Capítulo VI

La posada de Penrhyndendraith

El coche trepaba por la colina siguiendo un camino en zigzag. Cuanto más subían, más hermoso era el panorama que se extendía antes sus ojos.

Diana se entusiasmó cuando vio a sus píes la maravillosa playa y el inmenso mar tendido a lejos.

—¡Oh, mirad! —dijo—. ¡Qué afortunados son los que viven en esta vieja posada y pueden ver todos los días este hermoso paisaje! ¡Y mire también este otro lado, señorita Pi, qué encanto de montañas! ¡Y siempre hay otra detrás de cada una!

—¡Sí, es muy hermoso en verdad! —dijo la señorita Pi—. ¿Y has visto nunca una tierra más roja? ¡Las colinas parecen de fuego! ¡Oh, cuánto desearía que la posada fuese lo bastante aceptable para quedarnos aquí! ¡Nunca en mí vida había visto panoramas tan bellos!

Llegaron por fin a la vieja posada. Su aspecto era, realmente, el de un viejo castillo medio en ruinas y hubiera podido creerse que estaba abandonado a no ser por el gran letrero que pendía sobre la puerta abierta, y que decía:

POSADA DE PENRHYNDENDRAITH

—¡Dios sabrá cómo se pronuncia esto! —dijo Diana— Y, ¡oh, qué oscuro está ahí dentro! ¿Qué haremos? ¿Llamar con la campanilla?

—¡Sí, si hubiera una campanilla, pero no veo ninguna! —dijo Roger, buscando en torno a la puerta—. Tampoco hay Picaporte. ¿Qué podemos hacer? ¿Llamar a voces?

—¿«Hay alguien aquí»? —gritó Nabé, y todos dieron un respingo al oír su vozarrón.

Un niño pequeño, con el pelo enmarañado, llegó corriendo de la parte trasera del edificio, seguido de un enorme ganso gris. Les gritó algo en galés y desapareció en el interior de la posada seguido del ganso.

—Bien, según imagino, habrá ido en busca del dueño de la posada —dijo la señorita Pi—. ¡Oh, ahí viene alguien!

Una mujercita vivaracha avanzaba apresuradamente por el ancho vestíbulo hacia la puerta, seguida del niño y el ganso, que balanceaba su enorme corpachón para no quedar rezagado.

—Buenas tardes —dijo amablemente el señor Martin—. Una señora llamada Jones, que vive en el pueblo nos ha hablado de esta posada y…

La mujer sonrió satisfecha y contestó inmediatamente con una exuberancia y una locuacidad asombrosas.

—Oh, sí, señor, sí, señor, ésta es mi madre política, señor. Ella conoce bien este lugar y sabe que nuestra posada es excelente, puede estar seguro de ello, señor. Aquí viene mucha gente importante, no tiene más que echar una mirada a nuestro libro de visitantes, señor. ¡Oh, los nombres famosos que verá usted allí…! Y mi esposo Luis es el mejor cocinero del mundo, señor, él estuvo en Londres para aprender de cocina, señor, en uno de los mejores hoteles de la capital. Cocina muy bien, señor, muy, muy bien, y…

—Pues…, lo que deseaba preguntarle —dijo el señor Martin temiendo que la locuacidad de la rechoncha mujer no iba a tener fin—, lo que quería preguntarle…

—Oh, sí, señor, pregunte usted lo que quiera —dijo ella sonriendo amablemente—. Entren, por favor, y verán qué maravilloso lugar es éste, y…, ¡oh, la cocina, señor…! Bueno, creo que desde aquí pueden oler lo que se está guisando, ¿no es cierto…? Es él, mi esposo, señor.

Esto sonaba como si fuera el esposo el que se estaba cociendo, y Diana no pudo contener la risa. Todos siguieron a la afable mujer a un gran vestíbulo sumido en la oscuridad, donde entró también el niño con el ganso. Les mostró un enorme comedor que tenía el mismo aspecto ruinoso que el resto de la casa y luego los acompañó, por una amplia escalera de Piedra sin alfombrar, hacia los dormitorios del Piso de arriba.

—Las camas son confortables, señor, y la vista es preciosa; mire usted, señor, ¿ha visto nunca un panorama semejante?

Ciertamente, el panorama era maravilloso, y todos se agolparon a las ventanas para verlo.

—Y los precios no son nada caros, señor —continuó la incansable mujer—. Quédense aquí, señor, si desean permanecer por estos contornos; no encontrarán un lugar más tranquilo y mejor situado, y la comida es excelente, señor, puede creerme; es muy, muy buena.

