Dos nuevos visitantes llegan a la posada
La señorita Pi se acercó a la «roulotte» justo en el momento en que los cuatro niños se disponían a salir. Echó una mirada severa a Chatín, temiendo que todavía estuviera vestido con aquellas ropas andrajosas que le asemejaban a un vagabundo, pero Chatín llevaba puesto el bañador, y las prendas que había comprado en la tienda de la señora Jones estaban echadas encima de una de las camas.
—Oh…, tira inmediatamente todo esto, Chatín —dijo la señorita Pi—. Mira, aquí tienes tu ropa limpia y planchada. Será mejor que te la pongas en seguida.
—Oh, ¿no podría ir a comer con el bañador? —preguntó Chatín—. ¡Estoy tan a gusto y tan fresco!
—¡No, desde luego que no! —dijo categóricamente la señorita Pi—. Diana, ¡qué morena te estás poniendo! ¿Qué tal habéis pasado la mañana en la playa? Supongo que el agua debía estar deliciosa.
Salieron las dos en dirección a la posada, charlando animadamente. Entretanto Nabé había estado reflexionando seriamente y de pronto se volvió hacia Roger y Chatín para decirles:
—Se me ocurre una idea. No estaría mal que esta tarde nos diéramos un paseo hasta el muelle de los pescadores y ver si podemos localizar a ese Morgan «el Cojo». Con un poco de suerte, hasta podríamos hablar con él…, y… Bueno, lo cierto es que me gustaría ver qué aspecto tiene el tipo ése —continuó diciendo Nabé mientras sus dos amigos le escuchaban llenos de interés—. Si el hombre está por allí de tertulia con otros pescadores y podemos meter baza, a lo mejor averiguamos algo del asunto en que está metido.
—Buena idea —dijo Chatín al instante—. ¿Has oído esto, «Ciclón»? Esta tarde daremos un paseo por la playa y el muelle.
«Ciclón» se puso loco de contento al oír esto, y empezó a dar vueltas por la «roulotte» a una velocidad increíble, saltando de una cama a otra y ladrando como un poseso.
—Pues verás, «Ciclón» —dijo Nabé—. Siento decepcionarte, viejo amigo, pero esta tarde no podrás venir con nosotros.
—¿Y por qué no? —preguntó Chatín, asombrado.
—¡Usa un poco tu cerebro! —dijo Nabé—. Si el chico que te dio la carta anda por allí, reconocería en seguida a «Ciclón» y aunque tú ya no lleves el bañador de esta mañana, probablemente te reconocería también si te veía acompañado de «Ciclón». En cambio, sin «Ciclón», y vestido con ropas decentes, lo más seguro es que no te reconozca.
—A «Ciclón» no le gustará quedarse aquí solo, viendo que todos nos vamos de paseo —dijo Chatín, preocupado—. Y ladrará hasta desgañitarse. Lo que más odia en el mundo es que le dejen encerrado y sin compañía, ¿comprendes?
—Bueno, podríamos hacer otra cosa; decirle a Diana que se quede con la señorita Pi esta tarde, y que se lleven de paseo a «Ciclón» sin perderlo de vista ni un instante —dijo Nabé—. Decide lo que prefieras, esto o quedarte tú con él, Chatín.
—Oh, a «Ciclón» le encantaría quedarse con Diana, si a ella no le importa —dijo Chatín, que no tenía el menor deseo de renunciar a su proyectada visita al muelle de los pescadores—. Oye, «Ciclón», ¡basta de exhibiciones! Ya sabemos que saltas como un acróbata, pero… ¡Oh, mira cómo has puesto mi cama! ¿Qué dirá la señorita Pi si la ve? ¡No eres más que un pollino!
Entraron los tres en el comedor de la posada, hallando a Diana sentada ya a la mesa, y la señorita Pi de pie junto al aparador sirviendo generosas raciones de jamón en cada plato. Chatín corrió a su lado para ayudarla, y «Ciclón» fue a colocarse exactamente debajo del brazo derecho de la señorita Pi, por si alguna tajada de jamón se caía accidentalmente al suelo.
