La cueva era cómoda y disponía de suficiente ventilación para varias pequeñas fogatas, aunque la única salida suficientemente grande para una persona estaba debajo del agua. Aquellas hogueras eran necesarias para quitarse el frío de los huesos y secar la humedad de los vestidos empapados en las heladas aguas del Masur Delaval.
Elbryan y Pony pasaron toda la noche acurrucados bajo una manta; el guardabosque la animaba, le recordaba lo mucho que la quería y trataba con todo su corazón de hacerle comprender que no le guardaba ningún rencor por su decisión de abandonarlo y que, por supuesto, no la culpaba de la pérdida del hijo.
Siempre que hablaba del hijo, notaba que Pony se ponía rígida, percibía la tensión en sus extremidades, normalmente fatigadas.
Nadie en la cueva durmió demasiado, aunque no tenían manera de saber qué hora del día o de la noche era. Sólo contaban con la luz de las fogatas, que mantenían bajas, pues no disponían de mucha leña y tenían que conservarla, ya que ignoraban cuánto tiempo tendrían que permanecer allí.
Elbryan se despertó primero y se quedó tumbado, contemplando a Pony. La hermosa joven a la que había besado por primera vez en la ladera al norte de Dundalis, el día en que habían llegado los trasgos, el día en que ambos se habían quedado huérfanos, parecía dormir con mucha tranquilidad. Recordó la primera vez que la había vuelto a ver después de su larga separación, cuando ella había regresado con Avelyn a Dundalis.
Entonces no le parecía menos bella, y aquello le sorprendió al considerar todas las pruebas y tragedias que habían presenciado, todas las pérdidas que Pony, en particular, había sufrido. Extendió el brazo para tocar aquella cara suave, y Pony, medio dormida, abrió un ojo para mirarlo. Elbryan rodó hacia ella, pretendió abrazarla, pero la mujer de repente se sentó, y Elbryan sintió cómo se tensaban los músculos del brazo de la chica.
—Libérate de tu cólera —le pidió con suavidad.
Pony lo miró como si la hubiera traicionado.
—La lucha ha terminado por el momento —trató de explicarle el guardabosque—; nos escabulliremos…
—No —le interrumpió Pony, mientras sacudía la cabeza.
—No podemos ganar.
—Quizá no necesite ganar —replicó Pony con tal frialdad que hizo reflexionar al guardabosque.
El hombre sacudió la cabeza y se dispuso a abrazarla de nuevo, pero otra vez la mujer lo rechazó.
—Llevaba un hijo en mi seno —le explicó—; tu hijo, nuestro hijo. Y Markwart lo asesinó, del mismo modo que asesinó a mis padres.
El hermano Braumin, entonces, se les acercó a rastras, y Elbryan y Pony se dieron cuenta de que los demás los habían estado escuchando.
—Ven conmigo —le propuso a Pony, mientras le daba la mano—. Te daré la bendición de la plegaria comunitaria y verás cómo te encontrarás mejor.
Pony no aceptó la mano que le tendía el monje y lo miró con incredulidad.
—Markwart —dijo—, el padre abad de tu Iglesia, asesinó a mi niño, mi inocente hijo, en mi vientre.
—No es mi padre abad —trató de explicarle el hermano Braumin, pero Pony, rebosante de veneno, no lo escuchaba.
—No comprendes la profundidad de su maldad —prosiguió la mujer—; en una ocasión anterior sentí esa misma presencia, en las entrañas de una montaña del lejano norte, la misma montaña donde Markwart os cogió prisioneros a todos vosotros.
Miró a Elbryan, que parecía sorprendido.
—Sí —dijo la mujer, mientras asentía con la cabeza—. Es tan fuerte y tan perverso como puede haberlo sido Bestesbulzibar.
—Es un hombre —razonó Braumin.
—¡Es mucho más que un hombre! —le espetó Pony—; mucho más, te lo digo yo. Y del mismo modo que Avelyn penetró en las profundidades de Aida para enfrentarse al demonio Dáctilo, convencido de que no podía ganar, yo voy a luchar contra Markwart una vez más, para hacerle pagar el crimen que cometió contra mi hijo y para librar al mundo de su vil presencia.
—Pero otro día —insistió el guardabosque—; un día en que no esté preparado para enfrentarse a nosotros: cuando no esté rodeado por De’Unnero y las huestes de monjes, por el rey y la brigada Todo Corazón.
Pony lo miró sin parpadear, pero no le contestó. El grupo permaneció sentado y silencioso mientras transcurría la mañana, si realmente era por la mañana. Elbryan se quedó junto a Pony, pero no le hizo más preguntas. Jamás la había visto tan fuera de sí, ni siquiera después de rescatar a Bradwarden al final del verano, cuando trató de volver atrás y penetrar de nuevo en Saint Mere Abelle. En ese momento, todo lo que podía hacer por Pony era darle ánimos, confiar en ella y tratar desesperadamente de mantenerla tan alejada como fuera posible de los imbatibles enemigos que se habían granjeado.
La tarea pareció complicarse cuando un hombre behrenés apareció en la superficie del agua de la cueva aquella misma mañana.
—Están registrando la ciudad de forma exhaustiva —farfulló, mientras se arrastraba para salir del agua helada y se sentaba sobre el suelo de piedra—. El Saudi Jacintha zarpó del puerto, pero una flotilla de barcos de guerra le dio alcance y le destruyó las velas; luego, la remolcaron otra vez hasta el puerto. El capitán Al’u’met y muchos de los míos han sido hechos prisioneros.
—¿Por el rey o por la Iglesia? —preguntó Elbryan.
El hombre de piel oscura lo miró con fijeza, como si no comprendiera el significado de la pregunta.
—Los barcos de guerra eran de la flota del rey Danube —respondió el hombre—, pero también los monjes han arrastrado a mucha gente por las calles, y fue una hueste de monjes… —añadió y se interrumpió para mirar a Pony con expresión comprensiva, algo que no pasó desapercibido a los demás.
—Tu amiguito nos lo contó —tartamudeó el hombre.
—¿Os contó qué? —preguntó Pony, irritada.
—La taberna donde vivíais —explicó el behrenés—; la quemaron hasta derribarla. Todavía deben de estar escudriñando las cenizas.
Pony cerró los ojos y un sonido sordo, mitad gemido mitad gruñido, escapó de sus labios.
—¿Qué le pasó a Belster? —preguntó, preocupado, Elbryan.
—Está escondido —le contestó el hombre—, junto con las otras personas que trabajaban allí. Pero tienen miedo; todos tenemos miedo. No tardarán en atraparnos.
—Traedlos aquí —dijo el hermano Braumin muy dispuesto a ayudar.
—No podemos —le explicó el hombre de piel oscura—. Incluso para mí fue peligroso llegar hasta aquí, pues hay soldados y monjes por todas partes. Debemos advertiros que tenéis que huir, como podáis. Han detenido a mucha gente y se rumorea que es posible que el secreto de las cuevas ya haya sido revelado a uno de los carceleros que interrogaba a los presos. Tened mucho cuidado con las visitas —añadió con expresión grave—, y no sólo las de carne y hueso, ya que los monjes disponen de magia maligna para enviar sus chezchus… —agregó, e hizo una pausa para buscar la correcta traducción de aquella palabra yatol—. ¿Sus espíritus? —preguntó.
Pony asintió con la cabeza.
—Son espíritus andantes —le explicó.
