16

¿Un milagro durante la espera?

Desde hacía varios días ya no nevaba y el aire era relativamente más templado, incluso lejos del brazo de Avelyn, incluso en las altas cumbres de las montañas que rodeaban Barbacan. Elbryan, Roger y varios hombres de Shamus habían bajado para cazar en el fondo del valle y, en varias ocasiones, incluso hasta las estribaciones. El guardabosque buscaba un sendero despejado hacia el sur. No habían encontrado gran cosa, pero, al regreso, el ánimo del guardabosque estaba más fortalecido, pues cada nueva incursión les había permitido adentrarse más en las montañas, y Elbryan creía que el momento de partir se iba acercando.

—Será hoy —había dicho Elbryan a primera hora de la mañana, cuando salió a inspeccionar los senderos.

Pero Bradwarden descubrió en la expresión que tenía el rostro del guardabosque, mientras trepaba de regreso al altiplano, que tampoco entonces había encontrado un camino despejado para salir de Barbacan. El guardabosque quería montar a Sinfonía y cabalgar duro hacia el sur, hacia Pony, pero si bien él, con su adiestramiento élfico, seguramente podría atravesar los puertos de montaña nevados, el caballo no podría conseguirlo.

—¿Hay mucha nieve arriba? —le preguntó Bradwarden.

—No me he acercado por allí —repuso, taciturno, Elbryan—. Todas las pendientes pronunciadas están bloqueadas por la nieve desprendida de las cornisas.

—Bueno, pero eso quiere decir que se está fundiendo —dijo Bradwarden, esperanzado.

—No lo bastante rápido —repuso el guardabosque mientras miraba fijamente hacia las montañas del sur—. Y si se pone a helar, todo quedará cubierto de hielo y nos veremos atrapados otro mes en este lugar.

—No habrá más heladas ni más nieve —insistió Bradwarden—, y si hiela o cae alguna nevada, todo desaparecerá con el sol de la mañana.

—Lo peor de todo es que no estoy seguro de que el terreno esté despejado al sur de las montañas —dijo Elbryan—; si pudiera atravesarlo, el viaje hasta Palmaris sería rápido.

—La chica está bien, muchacho —dijo el centauro—. Sé que estás preocupado, y con razón. Pero tienes que confiar en ella; puedes apostar a que Pony ha conseguido rodearse de aliados. Sabrá manejarse con Markwart, y también con De’Unnero, o será lo bastante lista como para pasar desapercibida. Necesitas recuperar la confianza. Si la nieve va de baja, cabe esperar que sólo tendrás que quedarte aquí unos pocos días más. Si se produce otra tormenta importante, deberás esperar algo más. Sinfonía es un magnífico caballo, el mejor que he visto en mi vida, pero no puede recorrer senderos de montaña ocultos bajo la nieve amontonada. Ni yo tampoco. ¿Acaso has visto hacerlo a Bradwarden durante alguna de tus cacerías, eh? No, muchacho, debes tener más confianza y más paciencia. Aquí estaremos hasta que el invierno decida dejarnos marchar.

Elbryan asintió con la cabeza, y su sonrisa mostró que había comprendido la lección del centauro.

—¡Por lo menos tenemos comida suficiente! —afirmó Bradwarden.

«Es cierto», tuvo que admitir Elbryan. Tenían muchas provisiones, buena temperatura gracias al brazo de Avelyn y también seguridad, pues, después de la matanza de los trasgos, ningún monstruo había osado acercarse a aquel lugar, ni siquiera se habían atrevido a aproximarse a donde Elbryan y los demás habían ido a cazar.

O sea que podría haber sido peor, mucho peor; pero a Elbryan le parecía que también podía haber sido mejor. En ese momento, podría estar en los brazos de Pony, o le podría dar la mano y ayudarla a dar a luz a su hijo; sabía que se acercaba ese instante y, que si no salía pronto de Barbacan, ni siquiera el impresionante Sinfonía llegaría a tiempo a Palmaris.

En cambio, Markwart, Danube y sus subordinados no encontraron obstáculos. Los senderos al norte de Dundalis estaban despejados y la expedición avanzaba a un ritmo tremendo. Durante el día sólo se detenían un poco para comer y descansar y para que los caballos pastaran; no desataban a los prisioneros hasta que acampaban para pasar la noche.

