17

Un sacrificio de conciencia

No era un buen jinete, pero a lomos de Sinfonía no le hacía falta serlo. Roger viró hacia el sur tan pronto como comprendió la realidad del desastre en el altiplano: el poder de Avelyn no se había manifestado, y todos sus amigos habían sido hechos prisioneros.

Roger no tenía idea de lo que debía hacer.

Pensó en intentar deslizarse en el campamento y liberar a Elbryan o a Pony; después de todo, había realizado una operación parecida en Caer Tinella contra los powris: había robado prisioneros y comida bajo las narices de los centinelas. Pero descartó aquella idea. Entonces no se trataba de powris. Eran el rey de Honce el Oso y su unidad de elite, la más temible fuerza de choque. Aún peor, eran el padre abad Markwart y el obispo De’Unnero, y una hueste de monjes abellicanos provistos de gemas. Roger podría quizá llegar al campamento, pero sabía, sin la menor duda, que jamás podría salir de allí. Y aunque consiguiera liberar a Elbryan o a Pony, o incluso a los dos, y recuperara sus armas y las gemas, de poco serviría. ¡Al fin y al cabo, sus amigos estaban bien armados cuando se habían enfrentado por primera vez al ejército, y, no obstante, a Roger le había parecido que ninguno de los subordinados del rey o del padre abad había recibido herida alguna!

Así pues, cabalgó, dura y rápidamente, y el gran semental no tardó en dejar atrás a la tropa. Entró en Dundalis y se enteró, con gran pesar, de que Tomás también había sido hecho prisionero.

Siguió su cabalgada, pasó por Caer Tinella y Tierras Bajas, y tomó el camino que bajaba hacia Palmaris, aunque no sabía lo que podría hacer allí. Perdido y solo, el pobre hombre pasaba una noche en una pineda, y no fue hasta entonces cuando se enteró de que no todos sus amigos estaban apresados o muertos. En efecto, allí lo encontró Belli’mar Juraviel o, mejor dicho, encontró a Sinfonía y se le acercó con la esperanza de que el Pájaro de la Noche habría hallado algún modo de eludir al padre abad y que incluso estaría preparando la contraofensiva.

Con el corazón cada vez más apenado, a medida que su inicial alegría y consuelo al ver a Juraviel se iban disipando, Roger relató lo sucedido en Barbacan. El elfo lo escuchó con creciente y profunda tristeza, pues le pareció que todo estaba perdido.

—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó Roger una vez que hubo terminado, pues Juraviel no había hecho ningún comentario y se había limitado a cerrar sus ojos dorados.

El elfo lo miró y sacudió la cabeza.

—Daremos testimonio de lo que ocurra —respondió, haciéndose eco de las instrucciones de la señora Dasslerond.

—¿Testimonio? —dijo Roger con incredulidad—. ¿Testimonio de qué? ¿De una ejecución en masa?

—Quizás —admitió Juraviel—. ¿Han pasado por Caer Tinella?

—No lo sé —confesó Roger—. Pasaron por Dundalis sólo un día después que yo, pues los divisé en un sendero situado debajo de donde estaba; con todo, eso ocurrió hace casi una semana. Supongo que se dirigían hacia el sur, a Palmaris. Pero no pueden ir al ritmo de Sinfonía, de modo que no sé lo atrás que puedan estar.

—¿Y el Pájaro de la Noche y Pony viven todavía? —le preguntó Juraviel.

Roger hizo una mueca de dolor, pues también él se había planteado a menudo la misma cuestión en los últimos días.

—Es probable que el rey quiera llevarlos a Palmaris para juzgarlos —prosiguió el elfo.

—En ese caso, tenemos que ir allí —dedujo Roger.

—Extramuros —respondió Juraviel—; quiero presenciar su entrada en la ciudad para que podamos averiguar si nuestros amigos están todavía con ellos, si aún viven e, incluso, si somos listos y rápidos, dónde pretenden encerrarlos.

En respuesta, Roger Descerrajador miró apesadumbrado hacia el norte. La pesadilla se había desencadenado, y el pobre hombre se sentía impotente para tratar de cambiar su curso.

Cuando la larga comitiva, con los prisioneros a la cola, atravesó la puerta norte de Palmaris, la primavera florecía. La única concesión que el rey Danube había arrancado de Markwart durante el viaje hacía el sur había sido que los prisioneros cabalgaran erguidos, concediéndoles de ese modo una cierta dignidad, hasta que empezara el proceso y fueran formalmente condenados.