—Atraviesan paredes —añadió el behrenés—. ¡Nadie está seguro!
—Tenemos que irnos —razonó el hermano Castinagis.
—Pero sin duda la ciudad está patas arriba —repuso el hermano Dellman.
—Soldados, a centenares, y monjes patrullan a lo largo de las murallas —agregó el behrenés.
—En tal caso, tenemos que ir por el río —comentó el guardabosque—; en la oscuridad de la noche, saldremos de la cueva, y nos quedaremos en el agua, flotaremos, nadaremos y dejaremos que nos arrastre la corriente, confiando en poder trepar por la ribera en algún punto lejano al sur de Palmaris.
—También el río está rigurosamente vigilado —les advirtió el behrenés—. Está lleno de barcos de guerra del rey.
—No verán una cabeza balanceándose en las aguas nocturnas —respondió Elbryan—. ¿Y tú qué harás? ¿Nos dejas otra vez? ¿Tienes algún lugar adonde ir?
El hombre hizo una reverencia, pues se dio cuenta y agradeció el ofrecimiento del guardabosque para que se quedara con ellos.
—Me debo a mi pueblo —le explicó—; sólo he venido a avisaros. El sol ya ha rebasado el cenit, aunque no ha llegado a medio camino del oeste. ¡Que Chezru sea con vosotros!
Incluso los monjes abellicanos, hombres que negaban la divinidad de Chezru, aceptaron la intención de aquella bendición con gratitud.
—Cuéntale nuestro plan a Belster —le pidió Elbryan al behrenés— e informa a nuestros amigos, al hombre bajo y delgado y su compañero aún más pequeño, si consigues comunicarte con ellos.
El hombre asintió y se sumergió de nuevo en el agua.
Si aquella mañana el ánimo en la cueva había sido sombrío, entonces había empeorado y la esperanza se desvanecía a pasos agigantados. Tenían que aceptar todos y cada uno de ellos que su enfrentamiento con Markwart les estaba costando muy caro a otros muchos ciudadanos de Palmaris.
Elbryan siguió atento a Pony, que no podía estarse quieta. La joven tomó su bolsa de gemas; el guardabosque trató de impedírselo, pero la dura y fija mirada de Pony le hizo retirar la mano.
Pony abrió la bolsa y esparció las piedras sobre la manta que tenía delante. Enseguida, advirtió que estaban todas, incluso la magnetita que había lanzado contra la repugnante cara de Markwart. Tal como Roger había dicho, habían guardado todas las pruebas en el mismo sitio.
Cogió la piedra del alma en la mano y apretó el puño con fuerza, mientras el guardabosque tendía su mano para agarrárselo. Pero la cogió por la muñeca, se la sujetó con firmeza y se la movió hasta ponérsela ante la cara.
—¿Adónde pretendes volar? —le preguntó.
—Hasta donde se encuentre el perro de Markwart —respondió ella con frialdad.
—¿Quieres ir a verlo ahora, mientras todos nosotros estamos atrapados en este lugar? —le preguntó el guardabosque—. Si te sigue a tu regreso, todos nosotros pagaremos por el riesgo que has corrido.
Pony abrió el puño y entonces dejó caer la piedra sobre la manta, derrotada.
—Podría salir con mucha cautela, para explorar —propuso, mientras Elbryan empezaba a guardar de nuevo las piedras en la bolsa y sacudía la cabeza antes de que ella terminara de hablar.
Así pues, ambos se sentaron y guardaron silencio. Los monjes formaron un círculo y empezaron a rezar, y preguntaron a Elbryan y a Pony si querían unirse a sus plegarias. El guardabosque dirigió una esperanzada mirada a Pony, pensando que la plegaria podría ser lo que necesitaba, pero la mujer sacudió la cabeza y apartó la vista.
Elbryan esperó un rato, dejó que la rítmica y dulce salmodia llenara la pequeña cueva, y luego se situó de nuevo frente a su esposa, atrayendo su mirada con una sonrisa desprovista de amenazas, conciliadora, asombrosamente apacible.
—¿Te he hablado del milagro de Avelyn? —le preguntó con calma.
La mujer asintió con la cabeza. Se lo había contado por los pasadizos que conducían a las celdas.
—No sólo lo que ocurrió —le explicó el guardabosque—, sino también cómo ocurrió; de qué manera el espíritu de nuestro querido amigo llegó hasta mí en el altiplano y me aportó paz y consuelo.
Pony correspondió a su sonrisa con una mueca irónica.
—¿Dónde estaba cuando llegó Markwart? —le preguntó, llena de sarcasmo.
Elbryan encajó el golpe sin pestañear, pues se recordó a sí mismo la profundidad de la pena de su mujer. Empezó a contarle de nuevo la batalla de los trasgos, le explicó sus reflexiones en los momentos críticos y destacó que esas reflexiones habían sido inspiradas por Avelyn. Sabía que cualquier recuerdo de los tiempos anteriores a su primer viaje a la montaña de Aida, cuando sus vidas parecían mucho más sencillas y su proyecto común, muy claro, la ayudaría a alcanzar un estado emocional mejor.
Parecía que daba resultado, y Pony incluso esbozó una sonrisa, pero entonces el agua se revolvió y apareció Roger Descerrajador.
—¡No deberías haber venido! —le reprendió el guardabosque, mientras tiraba de él para ayudarlo a salir del agua—. Te dije que te mantuvieras alejado…
—Por nuestra amistad tenía que venir —replicó con firmeza Roger—. Juraviel me ha contado que os han descubierto, que Markwart conoce la existencia de las cuevas, y, ahora mismo, un ejército se dirige al Masur Delaval.
Todos en la cueva se apresuraron, reunieron sus pertenencias, se quitaron las ropas y las ataron en apretados fardos.
—¡Salid! ¡Salid! —gritaba frenético Roger—. ¡Deprisa!
—El camino va hacia el norte, pero no es hacia allí a donde iremos ahora —les indicó Elbryan a todos—. ¡Permaneced bien hundidos en el agua y dirigíos en la otra dirección, a lo largo de la ribera, hacia el sur! ¡Pegaos a las rocas, utilizadlas para ocultaros y no hagáis ruido!
Braumin se metió en el agua; luego, uno tras otro, Viscenti, Castinagis y Dellman. Roger se sumergió, después de agarrar la muñeca de Elbryan y de apretársela con fuerza.
—Te quiero —le dijo Elbryan a Pony mientras ella avanzaba junto a él hasta el borde del agua.
La mujer le devolvió la mirada y consiguió esbozar una afectuosa sonrisa.
—Lo sé —le dijo, y se sumergió.
Siguieron las cuerdas que habían instalado los behreneses para orientarse, de forma que los siete nadaron sin dificultad hasta la entrada de la cueva y salieron a las aguas abiertas del Masur Delaval. Los primeros en hacerlo, Braumin y Viscenti, se dirigieron hacia el sur tal como les había indicado el guardabosque; los otros dos monjes y Roger los seguían de cerca.
Cuando Pony llegó a la superficie, sin embargo, salió del agua y siguió ascendiendo en el aire frente a la pared del acantilado utilizando la mano libre para guiarse.
Tan pronto como Elbryan sacó la cabeza del agua, lo comprendió. Su mujer había invocado los poderes de la malaquita. ¡Su mujer iba en busca de Markwart!
—¡Pony! —le gritó, pero ella no volvió la vista atrás.
Elbryan se arrastró por la ribera, salió del agua y se apresuró a vestirse. Roger y los monjes lo siguieron.
