Capítulo VII

¡La comida es buena, muy, muy buena!

Cuando el señor Martin puso el coche en marcha, los tres niños le despidieron con locas muestras de entusiasmo, y hasta «Miranda» no cesaba de saltar de un lado a otro llena de exuberancia. Al perderse el coche de vista, Roger se puso las manos sobre el estómago.

—¡Uf! ¡Vaya un té el que nos ha dado la señora Jones! No había probado en mi vida unos «scones» tan maravillosos. ¡He comido seis!

—¡La comida es buena, muy buena! —dijo Diana—. «Miranda» también se ha entusiasmado con los «scones» y ha comido dos. Bien, ¿qué hora es…? ¿Sólo las cinco y media…? No está mal. ¿Qué podríamos hacer?

—Deberíamos abrir las maletas y poner nuestras cosas en orden —dijo prontamente la señorita Pi—. Y también asearnos un poco. Veo que tu padre ha dejado la «roulotte» al lado de la casa Bernabé, en ese pequeño prado. Tiene un poco de pendiente, ¿creéis que estará segura allí…? Tal vez convendría asegurarla un poco.

—Sí, pondremos unas piedras grandes junto a las ruedas —dijo Nabé —por si a este chiquillo se le ocurre alguna trastada. ¡Tiene todo el aspecto de un monito! Vamos, Roger, ayúdame a buscar esas piedras.

Mientras los dos chicos se ocupaban de asegurar la «roulotte» para que no se deslizara por la pendiente, la señorita Pi y Diana subieron a su habitación. Estaban seguras de encontrar sus maletas en la habitación de las dos ventanas que habían escogido previamente, ¡pero no estaban allí!

—¡Bueno, no me digas que esa mujer ha puesto nuestras maletas en la otra habitación, en ese dormitorio más grande donde quería instalarnos a la fuerza! —dijo la señorita Pi, contrariada—. No pienso tolerarlo. Ve allí a echar un vistazo, Diana.

Diana se encaminó prestamente hacia el dormitorio que la señora Jones llamaba pomposamente la mejor habitación de la casa, y regresó a los pocos minutos.

—¡Sí, están allí! —dijo—. ¡Qué obstinada es! ¡Sabe perfectamente que escogimos ésta!

—Bien, sólo nos queda ir a buscar las maletas y traerlas aquí —dijo la señorita Pi dispuesta a no dejarse atropellar y a demostrarle firmemente a la señora Jones que debía limitarse a hacer lo que sus huéspedes le pedían.

Dos minutos más tarde las maletas estaban en el dormitorio de las dos ventanas y Diana ayudaba diligentemente a la señorita Pi a sacar y ordenar sus ropas y utensilios. El arca estaba provista de cajones, y en ellos guardaron apresuradamente su pequeño ajuar.

Cuando estaban ultimando su tarea se oyó una llamada a la puerta.

—Adelante —dijo la señorita Pi en voz alta y resuelta. Entró un hombre de elevada estatura, muy delgado, con una mata de cabello espeso y mal peinado, gafas y una mirada entre resentida y atribulada.

—Buenas tardes —dijo—. Soy el señor Jones, el dueño de la posada. Se han equivocado ustedes de habitación. Tengan la bondad de seguirme y las acompañaré a nuestra mejor habitación, la de los huéspedes distinguidos.

—Escogimos ésta al llegar y hemos decidido quedarnos aquí —dijo la señorita Pi—. He comprobado que no está ocupada, y por lo tanto puede instalarse en ella el primero en llegar, ¿no es eso? Además, la preferimos por las vistas que tiene.

—Señorita, no le gustará esta habitación —dijo el hombre con aspecto aún más resentido.

—Oh, por favor, no se ponga tan misterioso —dijo la señorita Pi, pensando para sus adentros que, por muy buen cocinero que fuese el señor Jones, su aspecto no le gustaba nada—. ¿Por qué no ha de gustarnos la habitación?

—Algunas veces se oyeron ruidos por la noche— dijo el señor Jones en tono solemne.

—¡Ooooh! ¡Qué estupendo! ¡Qué clase de ruidos! —preguntó Diana, regocijada—. ¿Graznidos…, chillidos…, gemidos…, o qué?

—Puede reírse cuanto quiera, señorita —dijo el hombre irritado—, pero no se reirá a medianoche cuando la despierten esos ruidos.