No obstante, la posición erguida trajo poco consuelo a Elbryan. Markwart puso buen empeño en que el peligroso guardabosque y su igualmente peligrosa mujer estuvieran muy separados, tanto durante las marchas diurnas como cuando acampaban por las noches, para que no tuvieran ocasión de hablar. De vez en cuando cruzaban miradas, y el guardabosque aprovechaba esos escasos instantes para contemplar a Pony con ojos enamorados, para dibujar con los labios las palabras «Te quiero», para sonreír…; para hacerle comprender que no estaba enfadado con ella, que no sólo la había perdonado, sino que él había comprendido que no había nada que perdonar.

Sin embargo, algo le causó una gran perplejidad, y le preocupó no poco. Era evidente que Pony no estaba embarazada. Al guardabosque le asaltaron muchísimas cuestiones, aún más frustrantes porque sabía que tardaría mucho en conocer las respuestas. ¿Ya había nacido su hijo? ¿Había perdido el niño? Si estaba vivo, ¿con quién estaba? Y si no lo estaba, ¿quién lo había matado?

No tenía forma de saberlo, pues nadie podía hablar con él. Lo habían puesto bajo la custodia de las filas de la brigada Todo Corazón, muy lejos de Pony, y Markwart y Danube habían dado instrucciones muy precisas a los soldados que lo vigilaban. No tenían que hablar con él, ni avisarlo de nada a menos que ocurriera una emergencia, y para disgusto del guardabosque no se produjo la menor emergencia en todo el trayecto hasta Palmaris.

Al menos, le alivió un tanto el hecho de que Markwart ganara la discusión que siguió a su entrada en la ciudad. Pony, los cinco monjes, Bradwarden y él serían encarcelados en Saint Precious. Colleen y Shamus Kilronney y los otros Hombres del Rey traidores, junto con Tomás y la gente de Dundalis, quedaron bajo custodia del duque Kalas en la casa de Aloysius Crump.

Durante el descenso a las mazmorras de la abadía, vio a Pony brevemente; fue la vez que pasó más cerca de ella.

—Te quiero —le dijo rápidamente, antes de que el monje más próximo le obligara a callarse—; estaremos juntos.

Entonces, dos monjes se abalanzaron sobre él, lo derribaron al suelo, y uno de ellos le envolvió la boca con una mordaza y se la apretó con fuerza.

—Te quiero —oyó que le decía Pony.

Y también oyó cómo acusaba a Markwart de la muerte de su hijo.

Luego, el guardabosque fue arrastrado hasta una celda y arrojado dentro; después, le cerraron de un portazo la pesada puerta en las narices.

Al cabo de un rato, el guardabosque se había recuperado lo suficiente como para arrastrarse por el inmundo suelo hasta la puerta y llamar a Pony.

Con gran sorpresa oyó que una voz le respondía.

—¿Pony? —preguntó Elbryan desesperadamente.

—Soy el hermano Braumin —pronunció una lejana voz—. Pony está en el fondo del corredor, en la celda más alejada de la tuya; bueno, excepto la de Bradwarden, que está en otro pasadizo, pues no cabía en ninguna de estas celdas.

Elbryan suspiró y apoyó la cara sobre la puerta, completamente destrozado.

—Mis hermanos y yo estamos en celdas contiguas entre la tuya y la de Pony, amigo mío —dijo la voz de Braumin—. Le llevaremos tus mensajes a Pony, y los suyos a ti, si no os importa que los escuchemos.

Elbryan soltó una risita ante lo absurdo que era todo, pero aceptó el ofrecimiento de Braumin. Le contó a Pony todas sus aventuras desde que ella le había dejado en Caer Tinella, y escuchó la respuesta de Pony a través de Braumin, en especial, el relato del desastre en el campo que rodeaba a Palmaris, cuando había perdido a su hijo, al hijo de ambos.

—Juzgarán primero con los monjes —informó Constance Pemblebury a su rey a la mañana siguiente.

Todo Palmaris era un hervidero de chismes; nadie se cruzaba con alguien en la calle sin intercambiar las últimas novedades.

—Los cuatro que quedan serán tratados discreta y eficientemente —dedujo el rey Danube—; sin duda, Markwart los condenará, aunque es probable que no los ejecute hasta que tenga segura la sentencia de muerte contra el Pájaro de la Noche y la mujer.

—Es un asunto muy desagradable y feo —se atrevió a decir Constance.

El rey Danube no disintió.

—¿Podemos hacer algo? —le preguntó la mujer.

El rey soltó una risa sofocada y desesperanzada.

—Tenemos que celebrar nuestros propios procesos —le explicó—, y nuestras sentencias probablemente no serán menos duras que las del padre abad. Tanto esa mujer llamada Kilronney, soldado del anterior barón, como Shamus, de los Hombres del Rey, están perdidos sin remedio, condenados justamente por sus propios actos.

—Con todo, actuaron de acuerdo con su conciencia, en contra de lo que consideraban una injusticia —comentó Constance.

De nuevo, apareció la risa sofocada.

—¿Desde cuándo tenían permiso para hacerlo? —preguntó.

