Una noticia inesperada
Durante cinco días Roger y Diana disfrutaron realmente de un tiempo maravilloso. Pasaron dos días a orillas del bellísimo lago de Yesterley, bañándose en sus deliciosas aguas y comiendo a pleno sol. La señorita Pi los sorprendió a todos apareciendo vestida con un traje de baño y echándose decididamente al agua…, pero lo que más les sorprendió fue comprobar que era una excelente nadadora.
—¡Cielos! —exclamó Diana tendiéndose sobre la blanca arena que rodeaba el lago y jadeando de cansancio—. ¡Oh, cielos…! ¡He querido hacer una carrera con la señorita Pi, desafiándonos a quien llegaba primero…, y ha ganado ella…! ¡Y mírala, todavía sigue en el agua, y nadando como si tal cosa…!, y yo ya no puedo más.
—Sí, nada estupendamente —dijo Roger—. Y también mamá. Daría algo para mantenerme a flote tanto rato como ella. ¡Fíjate, permanece en el agua todo el rato que quiere…, y ni siquiera es agua salada…! Debe mover un poco las manos o algo así.
—Éstas son la clase de vacaciones que me entusiasman —dijo Diana—. ¿Verdad que fue divertido anoche, durmiendo en pleno campo…? ¿Oíste aquel mochuelo silbando casi a nuestro lado…? De momento casi me hizo brincar del susto.
—No oí absolutamente nada —dijo Roger—. No hice más que cerrar los ojos y quedarme dormido como una marmota. No me enteré de nada hasta que me has zarandeado esta mañana para despertarme… Oye, ¿cuánto tiempo Piensan quedarse en el agua mamá y la señorita Pi…? Tengo un hambre que me tumba.
En estos primeros cinco días todos parecían estar verdaderamente famélicos. Hasta la señorita Pi tuvo que confesar que se sentía avergonzada de comer tanto.
—Quisiera que no me mirarais los dos con esta cara de asombrados cuando repito por tercera vez de un plato —le dijo un día a Diana y Roger—. Me quedo con la impresión de que soy una glotona…, y de veras, lo único que sucede es que tengo mucho, muchísimo apetito.
—¡Señorita Pi, a Chatín le gustaría oírle decir esto! —dijo Diana riendo—. Cuando él repetía por tercera vez de un plato usted siempre solía decirle que no era que tuviese realmente mucha hambre, sino que lo hacía por «pura glotonería».
—Oh, ese querido Chatín —dijo la señorita Pi—. Me pregunto cómo estará pasando estas vacaciones. Veamos…, vuestra tía Pat no tiene niños, ¿no es cierto…?, de modo que el pobre Chatín no debe de tener con quién jugar —dio un suspiro y añadió—: Bueno…, imagino que a estas horas ya debe de haberle ocasionado bastantes pequeños trastornos a vuestra tía Pat.
—¡Pequeños trastornos! —dijo Diana—. ¡Apuesto a que debe ser mucho más que esto! ¡Cuando Chatín se aburre se comporta como un arrebatado! ¡Piensa y hace las cosas más absurdas…! ¿Es que no se acuerda de aquel día que echaba humo la chimenea de casa y se empeñó en limpiarla…?
—¡Oh, no me habléis de aquel día! —dijo la madre con un gemido—. ¡No puedo soportar ni el recuerdo de todo lo que hizo Chatín! Vuestro padre se puso como un loco, y estuvo persiguiéndolo por todo el jardín con una escoba hasta que…
—¡Hasta que tropezó con Ciclón! —dijo Roger.
—A veces Pienso que resulta curioso el modo que tiene Ciclón de enzarzarse entre las Piernas de la gente que está enojada con Chatín —dijo Diana—. Hace lo que puede por ayudarle, pero casi siempre empeora las cosas. ¡Pero de todos modos Ciclón es un perro verdaderamente asombroso!
Cada noche a las nueve se sentaban los cuatro en los cómodos divanes-cama de la «roulotte» para escuchar las noticias que emitía la pequeña radio portátil. No habían visto ni un solo diario desde que empezaron las vacaciones, pero, como decía la señorita Pi, no era conveniente perder por completo el contacto con el resto del mundo.
—Alguien puede haber aterrizado en la luna…, o puede haber empezado una nueva guerra…, o puede haber ocurrido un terremoto… —opinó la señorita Pi—. Será mejor que oigamos las noticias de la radio aunque sólo sea una vez al día.
