Chatín empieza a complicar las cosas
Chatín disfrutó enormemente de su primer día en Penrhyndendraith, y también todos los demás. Bajaron a la playa para bañarse aquella mañana, y lograron localizar la cala de Merlín. ¡Era, realmente, un lugar delicioso!
Tenía una arena casi blanca, y era tan fina y suave que daba gusto pasearse por ella. Cuando la marea estaba alta, el agua penetraba hacia el interior de las numerosas cuevas que rodeaban la caleta. Entre estas cuevas las había de escasa profundidad, pero otras tenían pasadizos y vericuetos que se adentraban profundamente en el alto acantilado, y a la entrada de dos de ellas había unos letreros que decían «Peligro».
—¡Oh, esto promete…! Entremos a ver qué es lo que tienen estas cuevas de peligroso —dijo Chatín, asomándose a una de ellas. Pero Nabé le hizo retroceder cogiéndolo fuertemente del brazo.
—¡Cualquier imprudencia, Chatín, o cualquier acto de indisciplina, y te facturaremos directamente a casa de tu tío! —dijo severamente Nabé—. ¿Es que quieres que te caigan algunas piedras encima…, o quieres perderte para siempre en ese laberinto de pasadizos que nadie sabe hasta dónde llegan…? ¿Es que no piensas tener algún día un poco de sentido común, Chatín?
«Ciclón» se metió en la oscura caverna, y después de un rato de corretear de un lado a otro asomó la cabeza como si quisiera decirle a Chatín: «¡Anda, sígueme!», pero Chatín le llamó a gritos:
—¡Vuelve aquí al instante, pollino…! ¿Es que no piensas tener algún día un poco de sentido común?
Exploraron algunas de las otras cavernas, pero eran tan poco profundas que pronto dejaron de interesarse por ellas en vista de lo cual decidieron que lo mejor era bañarse y tomar el sol en la playa. «Miranda» odiaba el agua y no quería acercarse a ella, pero al fin se dejó persuadir por Nabé y consintió en bañarse también, chapoteando sin mucho entusiasmo en el rompiente de las olas aunque sin soltarse de la mano de Nabé.
«Ciclón» se tiró impetuosamente al agua salpicándolos a todos, y una vez hubo perdido pie y empezó a nadar vigorosamente, volvió la cabeza chorreando en dirección al grupo de bañistas como diciendo: «¡Bah! ¡Los monos son todos unos infelices…! ¡No saben más que chapotear en la playa!»
—Parece que se nos preparan unas vacaciones estupendas aquí —dijo Roger, perezosamente tendido en las arenas y apoyado sobre ambos codos—. ¡Mirad esa flotilla de barcos pesqueros que regresa a la playa…! ¿No os parecen estupendos…?
Y lo eran, en realidad. Llevaban todos grandes velas de un color castaño tostado hinchadas por el viento del este, y deslizaban majestuosamente sobre las olas en dirección a un pequeño muelle que se veía al otro extremo del pueblo. Los niños se incorporaron rápidamente para ver las maniobras de la pequeña flotilla al llegar a puerto. «Miranda» esperó a que «Ciclón» saliera del agua estornudando y sacudiéndose vigorosamente, y cuando pasó por su lado le saltó encima dándole palmadas para pedirle que le llevara a cuestas.
Era un viejo truco de «Miranda», un truco que «Ciclón» detestaba y procuraba evitar a toda costa. Echó a correr a una velocidad endiablada confiando en que la pequeña monita se caería al suelo y le dejaría en paz, pero «Miranda» le enroscó la cola en torno al cuerpo y se aferró a su cuello como si le fuera en ello la vida.
—¡«Ciclón», revuélcate por la arena, idiota! —le gritó Chatín—. ¿Es que ya has olvidado cómo tienes que hacer para sacudírtela de encima?
«Ciclón» empezó a dar tumbos en la arena, y «Miranda» tuvo que soltarse y correr velozmente hacia Nabé antes de que el irritado «Ciclón» la pillara. Los niños se reían a más y mejor, y echaron a andar hacia el muelle. Llegaron a tiempo de ver cómo descargaban el pescado de las grandes barcas, y observaron, fascinados, la inmensa variedad de peces que se amontonaban sobre el muelle. Entre ellos había algunos grandes cangrejos y «Miranda» no pudo resistir la tentación de acercarse para ver su graciosa manera de andar.
Quiso tocar uno y estuvo a punto de dejar los dedos entre las potentes garras del irritado cangrejo. Después de esto, ella y «Ciclón» decidieron mantenerse a prudente distancia de estos solapados enemigos.
