Chatín y el vagabundo
Todos se quedaron observando al pequeño vagabundo según avanzaba hacia el grupo de rocas que Chatín acababa de abandonar. El perrito negro le seguía saltando alegremente, casi pisándole los talones, y luego se sentó apaciguado, a su lado cuando el niño hubo escogido un asiento y se dispuso a esperar pacientemente con gesto aburrido.
—¿Lo veis? Está esperando a alguien —dijo Roger—. ¡Juraría que lleva en el bolsillo la «auténtica» carta cifrada, la que aquel hombre loco pensó que tenías tú, Chatín!
—Seguramente —dijo Nabé—. Al hombre debían haberle dicho que buscara a un vagabundo acompañado de un perro negro, que les estaría esperando justamente en aquel lugar. Las órdenes debían ser que el chico le entregaría una carta cifrada…, con instrucciones secretas sobre algún asunto que de momento no sabemos cuál es…, y yo diría que entonces…
—Entonces sucedió que Chatín se encontraba allí a la hora indicada, y vestido como un mendigo y con todas las trazas de serlo, y acompañado de «Ciclón», que es un perro tan negro como puede serlo el perro más negro de la creación —dijo Roger—. Y lo que es más, en aquel preciso momento Chatín estaba leyendo la carta cifrada de Bruce, aunque esto, naturalmente, era algo que el hombre no podía saber. Debió pensar que aquella carta cifrada era la suya, la que tenían que entregarle a él.
—¡Canastos! ¡Entonces no me extraña que estuviera furioso conmigo! —dijo Chatín—. Debió pensar que yo estaba tratando de descifrar el mensaje secreto para enterarme de sus instrucciones o lo que fuera… ¡Bueno, lo cierto es que hubiera matado a «Ciclón» si aquella piedra llega a darle en la cabeza!
—Yo diría que este asunto es bastante serio —dijo Nabé—. ¿Se lo diremos a la señorita Pi o no?
—No, es mejor que no lo sepa —dijo Diana—. Querría marcharse inmediatamente, y estamos tan bien aquí… Además, no creo que ocurra ningún desastre, especialmente ahora que Chatín ha decidido quitarse esas ropas horribles. Pero tienes que prometernos que no volverás a ponértelas, Chatín, ya ves lo que te ha pasado con sólo llevarlas durante una hora.
—Oye, ¿ni siquiera puedo quedarme con la gorra? —dijo Chatín, decepcionado—. Francamente, le había tomado cariño a ese trasto.
—Ciertamente que no —dijo categóricamente Nabé—. Tienes que tirar también la gorra. —Se volvió para observar en silencio al chico que había visto pasar hacía un rato. Continuaba esperando pacientemente, sentado en las rocas, mientras su perrito jugaba alborozadamente junto al rompiente de las olas.
—¡Ese muchacho tendrá que esperar más rato de lo que él cree! —dijo Nabé—. El tipo barbudo no volverá por aquí, de eso estoy seguro. Probablemente estará intentando descifrar la carta que Bruce con el código que él debe tener para sus mensajes, ¡pero menudo trabajo le espera! ¡No acertará ni una! El único modo de descifrar la carta de Bruce sería utilizar el código que él y Chatín se inventaron, y como no lo tiene, supongo que a estas horas estará sudando tinta y tirándose de las barbas como un loco.
—¿Sabéis lo que os digo? Que me voy a ver a este chico —dijo Chatín levantándose de un salto—. A lo mejor descubro algo interesante.
—Es mejor que no vayas —dijo Roger—. A lo mejor te metes en otro lío.
—¿Por qué? —dijo Chatín echando a andar—. Estamos casi seguros de que aquel hombre barbudo y malcarado no volverá a la playa…, porque está convencido de que tiene la carta que tenían que darle. Por otra parte, el chico no tiene motivos para desconfiar de mí. No me ha visto en su vida. Pensará que soy un veraneante, y con un poco de suerte confío en tirarle de la lengua y enterarme de varias cosas.