—Bien, nos quedaremos para averiguar qué clase de ruidos son —dijo categóricamente la señorita Pi cerrando de golpe el cajón del arca—. Y entonces sabremos si es cosa de risa o no. Por otra parte, si lo que pretende decirnos es que el cuarto está encantado o algo por el estilo, está perdiendo el tiempo. No creo absolutamente en ninguna de esas estupideces.

El señor Jones salió de la habitación sin decir más, y la señorita Pi miró a Diana sonriendo.

—Bueno, si yo no fuese también una mujer muy obstinada, tal vez hubiera consentido en cambiar de habitación —dijo—. Pero éste es un cuarto para huéspedes y no está ocupado, por lo tanto, no veo ninguna razón que nos impida quedarnos aquí si queremos. Fíjate, incluso las camas están ya hechas y a punto de usarse.

Cuando ya tuvieron todas sus ropas y útiles de aseo colocados convenientemente, bajaron para ver qué estarían haciendo los chicos. Se asomaron al interior de la «roulotte» y la señorita PI quedó realmente asombrada y complacida al verlo todo tan limpio y ordenado.

Mientras permanecían allí hablando los cuatro reunidos, el enorme ganso dobló la esquina cloqueando ruidosamente, y tras él seguía el sucio chiquillo con las manos en los bolsillos.

Se encaminó directamente hacia la «roulotte» y metió la cabeza dentro. El ganso miró también y quiso entrar.

—Oh, no, de ningún modo —dijo Roger apartándolo a un lado—. A los gansos no les está permitida la entrada.

El ganso resoplaba y batía las alas con aire amenazador. El pequeño le pasó las manos por el cuello para calmarlo. Luego clavó sus grandes ojos negros en Roger y se quedó mirándolo sin pestañear.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Roger divertido.

—Dafydd —dijo el niño.

—Ése debe ser David —dijo Diana—. Ven, acércate, te enseñaré el interior de la «roulotte». ¿No habías visto nunca ninguna?

David no entendía lo que le decía, pero se dejó coger de la mano para entrar. Lo tocaba todo con sus manos sucias, y finalmente cogió un peine y se lo metió en el bolsillo.

—No, David, no —dijo Nabé—. Este peine es mío. Anda, ponlo otra vez donde estaba.

Pero Dafydd negó solemnemente con la cabeza y alargó la mano para apoderarse de un tubo de pasta dentífrica. Lo examinó con interés. Luego sintió que alguien hurgaba en su bolsillo y miró quién sería. Era «Miranda», que había deslizado una de sus manitas en su bolsillo para recuperar el peine de su amo. ¡No pensaba permitir de ningún modo que alguien robara las cosas de Nabé!

Saltó luego sobre su hombro hablando excitadamente y empezó a peinarle el cabello. Dafydd la observaba mudo de estupor y bastante asustado. Dijo algo en galés, algo bastante rudo, y amenazó con el puño cerrado a «Miranda» que en respuesta le llenó de improperios sin dejar de saltar sobre el hombro de Nabé, irritada en extremo.

Entretanto, el ganso cloqueaba de impaciencia a la puerta de la «roulotte» y batía ruidosamente las alas. «Miranda» debió pensar que el gran pajarraco también la estaba insultando, y sin pensarlo ni un segundo, bajó con presteza y se lanzó contra el ganso, agarrándose con fuerza a su cuello y chillándole junto al oído.

El ganso se sintió tan aterrado que echó a correr al instante silbando como doce serpientes juntas y llevándose la monita al cuello. Nabé se reía a mandíbula batiente, y el pequeño Dafydd le golpeaba frenéticamente con los puños al ver que se burlaba de su querido ganso.

—Bueno, ya está bien —dijo Nabé aprisionándole los dos puños en una mano—. ¡Basta de genialidades! La monita no le hará nada a «Patoso». Anda, ve a buscarlo y yo llamaré a «Miranda». Y escucha bien. «No» entres en la «roulotte» si nosotros no estamos aquí, ¿me has entendido?

Dafydd dijo algo que nadie entendió, le largó a Nabé una patada en la canilla, se libró de él de un tirón, y salió de la «roulotte» corriendo a saltos y llamando a «Patoso» a todo pulmón.

—Bien, ¿qué pensáis de todo esto? —dijo Nabé a los demás—. Yo voto para que tengamos siempre la «roulotte» cerrada con llave cuando tengamos que ausentarnos. ¡Vaya un bribonzuelo!