—¿Vamos a juzgarlos a ellos primero? —prosiguió Constance—. ¿Al mismo tiempo que los monjes, o tal vez inmediatamente después?

El rey Danube se recostó en el sillón y meditó un buen rato la cuestión.

—No, al final —decidió, aunque no estaba seguro de mantener aquella decisión—. Tal vez por entonces los campesinos estén saturados de sangre y, por lo menos, algunos de los soldados de Shamus Kilronney podrán salvar la vida.

Constance volvió la cabeza. Quería gritarle, recordarle que era el rey, que podía rechazar los cargos contra todos ellos, incluso contra el Pájaro de la Noche y Pony. «¿O no puede? —se preguntó de repente—. ¿Cuál será el coste de una acción semejante, añadido a la obvia enemistad de la Iglesia abellicana?».

—El monje que se lanzó al abismo desde Aida —comentó el rey Danube mientras sacudía la cabeza—, cayó justo delante de mí, ¿sabes? Le vi la cara mientras caía, en todo momento, hasta que se estrelló contra las rocas.

—Lo siento, mi rey —repuso ella.

—¿Lo sientes? —se burló Danube—. Aquel hombre no tenía miedo. Sonreía, sonreía pese a ser consciente de que breves instantes lo separaban de la muerte. Jamás comprenderé a esos monjes abellicanos, Constance, tan fanáticos que ni siquiera temen a la muerte.

—Pero debes comprenderlos —repuso Constance con severidad, y la idea gravitó pesadamente sobre los hombros tanto del rey como de la mujer.

No cabían muchas dudas de que entonces Markwart tenía la sartén por el mango. ¡Markwart, el que se alzó de la tumba! ¡Markwart, el valeroso padre abad, tan anciano y todavía lo bastante fuerte como para viajar hasta Barbacan en pos del más peligroso de los delincuentes del mundo! ¡Markwart! Todos hablaban de Markwart, el héroe de la gente sencilla. Aunque Danube tenía un poderoso ejército en Palmaris, su posición parecía débil comparada con la del padre abad.

Entonces, entró en la sala el duque Kalas, con evidente enfado.

—El centauro no es un delincuente —afirmó inmediatamente.

—¿Lo has interrogado? —le preguntó Danube con los ojos muy abiertos.

—Se llama Bradwarden —explicó Kalas—, pero no lo he interrogado, pues los monjes no me dejan hablar con ninguno de los prisioneros que tienen en Saint Precious.

El rey Danube golpeó con el puño el brazo del sillón. Había enviado a Kalas a la abadía para pedir una entrevista con cualquiera que pudiera contar algo relevante para el proceso de Shamus y de los otros soldados. Le había entregado una orden personal, con el sello de la corona, pidiendo la entrevista.

Y Markwart se la había denegado.

—Me encontré al abad Je’howith que iba de Saint Precious a Chasewind Manor —explicó Kalas.

Je’howith —repitió el rey Danube en tono despectivo, pues el rey no estaba satisfecho del anciano abad.

—¡No se dignaba a hablar conmigo! —gritó el duque—; también habría denegado mi demanda.

El rey lo miró lleno de curiosidad.

—Pero le advertí que o bien usaba la lengua para hablarme, o se la cortaría en el acto —prosiguió el irascible Kalas—. Disponía de diez soldados Todo Corazón, mientras que a Je’howith sólo lo acompañaban un par de monjes.

—¿Amenazaste al abad de Saint Honce? —le preguntó, incrédula, Constance, aunque ella, también llena de frustración, no pareció impresionarse demasiado por la actitud del duque.

—Me entraron ganas de matarlo —respondió Kalas con franqueza— allí mismo, en plena calle, y que luego el padre abad Markwart me declarara fuera de la ley y tratara de llevarme a su excesivamente usada horca.

—Pero no lo hiciste —puntualizó el rey.

—Habló conmigo —repuso Kalas—, y también lo hicieron los otros monjes. Uno de ellos había ido a la montaña de Aida en el primer viaje, en el que Markwart capturó por vez primera al centauro, lo llevó encadenado a Palmaris y lo arrojó a las mazmorras de Saint Mere Abelle.

—Y el Pájaro de la Noche y Pony lo rescataron —dedujo Constance.

Kalas asintió con la cabeza.

—Y de ese modo sellaron su destino de delincuentes —explicó—. Sin embargo, esta premisa sólo es válida si se considera que el centauro es un delincuente, y por lo que he averiguado, eso no está nada claro. Bradwarden fue a la montaña de Aida con el Pájaro de la Noche y Pony y algunos más; entre ellos estaba el monje Avelyn Desbris, a quien la asamblea de abades del último Calember declaró formalmente hereje.

—Por consiguiente, son delincuentes por estar asociados a ese hereje —razonó Danube.