—¡Marchaos, marchaos! —les ordenó Elbryan—; huid para salvaros y poder dar fe de lo ocurrido.
Pero nadie le hizo caso. El guardabosque tenía que ir en pos de Pony por amor, y los demás también se sentían vinculados a ambos de forma parecida.
Pony llegó a la parte superior del acantilado, casi en el mismo lugar del cercado en el que había peleado con los exploradores behreneses. Se detuvo el tiempo necesario para vestirse, para revisar las gemas que tenía y para analizar el intimidante futuro que la esperaba. Sabía que Markwart estaría en Chasewind Manor —jamás había ido a Saint Precious mientras Pony estuvo en Palmaris— y también sabía cómo ir a la casa Bildeborough. Pero era evidente, incluso desde aquel apartado rincón de la ciudad, que no encontraría el camino despejado. Oía el tumulto en la ciudad, el estruendo de los cascos de los caballos, los gritos, y también veía penachos de humo negro meciéndose en el aire del atardecer.
Pony miró hacia el oeste, al otro lado de la ciudad, donde el sol ya estaba bastante bajo. La oscuridad se estaba apoderando de la ciudad, pero aún había luz suficiente como para no pasar inadvertida. Con todo, no podía esperar hasta la noche.
«¿Qué hacer?», se preguntó, mientras observaba de nuevo las gemas. Tal vez debería ir al encuentro de Markwart espiritualmente, mediante la hematites.
Pony echó una ojeada hacia el fondo del acantilado y vio a Elbryan y a los otros en la ribera; se dio cuenta de que no podía abandonar su forma corporal igualmente vulnerable a amigos y enemigos. Miró fijamente la piedra imán, la magnetita, la piedra que había utilizado contra Markwart, la maldita prueba que, sin duda, firmaría su condena si alguna vez tenía que ir a juicio.
Recordó que Bradwarden le había indicado otro posible uso de aquella gema, basado también en su capacidad para atraer objetos metálicos. Recordó las propiedades del diamante, una gema capaz de proporcionar una luz intensa, pero que también se podía emplear para crear ausencia de luz, tal como había aprendido en una batalla en Caer Tinella.
La mujer apretó la piedra imán en una mano y varias piedras en la otra: rubí, serpentina, grafito, malaquita y hematites. Empezó a avanzar con determinación, no de sombra en sombra, bajo los aleros de los edificios, sino en línea recta, orgullosa y desafiante.
El camino no fue precisamente una línea recta para Elbryan y los demás, ya que las calles que bajaban hasta los muelles estaban llenas de soldados a caballo y más de dos docenas de barcos de guerra de Ursal, con sus tripulaciones completas, estaban atados a los norayes.
Avanzaron de sombra en sombra, tan aprisa como el guardabosque podía. Roger se precipitó hacia un lado, e indicó a Elbryan su intención de explorar por allí, y siguieron corriendo. Encontraron aliados, entre ellos Prim O’Bryen, que propuso a Elbryan conducirlos a un lugar seguro, pero el guardabosque siguió corriendo y los monjes lo siguieron sin vacilar.
Enseguida, otros también se pusieron a correr en la misma dirección: Belster, y Prim, Heathcomb Mallory y Dainsey Aucomb y otros muchos —amigos de Elbryan y Pony, o amigos de Markwart— al ver que otros corrían, e incluso personas neutrales en aquella guerra, movidos simplemente por la curiosidad que les despertaba aquella multitud en movimiento.
Tan pronto como entró en la ciudad, justo al oeste de los muelles, Pony encontró soldados Todo Corazón por todas partes. Siguió avanzando con determinación y trató de no parecer sospechosa, pues, dado el caos reinante aquel día, la quema de edificios y la expulsión de inocentes de sus hogares, las calles estaban repletas de aldeanos que corrían de un lado para otro.
Pero la vieron y la reconocieron, y corrió la voz.
Pony logró concentrarse, dio con su cólera y la lanzó furiosamente al interior de la piedra imán.
Invirtió la magia, tal como había hecho en Caer Tinella con el diamante una lejana noche, y, por consiguiente, en lugar de focalizar los poderes de atracción de la piedra en un solo objeto, como había ocurrido con el diente de Markwart, propagó una fuerza repelente general. Aunque conocía el orden de magnitud de la energía que enviaba a la piedra, no tenía ni idea de lo potente que esa fuerza podía resultar, hasta que un par de jinetes Todo Corazón cargaron hacia ella para impedirle el paso. ¡A unos siete metros de distancia, los caballos empezaron a impacientarse y a encabritarse, y luego resbalaron hacia atrás! Los jinetes, con los ojos desorbitados por la confusión, se contorsionaron de forma extraña y se agarraron con firmeza a las riendas antes de volar por los aires.
Los carros de los vendedores ambulantes se alzaron y las puertas con agarradores metálicos se abrieron de par en par, y lo hicieron hacia adentro, incluso si estaban hechas para abrirse hacia fuera. Pony oía los gritos de sorpresa de las mujeres en el interior de las casas, al ver que sus cacerolas volaban vertiginosamente.
Era una locura, algo fuera de control. Se acercaron más soldados: algunos corrían a pie, otros a caballo. Más soldados volaron por los aires. Más caballos resbalaron hacia atrás, y algunos cayeron y siguieron deslizándose de lado.
Pony se mantuvo concentrada: pensaba en sus padres muertos, en su hijo muerto. Echó a correr con la cabeza baja, mirando únicamente el camino despejado ante ella y esforzándose por no hacer caso del estruendo producido por la confusión y la destrucción que sembraba a su paso.
—¡Caos, mi rey! ¡Caos! —gritó el soldado precipitándose en la sala donde Danube y Constance hablaban tranquilamente.
El duque Kalas entró pisando los talones al mensajero.
—Es la mujer, Jilseponie —explicó el frenético soldado—. ¡Va por en medio de la calle con un poder que no comprendemos, y nos lanza por los aires antes de que podamos acercarnos a ella!
—¿Por la calle? —repitió el rey—. ¿Hacia dónde va?
—Cruza la ciudad hacia el oeste —gritó el hombre—. ¡Hacia ti, mi rey!
Kalas se disponía a gritar, pero Danube le cortó en seco. Levantó la mano y sacudió la cabeza.
—Es más probable que vaya a Chasewind Manor —razonó Constance.
—Va a por Markwart —asintió el rey—; preparad mi carruaje.
Constance trató de decirle que debería quedarse a cubierto, pero Danube, al igual que muchos otros en Palmaris en aquella última hora de la tarde, se daba cuenta de que algo trascendente había empezado en aquel lugar y no quería perdérselo.
Desde la alta muralla que rodeaba el tejado de Saint Precious, el hermano Talumus observaba la conmoción con horror creciente. Divisó a Jilseponie, que avanzaba con paso firme por una lejana calle; vio cómo un par de soldados, y luego un monje, volaban por los aires, como si les hubiera pillado un huracán.
Aquel nivel de magia lo asustó. Se preguntó qué había hecho al ir a hablar con maese Engress y desencadenar así los acontecimientos que habían conducido a la libertad de aquella mujer y de sus peligrosos compañeros. Se suponía que iban a huir, que se esconderían en profundas cuevas de las montañas, que jamás los volverían a ver.
Pero Talumus se daba cuenta de que Jilseponie no estaba huyendo y de forma intuitiva adivinó hacia dónde se dirigía.