Bernabé aprovechó la ocasión para contarle a Diana en voz baja lo que habían proyectado hacer aquella tarde, y a continuación le explicó los motivos que tenían para mantener al pequeño «spaniel» de Chatín fuera de la circulación. Diana accedió a quedarse con la señorita Pi y vigilar a «Ciclón».
—Podríamos ir los tres a dar un paseo por los alrededores —dijo Diana—. Estoy segura de que a la señorita Pi le encantará, ya sabes cuánto le gusta andar. Oh, había olvidado deciros la novedad, ¿sabéis que han llegado nuevos huéspedes a la posada?
—¿Quiénes son? —preguntó Nabé sin mucho interés, y observando muy complacido, en cambio, la mesa tan pulcramente servida y llena de tentadoras viandas—. Palabra…, ¡la señora Jones sabe hacer bien las cosas! Y los guisos de su consorte son capaces de resucitar a un muerto.
—No conozco los nombres de los nuevos huéspedes —dijo Diana—. ¡Pero, mira, por ahí vienen!
Dos hombres entraron en el comedor, el primero era de elevada estatura, de porte autoritario, con un bigote pulcramente recortado y llevaba monóculo. El segundo era bastante más bajo, algo corpulento, y llevaba barba y unas gafas ahumadas.
Chatín se volvió en aquel preciso instante, llevando a la mesa dos platos con jamón, y vio a los dos hombres de cara. Dio un salto atrás, y un trozo de jamón cayó al suelo siendo atrapado instantáneamente por «Ciclón», que no cabía en sí de gozo ante tan inesperado festín. Chatín se acercó rápidamente a la mesa y, ante la sorpresa de Nabé y Roger, comenzó a darles codazos y a señalar nerviosamente con la cabeza hacia la mesa situada frente a una de las ventanas, donde acababan de sentarse los dos hombres dándoles la espalda.
Roger y Nabé adivinaron en seguida lo que pretendía decirles con estas señas… Que el hombrecillo de la barba y las gafas de sol era el rufián que le había arrebatado la carta de Bruce. ¡Santo Dios! ¡Y estaba alojado en la misma posada que ellos!
—¿Creéis que habrá visto a «Ciclón»? —susurró Chatín, demudado—. Lo reconocería en el acto. En cuanto a mí, no es probable que me recuerde habiéndome quitado de encima aquellos harapos.
—¡Llévate a «Ciclón» ahora mismo! —ordenó Nabé—. Pronto, antes de que lo vean. Toma, ponle este trozo de jamón delante de la nariz y te seguirá como si estuviera hipnotizado. Mételo en la «roulotte» y cierra la puerta con llave.
Chatín cogió al vuelo el trozo de jamón que le daba Nabé, agarró por el cuello a «Ciclón» y se lo hizo oler. El perro lo siguió como en un trance, sin acordarse siquiera de ladrar. Gracias a esta feliz estratagema Chatín pudo sacarlo del comedor a una velocidad de relámpago, sin que los dos hombres se dieran cuenta de nada.
La señorita Pi no dejó de extrañarse al ver que Chatín se llevaba fuera a su pequeño «spaniel» negro.
—¿Es que se encuentra mal? —preguntó sentándose a la mesa—. ¡Pobre «Ciclón»! Tal vez ha bebido demasiada agua salada en la playa esta mañana.
—Todo es posible tratándose de un perro tan dinámico —dijo Nabé evasivamente, y cambió rápidamente de tema—. Este jamón es exquisito, parece curado en casa, ¿no cree, señorita Pi? Supongo que debe ser obra del señor Jones, que además de cocinero debe ser un técnico en cuestión de embutidos y conservas. Todo lo que nos sirven aquí es de primera calidad.
—Sí, no cabe duda que conoce su oficio —dijo la señorita Pi—. Diana, ¿quieres pasarme la salsa blanca, por favor?
Chatín volvió a entrar al poco rato y sentó a la mesa con los demás.
—Siento de veras que «Ciclón» se haya puesto enfermo —dijo la señorita Pi.
