Capítulo XI

Un suceso muy importante

A Chatín le acometieron ciertas dudas mientras subía la colina en dirección a la posada.

—Si me hacen burla, tomaré el portante y regresaré a casa de tía Pat —le explicó a «Ciclón», que agitó expresivamente la cola.

La primera persona que encontraron fue al pequeño David con su inseparable ganso. David soltó un chillido al verle y echó a correr seguido de «Patoso», aunque era bastante difícil adivinar si la causa de su terror era el aspecto de Chatín o la proximidad de «Ciclón». Chatín se quedó mirándolos con el ceño fruncido. Si ésta era la reacción que la gente experimentaba al verle, las cosas podrían complicarse bastante.

En aquel preciso instante salieron de la posada Nabé, Diana y Roger. Habían estado buscando a Chatín por todas partes al ver que no estaba en la «roulotte», pero aunque le miraron con atención y llenos de curiosidad, de momento ninguno de ellos le reconoció. Lo único que les extrañaba enormemente era que «Ciclón», que nunca se separaba de su querido amo, anduviera en compañía de aquel andrajoso sujeto.

Chatín se había hundido la gorra casi hasta la nariz para que la visera le cubriese el rostro, y se rió complacido al ver que sus amigos no daban muestras de conocerle.

Avanzó hacia ellos a grandes zancadas, con las manos en los bolsillos, y habló con un marcado acento galés soltando palabras totalmente incomprensibles.

—¿Colly-ina-dooly-hector-sonkin-poppyll? —dijo con la gorra ocultándole todavía el rostro.

—¿Qué canastos estará diciendo este tipo? —dijo Roger asombrado—. Y, ¿por qué anda «Ciclón» pegado a él?

De pronto Diana lanzó un chillido y de un manotazo le quitó la gorra a Chatín.

—¡Es Chatín…! ¡«Chatín»…! ¿Dónde has estado? ¿Y de dónde has sacado esas ropas horribles?

—No son horribles. En realidad son estupendas y… y están limpias —dijo Chatín contoneándose para que todos pudieran admirarle a sus anchas—. Las compré en la tienda de los helados…, son…, son de segunda mano.

—No necesitas decirlo —dijo Roger—. Pero, Chatín, ¿cómo se te ha ocurrido comprar ropas usadas…? ¿Ropas que no sabes de dónde han salido, y que puede haber llevado un piojoso antes que tú?

—Y, ¿qué importa esto ahora? ¡Os digo que están limpias! ¡Las ha limpiado la propia señora Jones! —rugió Chatín exasperado—. ¡Oh, cielos! ¡«Cielos»! ¡Ahí viene la señorita Pi!

Lo que los otros le habían dicho no era nada comparable con lo que le dijo la señorita Pi. Insistió en que se metiera inmediatamente en la «roulotte» y se quitara de encima aquellos «horribles» andrajos. «Especialmente» la gorra. Y que no se moviera de allí hasta que le trajera la ropa limpia… por la tarde.

—No, no quiero hacerlo —dijo obstinadamente Chatín—. ¿Por qué he de pasarme toda esta espléndida mañana encerrado en la «roulotte» teniendo ropa que ponerme? No, señorita Pi, no insista, llevaré esta ropa hasta que pueda ponerme la otra, y si vosotros creéis que no soy digno de ir a vuestro lado, me da igual, puedo pasarme muy bien sin vuestra compañía. «Ciclón» y yo procuraremos mantenernos alejados para no comprometeros. Vámonos, «Ciclón», nos están mirando como si fuésemos dos andrajosos que apestan a una legua de distancia.

Dicho esto, Chatín bajó rápidamente la colina llevando la gorra ladeada como un pilluelo y los puños cerrados. Diana le gritó enojada:

—¡Y es verdad que apestas! ¡Estos andrajos que llevas encima, huelen tan mal que no hay quien lo aguante!