Talumus salió de la abadía, y también salieron otros muchos monjes, para acudir a toda prisa al lado del padre abad.
En una oscura sala, en el corazón de Saint Precious, Belli’mar Juraviel mantenía la cabeza baja y esperaba que el tumulto amainara. Había entrado a escondidas por una chimenea en desuso, después de haber ordenado a Roger que fuera a avisar a sus amigos. Se proponía recuperar Tempestad y Ala de Halcón, las armas élficas a las que no correspondía estar en manos de la Iglesia abellicana de Markwart.
Había confiado encontrar de nuevo a sus amigos en los campos tranquilos al norte de la ciudad; pero al escuchar las palabras de los apresurados monjes que salieron precipitadamente por la puerta de la pequeña sala, el elfo adivinó que no tendría aquella alegría.
Y entonces, lo peor de todo: Juraviel tenía que quedarse sentado y en silencio, y esperar hasta que pudiera escapar de la fortificada abadía.
En un cruce, no lejos de la abadía, el hermano Talumus y su grupo encontraron otra hueste de monjes que seguían su mismo camino. En efecto, De’Unnero y algunos de los monjes de Saint Mere Abelle habían salido a los campos del norte de Palmaris en busca de pistas de los prisioneros fugados, y, como todo el mundo en la ciudad, según parecía, habían vuelto para enterarse del desastre que se había organizado.
—Es la mujer —explicó Talumus cuando el abad se le acercó corriendo.
De’Unnero observó la conmoción que reinaba por doquier —dedos extendidos señalando algo, soldados y campesinos apresurados—, y se dirigió hacia el oeste, hacia el barrio más rico de Palmaris, hacia Chasewind Manor, corriendo a toda velocidad.
Y toda la ciudad se arremolinó detrás de él, y de Pony, hasta converger en la gran mansión que había albergado al querido barón y que entonces era la residencia de los altos dignatarios de la Iglesia abellicana.
Demasiados soldados y demasiados monjes. Todavía no habían llegado al barrio de los mercaderes, cuando se oyó un grito y una hueste de monjes cargó contra ellos. Obedeciendo las órdenes del guardabosque el grupo se dividió. El hermano Castinagis fue atrapado casi de inmediato, aunque luchó denodadamente y se las apañó para derribar a dos monjes antes de caer al suelo.
El hermano Viscenti, rodeado por armas que le impedían el paso, alzó los brazos para rendirse. Después Braumin se entregó sin ofrecer resistencia; sólo imploraba que sus compañeros monjes fueran testigos de lo que ocurría y descubrieran así la verdadera naturaleza de Markwart.
Un monje saltó frente al Pájaro de la Noche, se agachó bruscamente y giró sobre sí mismo con una pierna muy levantada.
El guardabosque hurtó el cuerpo y golpeó al insensato con un puñetazo en el pecho, que pareció partirlo por la mitad, haciendo que se estremeciera y rodara por los suelos.
Otro monje saltó desde de un lado, apuntando a la cabeza del guardabosque. El Pájaro de la Noche lo cogió a medio vuelo y aprovechó su impulso para lanzarlo hacia un lado, de forma que no se detuvo hasta chocar contra el carro de un vendedor de pescado.
El guardabosque echó a correr, aunque sentía pena de sus amigos caídos detrás de él. Sólo Dellman seguía corriendo, pero, en aquel momento, también él tuvo que detenerse y rendirse ante la punta de una lanza de un soldado Todo Corazón.
El Pájaro de la Noche oyó un clamor de caballos que bajaba por una calle lateral y, al temer que se tratara de una patrulla de soldados, torció repentinamente por un callejón.
Pero entonces oyó el grito de Roger que le pedía que volviera, y divisó a su amigo que le hacía señales desde un tejado.
Los caballos iban sin jinete; era una estampida que parecía muy adecuada a los salvajes momentos que se vivían. El Pájaro de la Noche le hizo una seña a Roger y se dispuso a atrapar un caballo.
—¡Eh!, yo puedo ofrecerte una mejor montura que ese viejo rocín —exclamó una voz familiar, una voz muy bien recibida.
El Pájaro de la Noche estaba prestándole toda su atención cuando Bradwarden se quitó la manta que cubría su revelador torso humano.
Pasó raudo y el guardabosque saltó sobre su lomo.
—¡A Chasewind Manor! —gritó el guardabosque.
—¿Te crees que no lo sé? —le gritó en respuesta el centauro—. Hasta lo saben los malditos caballos.
Las puertas de Chasewind Manor, las imponentes puertas de metal de Chasewind Manor, estaban cerradas y aseguradas con cadenas.
Pony hizo una mueca de dolor, pues un monje se puso justo detrás de las puertas mientras la mujer se acercaba, y, cuando su magia repelente empujó las puertas y rompió las cadenas, el pobre hombre recibió un tremendo golpe y cayó de espaldas.
Cuando Pony pasó, el monje yacía en el suelo, gimiendo.
Otros tres salieron a enfrentarse con ella. El primero llevaba una lanza de punta metálica, que rápidamente fue proyectada contra su cara, lo derribó y luego lo hizo volar como arrojado por la más temible de las catapultas. El segundo monje, que tenía la desgracia de llevar un anillo metálico, adoptó una posición de lucha, pero empezó a debatirse violentamente al comenzar a seguir la trayectoria de la lanza.
Pero el tercero no llevaba nada metálico y no cedió ni un ápice de terreno, hasta que Pony con rostro severo le lanzó tranquilamente con la otra mano la descarga de un rayo y lo derribó al instante.
En el interior de la gran mansión, el obispo Francis y el abad Je’howith corrieron a avisar al padre abad; lo encontraron sentado cómodamente en su trono, en la gran sala de audiencias.
Trataron de decirle que huyera.
Markwart, que deseaba aquel enfrentamiento tanto como Pony, se rio de ellos.
—No le impidáis el paso —les mandó—; y sabed que cuando este día llegue a su fin, nuestro poder en Honce el Oso aún será mayor. ¡Idos!
Los dos monjes, confusos y asustados, se miraron nerviosamente el uno al otro y se fueron.
El carruaje del rey, rodeado de jinetes Todo Corazón, pasó como un rayo por las destrozadas puertas en el preciso momento en que Pony entraba en la mansión.
—¡Allí! —gritó el duque Kalas a sus soldados, mientras señalaba a la mujer—. ¡Detenedla!
—¡No! —fue la contraorden del rey, y entonces le indicó a Kalas que se sentara a su lado—. Veamos cómo se desarrolla esto —le explicó Danube al sorprendido duque—; desde el principio ha sido la batalla de Markwart.
Más soldados, más monjes e incluso gente sencilla entraban precipitadamente en el patio.
—¡La muralla! —gritó un soldado.
Todos los ojos se volvieron y vieron al enorme centauro chocar contra la valla de la parte superior de la muralla de casi tres metros de alta. Bradwarden no pudo saltarla limpiamente, aunque se las apañó para conseguir situar las patas delanteras y su voluminoso torso sobre la barrera antes del choque. Entonces, él y su jinete rodaron por encima y cayeron al suelo; el Pájaro de la Noche fue a parar lejos del desplomado centauro.
—Vaya torta —gruñó Bradwarden, mientras se esforzaba para levantarse.
El Pájaro de la Noche se le acercó, pero el centauro, al ver que soldados y monjes se precipitaban hacia ellos a toda prisa, le hizo señas para que se alejara.
