Capítulo III

El querido y viejo Nabé

A la mañana siguiente la señorita Pi empezó a moverse activamente de un lado a otro y luego despertó a los niños.

—¡Arriba, queridos! —dijo—. Nos desayunaremos pronto porque luego quiero llegarme al pueblo para telefonear a vuestra madre. ¿Habéis dormido bien?

—Sí, dormí estupendamente —dijo Diana bastante sorprendida, pues estaba segura de que no podría cerrar los ojos en toda la noche.

Roger también había dormido de un tirón, y ambos se sentían mejor dispuestos para enfrentarse con las noticias buenas o malas que pudiera comunicarles su madre.

La señorita Pi hizo el té y Diana cortó el pan en finas rebanadas, y a los pocos minutos estaban los cuatro comiendo ricas lonchas de jamón y bebiendo té recién hecho.

—¡Aunque… —protestó Roger— no me explico por qué no bebemos naranjada en un día tan caluroso como hoy, en lugar de este té hirviendo!

Inmediatamente después del desayuno la señorita Pi se dirigió a buen paso hacia el pueblo. Regresó al cabo de media hora, y los niños, que la estaban esperando con impaciencia, corrieron a su encuentro y sintieron un alivio inmediato al ver su rostro sonriente.

—¡Tenemos mejores noticias! —dijo al instante la señorita Pi—. Vuestra madre llegó sin novedad, y tía Pat estuvo tan contenta de verla… que casi en seguida pareció mejorar en su estado.

—¡Bien, bien, bien! —dijo Diana con efusión.

—Por lo visto, tía Pat se cayó de lo alto de una escalera donde se había subido para sujetar unos rosales trepadores sobre la tapia —dijo la señorita Pi—, y al caer dio con la cabeza contra las losas del sendero. ¡«Ciclón» no tuvo ni arte ni parte en el accidente…! Ahora Pat está en la clínica y vuestra madre esto con ella… Y me temo que tendrá que permanecer allí bastante tiempo, porque vuestro tío está solo en casa, sin nadie que le cuide…, de modo que mamá pasará parte del día en casa atendiendo a vuestro tío, y luego se quedará con Pat en la clínica.

—¡Oh…! Entonces, ¿qué es lo que haremos nosotros? —dijo Diana consternada.

—Bueno… supongo que lo único que puedo hacer es alquilar un coche que sea capaz de remolcar la «roulotte» hasta mi casa —dijo la señorita Pi—. Y me temo, queridos, que no tendréis más solución que quedaros conmigo, ya que vuestra casa está cerrada. ¡Oh, lo siento, lo siento muchísimo por vosotros…! ¡Es un final muy lamentable para estas deliciosas vacaciones que no habían hecho más que empezar y que prometían ser tan bellas y felices…! Pero de veras, no veo qué otra cosa podemos hacer.

—Yo tampoco —dijo Roger sombrío—. Y Pienso que es usted muy buena al preocuparse tanto por nosotros. Será una molestia alojarnos en su casa porque sé que no es muy grande… ¡Oh, cielos…!, ¡todo está tan embrollado!

—Diana podría venir conmigo al pueblo para buscar un coche adecuado —dijo la señorita Pi mientras ponía en orden la «roulotte» y arreglaba las camas—. Y tú, Roger, podrías quedarte aquí vigilando todo esto, ¿te parece bien, querido?

—Oh, sí, naturalmente —dijo Roger, y se quedó mirando cómo la señorita Pi y Diana partían de nuevo hacia el pueblo. ¡Qué contratiempo tan enojoso… y qué inesperado final a todos los regocijantes planes que habían meditado para las vacaciones…! La señorita Pi era todo lo buena y cariñosa y comprensiva que se podía desear…, pero la idea de pasarse tres semanas en su casita tan amplia y ordenada le llenaba de horror.

«¡Estaremos más aburridos que una marmota! —pensó, pero en seguida se reprochó el ser tan poco agradecido. ¿Qué hubieran hecho ellos sin la señorita Pi?—… Tal vez hubiéramos ido a casa de Bernabé… si a estas horas no estuviera viajando él también con su padre por Dios sabe dónde —reflexionó un rato en silencio y finalmente se dijo—: Oh, bueno…, supongo que tendremos que conformarnos con lo que sea».