Chatín no le hizo caso y pronto desapareció en una revuelta del sendero. La señorita Pi se reía de buena gana.

—¡Oh, queridos! —dijo—. ¡Qué aspecto tiene! Está convertido en un auténtico pilluelo…, y a pesar de todo, yo diría que se siente orgulloso de esas horribles ropas. Sólo confío en que no se empeñe a continuar llevándolas cuando tenga su traje limpio y arreglado. Bien, ¿qué planes tenéis para hoy?

—Bajar a la playa a bañarnos, dar un paseo…, y tal vez ir de pesca si podemos alquilar un bote —dijo Nabé—. Es una lástima que Chatín se haya disgustado con nosotros. ¿Por qué no se le habrá ocurrido ponerse el traje de baño? Con este sol hubiera podido quedarse en la playa todo el día… Pero haré una cosa, me llevaré su bañador, y si lo encontramos le diré que se lo ponga y que se quede con nosotros.

A todos les pareció bien esta solución, de modo que cuando salieron para la playa, se llevaron el traje de baño y las demás cosas de Chatín. Sin embargo, por mucho que le buscaron no pudieron dar con él. ¡Ni tampoco con el turbulento «Ciclón»!

Chatín estaba furioso y dolido. ¿Por qué le habían llamado andrajoso…? ¿Por qué le había dicho Diana que «apestaba»? Al pasar frente a la tienda de helados de la señora Jones, se vio reflejado en el cristal del escaparate y se detuvo un momento. ¡Hum…!, tal vez presentaba un aspecto algo fuera de lo corriente. Era una lástima que sus pantalones le quedaran un poco grandes y desmadejados… Y el jersey, no podía negarlo tampoco, resultaba de un color bastante estridente. ¡Pero la gorra era magnífica!

—Sí, en conjunto tenemos un aspecto bastante miserable, «Ciclón» —dijo pesaroso—. Bueno…, ¿qué podríamos hacer? ¡Oh, ya sé! Buscaremos un rincón tranquilo, a pleno sol, y nos dedicaremos a leer la carta que Bruce me ha enviado, escrita en nuestra clave secreta. Me costará un poco descifrarla, pero creo que pronto podré contarte lo que me dice.

«Ciclón» agitó la cola dando su conformidad. Sabía quién era Bruce, un condiscípulo y amigo de Chatín, tan pícaro y atolondrado como él, y un verdadero azote para sus profesores. Chatín y Bruce habían inventado un código secreto, compuesto de números y letras, para comunicarse lo primero que les pasaba por la cabeza. Chatín necesitaba por lo menos dos horas para escribirle a Bruce una carta en su código secreto, y tardaba mucho más en descifrar las que le enviaba Bruce. Pero aún así disfrutaban lo indecible, porque les hacía sentirse muy importantes.

—Nos iremos a un lugar donde no nos vea aquella pandilla de quisquillosos —dijo Chatín a «Ciclón»—. Mira…, ¿qué te parece aquella caleta rodeada de peñascos…? Podremos ocultarnos entre las rocas, solearnos en paz, y enterarnos de lo que nos dice el bueno de Bruce.

De modo que fueron sorteando senderos y vericuetos hasta llegar a la caleta que Chatín había visto de lejos, rodeada de grandes rocas desprendidas del acantilado, deliciosamente soleada y tranquila, y con las olas rompiendo sobre la playa a pocos metros de distancia. Una vez que se hubo acomodado a su gusto, Chatín sacó la carta de Bruce. Era un trozo de papel cuadriculado, arrancado de uno de sus cuadernos de estudio.

Chatín le echó un vistazo y gimió desalentado.

—Es un mensaje largo —le dijo a «Ciclón» mientras observaba la gran cantidad de letras y números que llenaban el papel—. ¡Necesitaremos siglos para descifrar esto! Pero aun así, no deja de ser un buen ejercicio, «Ciclón». Uno nunca sabe cuándo tendrá necesidad de descifrar documentos cifrados, ¿comprendes? Veamos… 12-6-J-567-P. Cielos, ¿qué es lo que representa la P…? No puedo acordarme. Tenía que haberme traído la libreta donde tengo apuntados todos los signos y su equivalente, y… Hola, ¿quién anda por ahí?