Cuando llegó la hora de comer, se sentían todos hambrientos, y después de atravesar el pequeño pueblo, subieron la vertiente de la colina hacia la posada. Al pasar frente a la tienda de la señora Jones, Chatín quiso entrar inmediatamente a comprarse un helado cuando se enteró de que el día anterior habían estado todos allí comiendo helados a destajo.
—¡No! Te quitaría las ganas de comer —dijo Nabé—. Anda, vámonos, tengo un hambre que me tumba.
La señorita Pi tuvo una mañana apacible excepto por los veinte minutos que se vio precisada a dedicar a la señora Jones. Cuando se aproximaba la hora de comer, decidió esperar a los niños paseando un rato al sol por el tranquilo jardín de la posada. Pero desgraciadamente fue vista por la señora Jones desde una de las ventanas, y se apresuró a bajar para obsequiarla con una de sus interminables charlas. Pasados veinte minutos, la señorita Pi la despidió con una sonrisa cansada, y decidió que en lo sucesivo preferiría bajar a la playa con los niños antes que correr el riesgo de ser vista otra vez en el jardín por la señora Jones.
También los niños habían pasado una mañana deliciosa en la playa, y estaban realmente encantados cuando se sentaron a la mesa para comer. Pero su alboroto se vio oscurecido por una ligera nube cuando cayeron en la cuenta de lo ocurrido a las ropas de Chatín… O mejor dicho, a la camisa que le había prestado Nabé y a los «shorts» de Roger.
Nabé descubrió de pronto que su estupenda camisa casi nueva tenía un roto en la espalda, y se puso furioso.
—¿Puedo saber qué demonios has hecho para dejar mi camisa en este estado? —preguntó rojo de cólera—. Es la mejor camisa que tengo y apenas si la había llevado un par de veces. No me importaba que la llevaras tú, hasta que te enviaran el resto de tus ropas, pero francamente creí que la tratarías con cuidado. Y…, ¡cielos…!, ¿qué has hecho con los «shorts» de Roger? ¿Es que te has sentado sobre una tinaja de aceite o algo por el estilo? ¡Estás hecho un pingajo y una porquería!
Chatín alargó el cuello hacia la espalda tratando de ver la mancha de sus pantalones.
—¡Ya decía yo! Hace rato que huelo a algo raro…, era un olor que parecía perseguirme a dondequiera que fuese…, ¡y por lo visto era esto! Bueno, que me aspen si sé… ¡Oye, Nabé, yo no recuerdo haberme sentado en una tinaja de aceite! ¡Bueno, todo lo que puedo decir es que lo siento, Roger, lo siento de veras! ¡Y también siento lo de tu camisa, Nabé!
—Lo peor del caso es que no sé cómo te las apañarás para conseguir más ropa limpia mañana —dijo Roger—. Pídele a Diana una falda prestada en todo caso, o haz lo que quieras, pero no cuentes conmigo, no pienso dejarte ni una pieza más.
La señorita Pi se sintió también muy deprimida cuando Chatín se le presentó para consultarle acerca de lo que podría hacerse con la mancha de aceite.
—¡Y pensar que te has restregado hasta no poder más en un baño caliente esta misma mañana! ¡Y, y… que ya vuelves a estar hecho un auténtico pordiosero! —gimió deprimida—. Bueno, no tendrás más remedio que quedarte en la cama mañana hasta que haya lavado y planchado tu propia ropa, la que traías al llegar.
—¡Oh, no! —gritó Chatín horrorizado—. ¿Cómo voy a pasarme todo un día en la cama? ¡Imposible! ¡No podría!
Pero la señorita Pi se mantuvo firme en su decisión, y al día siguiente Chatín tuvo que desayunarse sentado en su camita de la «roulotte», sin otra compañía que la de «Ciclón», que por más que observaba a su amo no podía llegar a comprender a qué se debían tantas innovaciones ni por qué estaba Chatín tan desazonado.
—Desde luego, no me atrevo a ponerme ni una sola prenda de Nabé o de Roger. ¡Pondrán el grito en el cielo! —gruñó Chatín encarándose con un «Ciclón» más comprensivo que de ordinario—. Y como sólo llevo encima la camisa y el pijama, no tengo ni la menor posibilidad de salir de aquí hasta que la señorita Pi me traiga el traje limpio.
Se tendió en la cama entregado a los más amargos pensamientos cuando de pronto una idea salvadora le cruzó por la mente. «¡La tienda de los helados!»