—¡Ve con ella! —le gritó.
El guardabosque se dio la vuelta y vio que un soldado lo atacaba con la espada levantada por encima de la cabeza con la intención de partírsela por la mitad.
Los brazos cruzados del Pájaro de la Noche se alzaron, dio un paso hacia adelante y atrapó las manos del agresor mientras bajaban. Dejó que la espada descendiera un poco más, y entonces la lanzó hacia arriba y alcanzó al soldado en la cara. Luego, agarró los brazos de su rival, volvió a impulsar la espada hacia abajo y metió la mano entre las del soldado para quitarle la espada; con ese mismo movimiento devastador y brutalmente eficiente, la mano libre del guardabosque golpeó la parte lateral de la cara de su enemigo y lo hizo caer al suelo de costado.
Entonces el Pájaro de la Noche tenía una espada y a la vista la puerta de la gran mansión. Pero una docena de soldados y el doble de monjes le cerraban el paso.
—¡Dejadlo pasar! —gritó el rey Danube, de pie en su carruaje.
Nadie, ni soldado ni monje, se atrevió a desafiar la orden y abrieron filas cuando el guardabosque avanzó.
—¡Sólo a él! —gritó Danube—. ¡Rodead la casa y que no entre nadie más!
—Corres un gran riesgo —observó Constance.
La mirada que Danube les dirigió a ella y a Kalas fue una de las más frías que habían visto en su vida.
—Maldito Markwart —espetó en voz baja Danube—. Ojalá el Pájaro de la Noche y Pony salgan victoriosos y con la cabeza del padre abad en la mano.
Los ojos de Constance se abrieron desmesuradamente ante aquella tremenda afirmación, pero el duque Kalas sonrió y tuvo que esforzarse mucho para controlarse y no dar a su rey un fuerte abrazo.
El Pájaro de la Noche llegó a la puerta en el preciso momento en que Je’howith y Francis salían. Francis se dispuso a agarrar al guardabosque, pero enseguida fue lanzado hacia un lado por un terrible puñetazo que lo hizo caer de espaldas sobre la hierba.
El anciano abad Je’howith alzó las manos y se hizo a un lado.
—Tan diplomático como siempre —comentó el rey Danube, secamente.
La muchedumbre convergía hacia Chasewind Manor desde todos los rincones de Palmaris: ricos mercaderes y humildes campesinos; muchísimos monjes de Saint Precious, confusos y algunos llorando; e incluso un grupo de behreneses que salmodiaban en voz alta por la liberación del capitán Al’u’met.
El duque Kalas dispuso sus fuerzas, soldados y monjes, en una formación defensiva con objeto de retener a la multitud, pues comprendió que aquella situación podía producir el estallido de una rebelión. En tal caso, informó a sus soldados, la seguridad del rey estaba por encima de todo, sin que importara para nada quién tuviera que morder el polvo.
La mayor parte de la gente permaneció retirada, aunque los gritos se intensificaban. Un hombre, un monje abellicano, corrió por la hilera de soldados y se dirigió a toda prisa hacia la mansión.
Los soldados lo detuvieron antes de que llegara a las puertas.
—¿Sabéis quién soy? —gritó el monje.
Los nerviosos soldados reconocieron al obispo anterior y miraron, inquietos, a Kalas, que estaba lejos, hacia un lado. A pesar de la insistencia y de las amenazas de De’Unnero, el duque sacudió la cabeza y los soldados no cedieron.
De’Unnero se volvió hacia el carruaje del rey.
—Te pido… —empezó a decir.
—Tú a mí no me pides nada —le cortó en seco el rey Danube—. ¡Mantened la casa aislada! —les gritó a los soldados—. ¡No puede entrar nadie!
De’Unnero echó a correr en dirección a la puerta. Cuando los soldados le ordenaron que se detuviera, siguió avanzando por la parte frontal de la casa, y luego dobló la esquina y siguió por la parte lateral.
El duque Kalas ordenó a varios hombres que lo siguieran, pero no se mostró preocupado, pues Chasewind Manor sólo disponía de dos puertas, la gran entrada frontal y una pequeña, también muy vigilada, en la parte opuesta a la elegida por el obispo anterior.
Frustrado, De’Unnero recorrió la parte posterior de la casa y frenó de golpe al ver una ventana lo suficientemente amplia como para permitir el paso de un hombre.
Pero la ventana estaba a unos diez metros de altura.
Frente a la mansión, el hermano Braumin y los otros tres monjes apresados fueron arrastrados a través de la puerta por soldados Todo Corazón. Kalas ordenó a sus hombres que se los llevaran a una prisión, pero el rey Danube le contradijo.
—Que se queden —decidió el rey—; lo que aquí ocurra puede perfectamente determinar su destino. Vigiladlos bien, pero que sean testigos de lo que pase.
También otro hombre se deslizó por allí, fácilmente confundido entre la multitud. Roger divisó a Bradwarden inmediatamente, pues el centauro estaba en pie, aunque visiblemente herido, y permanecía inmóvil entre dos soldados Todo Corazón a caballo.
Roger se encontró tan atrapado como su amigo, pues no había forma de entrar en la mansión: lo único que podía hacer era esperar y mirar.
Una vez en el interior de la mansión, el guardabosque no tuvo problema para seguir a Pony, pues había dejado un rastro de devastación: metales retorcidos, puertas destrozadas, cristales hechos trizas y más de un monje gimiendo.
Bajó por un pasillo, entró en un gran vestíbulo provisto de columnas y subió por una amplia y majestuosa escalera. Luego, bajó a otro estrecho vestíbulo y entró en el pasillo mejor decorado de la casa. Y al final de ese largo corredor, divisó una puerta esculpida y decorada, y supo sin ninguna duda que Pony estaba detrás de aquel portal.
Y Markwart también.
Los soldados doblaron la esquina posterior y gritaron al monje que se detuviera.
De’Unnero no les hizo caso y transformó la parte inferior de su torso en la de un tigre. Echó un vistazo a los soldados y gruñó. Los hombres tropezaron unos con otros tratando de hacerse a un lado.
De’Unnero miró la ventana.
—¡No puedes escapar! —exclamó un soldado, y entonces el monje voló alto, muy alto.
El Pájaro de la Noche corría a lo largo del adornado y enorme ventanal que dominaba los jardines de la parte de atrás, pensando en derribar la puerta con el hombro e irrumpir violentamente en la sala. Pero cuando el ventanal saltó en pedazos y De’Unnero aterrizó bruscamente en el vestíbulo, se echó a un lado y pegó un grito de sorpresa.
En un abrir y cerrar de ojos, los dos hombres cruzaron sus miradas.
—Bueno, ya tengo lo que quería —susurró, satisfecho, el anterior obispo.
Allí estaba, engreído, sentado en su gran sillón; era la encarnación de todo lo que Pony odiaba, de todo lo que encontraba perverso en la especie humana.
—Fuiste muy lista al escapar de Saint Precious —la felicitó Markwart—; a maese Engress le costó la vida.
—Intentas matar a todos los que se oponen a ti —replicó ella—, destruirlos a todos.
—Si es preciso —dijo Markwart, y de repente, aunque siguió sentado, se inclinó hacia adelante—; porque tengo razón, imbécil. Hablo con Dios.
—¡Hablas con Bestesbulzibar, y con nadie más! —le espetó Pony en respuesta, mientras avanzaba sin dejarse intimidar.
