¡Hola, Chatín!
Después de tan opípara cena les entró sueño a todos y empezaban a bostezar sin recato cuando entró la señora Jones llevando una bandeja de plata con las tazas de café que dejó sobre la mesa.
—¡Dios nos asista! —dijo la señorita Pi asombrada al ver la plata centelleante y percibir el rico aroma del café recién hecho—. ¡Cómo podía imaginarme que en un pueblecito como éste tuvieran tan excelente servicio…! ¡Ahora ya no me cabe la menor duda de que, de vez en cuando debe venir por aquí esa «Gente tan importante y famosa» que mencionó la señora Jones! —añadió cuando la mujer hubo salido—. ¿Tomará café alguno de vosotros?
—Tomaría cualquier cosa con tal de mantenerme despierto —dijo Nabé con un tremendo bostezo—. «Miranda», esos terrones de azúcar no son para ti. Dale un cachete, Diana, por favor. Veo que se le han contagiado las maneras de David, para apropiarse de lo ajeno.
De las tinieblas del enorme vestíbulo llegó a oídos de los niños el sonido de un timbre.
—El teléfono —dijo la señorita Pi—. Confío en que serán noticias de mamá diciendo que vuestra tía Pat está mejor.
La buena señora Jones apareció en el quicio de la puerta.
—Alguien desea hablar por teléfono con usted, señorita —dijo, y la señorita Pi la siguió esperanzada.
Regresó al poco rato.
—Era vuestro tío —dijo a Roger y Diana—. El papá de Bernabé tuvo que detenerse por varios asuntos y calculó que no podría recorrer la distancia hasta Hillesley esta noche, de modo que decidió telefonear a vuestro tío para decirle que nos envíe a Chatín en el primer tren de la mañana. ¡Dice que Chatín está loco de contento, y no hablemos de «Ciclón»!
Todos se rieron de buena gana, y Roger se frotó las manos de contento.
—¡El viejo y querido Chatín…! Es algo que no llego a explicarme, porque Chatín es una auténtica peste, pero ¿no os habéis fijado en la alegría que nos causa siempre su llegada…? Debe de ser porque cuando Chatín y «Ciclón» están con nosotros siempre ocurren cosas. ¿A qué hora llegarán?
—Probablemente en el tren que llega a las once y media a Dilcarmock, que dista unas cinco millas de aquí —dijo la señorita Pi—. Es un buen tren. Telefonearé a Dilcarmock para que un taxi vaya a esperarle a la estación y lo traiga aquí. Tía Pat está mejor, se está recuperando mucho mejor de lo que esperaba, de modo que vuestro tío estaba muy animado y satisfecho.
—Más satisfecho estará mañana cuando se haya librado de Chatín —dijo Roger—. La última vez que estuvo con ellos se le metió en la cabeza imitar a los cantantes negros acompañándose de un banjo, y se pasaba todo el día tocando el banjo con inusitado entusiasmo. ¡Los tíos estaban como locos!
La señorita Pi suspiró resignadamente, recordando las vacaciones que habían pasado en Rudadub, en las que Chatín tuvo la chifladura de tocar toda clase de instrumentos además del banjo.
—¡Sólo confío en que no se le ocurrirá traerse el banjo aquí! —dijo—. ¿Quiere alguno de vosotros más café?
Nadie lo quiso. Uno no pudo reprimir una sonrisa.
—Bien, a la cama todos —dijo—. Son casi las nueve y hemos tenido un día agitado. Bernabé y Roger…, la «roulotte» os espera. Buenas noches. Nos veremos a la hora del desayuno. Me ha dicho la señora Jones que lo sirven a las ocho y media, de modo que si alguno de vosotros quiere tomarse un baño antes, tiene tiempo de sobra.
—Me estoy cayendo de sueño —dijo Roger levantándose. Se acercó a la señorita Pi y le dio un abrazo tan efusivo e inesperado que ésta le miró asombrada—. ¡Quiero darle las gracias por lo buena que ha sido usted al quedarse con nosotros, para que podamos continuar estas vacaciones que esperábamos con tanta ilusión! —dijo—. ¡Y deseo que ningún ruido las despierte durante la noche!