—Tal vez le convendría quedarse aquí esta tarde —dijo gravemente Nabé—. En la playa es más difícil controlarlo, pero si usted y… y Diana se fueran de paseo por el bosque, señorita Pi, «Ciclón» podría acompañarlas y de este modo evitaríamos que volviera a meterse en el agua…
—¡Oh, qué estupendo! —aprobó Diana con entusiasmo—. ¿Le gustaría dar un paseo por estos alrededores, señorita Pi?
La señorita Pi se mostró realmente encantada.
—Sí, una pequeña excursión hacia arriba de la colina nos sentará magníficamente después de comer —dijo—. Y debieras llevarte los binóculos, Diana, y este libro que trata de los pájaros. No debes desperdiciar tan buena ocasión, a lo mejor nos encontramos con algún pájaro raro que pueda servirte para tu trabajo escolar, esa redacción que tienes que escribir sobre «los pájaros que has visto».
Roger le guiñó un ojo a Nabé. ¡Todo se estaba solucionando de primera!
Chatín tenía la vista clavada en los dos hombres con tanta insistencia, que Nabé le largó un puntapié por debajo de la mesa. ¿Quién eran esos dos hombres a fin de cuentas? No les sería difícil averiguarlo, bastaba con preguntárselo a la locuaz señora Jones en un momento oportuno. Se sonrió para sus adentros al pensar que uno de ellos tendría, probablemente en el bolsillo, la carta cifrada de Bruce, y que con toda seguridad habría intentado descifrarla por lo menos una docena de veces sin el menor resultado.
La ocasión de saber quiénes eran los dos forasteros se presentó en seguida después de comer. Ambos salieron del comedor y subieron al piso de arriba, y al poco roto entró la señora Jones para retirar los platos, seguida de David y el ganso, que por no faltar a la costumbre se quedaron curioseando todo desde la puerta que daba al vestíbulo.
—Tenemos dos nuevos visitantes por lo visto, señora Jones —dijo Bernabé cuando la mujer se detuvo junto a «Miranda» para darle una golosina.
—Oh, sí, suelen venir con mucha frecuencia —dijo halagada la señora Jones—. Son sir Ricardo Ballinor y el profesor Hollinan…, un famoso experto en el estudio de los pájaros, según dicen. Son amigos de mi esposo. Los conoció en Londres, ¡y saben que cocina bien, muy bien…! Se sienten particularmente atraídos por nuestros hermosos paisajes, las altas montañas, el mar, la tranquilidad que se goza aquí, lejos de las estrepitosas capitales donde suelen vivir, y…
Los niños aguardaron pacientemente mientras la señora Jones continuaba hablando con entusiasmo, y sin interrupción, de la importancia de los dos caballeros recién llegados. Al final Nabé preguntó:
—Si conocían a su esposo de cuando estaba de cocinero en Londres, debieron tener una grata sorpresa al enterarse de que había comprado esta posada, ¿no es cierto? Y supongo que deben encontrarse muy a gusto aquí. Es de los lugares más bonitos que he conocido.
—Oh, sí, se sienten muy felices aquí, de esto no me cabe la menor duda; nosotros hacemos todo lo posible para cumplimentarlos como se merecen. Porque, sepa usted, señorito, que fueron ellos, estos magníficos y generosos caballeros los que le prestaron a mi esposo el dinero para comprar la posada. Ser el dueño de esta posada había sido siempre la única ambición de mi esposo, el señor Jones —explicaba enternecida la buena mujer—, y gracias a ellos, pudo realizar este hermoso sueño. De modo que cuando vienen aquí, todo nos parece poco para ellos, y les damos lo mejor de lo mejor.
—Entonces deben estar alojados en el hermoso dormitorio que el señor Jones quería darnos a nosotras —dijo Diana, y la señora Jones afirmó.
—Sí, pero no es ésta la habitación que más les gusta —dijo con su cadencioso acento galés—. Ellos siempre prefieren la habitación de las dos ventanas…, la que tienen ustedes. Pero esta vez no he podido dársela, y lo siento. Si esta señorita Pi fuese menos autoritaria, quizá consintiera en cambiar de dormitorio, pero no parece ser una señorita que cambie fácilmente de parecer y creo que sería trabajo perdido pedírselo.