Levantó el brazo en cuya mano tenía la hematites y se sumergió en la piedra con impaciencia: le abría paso el enorme odio que sentía.
Pero el espíritu de Markwart la esperaba y, aunque ella lo golpeó aprovechando el impulso que le dieron todas sus emociones y se las apañó para hacer que el espíritu volviera a la forma corporal, no fue más que una ventaja provisional.
Markwart, poderoso, la mantuvo a raya, y se vengó con todo el poder de un demonio.
El Pájaro de la Noche conocía lo peligroso que era De’Unnero, sabía que tenía que luchar en una especie de larga y progresiva danza en la que, poco a poco, iría obteniendo minúsculas ventajas. La anterior batalla le había permitido saber que De’Unnero estaba a su altura, o casi, y que cada movimiento tenía que llevarlo a algo más decisivo, pues se trataba de un juego de estrategia, no de una prueba de velocidad.
Una minúscula ventaja conseguida conduciría a la siguiente.
Y con todo, ¿cómo podía el guardabosque resistir una tan prolongada y especulativa danza cuando lo atraía aquella puerta decorada al final del vestíbulo, cuando sabía que Pony estaba al otro lado del portal, frente a Markwart, un enemigo que antes la había derrotado? ¿Cómo iba él a perder tiempo?
Cargó poderosamente contra De’Unnero, ganando terreno y dando estocadas con la desequilibrada espada que le había quitado al guardia del exterior.
De’Unnero brincó hacia arriba y hacia un lado, y, de improviso, se revolvió; forzó al guardabosque a hurtar el cuerpo y a lanzarse contra la pared para sostenerse, y el fuerte golpe cruzado que propinó con la espada no causó el menor daño.
—La está torturando —dijo el monje para incordiarlo, mientras se le acercaba, se echaba a un lado y se quedaba entre el Pájaro de la Noche y la puerta.
El Pájaro de la Noche no mordió el anzuelo. Se apartó de la pared con calma, perfectamente equilibrado y controlado, y se recordó a sí mismo que no le haría ningún bien a Pony si él caía muerto allí fuera. Se deslizó hacia adelante, apuñalando con la espada, y retrocedió cuando De’Unnero, que entonces tenía un brazo de tigre, contraatacó con repentino ímpetu y le lanzó un potente golpe.
El guardabosque avanzó, pero el monje había calculado el alcance del ataque del Pájaro de la Noche y se retiró cautelosamente antes de que la espada pudiera acercarse al objetivo.
Y así continuó la pelea, con avances y retrocesos, sin que ninguno de los dos pudiera preparar un ataque efectivo ni diera la menor oportunidad al otro.
Pero entonces, desde el interior de la sala, Pony gritó.
En el rostro de De’Unnero se dibujó una amplia sonrisa cuando su mirada pasó del guardabosque a la puerta.
El Pájaro de la Noche cargó, apuñalando y tajando.
Y De’Unnero también cargó. Hizo una finta con un salto y, luego, se lanzó al suelo, pues le resultaba cómodo acercarse de ese modo con sus patas de tigre; se escabulló por debajo de la extendida espada y aplastó la parte lateral de la rodilla del guardabosque, le clavó las uñas, se la desgarró y lo hizo caer al suelo.
El Pájaro de la Noche rodó sobre la espalda y alzó la espada, con lo que obligó a De’Unnero a derrapar para frenar de golpe. El guardabosque utilizó la pausa para dar una voltereta hacia atrás, aterrizar ágilmente de pie, avanzar con dos pasos rápidos y lanzar una estocada al hombro de De’Unnero. Si Tempestad hubiera estado en las manos del guardabosque, la hoja lo habría atravesado, habría desgarrado el músculo y habría partido el hueso. Pero aquella espada se desvió.
Con todo, el monje se tambaleó de dolor y retrocedió, mientras se apretaba el brazo humano con la garra de tigre.
El Pájaro de la Noche volvió a la carga, en perfecto equilibrio. Pero no calculó bien el auténtico poder de las patas felinas. De’Unnero pareció tropezar hacia atrás, rápidamente clavó sus garras y se lanzó hacia el guardabosque. Lo atrapó entre dos estocadas, apartó la hoja de una palmada, se le echó encima, chocó con él y bloqueó los brazos del Pájaro de la Noche a los lados con un tremendo abrazo.
Y el abrazo era mucho más mortífero dado que una de las manos del monje era la garra de un enorme felino, con uñas como puñales.
El Pájaro de la Noche sintió cómo aquella garra se le hundía en la espalda, cerca del riñón. Con un denodado esfuerzo, creyó que podría romper aquel abrazo, pero advirtió que, si lo hacía, la zarpa de tigre de De’Unnero ya le habría arrancado media espalda. Soltó la espada y se retorció para conseguir pasar una mano por debajo del estrecho agarro.
De’Unnero apretó tanto como pudo y con la garra extendida le abría profundos agujeros.
Pero el Pájaro de la Noche consiguió pasar la mano derecha por debajo de la zarpa de tigre y, poco a poco, aprovechando su mayor potencia, logró desequilibrar al monje y obligarle a emplear su energía para mantenerse en pie además de usarla para seguir agarrándolo.
Luego, el guardabosque encogió los hombros y así debilitó el abrazo del monje. Músculos como cuerdas se tensaban y empujaban: el guardabosque se movía para que su espalda siguiera la zarpa de tigre del monje, mientras la mano humana se deslizaba más y más allá.
Entonces vio que en la cara humana del hombre iba a ocurrir un cambio: la boca se transformaba en unas grandes fauces provistas de colmillos.
El Pájaro de la Noche lanzó bruscamente la cabeza hacia adelante y aplastó con gran brutalidad la nariz del monje mientras le crecía. De nuevo, el guardabosque hincó su antebrazo, y entonces, al advertir que no tenía tiempo, al observar que la otra mano del monje también se iba a convertir en una zarpa de tigre, rugió y abrió amplia y bruscamente los brazos, encajando el dolor que la garra de De’Unnero le produjo al marcarle profundos surcos en la parte inferior de la espalda y por el costado de la caja torácica.
La mano derecha del guardabosque golpeó la cara que se transformaba, mientras con la otra mano se esforzaba por librarse del abrazo de De’Unnero. Con un firme agarre de ambas manos y, profiriendo gritos sin cesar, el guardabosque se dio la vuelta, levantó a De’Unnero del suelo y lo estrelló contra la pared. Lo empujó y volvió a estrellarlo; y después por tercera vez, a pesar de los salvajes y cortantes zarpazos de De’Unnero, uno de cuyos barridos alcanzó al guardabosque a un lado de la cara y le produjo un corte debajo del ojo.
El Pájaro de la Noche, después del tercer golpe, soltó al monje y lanzó una serie de pesados puñetazos con la derecha y con la izquierda a la cara de De’Unnero y a la parte superior del pecho. Luego, saltó hacia atrás, hizo una pausa y arremetió con la cabeza por delante, dirigida directamente al centro de la desfigurada cara del monje.
Las piernas De’Unnero se doblaron, pero el guardabosque no quería soltarlo tan fácilmente. Una de sus manos lo cogió por la barbilla, otra por la horcajadura, y lo levantó en vilo. El guardabosque se dio la vuelta y corrió por el pasillo, con la evidente idea de dirigirse a la parte del ventanal que no se había roto, y efectivamente arrojó al aturdido monje contra el cristal. De’Unnero se cayó hasta el suelo desde unos diez metros de altura.