Se alejó seguido de «Ciclón», silbando alegremente y haciendo graciosos saltos y contorsiones al compás de la música. Cuando estuvo cerca del muchacho, recordó sus habilidades musicales, y empezó a imitar el sonido de un banjo fingiendo pulsar las cuerdas con los dedos.
Era un ruido tan peculiar, que el muchacho alzó la cabeza creyendo que era realmente un banjo de verdad lo que estaba oyendo. Su asombro no tuvo límites cuando vio que sólo se trataba de un muchacho como él, y al ver los expresivos movimientos de Chatín, se echó a reír.
—Tuang - a - tuang - a - tuang… tuang - a - tuang - a -tuang-a-tuang —cantaba Chatín entre dientes emitiendo el sonido de un banjo averiado.
—Hola —dijo a continuación, sentándose y sonriendo al chico—. Me gusta tu perro; ¿cómo se llama?
—«Lanudo» —dijo el muchacho acariciando el lomo de su perrito negro—. ¿Y el tuyo…? ¿Cómo se llama?
—«Ciclón» —dijo Chatín—. Porque es muy impetuoso y bastante alocado. ¿Qué haces aquí? ¿Esperar a alguien?
—Sí, me han dicho que esperase a un hombre con barbas y gafas oscuras —dijo el muchacho—. Tengo que darle una carta de parte de mi tío.
—¿Quién es tu tío? —preguntó Chatín volviendo a pulsar su imaginario banjo.
—Morgan «el Cojo» —dijo el chico empezando a imitar la música de Chatín—. ¡Tuan-a-tuang-a-tuang…! Es un pescador que vive en el pueblo, pero desde que se rompió la pierna ha dejado el oficio. Ya no puede salir de pesca como antes… Ahora alquila sus barcas, y no te creas, gana bastante dinero con ellas.
—¿Por qué no envió esta carta por correo? —preguntó Chatín.
—¡Qué sé yo! Supongo que por pereza, o porque no pensó en eso —dijo el chico—. Oye, ¿te has fijado en esos dos? Tu perro y el mío parecen hacer buenas migas. «Lanudo» no suele tener con quien jugar, y por lo visto «Ciclón» le ha caído en gracia. ¡Uf, qué calor hace aquí! Quisiera que ya hubiese venido este hombre a buscar la carta. Vine a toda prisa temiendo llegar tarde, y todavía he tenido que esperar. Parece que se retrasa bastante. Lo malo es que tenía ganas de salir en barca con mi padre esta mañana, y si no viene pronto ya no llegaré a tiempo para embarcarme.
—Bueno, si tienes prisa, ¿por qué no hacemos una cosa? Dame la carta a mí, y yo esperaré hasta que venga el señor de la barba —dijo Chatín—. La cosa no puede ser más sencilla, ¿no crees? Cuando llegue le entregaré la carta de parte de tu tío. Y el hombre no sabrá que… que yo no soy tú, porque… ¡bueno, porque los dos tenemos un perro negro!
—Sí, esto sería magnífico —dijo el chico entusiasmado, pero luego pareció pensarlo mejor—. ¡Sólo que… verás, si alguien me descubre, me darán una buena tunda!
—Oh…
—Pero no pienso quedarme aquí toda la mañana esperando —decidió súbitamente el muchacho— toma, quédate con la carta y dásela cuando venga, y… será mejor que no le digas quién eres. Haz como sí fueras yo, ¿comprendes?
—De acuerdo. Puedes marcharte tranquilo —dijo Chatín, sintiéndose de pronto muy excitado—. ¡Esperaré aquí sentado en estas rocas con «Ciclón», mi perro negro!
El chico le dio la carta y se marchó rápidamente seguido de «Lanudo» que iba pisándole los talones. Chatín eligió un lugar donde sentarse y se quedó esperando con el corazón en un puño. Sabia, naturalmente, que el irascible hombrecillo de la barba no volvería, pero tenía que quedarse hasta que el muchacho se perdiera de vista.
Le pareció que pasaban siglos hasta que desapareció al fin tras un recodo. Chatín miró luego hacia la playa, al lugar donde había dejado a sus amigos. Sus rostros asomaban detrás de una roca observándolo, devorados por la curiosidad.