—Fueron, eso pretende el centauro, a destruir al demonio Dáctilo, que había organizado un ejército contra Honce el Oso —explicó Kalas—. ¡Y de hecho, incluso la Iglesia admite que el demonio Dáctilo fue destruido!

—Salvaron el país, pero son delincuentes a los ojos de la Iglesia —observó Constance, sacudiendo la cabeza.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Kalas.

El rey Danube desvió los ojos y fijó la vista en un punto lejano y, entonces, dejó que ese punto se fundiera en la nada mientras analizaba la situación. Comprendía la llamada de Kalas a la acción, pues en buena medida él también era partidario de denunciar abiertamente la falsedad de la Iglesia y de exigir la liberación de los prisioneros. Pero Danube también comprendía la situación real, una terrible realidad que se veía reforzada por lo que la señora de Andur’Blough Inninness le había contado en secreto, y doblemente reforzada por su recuerdo del poderoso espectro de Markwart. Entonces, podía luchar contra él, con palabras si no con soldados; pero si iba demasiado lejos, Markwart contraatacaría perversamente.

—Acabo de informar a Constance de que postergaremos los procesos de Shamus y los demás hasta que la Iglesia complete su inquisición y haya dictado sentencia —contestó Danube al fin—. Y deberemos ser compasivos con nuestros prisioneros; quizá incluso encontraremos el modo de absolver a algunos por completo, y así echaremos una oscura sombra sobre los recientes actos vengativos de la Iglesia.

—¿Y qué pasará con el Pájaro de la Noche, Pony y Bradwarden? —preguntó Kalas—. ¿Y con los monjes encarcelados?

—Los monjes no son cosa nuestra —contestó enseguida el rey Danube—. Si Markwart decide ejecutarlos, y estoy seguro de que lo hará, que el pueblo juzgue sus actos.

—¿Y los demás? —preguntó Constance.

El rey reflexionó un buen rato.

—De nuevo, dejaremos que Markwart haga con ellos lo que estime oportuno —respondió.

Constance sacudió la cabeza y el duque Kalas refunfuñó y pegó un puñetazo en la pared.

—Si los ejecuta… —empezó a decir el rey.

—Seguro que lo hará —dijo Constance.

El rey asintió con la cabeza.

—Pero si en esos momentos empieza a circular la verdadera historia de la montaña de Aida, si después de las ejecuciones la gente llega a ver al Pájaro de la Noche, a Pony y a Bradwarden no como delincuentes sino como héroes, entonces, sin duda, caerá sobre los hombros del padre abad Markwart la pesada carga de la culpa.

Tanto Constance como Kalas asintieron con la cabeza, aunque sus expresiones seguían siendo severas. A ninguno de los dos les agradaba la idea de sacrificar gente inocente, pero ambos comprendían el pragmatismo del punto de vista del rey Danube.

—Entretanto —prosiguió el rey—, nombraré barón de Palmaris a Targon Bree Kalas, duque de Wester-Honce.

—Pero ya hay un obispo —razonó Kalas.

—Si Markwart puede proclamar un obispo y además un abad de Saint Precious, también yo puedo justificar el nombramiento de un barón —respondió el rey—. Markwart no puede oponérseme en este punto, ni puede desatender la petición de que el nuevo barón resida en Chasewind Manor.

—¿Y el obispo? —preguntó astutamente el duque Kalas, al que cada vez le gustaba más aquel plan.

—Buscaremos un mercader poderoso, que nos deba un favor, y haremos que alegue ser pariente de Aloysius Crump. Veremos si así podemos obligar a la Iglesia a abandonar ambas mansiones y a recluirse en Saint Precious como le corresponde.

Aquello mereció la aprobación de ambos consejeros. El rey se opondría a Markwart, pero discretamente, y aunque a nadie le gustaba la idea de que varios que parecían inocentes fueran sacrificados en aras del pragmatismo, los tres comprendían que el rumbo que había tomado Markwart podía hacer que mucha gente se volviera contra él.

Aquella posición se vio consolidada aquel mismo día, cuando el capitán Al’u’met llegó a casa de Crump. En la audiencia que se le concedió inmediatamente con el rey y sus consejeros, imploró la intervención real a favor de Pony y de sus amigos, y declaró que eran inocentes y que, de hecho, eran unos héroes.

Nadie en la sala dudó de la veracidad de sus palabras, pero tampoco hubo nadie que creyera que Al’u’met encontraría la manera de conseguir que esos argumentos se oyeran en el proceso de los supuestos conspiradores contra la Iglesia. Con todo, cuando el marino abandonó finalmente la sala, lleno de frustración, Danube y sus consejeros estaban más convencidos si cabe de que Markwart se equivocaba y de que la Iglesia acabaría por perder el favor de la gente de Palmaris.