—Bueno, si oímos algo, nos asomaremos a la ventana para llamaros —dijo la señorita Pi, complacida con la cariñosa despedida de Roger.
—Aprovechad bien la noche —dijo Diana riendo—, será la última noche que podréis dormir en paz. ¡A partir de mañana tendréis con vosotros a Chatín y a ese perro loco de «Ciclón», y entonces seréis vosotros los que oiréis ruidos toda la noche!
Los dos muchachos se marcharon y la señorita Pi y Diana se encaminaron hacia la escalera, donde encontraron a la señora Jones que acababa de bajar.
—Una cena realmente exquisita, señora Jones —dijo la señorita Pi—. No cabe duda de que su esposo es un excelente cocinero.
—Oh, sí —repuso la efusiva señora Jones con orgullo—; Fue en la capital, en Londres, donde aprendió el oficio, señorita, y en un gran hotel de los más importantes. Éramos muy felices allí. Yo trabajaba de doncella y él de segundo «chef», los dos en el mismo hotel. A decir verdad, yo hubiera preferido quedarme allí para siempre, pero no…, el señor Jones quiso regresar aquí, al pueblo donde había nacido. Pero aquí no ha perdido sus aptitudes, señorita. ¡Lo mismo en Londres que aquí, él sigue cocinando bien, muy bien!
La señorita Pi prefirió no alargar el tema y después de afirmar con una sonrisa, le dio las buenas noches Subió la escalera con Diana con el secreto temor de encontrarse con que todas sus ropas y efectos habrían sido trasladados a la habitación que el matrimonio Jones tenía tanto empeño en darles, pero no fue así. Al abrir la puerta vio que las maletas estaban todavía donde las habían dejado. También observó muy complacida por cierto, que la señora Jones había puesto una llave a la puerta.
—Así podremos cerrarla con llave cuando salgamos —le dijo a Diana—, y tendremos por lo menos la seguridad de que durante nuestra ausencia ese entrometido de David no se mete aquí con su antipático ganso y se embolsa todo lo que le cae en gracia.
Poco rato después estaban las dos acostadas y no tardaron en conciliar el sueño. ¿Hubo «Ruidos Misteriosos» durante la noche…? Es muy posible que los hubiera, aunque no fueran más que los gemidos del viento en la gran chimenea, ¡pero aunque hubiese estallado una tempestad, la señorita Pi y Diana no hubieran oído absolutamente nada…! Las camas eran mullidas y confortables, la habitación estaba bien ventilada, y era tanto su cansancio que las dos durmieron profundamente hasta que la señora Jones las despertó a la mañana siguiente llamando a la puerta. Les traía dos grandes jarras de agua caliente para lavarse.
El desayuno fue tan apetitoso y abundante como lo había sido la cena del día anterior. Jamón, huevos escalfados, tostadas con mermelada hecha en casa, exquisita mantequilla y aromático café recién hecho. La señorita Pi contempló la mesa limpia y bien puesta y sonrió complacida.
—A Chatín le encantará estar aquí —dijo Roger, sirviéndose otro huevo escalfado—. ¿Ha pensado en telefonear Pidiendo un taxi, señorita PI?
—No, todavía no. Queda tiempo más que suficiente después del desayuno —dijo la señorita Pi—. ¿Os habéis bañado tú y Bernabé…? A juzgar por vuestro apetito, yo diría que sí.
—Bueno, aunque me duela decirlo…, ¡no lo hemos hecho! —dijo Roger sonriendo—. Hemos dormido como troncos…, y todavía estaríamos durmiendo si ese pequeño David no hubiese asomado la cabeza por la ventana de la «roulotte». Hizo un poco de ruido y despertó a «Miranda», y ésta se lanzó en persecución del ganso «Patoso» hasta que los chillidos de David y el cloqueo del ganso nos despertaron. ¿Por qué no da alguien una buena zurra a ese tunantuelo de David?