«Miranda», la traviesa monita, detuvo la verbosidad de la mujer saltando de improviso sobre el cuello del ganso. El ganso se quedó, de pronto, enormemente asombrado, y luego empezó a graznar tan escandalosamente que todos dieron un resPingo. El chiquillo corrió a libertar al ganso, y «Miranda» le saltó entonces sobre el hombro. El niño pegó un gran chillido, y «Miranda», asustada, trepó por la espalda de Bernabé.

—Lo siento —dijo éste a la sorprendida mujer—. Es sólo que «Miranda» quería ver qué clase de animal era ese ganso. No creo que haya visto ninguno hasta hoy. ¿Es…, es de fiar el ganso?

El pajarraco avanzaba hacia él batiendo amenazadoramente sus grandes alas y graznando sin cesar a voz en cuello.

—Llévate ahora mismo a «Patoso» —dijo la mujer, enojada, al chiquillo—. Ya sabes que no debe entrar en la casa para nada. Siempre te estoy diciendo lo mismo —se volvió hacia los demás, pero antes de que se lanzara a otro de sus interminables discursos, el señor Martín dijo con firmeza:

—Éste es mi hijo y estos niños son unos amigos suyos. La dama es la señorita Pi que se quedará aquí con ellos. Creo que mañana llegará otro amigo de los niños con un perro. ¿Podría usted servirles las comidas aquí…? La señorita Pi y Diana ocuparán un dormitorio con dos camas, pero los demás dormirán en una «roulotte» que traemos y que, de momento, hemos dejado en el pueblo. En cuanto a mí, deberé marcharme esta misma tarde.

—¡Oh, señor, será un honor…! ¡Será un verdadero placer hospedarles en casa! —dijo la expansiva mujer—. Mi nombre es Jones, señor, y soy la esposa de Luis Jones, el dueño de la posada. Y ciertamente puede usted marcharse tranquilo, señor, que aquí nada ha de faltarles. Estarán atendidos y bien alimentados, señor, puedo asegurarle que comerán de todo lo mejor. Podrán salir de pesca con los pescadores del pueblo y hacer excursiones por estos hermosos montes…, y bañarse…, ¡y sobre todo, la comida será buena, muy buena, señor!

—Bien, gracias —dijo el señor Martin, y volviéndose a la señorita Pi, añadió—: ¿Le gusta quedarse aquí, señorita? Veo que a los niños les entusiasma.

—Sí, señor Martin, creo que esto es justamente lo que todos estábamos deseando —dijo la señorita Pi—. Yo me contentaré con admirar el paisaje y dar cortos paseos por los alrededores…, y en cuanto a los niños, sí pueden salir de pesca, y bañarse y explorar esos contornos, creo que no pedirían más. Sí, decididamente, creo que a todos nos encantará quedarnos.

—¡Bueno, bueno, bueno! —dijo Diana, y le dio un achuchón tan apretado a la señorita Pi que casi le cortó la respiración—. Y Chatín también se entusiasmará al ver todo esto, lo sé… ¿Cuándo llegará, señor Martin?

—Telefonearé a tu madre tan pronto como pueda, y nos pondremos de acuerdo para que venga mañana mismo, si es posible —dijo el señor Martin—. Podría venir en tren hasta la estación de ferrocarril más próxima, y luego tomar un taxi que le traiga hasta aquí. Y confiemos todos en que «Ciclón» se lleve bien con ese ganso… ¿Cuál es su nombre? ¡Ah sí!, «Patoso».

—Bueno, supongo que con el perro «Ciclón», la monita «Miranda» y el ganso «Patoso» nos esperan unos días bastante movidos, si no accidentados —dijo la señorita Pi riendo—. Pero he tenido que habérmelas con Chatín y «Ciclón» antes de ahora… ¡y sé cómo manejarlos!

—¿Piensa marcharse ahora, señor? ¿Regresará en seguida a su casa? —preguntó solícitamente la señora Jones—. ¿No desea quedarse a cenar para probar nuestra excelente comida, señor?

—No, creo que no —dijo el señor Martin—. Ahora bajaré hasta el pueblo para traer la «roulotte» y dejarla aquí arriba, ya que todos están de acuerdo en quedarse con ustedes. Pero tal vez podría tomar una taza de té antes de marcharme.

—¡Oh, naturalmente señor…! ¡Cuando regrese, tendré preparado el té con nuestros excelentes «scones»! —dijo la señora Jones, y bajó volando la escalera como si de pronto hubiese olido que los «scones» se estaban quemando en el horno.