Pero esas esperanzas, incluso si llegaban a hacerse realidad, de poco servirían a Elbryan, Pony y sus amigos.

El corazón de Roger todavía latió más despacio al ver El Camino de la Amistad. Lo que había sido una de las más respetadas tabernas de Palmaris, era entonces un lugar silencioso y oscuro, sin clientes ni camareros. Roger había confiado que Belster le proporcionaría alguna información de interés para él y Juraviel, tal vez, algún modo de llegar hasta sus amigos.

Pero Belster no estaba allí. No había nadie.

El hombre sacudió, apenado, la cabeza, bajó por la calle y entró en la callejuela donde debía encontrarse con Belli’mar Juraviel después de que este hubiera explorado Saint Precious.

Prim O’Bryen y Heathcomb Mallory, simulando estar borrachos perdidos, vigilaban a Roger.

—¿Crees que es ese? —preguntó Mallory.

Belster, que sospechaba y esperaba que Roger aparecería por allí, los había apostado en aquel lugar. Ambos conocían a Roger de la época que pasaron juntos en el norte, antes de la derrota del ejército del Dáctilo, aunque no pudieron distinguir con suficiente claridad la pequeña forma que se alejaba precipitadamente.

—Vale la pena hablar con él —respondió Prim O’Bryen.

Ambos miraron en torno para estar seguros de que no había ni soldados ni monjes por los alrededores, y luego lo siguieron. Se detuvieron al final del callejón y atisbaron con sumo cuidado. No vieron a nadie más, por lo que aprovecharon la oportunidad y se le acercaron.

La cara de Roger se iluminó, pues recordó haber visto en el norte a los dos hombres, y ellos también lo reconocieron. Menos de una hora después, el joven estaba en presencia de Belster O’Comely a bordo del Saudi Jacintha.

—Markwart los ha apresado a ambos —le explicó Roger.

El posadero asentía con la cabeza a cada palabra, pues su red de espionaje le había suministrado todos los detalles sobre la situación de los prisioneros.

—El capitán Al’u’met fue a hablar con el rey —respondió Belster mientras señalaba a un negro de notable estatura.

Roger miró al amigo de Belster, al que acababa de conocer.

—Creo que el rey es comprensivo —dijo Al’u’met—, pero no irá contra el padre abad. Nuestros amigos no recibirán ninguna ayuda de la corona.

—Están perdidos —agregó Belster.

—Tenemos que sacarlos de allí —dijo Roger con determinación, pero el tono de voz no hizo mucho para robustecer la confianza de sus compañeros.

—Si consiguiéramos reunir a todos nuestros aliados, les convenciéramos de nuestra causa y marcháramos todos juntos contra Saint Precious, en pocos momentos estaríamos todos muertos en la calle —contestó Al’u’met—. Me temo que cometes el mismo error que Jilseponie. Crees que podemos luchar abiertamente contra la Iglesia; pero, eso, amigo mío, sólo puede llevarnos al desastre.

—¿Vamos a dejarlos morir? —preguntó Roger, y dirigió la angustiosa cuestión a Belster.

—Si perdemos la vida al tratar de salvarlos, tienes que saber que su propia muerte les parecerá aún mucho más dolorosa —repuso el posadero.

—Su destino todavía no está decidido —gruñó Roger—. He venido a Palmaris con Belli’mar Juraviel; no se quedará con los brazos cruzados mientras asesinan a sus amigos.

El nombre de Juraviel aportó una chispa de esperanza a los entristecidos ojos de Belster. El posadero miró a Al’u’met.

—Juraviel, de los Touel’alfar —le explicó—, un elfo amigo del Pájaro de la Noche y Pony.

—Un elfo —repitió Al’u’met, y también él se las apañó para esbozar una esperanzada sonrisa.

El capitán Al’u’met conocía a Juraviel, o por lo menos lo había visto en compañía del Pájaro de la Noche, Pony y Bradwarden, cuando los había transportado en el transbordador a través del Masur Delaval. El capitán no conocía a los Touel’alfar, no sabía prácticamente nada de ellos, salvo el aspecto de Juraviel, pero a partir de la determinación de Roger y de la, de alguna manera esperanzada, sonrisa de Belster, también él se atrevía a pensar que quizá no todo estaba perdido.

Al mismo tiempo que tenía lugar aquella reunión a bordo del Saudi Jacintha, Belli’mar Juraviel recorría los pasadizos de la casa de Aloysius Crump. Para llegar hasta allí, había tomado el mismo camino secreto que había utilizado la señora Dasslerond para encontrarse con el rey, y una vez dentro, el elfo consideró la opción de hablar con el rey Danube en privado.