En la quinta noche se hallaban, como de costumbre, sentados en la «roulotte» oyendo el diario de noticias de las nueve junto a la pequeña radio. Los niños sólo escuchaban a medias hasta que se anunciaba el boletín meteorológico. ¡Eso sí que era de veras importante! ¡Convenía enterarse de si continuaría el buen tiempo y seguiría brillando el sol!
Al fin terminó el diario hablado. Había sido aburrido a más no poder…, una nueva huelga…, un discurso interminable de cierto personaje muy importante…, pruebas de un nuevo tipo de avión…, y de pronto emitieron un mensaje que les dejó a todos atónitos.
La señorita Pi se disponía a cerrar la radio cuando el locutor dijo claramente:
—Atención, por favor. Tenemos un mensaje urgente para la señora Lynton, que está efectuando un viaje en una «roulotte» con sus hijos. Tengan la bondad de comunicar, por favor, a la señora Lynton que telefonee inmediatamente al número 62251 de Hillsley, donde su hermana se encuentra enferma. Repito el mensaje: Tengan la bondad de comunicar urgentemente a la señora Lynton…
Nadie habló durante unos minutos; ni siquiera se movieron mientras se repetía el mensaje. Luego Diana murmuró:
—¡Mamá, somos nosotros a quienes están buscando…! Tú eres la señora Lynton, y… oh, mamá, esto significa que… que…
—Significa que algo le ha ocurrido a tu tía Pat, querida —dijo la señorita Pi alzándose de pronto y dirigiéndose a su madre—. No te preocupes demasiado, querida…, iremos ahora mismo en busca del teléfono más próximo y en seguida sabremos lo que ha sucedido.
—¡Oh, Dios mío…! ¿Qué puede haber ocurrido? —dijo la señora Lynton con el rostro alterado—. Tendré que regresar sin falta…, tengo que estar con Pat y… y cuidarla. Oh, estoy completamente atontada.
Los niños también se sentían aturdidos por la noticia. ¿Por qué había de ocurrir una cosa tan terrible justamente al empezar estas vacaciones maravillosas…? ¡Pobre tía Pat…!, ¿qué podía haberle ocurrido…? «Gravemente enferma», decía el mensaje. Estas palabras sonaban verdaderamente alarmantes.
—Vosotros dos os quedaréis aquí en la «roulotte» —dijo decididamente la señorita Pi, haciéndose cargo de la situación con su eficiencia acostumbrada—. Llevaré a mamá en el coche hasta el pueblo más próximo y telefonearemos a Hillsley. Regresaremos lo antes posible. Vamos, ten serenidad, Diana…, no te quedes tan trastornada, querida, tal vez no sea tan grave como dicen.
Diez minutos más tarde la señorita Pi conducía el coche fuera del prado donde habían aparcado para pasar la noche, y en dirección de la carretera general. A su lado iba la señora Lynton silenciosa y deprimida. Diana y Roger salieron de la «roulotte» y se sentaron en la hierba. Era una noche muy clara, y aunque no había luz bastante para leer, podían verse las caras. Diana estaba llorando.
—Seguramente será menos grave de lo que dicen —dijo Roger dándole una cariñosa palmada—. Pero de todos modos, mamá tendrá que marcharse en seguida. Y nosotros también, supongo.
—Pero ¿dónde iremos? —dijo Diana sin dejar de llorar—. La cocinera está fuera de vacaciones y la casa está cerrada. No encontraríamos a nadie allí.
—Es cierto. Lo había olvidado. ¿Y qué harán con Chatín? —dijo Roger—. No podrá quedarse en casa de tía Pat si está enferma…, o sí la han llevado a una clínica… ¿Qué será de él?
—¿Y qué será de nosotros? —dijo Diana—. Mamá tendrá que quedarse con tía Pat para cuidarla, ya sabes cuánto la quiere, y… ¡Oh, Roger, qué terrible que una cosa así haya venido a interrumpir estas vacaciones tan felices!
Les pareció que transcurría mucho tiempo antes que regresaran su madre y la señorita Pi, pero al fin oyeron cómo el coche se acercaba en la oscuridad y se pusieron en Pie de un salto. Echaron a correr tan pronto como su madre se apeó del coche.