—Su madre debiera tenerlo mejor enseñado —opinó la señorita Pi—. Unos cuantos bofetones bien aplicados le harían un bien inmenso. ¡Llevarse el peine ante nuestras propias narices…! Haremos bien en cerrar nuestra habitación con llave también, Diana, cada vez que salgamos. Oh, aquí llega «Miranda», con el aspecto de estar muy satisfecha de sí misma.

Y en efecto, «Miranda» estaba más que satisfecha de sí misma. ¡Le había hecho morder el polvo a aquel ganso escandaloso y entrometido…! No se despegó de él ni un milímetro mientras «Patoso» enfilaba, corriendo como una furia, el sendero que conducía al establo de las vacas, bastante arriba de la colina, y sólo lo dejó cuando el ganso estuvo enteramente agotado de tanto correr y chillar.

—Tendrás que reportarte en lo sucesivo, «Miranda» —dijo Diana—, o de lo contrario David la tomará contigo. ¡Él y su precioso ganso! ¡Vaya una pareja!

—Lo que sí es seguro —dijo Bernabé—, es que este ganso tendrá que andarse con cuidado cuando lleguen Chatín y «Ciclón». No creo que ni uno ni otro aguanten por mucho tiempo las intemperancias de David y de «Patoso», sí éstos no procuran mantenerse a distancia y comportarse como es debido.

—Creo que vosotros dos, muchachos, estaréis cómodos en la «roulotte» por las noches —dijo la señorita Pi—. Los divanes son realmente muy confortables. Diana y yo hemos conseguido el dormitorio que deseábamos…, el de las dos ventanas con esas vistas tan maravillosas… El señor Jones trató de asustarnos diciendo que por la noche se oían ruidos extraños, pero ni Diana ni yo nos hemos dejado impresionar.

—Oh, ¿han visto al señor Jones? —dijo Bernabé—. Tiene un aspecto raro, ¿no creen…? Por lo menos no es lo que podría llamarse un hombre optimista y alegre. Roger y yo estuvimos hablando de él y hemos llegado a la conclusión de que debe de tener alguna pena secreta o algo así, ¡parece tan abatido y sombrío…! Pero no tiene ningún derecho a asustarlas con esas historias de miedo, o de ruidos en la noche, señorita Pi.

—Bueno, creo que la causa de todo es porque él y su esposa están muy orgullosos de ese otro dormitorio que llaman pomposamente «el cuarto de respeto» o algo parecido —dijo la señorita Pi—, y debió pensar que con sólo mencionar esa historia tonta de los ruidos en la noche, nos apresuraríamos a cambiar de habitación, pero no ha sido así. ¡Dudo que haya notado nunca las maravillosas vistas que tiene ese cuarto!

—Bueno, no pienso preocuparme lo más mínimo de ruidos misteriosos, ni de gansos chillones, ni de chiquillos ladronzuelos y mal criados mientras no nos falte «Buena comida. Muy, muy buena comida» —dijo Diana riendo—. Pronto veremos qué tal está la cena.

La cena resultó verdaderamente «maravillosa». La señorita Pi se quedó atónita ante la mesa tan perfectamente dispuesta y llena de exquisitas viandas. Empezó la cena con un caldo de gallina, y seguidamente les sirvieron enormes bistecs de ternera a la plancha adornados con montañas de patatas asadas, guisantes y las primeras judías verdes de la estación. De postre, un pastel helado rodeado de apetitosos bizcochos y un gran surtido de galletas variadas.

—¡Canastos! ¡Ésta es mi mejor comida desde que papá nos llevó a comer en aquel gran hotel de Londres! —dijo Roger—. Fijaos bien en este pastel helado…, hay aquí raciones para más de una docena de personas. No sé si lo habrán puesto para que nos lo acabemos todo, ¿qué cree usted, señorita Pi?

—Bueno…, lo que yo crea o deje de creer es cosa aparte, pero de lo que sí estoy segura es de que no dejaréis un mendrugo de nada —dijo la señorita Pi, y así fue en verdad.

«Miranda» se quedó con el último bizcocho y se aposentó en el hombro de Nabé para comérselo tranquilamente, mientras la solícita señora Jones acudía a despejar la mesa.

—¿Han comido a gusto? —preguntó y rompió a reír cuando oyó el coro de alabanzas que todos le prodigaron.

¡Realmente las comidas eran buenas, muy buenas!