Un hombre avanzaba hacia él sorteando las rocas donde se había refugiado Chatín. Era de estatura más bien baja, y llevaba barba negra y gafas de sol. El niño le miró distraídamente creyendo que pasaría de largo sin detenerse. Pero no fue así.

Continuó acercándose a donde estaba Chatín y cuando estuvo a menos de un metro de distancia se quedó plantado a su lado.

—¡Dame esto al instante! —dijo en tono airado.

Chatín se quedó tan sorprendido que lo único que se le ocurrió fue guardarse su preciosa carta cifrada en el bolsillo.

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que quiere?

—¡Quiero esta carta! —dijo el hombre, furioso—. ¿Cómo te has atrevido a abrirla y leerla?

—Bueno, ¿y por qué no puedo hacerlo…? La carta es mía. Me la han enviado a mí, no a usted —dijo Chatín, empezando a sospechar que aquel hombre estaba loco—. Siga su camino y déjeme tranquilo.

—Oye, granuja, ¿a qué viene este descaro? Sabes perfectamente que tenías que esperarme aquí y entregarme esta carta —dijo el hombre temblando de ira—. ¡Y te encuentro con la carta abierta y tratando de descifrarla…! ¿Cómo te atreves a hacer esto, condenado? Hablaré con tu tío y asegura que recibirás una buena tanda de palos.

—Pero ¿de qué demonios me está hablando? —dijo Chatín sin comprender ni una palabra de lo que le decía el tipo barbudo—. Esta carta es mía, no es la que usted busca, y aunque la tierra se hunda, no pienso dársela en absoluto. Está escrita en un código secreto que sólo sabemos mi amigo y yo.

—¿Tu amigo…? ¿Tu amigo conoce el código…? ¿Y tú también? —dijo el hombre enfurecido—. ¡Eres un granuja! —dijo después de una pausa—. Y estás mintiendo. ¡Lo que buscas es dinero para entregarme esta carta que «es mía»!

—¡Oh, no sea estúpido! —dijo Chatín levantándose—. Sí lo que quiere es gastarme una broma, le diré que no me hace la menor gracia. ¡Me marcho!

Pero se quedó enormemente sorprendido ante la reacción del irascible personaje. Le dio un empujón tirándolo rudamente sobre las rocas, le metió la mano en el bolsillo y se apoderó de la carta antes de que Chatín se hubiese repuesto de la sorpresa. Luego le dio una fuerte bofetada y se dispuso a marcharse. Pero esto era más de lo que «Ciclón» podía tolerar, y comenzó a gruñir amenazadoramente.

¡Vaya! ¡Con que este hombrecillo se había atrevido a tirar a su amo al suelo y a darle de bofetadas! ¡No, las cosas no podían quedar así! Lanzó un fiero ladrido y atacó al sorprendido sujeto que a duras penas pudo quitárselo de encima. Cogió luego un pedrusco de tamaño regular y lo tiró a «Ciclón» que pudo esquivarlo justo a tiempo para que no le diera en la cabeza.

—¡«Ciclón», ven aquí! —gritó Chatín—. Ven pronto, es capaz de matarte. ¿No ves que está completamente loco? Anda, déjalo que se vaya.

Sin dejar de gruñir, «Ciclón» acudió resignadamente a sentarse a su lado, y esperó que el hombre se alejara en dirección a la carretera. El pequeño «spaniel» estaba profundamente consternado por no haber podido perseguirlo, y no cesó de gruñir hasta que se perdió de vista. Se volvió luego hacia Chatín, gimoteando y poniéndole las patas encima como si quisiera decirle: «¿Te han hecho daño, Chatín? ¿Te encuentras mejor?»