Por aquel entonces, Tomás y los demás apenas podían erguirse. La pobre Pony, que acababa de sobrevivir al trauma de pelear con Markwart y de perder a su hijo, ni siquiera podía sostenerse en pie. Se hacía un ovillo en el suelo y se apretaba el vientre.

Tomás suplicó a sus captores que al día siguiente les permitieran, o por lo menos a Pony, montar a caballo. Markwart no quiso ni oír hablar de ello y dijo que la chica se lo había buscado y que no merecía miramiento alguno. Pero entonces, De’Unnero le hizo ver que, si el estado de la mujer se deterioraba, los demoraría y también que una Jilseponie viva les sería de enorme utilidad cuando llegara el momento de enfrentarse al Pájaro de la Noche.

Al día siguiente, Pony cabalgó montada normalmente en la silla, aunque se sentía muy incómoda, y el estómago le ardía y le dolía mucho. Intentó disimularlo, pues no quería dar al padre abad y a los demás el placer de ver su sufrimiento. Miró al pobre Tomás y a los demás prisioneros, atados sobre los lomos de los caballos como si fueran cadáveres o alforjas, y se repitió a sí misma que ellos estaban muchísimo peor que ella.

Como pudo, resistió todo el día, y por la noche, cuando acamparon, se las apañó para sentarse erguida y olvidarse del persistente dolor. No obstante, pudo comer poco; lo suficiente, eso esperaba, para conservar las energías.

Estaba sentada en el suelo, con la mirada baja, cuando se le acercó un hombre. Reconoció la rígida manera de andar propia de la edad y adivinó que se trataba de Markwart antes de que hablara.

—Si mueres por el camino, convocaré un espíritu para que habite en tu cuerpo —le dijo—, y tu linda vocecita conducirá al desprevenido Pájaro de la Noche hasta mí.

Pony hizo acopio de todas sus energías y endureció la mirada que le lanzó con tanto odio como el que había en los ojos del viejo.

—Un demonio, querrás decir —le espetó; luego, escupió—. Puedes emplear una bonita palabra como espíritu, pero será una repugnante bestia del infierno.

—Recuerdas el espectáculo de un cuerpo poseído, ¿no es cierto? —comentó Markwart, sin desconcertarse por la acusación de la mujer.

Pony volvió la cabeza. En aquel momento no quería más que pelear de nuevo con él, a puñetazos o con una piedra del alma, como él quisiera. Lo vencería, lo sabía, a pesar del dolor y de la debilidad que sentía. Aquella vez lo destruiría y les mostraría a todos la verdadera naturaleza del viejo. ¡Haría ver al rey Danube el negro corazón del padre abad Markwart, y así ganaría un poderoso aliado en su lucha contra la Iglesia abellicana!

—Este atardecer, he salido más temprano para explorar la ruta que nos aguarda —comentó Markwart—; la encontré, ¿sabes? —Añadió.

Decía la verdad, pero omitía un hecho perturbador de su viaje espiritual: algo le había impedido subir al altiplano de la montaña de Aida, aunque había visto al guardabosque y a sus compañeros desde lejos.

A pesar de que no quería hacerlo, Pony volvió a mirarlo.

—El Pájaro de la Noche, el centauro y sus amigos, incluidos los cinco monjes traidores —continuó el anciano, disfrutando evidentemente del momento—, están en lo alto de la montaña de Aida, bloqueados por la nieve en el interior de Barbacan, como si esperaran nuestra llegada. Tres días, querida muchacha, y tu amigo el Pájaro de la Noche se reunirá contigo. ¡Cuántas ganas tengo de verlo en el camino de regreso a Palmaris, tumbado y atado a lomos de un caballo! Vaya un héroe para la gente cuando lo exhibamos por las calles…

Pony desvió la mirada.

—¡Oh!, les encantan las ejecuciones, ¿sabes? —prosiguió Markwart mientras se inclinaba para que Pony tuviera que mirarlo—. A los campesinos. Adoran ver a un hombre colgado o aplastado por piedras o quemado, sí, especialmente, quemado. Al ver la muerte tan real ante ellos, se refuerza su instinto vital, ¿sabes? Les confiere una sensación de inmortalidad.

»O tal vez simplemente les gusta ver el dolor ajeno —acabó diciendo el marchito anciano.

—¡Vaya un hombre de Dios! —murmuró con sarcasmo Pony.

