores le gritó a Morgan: «¿Es que la última expedición de pesca no le resultó divertida a su “señoría”?» Pues bien, ¿qué es lo que quería decir con esto…? Sencillamente, significa que Morgan alquila una barca a sir Ricardo, en apariencia para ir de pesca, pero tal vez salen en busca de «otra cosa» en lugar de pescado, o quizá traen algo oculto entre el pescado.
—¿Algo que desea traer aquí para guardarlo oculto en algún sitio, quieres decir? —preguntó Roger.
—Sí. Probablemente algo que quiere guardar secretamente sin que nadie conozca su paradero durante mucho tiempo —dijo Nabé algo pensativo—. Me pregunto quiénes serán en realidad ese sir Ricardo… y su amigo el profesor Hollinan, el experto en pájaros… ¿No serán ellos mismos un par de pájaros que se han apropiado estos nombres…? ¿No pudiera ser que se hicieran pasar por sir Ricardo y el profesor Hollinan para ocultar sus propios nombres…? Creo que voy a llegarme hasta Dilcarmock después del té para telefonear a papá y pedirle que nos aclare el misterio.
—Pero deben ser muy ricos si le han prestado al señor Jones todo ese dinero para comprarse la posada —dijo Chatín, hurgando con sus pies en la arena.
—No puedo creer que nadie prestara a un tipo como el señor Jones un montón de miles de libras esterlinas sólo porque le gusta su modo de cocinar —dijo Nabé—. Quiero decir que… cuando uno presta dinero, generalmente exige una garantía, por ejemplo, en el caso del señor Jones podrían pedirle una parte de los beneficios que saca de la posada. Pero ya habéis visto cómo les marcha el negocio…, la posada está prácticamente vacía y estoy más que convencido de que sus beneficios son casi nulos. Fuera de nosotros no hay nadie más que estos dos hombres.
—Bien, entonces, ¿qué clase de garantía les da por el dinero prestado? preguntó Chatín. —¿Crees que les deja la posada para que la utilicen como una especie de cuartel general para los negocios que se traen entre manos?
Nabé se incorporó y se dio una palmada en la rodilla.
—¡Claro que sí…! ¡Has dado en el clavo, Chatín! ¿Qué otro motivo podían tener? Aquí debe haber algún pequeño «gang» organizado. Morgan… y Jim, quienquiera que sea, y también el señor Jones… están metidos en el asunto, y la posada es el cuartel general. ¡Cielos… al fin empiezo a ver claro! ¡Creo que estamos sobre la pista de algo importante!
—Pero ¿qué pista hemos descubierto? —preguntó Chatín excitado—. ¿Cómo podremos enterarnos de esto tan importante…? De momento no sabemos nada de nada. Pero de todos modos no deja de ser sorprendente que tengamos una pista, ¿no? ¡Bueno, lo que os digo es que estoy realmente impaciente por ver qué ocurre aquí el viernes!