La señorita Pi y Diana regresaron una hora más tarde con aspecto deprimido.

—No hemos podido encontrar ni un solo coche en el pueblo —dijo la señorita PI—, de modo que hemos telefoneado a otro pueblo más cercano y nos han prometido hacer algo. ¡Confío que no nos enviarán una de esas carracas viejas que se caen a pedazos! Además, yo no soy del todo competente conduciendo coches que no conozco.

Habían apartado la «roulotte» en una suave loma cubierta de césped que había junto a una carretera vecinal, no lejos de una granja. El granjero les había dado permiso para quedarse allí, y les suministraba leche fresca y algunos productos de la granja. Hacia las tres de la tarde vieron que el granjero se encaminaba hacia ellos a buen paso.

—¡Oh, queridos, confío en que no vendrá para echarnos! —dijo la señorita Pi súbitamente alarmada.

El granjero, seguido de un hermoso perro que iba trotando a su lado, fue acercándose con el evidente propósito de hablarles.

—Buenas tardes, señorita —dijo con su voz calmosa y agradable—. Aquí tengo un mensaje para usted que han dejado en la granja. Lo han traído el chico de correos. Es un telegrama.

Alargó un sobre anaranjado y la señorita Pi lo tomó con el rostro demudado. Después de abrirlo, lo leyó detenidamente, y a continuación contempló a los niños con expresión intrigada.

—Oídme bien —dijo—. El telegrama dice: «Esperad hasta que lleguemos esta noche. Bernabé».

—«¡Esperad hasta que lleguemos esta noche!» —repitió Diana con el rostro arrebolado y feliz—. Oh, señorita Pi, ¡Nabé y su padre deben haberse enterado del accidente ocurrido a tía Pat y de cómo mamá tuvo que marcharse dejándonos aquí solos…! ¡Y van a llegar esta misma noche…! ¡Oh, qué maravilloso!

—Sí, claro, debieron oír el mensaje radiado de anoche, lo mismo que nosotros —dijo Roger—. Luego habrán telefoneado a Hillsley y les han enterado de todo lo ocurrido. ¡Señorita Pi…! Todo se solucionará ahora. El padre de Nabé lo arreglará todo, hasta el asunto del coche. ¡Oh, gracias, Dios mío!

Diana dio un suspiro de inmenso alivio y su corazón se abrió de nuevo a la esperanza. Bernabé iba a llegar… y también su padre, tan cariñoso y comprensivo y eficiente en todo. Ahora todos sus problemas quedarían resueltos. Hasta era posible que los llevara a casa de Bernabé.

—Muchas gracias —dijo la señorita Pi al granjero, y después de saludarlos, el buen hombre emprendió el camino de regreso con el perro Pisándole los talones.

—«Esperad hasta que lleguemos esta noche» —volvió a decir Diana, repitiendo el texto del telegrama—. Esto significa que se dirigen hacia aquí directamente. Debían encontrarse bastante lejos al oír el mensaje radiado, porque de lo contrario llegarían antes de la noche. ¡El querido Nabé…! Desde ahora ya no tendremos que preocuparnos de nada, señorita Pi.

—¿No creéis que os sentaría bien tomaros un baño en ese río de allí abajo? —dijo la señorita Pi—. Hace una tarde tan calurosa… Pero yo no iré con vosotros. Creo que es mejor que alguien se quede aquí por si llegara otro mensaje. Ea, en marcha, queridos, a tomar un baño…, creo que os sentará bien.

De modo que Roger y Diana bajaron al río sintiéndose considerablemente más felices a causa de las buenas noticias de Bernabé. ¡Qué bueno era tener amigos…, qué magnífico y consolador!

—Y veremos también a la pequeña «Miranda» —dijo alegremente Diana—. Lo mejor que tienen los animales es que no cambian como las personas. «Miranda» debe ser exactamente igual ahora que como era cuando tenía un año.