Pero se dio cuenta de que aquello no lo podía hacer, pues la señora le había prohibido que interfiriese. Con todo, como sentía que tenía que hacer algo por sus amigos, el elfo no se había ido de allí, sino que se había metido en las entrañas de la vieja mansión. Un truco élfico le permitió salvar la vigilancia de los guardianes medio dormidos, y su reducido tamaño, meterse en una chimenea y colarse por la red de tubos. Se dirigió a la mohosa bodega y a la amplia sala donde estaban cautivos Colleen, Shamus y los otros soldados.

Los prisioneros deambulaban de un lado a otro de la bodega, sin cadenas, pero también sin armas y sin ninguna posibilidad de escapar. Una única escalera subía hasta una pesada puerta que, como Juraviel sabía, estaba firmemente atrancada.

El elfo permaneció oculto cierto tiempo para escuchar y hacerse una idea del grupo, particularmente de Colleen, de quien había sabido que era amiga de Pony. Los otros soldados conocían a Tiel’marawee, así que, confiando en su reacción, Juraviel salió de la chimenea y anunció su presencia sigilosamente.

—Soy Belli’mar Juraviel —les explicó—, un amigo del Pájaro de la Noche y —añadió mientras miraba a Colleen a los ojos— de Pony.

Los soldados se apresuraron a rodear al elfo.

—¿La has visto? —le preguntó Colleen.

La mujer era la más asustada del grupo, pues aunque había oído hablar mucho de los Touel’alfar, de hecho, de Juraviel, nunca hasta entonces había visto un elfo.

—¿O al Pájaro de la Noche? —agregó Shamus—. ¿Cómo le va?

—Están en Saint Precious —explicó Juraviel—, y allí todavía no me he atrevido a ir. Tengo miedo del poder de los monjes y de sus gemas.

—No hay nadie en quien confiar —dijo Shamus con expresión grave—; ya que los que creen en nosotros no tienen ni el poder ni el valor de estar a nuestro lado. Sólo espero que el rey Danube me deje hablar antes de dictar sentencia contra mí y mis hombres, y confío en que así lo hará. ¡Pero, ay, del Pájaro de la Noche, de Pony y de los demás que están bajo las garras del padre abad Markwart!

—En ese caso, habla tan alto como puedas —insistió Juraviel—; pues, aunque tus palabras no ayuden a nuestros amigos, contribuirán a que el Pájaro de la Noche y Pony no hayan muerto en vano.

—Cuéntale lo del milagro —indicó otro soldado, y Shamus Kilronney le explicó lo ocurrido durante la batalla con los trasgos en la parte superior de la montaña de Aida, la misma historia que Roger había relatado al elfo durante su viaje a Palmaris.

—Grábala bien en tu memoria —le respondió Juraviel y, dado que oyó ruidos del exterior, regresó a la chimenea.

Colleen Kilronney fue con él.

—El hermano Talumus —le susurró mientras el elfo se deslizaba por el interior de la chimenea—, un monje de Saint Precious, tal vez sea un buen amigo.

Se interrumpió antes de darle una adecuada descripción, pues la puerta se abrió de golpe y una hueste de soldados Todo Corazón bajó las escaleras con bandejas de comida.

Cuando Roger encontró a Juraviel en el callejón vecino a El Camino de la Amistad, el elfo ya había visitado Saint Precious, aunque no se había aventurado en el interior ni había encontrado al hermano Talumus. Ambos volvieron al Saudi Jacintha, y Belster O’Comely les aseguró que no resultaría difícil encontrar al monje. No obstante, el posadero agregó una severa advertencia: si aquel monje abellicano descubría demasiadas cosas sobre ellos y no era de fiar, no lo dejaría salir.

La noche siguiente, Roger se encontró con el hermano Talumus, mientras Juraviel se unía a la conversación desde las sombras de los lados del callejón. El monje se mostró reacio a emprender una acción abierta contra la Iglesia, aunque admitió su incomodidad con el proceso y las previsibles ejecuciones; incluso, cuando Juraviel le insistió lo suficiente, llegó a declarar que el padre abad estaba equivocado en aquel asunto.

—Entonces, desmárcate un poco —le pidió el elfo—. Encuentra algún modo de ayudarnos. Si nos pillan, nadie pronunciará tu nombre, te lo aseguro. Tanto si triunfamos como si no, el hermano Talumus podrá dormir tranquilo.

—Tus palabras suenan muy bien —repuso el monje, mirando las sombras con fijeza, aunque no consiguió distinguir al escurridizo Juraviel—. Con todo, me interpretas mal. Crees que tengo miedo por mi propia vida, pero no se trata de eso. Lo que temo es perjudicar a mi Iglesia, puesto que es algo que no tolero. No soy el único que cree que esta situación se ha convertido en algo terrible que tiene poco que ver con la religión. Al menos un padre… —dijo el monje, pero se interrumpió de forma brusca: era obvio que no quería desvelar un secreto.