Markwart la agarró bruscamente por la barbilla y le torció la cabeza hacia atrás.

—Sí, un hombre de Dios —dijo en tono de burla, echando el aliento caliente sobre la cara de la chica—; un Dios compasivo para los que merecen compasión, y un Dios vengador para los que no la merecen. He observado tus manejos, Jilseponie. Imaginas que eres una especie de heroína para la gente sencilla, alguien que posee la verdad que los demás no pueden ver. Pero no eres una heroína. Tú y tu amigo sólo lleváis miseria a los que pretendéis conducir, y vuestra verdad no es más que ridícula piedad sin ninguna disciplina ni grandes proyectos, salvo el alivio del sufrimiento temporal.

Pony se desembarazó de su presa, pero no desvió la mirada. Por un momento, las palabras del anciano tenían un cierto sabor a verdad, y sintió miedo. Pero entonces consideró con más atención el curso de su vida y se recordó a sí misma la labor que Elbryan y ella habían llevado a cabo en beneficio de mucha gente durante la guerra, mientras los monjes se habían quedado en la seguridad de sus abadías fortificadas. Y pensó en la danza de la espada que Elbryan le había enseñado, el sumo pináculo de la disciplina.

Allí estaba su verdad; allí residía su fuerza. A la luz de todo eso, analizó con mayor atención las palabras del anciano, trató de espigar cualquier información que pudiera serle de ayuda, cualquier reflexión sobre aquel peligroso enemigo. Por encima de todo, comprendió que Elbryan no podría escapar y que el tiempo se acababa.

El día siguiente lo pasó en profunda meditación; se concentró en su dolor y en encontrar una posición encima del caballo que se lo aliviara. Se sentía más fuerte, como si la conversación con Markwart hubiera hecho revivir sus convicciones; trató de que su estado de ánimo pasara desapercibido, pues De’Unnero se había vuelto muy observador y casi siempre corría junto a su montura.

Decidió utilizar ese interés y, mientras aparecían a su vista las encumbradas montañas del borde meridional de Barbacan, empezó a trazar un plan.

Aquella noche se mostró como si se encontrara muy mal a los ojos de todos, aunque, en realidad, sabía que estaba mejor que los demás prisioneros que todavía seguían obligados a montar tumbados y atados con correas a los caballos. Los débiles gemidos de la mujer aumentaban cuando De’Unnero se le acercaba.

A media mañana del día siguiente, en el que los monjes y los soldados confiaban alcanzar las estribaciones del sur de Barbacan, la caravana avanzaba a paso uniforme. De’Unnero corría cerca del caballo de Pony. La joven echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie la miraba y se mordió con fuerza el interior de la mejilla. Cuando probó su propia sangre, pegó una sacudida repentina, tan violenta que se deslizó por el costado del caballo.

De’Unnero acudió a su lado, la empujó con fuerza para ayudarla y consiguió subirla de nuevo sobre la montura. Pony se bamboleó y pareció que iba a caerse otra vez.

—Deja que me caiga y me muera —dijo Pony con una débil voz lastimera y los labios brillantes de sangre.

El abad de Saint Precious la miró con fijeza al ver la sangre.

—¿Ya te rindes? —le dijo—. Markwart ni siquiera ha empezado contigo y ya imploras que te maten.

—No imploro nada —repuso Pony, desfallecida, mientras sacudía la cabeza y estaba a punto de caerse nuevamente—. Pero ha llegado mi hora, lo sé. Tengo una terrible hemorragia interna y no pasaré de hoy.

De’Unnero la miró, realmente preocupado. No la quería muerta, todavía no; no, mientras el Pájaro de la Noche y los demás los esperaran allá arriba. Si no contaban con Pony, temía que el guardabosque y sus amigos lucharían contra ellos. Los soldados de la brigada Todo Corazón y los monjes los matarían con facilidad. Pero De’Unnero no quería resolverlo de aquella manera y, desde luego, Markwart tampoco. En efecto, entonces, el rey podría atribuirse parte del mérito de haber derrotado al Pájaro de la Noche y la conspiración que amenazaba la Iglesia. Más importante aún: la traicionera conducta de Shamus y de los Hombres del Rey sería olvidada.