Chatín esperó todavía un rato para asegurarse de que el muchacho no podía verlo, y luego se levantó de un salto y echó a correr por la playa hacia donde estaban los tres esperando. Corría tanto que «Ciclón» apenas podía alcanzarlo, y al llegar se echó al suelo jadeando.
—El chico estaba esperando a un hombre con barba y gafas negras —dijo—. Tenía que entregarle una carta que le había dado su tío, un hombre llamado Morgan «el Cojo», que alquila barcos. No creo que el chico sepa nada del asunto, me dio la impresión de ser un poco despistado…, dijo que se había retrasado un poco, se aburría de muerte en la playa con todo este sol, y además, estaba impaciente por irse de pesca con su padre…
—Comprendo. Entonces tú te ofreciste a esperar en su lugar y entregar la carta al barbudo, ¿no es eso? —dijo Nabé—. No sabíamos ni una palabra de lo que estabais hablando, naturalmente, de modo que nos quedamos todos parados al ver que el chico se marchaba tan de improviso.
—Sí. ¡Y lo más curioso es que me dio la carta! —dijo Chatín triunfalmente, dándole una palmada al traje de baño, donde la llevaba oculta—. Bueno, ¿qué pensáis de todo esto?
Pensaban tantas cosas que todos se quedaron mirando a Chatín mudos de asombro. ¡Chatín hacía siempre cosas tan sorprendentes e inesperadas!
—Volvamos a la posada y examinaremos la carta —dijo Nabé—. No sé si haremos bien o mal en abrirla, pero tengo la impresión de que aquí ocurre algo raro. No tengo la menor idea de quién pueda ser ese Morgan, pero ¿por qué envía una carta cifrada a un tipo tan malcarado como éste que te pegó? ¿Y por qué ha de ser un mensaje cifrado, precisamente? Pero todavía hay más, si ese Morgan no es más que un pescador, lo más probable es que la carta no la haya escrito él. Entonces hemos de suponer que la ha recibido de otra persona con el encargo de entregarla al tipo de la barba. ¡Y todo este lío de pasarse la carta de una mano a otra, y a otra, nos demuestra que el mensaje es demasiado secreto para confiarlo al correo!
—Bueno, subamos pronto a la posada y podremos examinarla —dijo Diana impaciente— luego tendremos que llevarla a la policía, naturalmente. Pero lo que no me cabe en la cabeza es pensar que pueda estar ocurriendo alguna cosa misteriosa en un lugar tan apacible como éste… donde sólo vive gente de campo y pescadores.
—¿Contrabando, tal vez? —dijo Roger esperanzado.
—¿Contrabando? Bah, ¿qué clase de contrabando crees que puede haber aquí? —dijo Nabé—. No, no creo que se trate de eso. En realidad, no puedo ni imaginarme qué pueda ser… Bueno, ¿qué os parece si regresáramos a la posada? Ya va siendo hora de comer.
Chatín ahogó un bostezo.
—¡Oh, nos espera la buena comida del señor Jones…! ¡Muy, muy buena comida! —dijo imitando los expresivos gestos de la simpática posadera—. Y por cierto, muchachos, esta mañana cuando fui a comprarme estas piezas de ropa en la tienda de helados de la anciana señora Jones, me contó un par de cosas. Me dijo que el señor Jones, el dueño de la posada, es nada menos que su hijo. Luego me contó que ya de muy joven lo que más deseaba en el mundo era poder ser algún día el dueño de la posada, y que si al fin lo había conseguido fue porque unos amigos muy ricos que conoció, cuando estaba en Londres de cocinero, le habían dejado el dinero para compraría.
—Sí, y supongo que estos amigos tan ricos deben ser sir Tal y sir Cual, esos personajes tan importantes que vienen de vez en cuando a pasar unos días aquí, según nos contó la señora Jones el primer día de llegar —dijo Roger—. Apostaría cualquier cosa a que no pagan ni un céntimo cuando vienen.
Estaban ya muy cerca de la posada, y después de consultar su reloj, Nabé le dio un expresivo codazo a Chatín.