—¡Alguien se la dará muy pronto si no se anda con cuidado! —dijo Nabé, irritado.
Después de desayunarse, la señorita Pi fue al teléfono para pedir un taxi para Chatín.
—He pedido que el coche venga aquí a las once y media —dijo al regresar—, pues di por supuesto que los tres querríais ir a recibir a Chatín a la llegada del tren. Por lo visto es el único taxi que hay en el pueblo, y me imagino que debe ser una verdadera ruina.
—¡Estupendo! —exclamó Nabé ante la perspectiva de ir a esperar a Chatín a la estación—. Y de momento nos queda tiempo para tomarnos un baño en la playa. ¿Venís todos…? He oído decir que la cala de Merlín es la mejor playa de esos contornos.
La señora Jones, que acababa de entrar para quitar la mesa, les afirmó que en efecto la cala de Merlín era la playa más famosa de muchas leguas a la redonda. David y «Patoso» la seguían, y el ganso cogió rápidamente con el Pico un trozo de tostada que había quedado en uno de los platos. La señora Jones no dijo ni una palabra…, ¡pero «Miranda» no pensaba tolerar tales desmanes! Se acercó a «Patoso» arrebatándole la tostada antes de que pudiera engullirla, y luego le dio un fuerte tirón a las plumas de la cola haciéndole chillar como un condenado.
Dafydd dio un rudo empujón a la monita, y Bernabé se le acercó al instante para cogerle fuertemente las manos.
—¡No…! No hagas esto, ¿es que quieres que te muerda…? «Miranda» tiene unos dientes muy afilados —dijo—. Te los voy a enseñar. ¡«Miranda», ven aquí!
David observó los afilados dientes de «Miranda» y se marchó mascullando unas palabras en galés.
—Dice que no debe usted permitir que el mono le haga daño a su ganso —explicó plácidamente la señora Jones poniendo los cubiertos usados en una bandeja—. Dafydd, márchate ya, ¿quieres? Te he dicho más de cien veces que no debes entrar con «Patoso» cuando haya huéspedes en el comedor.
David salió de mala gana, con aspecto de estar muy resentido, y seguido del ganso que iba trotando a su lado.
—«Patoso» no era más grande que un polluelo cuando se lo dimos a Dafydd —explicó la señora Jones—. De muy chiquitín se le rompió una patita y Dafydd se la curó…, le puso un palito sujeto con una venda y al poco tiempo la patita quedó curada y pudo andar de nuevo como antes. Desde entonces le tomó tanto cariño a Dafydd que no lo deja a sol ni a sombra, y le sigue constantemente por todas partes, ¡y le aseguro, señorita, que no es poco el trajín y los problemas que tengo entre los dos…! ¡Puede creerme, señorita, se lo digo sinceramente, todo el día rondando por la casa sin que me sirva de nada reñirlos, castigarlos ni enfadarme…! Dafydd es un niño que sólo escucha lo que él quiere escuchar, y sólo hace lo que él quiere hacer, y aunque el mundo se hundiera, no haría más que su voluntad por más que le digan, y…
La señora Jones parecía dispuesta a lanzarse a uno de sus interminables monólogos, y para evitarlo la señorita Pi la interrumpió suavemente, pero al mismo tiempo con firmeza.
—Preferiríamos que David y el ganso no entren para nada en el comedor cuando estamos nosotros, y por supuesto, tampoco en nuestro dormitorio —dijo.
—Pero ¿cómo puedo impedirlo, señorita? —dijo la señora Jones en tono quejoso, mientras doblaba el mantel del desayuno—. Puede estar segura de que mis advertencias no sirven de nada, van donde quieren, hacen lo que quieren y…
—¡Pero no lo harán mientras nosotros estemos aquí! —dijo la señorita Pi en tono tajante—. Y en cuanto a no poder controlarlos, no creo que sea yo la más indicada para decírselo, señora Jones…, pero…, ¿no ha probado alguna vez a darles una buena sacudida a los dos?