No, necesitaba a Pony viva y lo suficientemente bien como para coaccionar al Pájaro de la Noche y a los demás, y en la medida que deseaba enfrentarse de nuevo con el guardabosque en una pelea singular, De’Unnero comprendió que una captura simple y limpia era la mejor solución.

El abad echó un vistazo a Markwart y vio que estaba cómodamente sentado en el carruaje, con los ojos cerrados para concentrarse mejor en las piedras y poder así enviar energía y ligereza a los otros monjes. No quería molestarlo, por lo que De’Unnero siguió su intuición, confió en su propio criterio, levantó la mano del anillo con la piedra del alma y tocó el vientre de Pony; luego, envió sus pensamientos al anillo para activar la magia.

Inmediatamente, Pony sintió la conexión, y percibió las incitantes profundidades de la piedra del alma. Su espíritu se sumergió en la gema, voló por la mano curativa de De’Unnero, salió del cuerpo de la mujer y recorrió como una exhalación los kilómetros que la separaban de las montañas y siguió adelante.

Vio la cima achatada de Aida y voló hacia ella. Vio a Elbryan, al querido Elbryan, y se precipitó hacia él. «¡Markwart! —le dictó telepáticamente, desesperadamente—. ¡Markwart y el rey Danube se acercan! ¡Huid! ¡Alejaos, por lo que más queráis!».

—¿Qué? —preguntó el guardabosque a Bradwarden, que andaba por allí cerca.

Pero tan pronto como el centauro le dirigió una mirada burlona, Elbryan descubrió el origen de la comunicación, supo que Pony había ido a verlo.

—¡Pony! —gritó tratando de agarrarse a algo.

Sin embargo, la joven ya se había ido, ya había regresado a su cuerpo, que entonces estaba tumbado en el suelo. El abad De’Unnero estaba sobre ella y uno de los puños del hombre se veía lleno de sangre de la chica.

Aturdida, Pony lo miró y sonrió a pesar del dolor y de la sangre que le manaba de la nariz. «Una pequeña victoria», se dijo cuando el monje extendió el brazo y la golpeó en la cara. Luego, la levantó con brusquedad y la lanzó de través sobre la silla de montar, y ordenó a los monjes que la ataran como habían hecho con los demás prisioneros.

Pony lo aceptó sin quejarse. Su única esperanza era que Elbryan la hubiera oído, que su amado pudiera escapar.

—¿Qué pasa aquí? —le preguntó Markwart a De’Unnero mientras corría a su lado y miraba nerviosamente hacia atrás para ver si el rey Danube había advertido el altercado.

—Trató de poseerme —mintió el monje—. Sumergió su espíritu en la piedra del alma mientras yo trataba de curarle sus heridas, unas heridas mucho menos graves de lo que ella me dio a entender.

Markwart dejó caer una durísima mirada sobre Pony. «No para poseer, sino para escapar —le dictó su voz interior, y entonces sus ojos se desorbitaron—. Para enviar su espíritu a sus aliados».

—¿Cuánto tiempo estuvo sumergida en el poder de la piedra antes de que lo advirtieras? —le preguntó Markwart.

De’Unnero se encogió de hombros.

—Tan sólo unos instantes.

Unos instantes, musitó Markwart. Buen conocedor de los viajes espirituales, comprendió lo lejos que Pony podía haber ido en aquellos escasos instantes.

—No va a tener el menor contacto con gemas aunque esté a punto de morir —le ordenó.

Entonces, regresó precipitadamente a su carruaje y sacó su piedra del alma. Imaginó el recorrido que habría efectuado Pony y siguió el mismo trayecto, flotó por encima de las montañas, bajó al fondo del valle y ascendió por la ladera de la montaña de Aida. Sabía que el Pájaro de la Noche y los demás conspiradores todavía estarían allí. Entonces los vería, observaría sus preparativos para determinar si la mujer había conseguido avisarlos o no; tal vez, incluso poseería a uno de ellos.

Pero de nuevo su espíritu se vio detenido al borde del altiplano con la misma contundencia con que su forma corporal se habría estrellado contra un muro de piedra.

Markwart trató de romper aquella barrera, pero estaba bloqueado por una fuerza más poderosa —muchísimo más poderosa— que la de Dasslerond, cuando esta lo había enviado rápidamente de vuelta a su forma corporal en Palmaris.