El Pájaro de la Noche se tambaleaba de dolor y sentía que sus entrañas le sobresalían por el costado, cuando miró a través de la ventana y vio con satisfacción que aquel peligroso ser yacía inmóvil en el césped, destrozado y ensangrentado encima de un montón de afilados trozos de cristal.
Sin ni siquiera molestarse en recoger la espada, pues sabía que esa arma no le serviría de nada contra Markwart, y consciente de que sus propias fuerzas le estaban abandonado, el Pájaro de la Noche se fue hacia la puerta.
Su lucha, mucho más intensa que la que mantuvieron en el oscurecido campo de Palmaris aquella terrible noche, en aquel momento llegó a ser tan terrible que trascendió el nivel espiritual y se transformó en algo físico.
En el exterior de la mansión, la multitud jadeaba como un solo hombre y retrocedía, pues el edificio vibraba a causa de la energía, las luces se encendían y se apagaban, y las ventanas se salían de sus marcos.
—¡Ojalá que Markwart no gane! —susurró el rey Danube a sus dos amigos, y a Je’howith que había acudido junto al carruaje.
Kalas y Constance deseaban lo mismo, y el anciano abad, horrorizado ante el espectáculo que se desarrollaba ante él, no reprendió al rey.
Incluso Francis, que se hallaba en el césped y era el hombre que estaba más cerca de la casa, no podía hacer más que mirar con impotente fijeza.
La puerta se abrió y un par de monjes salieron tambaleándose, cayeron sobre la hierba y se arrastraron mientras imploraban a gritos la misericordia divina.
El asombrado Francis no se atrevió a entrar en aquel lugar.
Ya no llevaba ningún hijo en las entrañas, ya no era vulnerable y por consiguiente luchó con todas sus fuerzas y con toda su rabia.
Pero no podía ganar; Pony lo sabía. El espíritu del interior de Markwart era demasiado poderoso, inimaginablemente poderoso, y lo más siniestro que había visto jamás. Peleó con coraje, lo golpeó con toda la energía y toda la fuerza de voluntad que pudo reunir, y no cedió ni un ápice de terreno mientras los minutos pasaban uno tras otro.
La fortaleza de Markwart, sorprendida por la energía de la mujer, atacó y atacó, se encumbró por encima del espíritu de la chica, para envolverla como si fuera a tragársela. Pero, con todo, no podía hacerlo, y por eso la pelea proseguía; ambos sabían que el tiempo jugaba en contra de Pony, ya que, a pesar de toda su cólera, se fatigaría antes.
Pero entonces la mujer sintió que alguien le tocaba el hombro físico y la distracción temporal permitió que el espíritu de Markwart la obligara a retroceder. No obstante, era un contacto amable, la palmada de un amigo, de un amante; entonces, de alguna manera, un tercer espíritu se unió a aquellos dos: el espectro del Pájaro de la Noche acudió en ayuda de Pony.
«¡Bueno, pues ambos a la vez! —proclamó Markwart telepáticamente—. Mejor acabar con los dos y liberarme de una vez de tan conflictiva pareja». Volvió a la carga; de su sombra espiritual emergieron unas grandes alas de murciélago que se alzaron y se encumbraron sobre ellos.
El espíritu de Elbryan cayó sobre Pony, la tocó y se fundieron en el abrazo más íntimo que jamás se hubieran dado.
Markwart volvió a la carga, pero entonces los dos eran uno solo, estaban espiritualmente enlazados del mismo modo que antes, a menudo, lo habían estado físicamente, cuando practicaban la bi’nelle dasada. Juntos detuvieron el avance del padre abad, juntos hicieron retroceder al tenebroso espíritu hacia su huésped. Cada centímetro de terreno les costaba una barbaridad, les devoraba su fuerza vital, les drenaba la energía.
Continuaron empujando. El guardabosque, a la cabeza, detenía con su espíritu los golpes de Markwart y encajaba el castigo, pues Elbryan sabía algo que Pony ignoraba: sabía que su soporte corporal se desvanecía por momentos, que sus entrañas sobresalían, que perdía mucha sangre. Si se lo decía a ella, o incluso si dejaba que ella lo descubriera, la mujer abandonaría la lucha y se precipitaría hacia sus heridas para curarlas con la hematites.
Pero Elbryan era consciente del sacrificio que significaba entrar en aquel combate, y también comprendía que Pony no podía permitirse la retirada necesaria para curarle las heridas, pues entonces Markwart los destruiría a los dos.
Entonces estaban cerca de Markwart, y los tres sabían que empujar el espíritu de nuevo hasta su cuerpo y luego seguirlo, significaba la victoria. El padre abad se atrincheró, les rugió telepáticamente y resistió.
La frialdad invadía el soporte corporal del guardabosque. Sintió y comprendió lo que aquello presagiaba. Sabía que era la prueba de su fe, la prueba de todo su adiestramiento. Aquello, el supremo sacrificio, era lo que significaba ser guardabosque.
Todos sus instintos le ordenaban que se detuviera, que se lo dijera a Pony, que tenía que vivir.
En vez de eso, perseveró.
Markwart chilló, telepática y físicamente. Elbryan lo oyó, pero el sonido le pareció lejano.
El mundo entero le parecía lejano.
Para los que estaban en el exterior, aquello acabó como una gran descarga de luz negra, un gran destello oscuro. Luego la casa se quedó en silencio. Francis se precipitó al interior, y también Danube y sus consejeros; Roger y Bradwarden hicieron lo propio, y nadie se movió para detenerlos. Casi como si se le acabara de ocurrir, el rey Danube, desde el umbral, miró hacia atrás y ordenó a sus soldados que trajeran a los monjes.
—Seguramente sus vidas están en juego —explicó.
En la parte trasera de la casa, Belli’mar Juraviel se detuvo un momento para observar el cuerpo destrozado de De’Unnero; luego voló hasta la ventana y entró en el gran vestíbulo.
Pony percibió el destrozado espíritu de Markwart y supo que estaba acabado. No obstante, su alegría no tardó en disiparse, cuando percibió otro debilitado espíritu, cuando advirtió que la energía vital de Elbryan se desvanecía rápidamente ante ella. La mujer salió de su trance, regresó a su forma corporal y vio a Markwart que se sostenía en unas piernas temblorosas y la miraba sin dar crédito a sus ojos; y también vio a Elbryan tumbado junto a ella, inmóvil y muy pálido en medio de un charco de sangre.
La mujer se abalanzó sobre su amado, lo llamó desesperadamente y trató de ayudarlo con la hematites. Pero mientras se agachaba, consumida toda su energía, sintió como si el suelo se levantara hacia ella y la tragara una profunda negrura.
Markwart miraba, horrorizado. Lo habían derrotado, mejor dicho, no sólo a él sino también a la voz interior que lo había guiado durante tanto tiempo, una voz que, entonces se daba cuenta por vez primera, no emanaba de su propio interior sino de otro ser. En efecto, en aquel momento, el padre abad descubrió toda la verdad y supo que su vida había sido una mentira y su causa, la de la oscuridad y no la de la redención.
Podría haberlos matado, pero eso era lo que estaba más lejos de su mente en aquellos momentos terribles. Se acercó a ellos, confuso, y cuando se dio cuenta de que ya no podía ayudar al hombre y de que se oía ruido de pasos apresurados en la planta de abajo, cogió la mujer en brazos y avanzó hacia la puerta con las piernas rígidas.