¡Pero no era su madre…! ¡Era la señorita Pi…, y no había regresado tampoco en su coche, sino en un taxi!
—¡Oh! ¿Qué ha sucedido…? ¿Dónde está mamá? —preguntó Diana, angustiada.
—Se ha marchado con el coche a casa de vuestra tía —dijo la señorita Pi mientras pagaba al taxista—. Pat se cayó de una escalera y se hirió en la cabeza, y los médicos creyeron al principio que iba a morirse. Pero ahora han podido darle a vuestra madre mejores noticias de su estado, de modo que no hay por qué inquietarse, queridos. Vuestra madre se ha marchado porque Pat la necesita y no cesa de llamarla.
—¡Oh, pobre mamá! —dijo Diana pensando en que su madre tendría que conducir el coche sola, a gran velocidad y sin dejar de pensar en su hermana enferma—. Señorita Pi, ¿cree usted que ti Pat podrá curarse?
—La opinión de los médicos después de su última consulta es bastante optimista. Sí, creo que sí, querida —dijo la señorita Pi en tono consolador—. De modo que no os alarméis innecesariamente. Es inútil intentar cruzar los puentes antes de llegar a ellos. Mamá os envía su cariño y me ha prometido que mañana nos telefoneará para deciros cómo sigue Pat. Para ello tendré que llegarme hasta el pueblo, pero no queda lejos de aquí.
—¿Volverá mañana aquí para continuar nuestro viaje de vacaciones? —preguntó Roger.
—No. No, creo que esto queda definitivamente descartado —dijo la señorita Pi—. Estoy segura de que querrá quedarse con tía Pat hasta que esté completamente restablecida. No tuvimos tiempo de decidir lo que había que hacer…, ¡pero me temo que tendréis que conformaros con mi compañía durante bastantes días, queridos…! Le prometí a vuestra madre que me quedaré con vosotros hasta que pueda regresar a casa.
—¡Pero…, pero cómo podremos movernos de aquí! —dijo Roger desconcertado—. Tenemos la «roulotte», pero no tenemos coche para trasladarla de un sitio a otro… y nuestra casa está cerrada. ¿Es que vamos a dejar la «roulotte» aquí y marcharnos los tres a su casa, señorita Pi?
—No sé nada, querido Roger —dijo la señorita Pi—: ¿No crees que será mejor dejarlo hasta mañana, cuando haya hablado con vuestra madre…? Esas cosas suceden, ya sabéis, y no pueden evitarse. Y entonces es cuando descubrimos lo fuertes… o débiles que somos para soportarlas. Vuestra madre, no me cabe la menor duda, se sentirá ahora más valerosa y animada. Al enterarse de la noticia estaba en extremo abatida y dispuesta a enfrentarse con lo peor, pero las últimas noticias de Pat son más bien alentadoras.
—¿Y qué hay del pobre Chatín? —dijo Diana—. Está en casa de tía Pat y… ¡Oh, señorita Pi…! ¡Supongo que tía Pat no… no se habrá caído por culpa de «Ciclón»…!
—No…, resbaló en una escalera del jardín —dijo la señorita Pi—. Y ahora…, traeré una botella de naranjada y unos bizcochos de chocolate, y lo que sobró de la comida… Y nos tomaremos una cena apetitosa, queridos.
Los dos niños se alegraron de tener con ellos a la señorita Pi. Era muy alegre y animada y les entretuvo contándolos chistes la mar de graciosos. Roger se sintió mucho mejor después de la cena, pero Diana continuaba intranquila y apenada.
—Roger, ¿te gustaría dormir hoy con nosotros, en la cama de tu madre? —preguntó la señorita Pi—. Creo que a Diana le gustaría que nos hicieras compañía esta noche.
—Sí, sí, me gustará más dormir aquí que en el coche —dijo Roger, y Diana sonrió satisfecha. Así podría hablar en voz baja con Roger si se despertaba durante la noche y se sentía triste y asustada a causa de tía Pat. ¡Qué confortador era tener un hermano como él cuando las cosas iban mal!
Pronto la «roulotte» quedó a oscuras mientras sus tres ocupantes procuraban conciliar el sueño. ¿Qué noticias recibirían a la mañana siguiente…? ¿Buenas… o malas…? ¿Y cómo acabarían estas vacaciones en las que tanto habían soñado?