No comprendía la causa, pero supo —y su voz interior también— que no sería capaz de derribar aquella barrera. Se imaginó que Braumin y los otros monjes debían de haber conseguido una piedra solar muy poderosa, pero, a menos que se tratara de una piedra muchísimas veces más potente que cualquier otra que el padre abad hubiera conocido, no podía creer que incluso los cinco juntos pudieran impedirle el acceso de forma tan rotunda.

Alterado, el padre abad regresó a su forma corporal en el carruaje. Al ver que sus monjes se estaban quedando atrás, tomó la malaquita de nuevo para proporcionarles más energía.

Durante aquel día, pensó a menudo en el misterioso poder de la cima de la montaña devastada y se alegró de contar con poderosos aliados.

—Están acampados al otro lado del puerto, aunque tienen problemas para manejarse en la nieve con sus pesados caballos y armaduras —les explicó el diligente Roger Descerrajador aquella noche, cuando regresó de su misión exploratoria.

Elbryan lo comprendió: el padre abad y el rey iban a por él, y probablemente De’Unnero los acompañaba.

—Dile a Shamus que mantenga una estrecha vigilancia esta noche —le dijo el guardabosque a Bradwarden—. El obispo podría decidir visitarnos prematuramente.

—¡Ojalá lo hiciera! —respondió el centauro—. Tal vez sea la única posibilidad que tengamos de atizarle, antes de que todo el maldito ejército se nos eche encima.

—¿Nos vamos a quedar aquí arriba? —preguntó Roger con incredulidad.

—¿Adónde podríamos ir? —repuso Elbryan—. Los trasgos todavía controlan el circo en torno a Barbacan, salvo los puertos del sur. Markwart, con sus gemas, nos encontrará vayamos a donde vayamos. Quedarnos aquí arriba, con la ayuda del poder de Avelyn, es la mejor opción.

—Como mínimo, deberías decir a los monjes que se fueran —razonó Bradwarden—; no tienen ninguna necesidad de morir aquí arriba. Si Markwart sólo quiere capturar al Pájaro de la Noche y a Bradwarden, dejemos que se vayan.

—Ya se lo he propuesto —repuso el guardabosque—. El hermano Braumin no quiere ni oír hablar de ello. Está impaciente por regresar a Palmaris como prisionero del padre abad; está impaciente por hablar del milagro de la montaña de Aida.

—Lo tendrá muy difícil para contarlo cuando le hayan cortado la lengua —dijo secamente el centauro.

Elbryan no lo dudaba; Markwart nunca permitiría a Braumin ni a nadie contar la verdad. El guardabosque sabía que allí, en Aida, junto al brazo alzado de Avelyn, lo ganarían o lo perderían absolutamente todo. Conocía el poder de las gemas, la potencia exploradora de la piedra del alma y sabía que no había ninguna forma de escapar entonces que Markwart estaba sobre su pista.

No, ganarían allí con la ayuda de Avelyn, o allí lo perderían todo.

«No —advirtió el guardabosque al analizar la situación—. Todo, no».

—Vete —le dijo a Roger—. Ahora, esta misma noche, montado en Sinfonía. Vete al sur, hacia los puertos y encuentra un agujero para esconderte. Cuando las fuerzas de Markwart te hayan pasado por delante, corre hacia el sur a toda velocidad. Busca a Pony y dile la verdad; háblale del milagro y de nuestra última situación. Esto no debe morir con nosotros.

—No os quieren muertos —dedujo Roger, evidentemente poco satisfecho por el cambio de planes—; quieren haceros prisioneros.

—En ese caso, todavía es más importante que huyas —repuso el guardabosque—. Toma esto —añadió casi como si lo acabara de pensar.

Alzó la mano y se quitó el aro que llevaba en torno a la cabeza, la única gema, aparte de la del pomo de Tempestad y de la turquesa del pecho de Sinfonía, que Pony le había dejado al irse.

Roger sacudió la cabeza, mientras miraba el aro con horror, como si el hecho de aceptarlo significara el fin de su relación con el Pájaro de la Noche, como si significara que él podría escapar mientras el guardabosque moría.

—Vine al norte contigo; de hecho, fui yo quien te insistió para que vinieras al norte y, por tanto, me voy a quedar a tu lado. Si hay que morir, moriremos juntos.