—No, no me han hecho daño, sólo estoy rabioso —dijo Chatín— y además de rabioso estoy asombrado…, muy asombrado. ¿Por qué ha venido a buscarme ese individuo? ¿Es que me ha confundido con otra persona? ¿Y qué demonios es lo que andaba buscando…, una carta cifrada? Bueno, el caso es que se ha quedado con la mía, con la que me había enviado Bruce. Debió ver que estaba escrita en clave y… Mira, «Ciclón», aquí pasa algo raro, algo que no me explico. Vámonos en busca de los demás y veremos qué opinan ellos del asunto.

Abandonaron su soleado escondite y fueron andando a lo largo de la playa. No tardaron en ver a sus amigos que, después de bañarse, se habían tendido sobre la arena para secarse al sol. Chatín se acercó al grupo y se sentó a su lado.

—Tengo algo que deciros —dijo en voz baja y misteriosa—. Escuchad bien.

Todos se incorporaron a la vez, sonriéndose del extraordinario aspecto de su amigo, pero dispuestos a escucharle. Les contó con todo detalle lo que acababa de ocurrirle.

Diana y los dos muchachos no pudieron ocultar su asombro, y Nabé lanzó un silbido.

—Oye, Chatín, ¿no te habrás inventado esto por casualidad? —preguntó, porque no era la primera vez que Chatín les contaba historias truculentas que luego resultaban ser pura invención suya.

—¡No! Claro que no —protestó Chatín, indignado—. Es cierto lo que digo, todo es absolutamente cierto. Y aquí podéis ver el rasguño que me hice en el codo cuando me tiró contra las rocas.

Les mostró un rasguño regular, y Nabé lo estudió.

—O este hombre estaba loco de remate… o aquí ocurre algo raro —dijo—. Pero lo que más me extraña es que te confundiera con otro. Esto sólo tendría una explicación, y es que tu aspecto debe ser exactamente igual al de la persona que él andaba buscando…, en una palabra, una especie de mendigo bastante andrajoso, si es que no has de tomar a mal que te lo diga, Chatín. Sí, pensándolo bien, un mendigo o… un vagabundo sería la persona más apropiada para servir de intermediario, o… de enlace en un asunto sospechoso; y yo diría que éste lo es.

—Voy a quitarme inmediatamente estos harapos de encima —dijo Chatín con presteza, para evitar que le acarrearan nuevos disgustos—. Lo haré ahora mismo. ¿Habéis traído por casualidad mi traje de baño y la toalla…? Voy a cambiarme detrás de aquella roca… ¡Un «enlace»! ¡Bah, lo único que me interesaría en este momento es encontrarme cara o cara con el «auténtico» vagabundo, y entonces veríamos lo que pasa!

Se fue al otro lado de la peña y se quitó a tirones, y lo más rápidamente posible, sus ropas de vagabundo. Se vistió el bañador y se echó la toalla al hombro. Regresó luego con sus amigos, y de pronto vieron los cuatro que alguien avanzaba por la playa pasando junto a ellos sin detenerse. Alguien que vestía unas ropas casi iguales a las que acababa de quitarse Chatín…, unos pantalones largos, desastrados y sucios, un jersey de lana de colores chillones, una gorra de visera… Y le seguía un perro negro y juguetón que de lejos hubiera podido confundirse fácilmente con «Ciclón».

—Ahí lo tienes —dijo Nabé en voz baja, dándole un fuerte codazo a Chatín—. ¿No lo ves? Apostaría lo que no tengo a que éste es el tipejo con quien te ha confundido el hombre de las barbas. ¡No cabe duda de que es un auténtico vagabundo! Y hasta tiene un perro negro como el tuyo, un perro de lanas de los que llaman caniches. ¡Y para acabar de convencernos, fíjate dónde va! A la misma cala donde tú estabas. Bueno, ¿y ahora qué hacemos?