—No quieres perjudicar a tu Iglesia —dijo Juraviel desde las sombras—; con todo, ¿qué perjuicio puedes causar ayudando a seres inocentes? Si la Iglesia es digna de pervivir, ¿esta iniciativa no debería fortalecerla?

—Tergiversas mis palabras —arguyó Talumus.

Sin embargo, estaba empezando a comprender con toda claridad que no podía permanecer con los brazos cruzados y dejar que se produjeran aquellas horribles ejecuciones.

Cuando llegó la hora de abandonar el callejón, el plan estaba trazado.

Pero cuando el hermano Talumus entró por las imponentes puertas de la abadía de Saint Precious, se dio cuenta de que no tendría el coraje de soportarlo. Atormentado por el remordimiento, el confundido joven se dirigió hacia el único superior en quien podía confiar en busca de la bendición de la Penitencia, traicionándose a sí mismo y, de paso, a sus amigos.

El hermano Talumus se sintió mejor cuando salió de la reunión, pero el estado de ánimo del padre que le dio la bendición, maese Theorelle Engress, era muy distinto. Por dos veces en un par de meses, Engress había oído un relato sobre conspiraciones y complicidades, un desgarramiento entre sentimientos y órdenes emanadas de Markwart, entre conciencia y jerarquía. Durante semanas, el bondadoso padre había permanecido cruzado de brazos y había observado cómo el padre abad llevaba a la Iglesia en una nueva e imperiosa dirección, de forma que arrollaba violentamente a cualquiera que encontrara delante. Entonces, estaban llegando al punto culminante de ese ascenso de la Iglesia, y esa cumbre se alzaría sobre víctimas inocentes.

Engress ya estaba harto. Aquella misma noche, volvió junto al hermano Talumus y el joven monje se quedó asombrado al ver lo que el anciano padre tenía en mente.

—Markwart concede una amnistía a Castinagis, Dellman y Viscenti si se prestan a hablar contra nosotros en el proceso —le dijo el hermano Braumin a Elbryan aquella misma noche cuando el monje volvió a su celda después de un rápido y brutal interrogatorio del padre abad.

—¿Y qué le ocurriría al hermano Braumin? —preguntó el guardabosque.

—Para mí no hay amnistía —respondió el monje, y a Elbryan le pareció que su voz no sonaba con fuerza—; confesaré y os implicaré, a ti, a Pony y a Bradwarden, porque me torturarán hasta que lo haga. Pero al margen de lo que diga, moriré inmediatamente después de que vosotros tres seáis condenados. Markwart me ofreció una muerte rápida si declaraba en contra de vosotros, pero nada más.

El guardabosque se compadeció del monje, aunque comprendió que su propio final sería igualmente terrible.

—Pero los tres han prometido no declarar contra vosotros —agregó Braumin con firmeza—. Tanto ellos como yo comprendemos, tal como Jojonah comprendió en su día, que renegar de nuestra causa y de nuestros principios sería fortalecer a Markwart.

—La alternativa para ellos tres es la muerte —recordó el guardabosque—, pero podrían salvar la vida con unas pocas palabras.

—Moriremos todos, Pájaro de la Noche —respondió el monje con calma—; todos los hombres y todas las mujeres. Mejor morir jóvenes, con los principios intactos, que vivir una vida que sería un engaño. ¿Qué culpa acarrearía durante años un hombre que hubiera actuado tan directamente contra los dictados de su corazón? ¿Qué vida digna de vivirse podría encontrar? Tienes que comprender el proceso que nos lleva a convertirnos en monjes abellicanos, la dedicación y la fe. Nadie que tenga miedo de la muerte ha cruzado nunca las puertas de Saint Mere Abelle vestido con el hábito de un abellicano iniciado.

El guardabosque se sintió aliviado. Le causaba mucha pena que murieran los hermanos, del mismo modo que todos sentían dolor por la gloriosa muerte del hermano Mullahy, y no obstante, tanto él como los demás comprendían que mantenerse fiel a los principios era con mucho la empresa más noble.

Un ruido de pasos en el vestíbulo acabó bruscamente la conversación. Se produjo un tintineo en la puerta de Elbryan, como si alguien estuviera manoseando llaves. Instantes después, la puerta, finalmente, se abrió, y el guardabosque se sorprendió al ver un solo monje ya que habitualmente se presentaban tres.

El guardabosque utilizaba la pared para apoyarse mientras estaba de pie, pues tenía las piernas débiles. Consideró la posibilidad de atacarlo, pero como la capucha del monje estaba bajada no le podía ver la cara y temió que fuera el temible De’Unnero, que tal vez había bajado para desafiarlo de nuevo.

Y entonces, poco faltó para que Elbryan se cayera de espaldas al ver cómo el monje se quitaba la capucha y aparecía la cara de Roger Descerrajador mostrando una amplia sonrisa.