—Oh, sí, perdería usted el tiempo —afirmaron Roger y Diana a la vez, recordando un sinfín de ocasiones en que habían pleiteado con ella sin conseguir que mudara de opinión sin que se dejara ablandar por sus argumentos.
De pronto oyeron la voz de la señorita Pi llamándolos desde la puerta.
—Niños, ¿qué esperáis…? «Ciclón» está ladrando como un loco dentro de la «roulotte».
—Vamos al instante —dijo Nabé, y se despidió de la señora Jones, que parecía dispuesta a seguir hablando una hora entera si hubiese tenido audiencia.
La señorita Pi, Diana y «Ciclón» salieron de paseo en dirección a la montaña, habiéndose provisto Diana de sus binóculos de campaña, que llevaba colgados del hombro.
«Ciclón» se había sentido desconcertado en extremo al ver que Chatín no iba con ellos, y de momento pareció dispuesto a quedarse con él, pero cuando vio que Chatín se tendía en la cama fingiendo dormirse, opinó que un paseo con Diana resultaría mucho más divertido que quedarse otra vez encerrado en la «roulotte», aburrido de muerte y con todo el mundo gritándole para que no armara bulla.
—Ahora preparemos nuestras cosas para el baño y bajemos a la playa —dijo Roger—. Podríamos ir paseando hasta el muelle de los pescadores y bañarnos donde nos apetezca antes de buscar a Morgan «el Cojo», o después…
—Será mejor que nos bañemos después —dijo Nabé—. Es de idiotas bañarse en seguida después de comer.
Partieron los tres hacia la playa acompañados de «Miranda», que iba saltando a su lado y sólo se subía a la espalda de Nabé cuando tropezaron con un perro gruñón o un chiquillo que gritara. El sol brillaba con todo su esplendor en un hermoso cielo sin nubes, y los tres sintieron el ardor de sus rayos mientras avanzaban por la playa en dirección al pueblo.
Pronto llegaron cerca del pequeño muelle donde atracaban las barcas pesqueras. No se veía mucha gente allí, sólo unos cuantos pescadores viejos que sesteaban al sol, apoyados de espalda a un muro bajo que separaba el muelle de la playa, y una mujeruca que hacía punto de media sentada en un taburete de madera. Nabé y sus dos amigos se quedaron tendidos en la playa a pocos metros de distancia.
Al poco rato un muchacho sucio y andrajoso, con un jersey de lana de vistosos colores se dirigió corriendo hacia el muelle seguido de un caniche negro. Nabé se incorporó al instante haciendo señas a los demás.
—Seguro que éste es el chico que le entregó la carta a Chatín —dijo—. ¡No puede haber más que un solo caniche negro en un pueblo tan pequeño como éste!
Todos observaron al chico conteniendo el aliento. Se acercó a una barca de vela que unos hombres estaban desamarrando en aquel momento y los ayudó en la operación. Era, en verdad un bello espectáculo ver cómo las velas se hinchaban al viento y la proa enfilaba hacia el mar abierto.
Casi en seguida llegó otro personaje al muelle. Era un hombre corpulento, vestido como el resto de los pescadores, un hombre que cojeaba mucho al andar y se apoyaba en su grueso bastón.
—¿No será ése Morgan «el Cojo»? —dijo Roger mientras el viejo pescador se acercaba al grupo de hombres que tomaba el sol junto al muro de piedra—. Seguidme, iremos al muelle. Probablemente tendremos ocasión de hablar con él.
Pero antes de que abandonaran la playa otro sujeto llegó al muelle, un hombre barbudo y con gafas ahumadas al que fácilmente pudieron identificar como uno de los huéspedes recién llegados a la posada. Llamó a Morgan en tono autoritario, y éste acudió prontamente a su lado.
—¡Oiga, Morgan, tenemos que hablar!
—Apostaría lo que sea a que estos dos van a enzarzarse en una pelea —dijo Nabé, excitado—. ¡Ojalá pudiéramos oírles…! Vámonos todos, acerquémonos un poco más al muro de piedra. Desde allí podremos escuchar sin ser vistos.