Tomaron un baño delicioso y se tendieron sobre la hierba para secarse. Traían un apetito excelente cuando regresaron a la «roulotte».

—¿Ninguna noticia de Bernabé todavía…? ¿O algún otro telegrama? —preguntó Roger.

La señorita Pi negó con la cabeza.

—No. Bernabé decía «esta noche» en su telegrama, ya sabéis. Tendremos que esperar pacientemente hasta entonces. Imagino que debían encontrarse por Cornwall, o en el norte de Escocia… o por las montañas de Gales, en algún lugar muy lejos de aquí.

—Yo no me acostaré hasta que hayan llegado —dijo con firmeza Roger.

—No, supongo que no podrías hacerlo —dijo la señorita Pi—. Pero confío en que lleguen antes de las doce.

Las horas fueron pasando y el sol comenzó a hundirse hacia el oeste. Cada vez que se oía el rumor de un coche pasando por la distante carretera principal, los tres se incorporaban a medias para escuchar con más atención…, pero los coches se sucedían uno tras otro perdiéndose en la oscuridad, y ni uno solo se detenía o entraba por el camino vecinal donde estaban ellos aparcados.

De pronto, cuando ya fue noche cerrada, se oyó un coche que avanzaba lentamente por la pedregosa carretera que conducía a la granja.

—¡Éste debe ser Bernabé! —dijo Diana excitada mientras los demás escucharon ansiosos.

El coche se detuvo, y luego, unos minutos más tarde, oyeron que se ponía de nuevo en marcha en el silencio de la noche y que se iba acercando a ellos dando tumbos por los cantos rodados del viejo camino.

—¡Es Nabé…! ¡Tiene que ser él! —gritó Roger levantándose de un salto—. La gente del pueblo le habrá indicado el camino de la granja, y el granjero debe de haberles guiado para llegar aquí. ¡Nabé…! ¡Nabé…! ¡Nabé…!

—¡Eh…! ¡Aquí estamos…! ¡Pero vamos a paso de tortuga porque el camino es malo!

Al poco rato un gran coche vino a detenerse junto a la «roulotte» y un muchacho de elevada estatura se apeó rápidamente. Diana y Roger corrieron a su encuentro, porque el joven no era otro que su querido y gran amigo Bernabé, con la monita al hombro y hablando excitadamente.

—¡Hola, queridos! —dijo Nabé, abrazándolos a los dos—. ¡Sentimos haber tardado en llegar, pero estábamos en Escocia…! Oímos el mensaje por radio anoche, y naturalmente, telefoneamos tan pronto como nos fue posible a Hillsley para hablar con vuestra madre. ¿Cómo estáis todos?

—¡Oh, Nabé, es tan magnífico tenerte aquí! —dijo Diana—. Estábamos enteramente desorientados, sin saber qué hacer, porque ya sabrás que mamá tuvo que marcharse tan inesperadamente que no pudo disponer nada… ¡Oh, aquí está tu papá!

—Sí, y no tenéis que preocuparos de nada, de nada en absoluto. Él se encargará de todo, queridos —dijo Bernabé sin ocultar lo feliz que se sentía de encontrarse de nuevo con sus amigos—. ¡Tiene un plan maravilloso…! Buenas noches, señorita Pi, ¿qué opina de esta sorpresa?

—Lo celebro de veras —dijo la señorita Pi—. ¡Oh, aquí está tu padre…! Buenas noches, señor Martin. ¡Cuánto les agradezco que hayan venido!

—Pronto hablaremos de nuestros planes —dijo el padre de Nabé—. Siento de veras lo ocurrido, señorita Pi, pero entremos en la «roulotte» para hablar más cómodamente.

Entraron, pues, en la «roulotte» con «Miranda» cotorreando en voz alta y saltando de un hombro a otro de los niños y provocando alegres carcajadas de Diana y Roger. ¡El querido y viejo Nabé… y la querida y vieja «Miranda»…, era realmente maravilloso tenerlos de nuevo a su lado!