—Lo sé —se disculpó—, debería de haber venido mucho antes; pero hubo problemas.

Elbryan lo estrechó en un abrazo tan apretado que poco faltó para que los dos hombres rodaran por el suelo.

—¿Cómo? —le preguntó el guardabosque.

—Me retrasé por culpa de esto —respondió Roger, mientras se abría el hábito.

Allí, colgada del cinto del joven, estaba la bolsa de las gemas de Pony.

—Por fortuna, guardaban en el mismo lugar la mayoría de las pruebas —le explicó Roger—. Juraviel nos espera fuera, aunque está preocupado, pues no hemos sido capaces de encontrar la espada élfica y el arco.

Entonces, otro hombre penetró en el corredor, un padre abellicano de alto rango, a juzgar por el cinto de oro que llevaba atado en torno a su hábito marrón. Tenía la cara surcada de arrugas y los ojos apagados.

—Reúne a tus amigos y salid enseguida —le dijo a Elbryan—. Huid tan lejos como puedan llevaros los caballos, aunque me temo que incluso esa distancia no será suficiente.

—¿Quién eres? —le preguntó el guardabosque—. ¿Cómo es posible?

—Es maese Engress —le explicó Roger mientras empezaba a rebuscar en un gran manojo de llaves ante la puerta de Braumin—. Un buen amigo.

—Un buen amigo que vendrá con nosotros hacia el norte —decidió Elbryan, pero el anciano se rio de aquella idea antes de que el guardabosque hubiera acabado de expresarla.

—Me atraparán, y no voy a negar mi papel en vuestra huida —explicó Engress—; soy viejo y estoy cerca de la muerte en cualquier caso. Dar mi vida para que otros siete, más jóvenes y merecedores de futuro que yo, puedan vivir, no debe ser causa de tristeza.

Elbryan todavía no lo comprendía, pero no había tiempo para más preguntas, pues Roger había liberado a Braumin y se dirigía a la siguiente puerta. Además, el guardabosque oyó una voz en el fondo del corredor que no pudo pasar por alto. Se precipitó hacia la puerta de Pony y la examinó con las manos tratando de ver si podía sacarla de los goznes. Roger lo vio y se acercó a la puerta. Un instante después, los amantes estaban juntos, uno en los brazos del otro, juntos al fin tras una separación que a sus ojos había durado muchos años. Elbryan la apretó contra él, mientras le susurraba al oído que estuviera tranquila, que entonces todo iría bien.

Naturalmente, aquello estaba muy lejos de ser verdad, pero poco después Roger y los demás se reunieron con Juraviel en la callejuela situada fuera de Saint Precious y se internaron en la oscuridad.

Personas amigas se reunieron con ellos en los callejones y los separaron, pues evidentemente Bradwarden no podía pasar por las aberturas sumergidas de las cuevas. Elbryan sugirió que continuaran todos juntos hacia las tierras salvajes del norte, pero los exploradores le explicaron que no era factible, ya que los soldados Todo Corazón y una hueste de monjes controlaban la muralla norte.

Faltaba demasiado poco para el amanecer y, por tanto, no había posibilidad de salir de la ciudad; además, la noticia de su fuga se difundiría rápidamente desde Saint Precious. Era preferible esconder a los fugitivos antes de que descubrieran una manera clara de salir de la ciudad.

Poco después del alba, Elbryan, Pony y los cuatro monjes estaban en las cuevas secretas de la ribera del Masur Delaval.

Por aquel entonces, soldados y monjes recorrían las calles en una frenética búsqueda. Los soldados, mandados por el duque Kalas, estaban tan impacientes como los monjes por capturar a los fugitivos, pues Kalas planeaba llevarlos a la mansión de Crump y no a Saint Precious, si los soldados lograban encontrarlos.

—Pégame hasta matarme —le dijo maese Engress a Markwart, mientras abría los brazos en total sumisión—; no lo podía permitir, Dalebert Markwart. Vi cómo quemabas a Jojonah y cómo, injustamente, proclamabas hereje a Avelyn…

Las palabras se ahogaron en la garganta del anciano cuando el espíritu de Markwart surgió de la hematites y lo agarró.

Engress cayó de rodillas, pero de alguna manera se las apañó para volver a hablar.

—Avelyn destruyó a Bestesbulzibar —jadeó—. Ellos no son delincuentes.

Después murió en el suelo de Chasewind Manor, asesinado por Markwart, mientras los abades De’Unnero y Je’howith, el obispo Francis y otros monjes, incluyendo un muy asustado hermano Talumus, lo contemplaban.

Pero Engress había muerto feliz. Había ido al encuentro del ofendido Markwart y había admitido su delito; a continuación lo había provocado para que Markwart lo matara enseguida, antes de que pudiera descubrir que el hermano Talumus también había intervenido en la fuga.