—¡Una sacudida…! Querrá decir una paliza, ¿no…? Pues bien, una soberana paliza tampoco serviría de nada para pararle los pies a ese bribonzuelo —dijo la señora Jones—. ¡Y esto, suponiendo que pudiese acercarme a él lo suficiente para echarle las manos encima…! Porque es como una anguila, señorita Pi, ¡le aseguro que se me escurre como si lo fuese cada vez que estoy a punto de pillarlo…! Y en cuanto a «Patoso», ¡es tan malo o peor que él…! Créame, es una tribulación constante ver cómo se meten por todas partes, y para colmo de males ese ganso pega unos chillidos que me sacan de quicio, y cloquea cuando quiere cloquear, y husmea donde quiere husmear, y…
¡Pero nadie la escuchaba ya! La habitación había quedado desierta porque los muchachos se habían dirigido hacia la «roulotte» en busca de sus cosas para bañarse en la playa, Diana salió unos minutos más tarde sin ser vista, y finalmente la señorita Pi optó por seguir su ejemplo saliendo del comedor tan rápida y silenciosamente como le fue posible.
Ocupada en guardar algunas cosas en el aparador, la señora Jones continuó hablando y hablando sin darse cuenta de que estaba sola, pero esto no la desconcertó en absoluto. Continuó hablando mientras colocaba los platos en la bandeja y no cesó de hacerlo ni cuando se internó por el oscuro pasillo que iba a la cocina.
Entretanto los chicos estaban buscando sus trajes de baño por todos los rincones de la «roulotte», y como no los encontraban y el tiempo apremiaba, armaron una auténtica tremolina.
—¡Señorita Pi…! ¡¡Señorita Pi!! —gritaron.
Ésta se asomó apresuradamente a la ventana para enterarse de lo que ocurría.
—¡Oh, señorita Pi…! ¿Quiere preguntarle a Diana si tenemos nuestros trajes de baño metidos ahí con el suyo, por favor? —gritó Nabé—. Los hemos buscado por todas partes. Es seguro, segurísimo, que ahora no están en la «roulotte».
Diana buscó apresuradamente en los cajones donde había guardado su ropa, y al final encontró los dos trajes de baño doblados con las toallas. Se asomó corriendo a la ventana y echó primero las toallas y luego los trajes de baño, pero uno de éstos se quedó prendido en la tupida hiedra que crecía junto a la pared.
—¡Borrica! —gritó Roger, exasperado—. ¡Ahora tendré que ir en busca de una escalera y perderemos lo menos media hora…! ¿Cuándo aprenderéis, las chicas, a tirar una cosa como es debido?
—Oh, queridos…, si no se dan prisa, no tendrán tiempo de bañarse. ¡El taxi llegará de un momento a otro! —dijo la señorita Pi consultando su relojito de pulsera. Se acercó a la ventana para hablar a los chicos—. Creo que sería preferible que no os bañaseis esta mañana, después de todo… —dijo—. Se os hará tarde y no llegaréis a tiempo a la estación para recibir a Chatín.
Y de pronto… ¡Oh, qué sorpresa…! ¡Una voz alegre, muy conocida de todos llegó a sus asombrados oídos…! ¡Seguro, segurísimo que se trataba de Chatín!
—«¡Hola, buenos días a todos…! ¡Aquí estoy!»
Y una figura subió corriendo por la escalera de la colina hacia la posada… La figura de un niño extraordinariamente sucio y desastrado con briznas de paja pegadas por todo el cuerpo y en el pelo, al que seguía, jadeando, un «spaniel» negro que iba pisándole los talones.
—¡Chatín…! ¡Estábamos a punto de ir a buscarte a la estación! —chilló Roger—. ¿Cómo te las has arreglado para llegar hasta aquí…? ¡Tu tren tenía que llegar a las doce y media…! ¡Y qué «horrible» aspecto tienes…! ¿Qué demonios has estado haciendo, y de dónde sales?