—¡Uf! ¡Vaya una cotorra! —dijo Roger—. Estoy viendo que nos esperan unas charlas interminables en las que nadie podrá meter baza.

—¡Bah, eso no importa! Me gusta la señora Jones —dijo Diana—. Habla y habla sin parar como si fuese una fuente que mana continuamente, pero resulta muy interesante. Y además me siento tan feliz al pensar que nos quedaremos aquí… Venga, señorita Pi, respire este aire tan limpio y penetrante. ¿No es cierto que huele a montañas y a bosques? No sé qué dirá Chatín, pero estoy segura de que le entusiasmará todo esto.

—Roger, tú y Bernabé vendréis conmigo para ayudarme a enganchar la «roulotte» al coche —dijo el señor Martin—. Nos resultará algo difícil subirla hasta aquí con estas curvas tan pronunciadas… Sería preferible que fuerais vosotros dos en la «roulotte» y me echarais un grifo si tomo las curvas demasiado cerradas.

—Bien, señor —dijeron los dos muchachos y bajaron la escalera con el señor Martin, subieron al coche y un instante más tarde partían en busca de la «roulotte» acompañados de «Miranda» que se había subido al cuello de Nabé.

La señorita Pi y Diana aprovecharon la ocasión para echar un vistazo al resto de los dormitorios.

—Se parecen bastante a las celdas de los conventos con estos muros de piedra y el suelo enlosado tan rústicamente —dijo Diana—. Quedémonos con el que tenga mejores vistas, señorita Pi.

Después de una detenida visita, decidieron quedarse con un dormitorio que tenía dos ventanas, una de ellas mirando al mar, y la segunda con vistas a las montañas que iban sucediéndose unas tras otras durante millas. Había en la habitación dos camas gemelas, y los muros de piedra quedaban ocultos en parte por gruesas cortinas que le daban un aspecto más acogedor. Una gran arca o cofre de madera adornaba una de las paredes, y la señorita Pi la observó con interés.

—Esta arca debe ser muy antigua —dijo—. La poca ropa que llevamos casi se perderá ahí dentro. Y mira la chimenea, Diana…, ¡casi cabría una de las camas en ese hogar!

Diana se acercó a la chimenea y metió la cabeza dentro.

—¡Oh, puedo ver el cielo desde aquí! —dijo—. ¡Es una chimenea enorme!

Una voz habló cortésmente desde la puerta. Era la señora Jones con su expansiva sonrisa.

—Les enseñaré una habitación mejor que ésta —dijo—. Ésta no resulta tan confortable como las otras.

—Pero nos encanta la vista que tiene —dijo la señorita Pi sonriendo también—. Y en realidad parece muy confortable.

—No, no es la mejor habitación, señorita —insistió la mujer—. Quiero darles nuestro mejor dormitorio. Tengan la bondad de venir a verlo, se lo enseñaré.

Las acompañó, pues, a otro dormitorio más grande y mejor amueblado, pero las vistas no eran tan bonitas.

—No, prefiero la otra habitación —dijo la señorita Pi con firmeza—. Nos gusta más por el paisaje, ¿comprende?

La plácida señora Jones se puso, de pronto, terca y obstinada.

—No me gusta que se queden allí —dijo—, no es la mejor habitación. Deben quedarse en ésta.

Pero a la señorita Pi no le gustaba las imposiciones, así es que negó categóricamente con la cabeza, y sin dejar de sonreír, dijo amablemente:

—No. Me quedo con la otra habitación. Y ahora vamos a bajar para ver si ha llegado el señor Martín con el equipaje.

Al llegar a la amplia puerta de entrada se encontraron con el señor Martin y los chicos que acababan de sacar las maletas del coche y las habían dejado en los gastados peldaños de la escalera de Piedra.

—¿Está dispuesto el té? —preguntó el señor Martin sonriendo a la señora Jones que había bajado también—. Luego hablaremos de los precios del hospedaje y demás cosas. Deseo marcharme cuanto antes.

—Oh, ciertamente, señor. Podrán tomarlo en seguida. ¡Un rico té y unos riquísimos «scones»! —dijo la mujer, y desapareció corriendo por un oscuro pasillo que sin duda llevaba a la cocina—. ¡En seguida, señor, se lo traeré al instante…! La comida aquí es…

—¡Muy, muy buena! —exclamaron todos a la vez, y el señor Martin se rió cordialmente.

—¡Qué mujer! Apostaría a que hasta habla en sueños y probablemente toda la noche, ¿no lo creéis así?