—¿Qué os parece si nos fuéramos a la «roulotte» para ver esta carta? —dijo—. Tenemos tiempo de sobra, aún falta un rato para comer.
Pronto estuvieron instalados en la «roulotte» los cuatro niños, «Ciclón» y «Miranda», con la puerta cerrada por dentro para evitar posibles sorpresas. Chatín estaba a punto de enseñarles la carta cuando «Ciclón» empezó a ladrar desaforadamente.
—No me extrañaría que esta peste de David estuviera rondando por ahí fuera con su ganso —dijo Diana, contrariada, abriendo la puerta para ver. Y en efecto, ¡allí estaba! Se había subido a una de las ruedas de la «roulotte», y tenía las manos aferradas a la ventana para poder espiarlos con toda comodidad.
—¡Anda, largo de aquí fisgón! —dijo Diana entre divertida y enojada—. ¿No sabes que está feo escuchar lo que dicen los demás?
—Pronto será hora de comer —dijo solemnemente el pequeño bajando de su punto de observación, y pasando el brazo por el cuello de su inseparable ganso.
—Bien, iremos en seguida —prometió Diana—. ¡Y ahora, márchate!
Después de asegurarse de que el pequeño se había alejado, cerró de nuevo la puerta y se inclinaron todos sobre la carta que Chatín se había sacado de los pantalones del bañador.
—Está un poco arrugada porque me he sentado encima de ella —dijo, abriendo el sobre con cuidado. Sacó a continuación una hoja de papel doblada y la extendió para que todos pudiesen verla.
—¡Re… pámpano! ¡Es un mensaje cifrado tal como habíamos supuesto! —dijo Nabé excitado—. ¡Pero no podremos descifrarlo, naturalmente…, no lo conseguiríamos nunca, fijaos en la cantidad de letras y números que hay aquí! Para enterarnos de lo que dice necesitaríamos el código que deben tener los que han escrito la carta y los que tenían que recibirla.
—Claro, ahora ya no me extraña que el tipo de la barba confundiera esta carta con la de Bruce, el aspecto de las dos es muy parecido —dijo Chatín examinándola de más cerca—. Y también me explico por qué se puso hecho un basilisco cuando vio que tenía la carta en la mano y la estaba descifrando. Pensó que quería enterarme de su secreto. Lo más curioso es que la «clave» se parece mucho a la nuestra, es un batiburrillo de números y letras…, pero nunca podremos descifrarla, y es una lástima. ¡Cuánto desearía enterarme de lo que dice!
—También yo —suspiró Nabé doblando la hoja de papel—. Pero es inútil intentarlo. Bien, ¿qué hacemos ahora? ¿Espejar a ver qué pasa? El hombre que te quitó la carta, Chatín, ya habrá averiguado a estas horas que aquél no era el mensaje que tenían que entregarle, en una palabra, que no es la carta auténtica. Porque habrá intentado descifrarla valiéndose de «su código», y verá que no consigue nada ni le sirve de nada.
—Pero…, ¿y si diera la casualidad de que el código de Bruce y Chatín se parece al suyo? ¡Después de todo, han usado letras y números igual que ellos! —dijo Diana.
—¡Bueno, en tal caso verá que la carta de Chatín no contiene más que una sarta de estupideces, y se pondrá más furioso que nunca! —dijo Nabé.
—¡Hombre, me gusta! —dijo Chatín indignado—. ¿De dónde has sacado que Bruce y yo empleamos un código secreto para decirnos estupideces?
Nadie hizo caso de sus acaloradas protestas. Diana preguntó a Nabé:
—Y cuando el hombre barbudo descubra que tiene una carta falsa, y que se la ha dado un muchacho que tampoco es el auténtico muchacho que debía entregársela…, y que por lo tanto otra persona se ha apropiado del mensaje que había de recibir de manos del sobrino de Morgan el pescador, ¿qué crees que hará?
—¡Ah…, éste es el problema! ¿Qué hará el barbudo? —dijo Nabé tirando de la oreja a «Miranda»—. De momento, creo que lo único que podemos hacer es esperar los acontecimientos…, ¡y entretanto, guardaremos esta carta en lugar seguro!