Avanzó sin ni siquiera darse cuenta de la diminuta figura del elfo que iba a su lado.
El pobre Juraviel no sabía qué hacer. Oyó el gemido de Pony y se dio cuenta de que el anciano —¡y qué viejo y maltrecho parecía ahora Markwart!— no querría, mejor dicho, no podría causar más daño a la mujer. No, algo le había ocurrido a Markwart; el elfo comprendió que a aquel hombre le quedaba poco tiempo de vida, que había sido vencido. Pensó en hundirle la espada en la espalda, y solamente se contuvo al considerar las terribles consecuencias que semejante acción podría acarrearle a su pueblo. Se disponía a ir hacia Pony con la intención de quitársela a aquel horrendo desgraciado que tanto dolor había causado a la chica, pero entonces descubrió a su amigo, aquel que había sido como su hijo, tumbado inmóvil en el suelo.
Juraviel corrió al lado de Elbryan. Trató de reintroducirle las entrañas en el cuerpo con las manos.
Pero sabía que era demasiado tarde.
El guardabosque abrió sus ojos verdes.
—Pony vive —le dijo Juraviel acercándose mucho al rostro ceniciento del guardabosque.
—Ha ganado —farfulló el guardabosque—; el demonio ha sido eliminado —agregó, sus ojos quedaron en blanco y se cerraron, y exhaló un profundo suspiro.
—¡Vuestro hijo! —le dijo Juraviel, y le obligó a escucharlo en aquellos postreros instantes de su vida—. ¡Vuestro hijo está vivo, en Andur’Blough Inninness, bajo el cuidado de la señora Dasslerond!
Los ojos de Elbryan se abrieron, apretó el brazo del elfo y consiguió esbozar una sonrisa.
Después, murió.
El obispo Francis, el primero en subir las escaleras y el primero en penetrar en el largo pasillo, fue hacia Markwart, que caminaba rígido llevando a Pony en brazos. El monje más joven detuvo a su mentor, lo liberó de su carga y posó suavemente a Pony en el suelo; luego, alcanzó al tambaleante Markwart y le ayudó a bajar.
Los demás se precipitaron en el vestíbulo detrás de él. Roger llamó a Pony a gritos.
—Me equivoqué —le dijo Markwart a Francis, mientras, a duras penas, conseguía sonreír—. Con Jojonah, con Avelyn. Sí, con Avelyn, debería haberme dado cuenta de la verdad.
—No, padre —empezó a decir Francis.
Los oscuros ojos de Markwart se abrieron desmesuradamente y agarró con fuerza a Francis, con un vigor que no correspondía a su destrozado cuerpo.
—¡Sí! —protestó—. ¡Sí! Me equivoqué. Mira mi Iglesia, querido Francis. Conviértete en el pastor del rebaño, no en un dictador. Pero ten cuidado… —añadió, y sufrió una fuerte convulsión que lo soltó del agarro de Francis y lo hizo rodar por el suelo. El monje se apresuró a socorrerlo y le levantó la cabeza.
—¡Ten cuidado! —dijo de nuevo Markwart—. Ten cuidado de que en tu búsqueda del humanismo no olvides el misterio de la espiritualidad.
Sufrió otra dolorosa convulsión y cuando expiró la Iglesia abellicana se quedó sin su máximo jerarca.
—¡Está viva! —oyó el obispo Francis que Roger gritaba detrás de él. Se volvió y vio a Roger que se afanaba furiosamente junto a la mujer; y vio que Roger discretamente se guardaba las gemas en el bolsillo.
Detrás de aquel hombre y de la postrada mujer se hallaban el rey Danube y sus consejeros; tras ellos algunos soldados mantenían los monjes a raya. Pero no a Bradwarden. El centauro, aunque estaba herido, se abrió paso a través de la hilera de los Todo Corazón y pasó de largo junto al rey para dirigirse a la sala situada al final del corredor. Algunos soldados se aprestaron a perseguirlo, pero Danube les hizo una seña para que volvieran atrás.
—¡El padre abad! —gritó el anciano Je’howith, mientras cruzaba la puerta.
—Está muerto —le contestó en voz baja el obispo Francis.
—¡Asesinos! —chilló Je’howith—. ¡La sangre del padre abad clama justicia! ¡Guardias!
—¡Cállate la boca! —exclamó el hermano Braumin soltándose del soldado que lo sujetaba.
El rey Danube hizo una seña al caballero Todo Corazón para que retrocediera y dejara libre al monje.
—¡Si Dalebert Markwart ha muerto se debe al tenebroso camino que escogió! —afirmó Braumin sin tapujos.
—¡Sacrilegio! —le gritó a la cara Je’howith, pero la siguiente orden para hacerlo callar le llegó del más insospechado lugar.
—Ya has oído que este hombre quiere que te calles, buen abad —insistió el obispo Francis—. Discutiremos ampliamente este asunto entre nosotros en una asamblea que tendremos que convocar con urgencia.
—¡Hermano Francis! —empezó a protestar Je’howith.
—Pero te advierto —prosiguió Francis, sin hacerle caso—, que si tomas partido por tu querido Markwart en contra del hermano Braumin y los demás, voy a ir contra ti.
Je’howith tartamudeó y balbuceó, pero no supo qué decir. Miró al rey, pero este no lo apoyó.
Francis se volvió hacia Pony y hacia Roger, que asintió con la cabeza para indicar que la mujer estaba viva.
—Según las mismísimas palabras del padre abad en su agonía —dijo Francis—, ha llegado el momento de que la Iglesia cambie. Miradla, una discípula de Avelyn, tachada de proscrita. Y no obstante, voy a nombrarla madre abadesa de la nueva Iglesia.
—Pero ¿qué estupidez es esta? —exclamó Je’howith.
—Al mismo tiempo voy a proponer al hermano Avelyn Desbris para que sea canonizado —agregó el sorprendente obispo.
—¡San Avelyn! —gritó el hermano Viscenti.
—¡Imposible! —gritó Je’howith.
—¿Por qué se lo toleramos, mi rey? —preguntó un molesto duque Kalas.
Danube soltó una risita pues, en realidad, ya empezaba a estar harto de la conflictiva Iglesia abellicana.
—Con efectos inmediatos suprimo el cargo de obispo de Palmaris —dijo en un tono que no dejaba lugar a dudas—. ¡Y os advierto a todos: poned vuestra casa en orden, de lo contrario lo haré yo por vosotros! ¡Si un monje puede asumir el papel de obispo, parecidos precedentes pueden situar al rey en el papel del padre abad!
Francis miró a Braumin y asintió con determinación.
Je’howith captó aquella señal y se preguntó si podría conservar el cargo de abad.
Entonces, Bradwarden salió de la sala con el cuerpo de Elbryan, y cuantos habían tratado al guardabosque como compañero o amigo ya no tuvieron ganas de celebrar nada.
El hermano Braumin y los demás monjes inclinaron la cabeza en señal de respeto. Roger se dejó caer al suelo, junto a Pony, sollozando por él mismo y por ella.
En el exterior de la mansión, encima de los cristales del ventanal destrozado, Belli’mar Juraviel miró hacia arriba una vez más con el corazón partido. Comprendió que había llegado la hora de regresar a Andur’Blough Inninness, que había llegado la hora de alejarse de los humanos y de sus insensatas batallas.
Sin embargo, lo que no pudo comprender es cómo el cadáver de Marcalo De’Unnero había desaparecido.