—Estoy seguro —dijo en voz alta a «Ciclón»—, que en esa tienda donde se vende de todo, debe de haber también ropa usada. Casi juraría que he visto algunas prendas colgadas junto a la puerta. «Ciclón», viejo amigo, ¿qué te parece si nos llegáramos hasta allí para comprar alguna pieza de ropa decente antes de que lleguen los otros…? No pienso quedarme aquí todo el día hecho un poltrón… Me enrollaré los pantalones del pijama hasta las rodillas para que parezcan unos «shorts», y me dejaré la camiseta puesta.
Al poco rato, una figura de aspecto bastante peculiar se deslizaba cautelosamente fuera de la «roulotte» y bajaba corriendo la colina en dirección al pueblo. Chatín se reía solo al verse con esta facha, y se preguntó qué cara pondría la vieja tendera cuando le viese en su tienda.
La anciana señora Jones estaba en la tienda haciendo calceta, con su cabello blanco como la nieve cuidadosamente peinado en bandas y cubierto con una pulcra redecilla de tul negro. No demostró la menor sorpresa al ver entrar a un muchacho en camiseta y con los pantalones del pijama doblados sobre la rodilla.
—Tú debes ser uno de los niños que viven en la posada, ¿no es cierto? —preguntó parpadeando ligeramente y en su típico acento galés—. ¿Es un helado lo que deseas?
—Pues…, sí, entre otras cosas —dijo Chatín con aquella amplia sonrisa que hacía que todas las señoras ancianas sintieran por él una súbita simpatía—. Verá…, he tenido un percance con mis ropas y quisiera comprarle algunas. ¿Tendrá usted algo que me vaya a la medida? Algo de segunda mano, quiero decir.
—¡Oh, sí, ciertamente! Aquí tengo ese par de pantalones largos que están en muy buen estado —dijo la señora Jones señalando los que pendían de un gancho, de aspecto muy deteriorado—. Están muy limpios aunque parezcan sucios, porque los he lavado yo misma. Y aquí hay un jersey listado en rojo y amarillo, tan vistoso y alegre que no se puede pedir más, y todavía está en bastante buen estado.
—Un par de pantalones largos me irían de primera —dijo Chatín complacido, y se los puso encima del pijama—. Oye, «Ciclón», ¿qué aspecto tengo?
«Ciclón» ladró y agitó la cola.
—Dice que parezco un muchachote de dieciséis años en lugar de los doce que tengo —explicó sonriendo a la mujer—. Bien, veamos ahora el jersey… Palabra, es el más «estridente» que habré tenido en mi vida. ¿Está limpio? Porque si no lo está, la señorita Pi me lo arrancará de un tirón en cuanto le eche la vista encima.
—Está limpio, respondo de ello —afirmó la señora Jones—. Y ahora deberías comprarte una gorra también, una buena gorra para completar el conjunto. ¿Qué te parece ésta, con su brillante visera acharolada?
Chatín se la probó y se encontró a gusto.
—Muchas gracias —dijo—. ¿Cuánto le debo?
—Serán dos chelines por la gorra, cuatro por los pantalones y tres por el jersey… Nueve chelines en total… y el helado será de propina —dijo la señora Jones riéndose al ver el pintoresco aspecto del niño.
—¿De veras me regala el helado? Oh, esto es muy amable por su parte —dijo Chatín pagando sus compras. Tomó el helado que le ofrecía la anciana y sonrió agradecido.
—El dueño de la posada donde vives es mi hijo —explicó la señora Jones—. ¡Es un excelente cocinero! Fue a Londres para aprender el oficio. ¡Ah, y pensar que un pobre chico como mi Llewellyn, sin más que un par de zapatos pudiera llegarse hasta Londres y aprender a cocinar…! ¡Y ahora la posada es suya! Siempre me había dicho lo mismo: «No descansaré hasta que aquella posada sea mía». ¡Cómo se reían de él…! «No tengo más que cinco libras esterlinas guardadas en una media vieja —le decía—, y he tardado diez años en ahorrarlas. ¿Cómo quieres comprar esta posada si no tienes ni un céntimo?»
—¿Ni un céntimo? ¡Cielos! ¿Cómo pudo comprarla, entonces? —preguntó Chatín saboreando el rico helado.
—Conoció a unos amigos en Londres —dijo con orgullo la anciana—. Unos amigos muy importantes, y ellos le dejaron el dinero para comprar esta posada que tanto ambicionaba desde niño. ¡Qué feliz es ahora mi Llewellyn!
Chatín recordó al hombre malcarado y de aspecto rencoroso que había visto el día anterior.
—No…, no me pareció que fuese muy feliz —dijo—. Bien, tengo que marcharme. La señorita Pi es capaz de enviar una patrulla de reconocimiento si no me encuentra en la «roulotte». ¡Adiós y muchas gracias!
Y se alejó corriendo con su extraña vestimenta. ¿Qué dirían los demás al verle?