—Nobles palabras —dijo Elbryan—, pero insensatas. No te digo que huyas y te ocultes porque tenga miedo por ti, Roger Descerrajador. ¡De hecho, tu misión puede resultar más peligrosa que la mía! Una vez que Markwart me tenga en su poder, muerto o prisionero, y también a Bradwarden y a los monjes, y una vez que el rey, si realmente está con el padre abad, tenga en su poder a Shamus Kilronney, ya no buscarán más. Sólo tú tienes recursos y gozas de un cierto anonimato para salir adelante. No pienso discutir este punto. Cuando vinimos al norte, quedamos de acuerdo en que yo sería el jefe. Coge a Sinfonía y vete. Consigue quedarte detrás de las fuerzas de Markwart y llegar junto a Pony a Palmaris.

Roger miró a Bradwarden en busca de ayuda, pero vio que el centauro estaba totalmente de acuerdo con la decisión del guardabosque.

—¿Crees que el poder de Avelyn derrotará al padre abad? —preguntó Roger con voz temblorosa.

Mientras hablaba le tendió la mano y cogió el aro, y el guardabosque se encogió de hombros.

—Aquí arriba, en otra ocasión, ya creí que íbamos a morir —respondió—. ¿Quién sabe qué milagros nos concederá todavía el espíritu de Avelyn?

Roger y Sinfonía partieron poco después. El hombre llevaba el aro con el ojo de gato que le capacitaba para ver en la oscuridad. Los caminos seguían siendo traicioneros para un caballo, pero Sinfonía se las apañó muy bien y, mucho antes del alba, Roger estaba lejos, en las montañas, en un sendero próximo al previsible itinerario de Markwart, tumbado, escondido y en silencio, y, como los que se habían quedado en la cima de la montaña de Aida, en una tensa espera.

No podrían haber cruzado las montañas, pues los senderos en los pasos elevados seguían con mucha nieve, pero Markwart envió unos monjes provistos de rubíes y les suministró parte de su propia energía. Las piedras provocaron llamaradas que derritieron grandes montones de nieve, hasta convertirlos en charcos y vapor.

Poco después del mediodía, divisaron la montaña de Aida. Llegarían antes de la puesta del sol.

Curioso como siempre, Roger dejó a Sinfonía y se arrastró para acercarse más; observó, asombrado, aquel despliegue de poder. La sensación de pavor no hizo más que aumentar al escuchar el estrépito de toda la tropa, encabezada por la orgullosa brigada Todo Corazón.

Y entonces, le dio un vuelco el corazón, pues divisó a los prisioneros y no le quedó la menor duda al ver el espeso cabello dorado de su amiga más querida. Echó un vistazo a su alrededor, nerviosamente, próximo al pánico. ¡Tenía que volver con Elbryan y contárselo! ¡Tenía que decírselo a sus amigos, o tratar, de alguna manera, de rescatar a Pony!

Pero la velocidad de aquel ejército lo intimidó. No podía llegar antes que ellos a Barbacan; no, sin ser visto. Y si lo veían, sabía que Markwart o algún otro monje lo atacaría con la magia y lo dejaría frito de golpe.

Además, comprendió que cualquier intento de acercarse para salvar a Pony era ridículo.

Roger Descerrajador sólo podía quedarse sentado y observar sin esperanzas.

—Son de la brigada Todo Corazón —gruñó Shamus Kilronney cuando el ejército atravesó el suelo fangoso de Barbacan.

—Estamos perdidos.

No pocos soldados se hicieron eco de esa opinión.

—Confiemos en el hermano Avelyn —les recordó a todos Braumin Herde.

—Y confiemos en tu rey —añadió Bradwarden—. Dijiste que era un buen hombre, y un buen hombre escuchará tu relato y no lo juzgará invención de un delincuente.

Elbryan, mientras miraba cómo se aproximaba el ejército, oyó aquellas palabras y analizó lo que implicaban. Si Bradwarden tenía razón, ¿deberían tratar de resistir, y disparar flechas a los soldados y a los monjes mientras estos intentaban subir al altiplano? ¿Qué podría pensar el rey Danube de su relato, de cualquier relato, si algunos de sus guardias yacían muertos en las laderas de Aida?

El guardabosque tomó una decisión. Aunque a muchos otros, a Bradwarden en particular, no les gustó oír que no iban a pelear, todos aceptaron la decisión cuando el guardabosque les explicó lo que había pensado.

Así pues, al igual que Roger Descerrajador, se sentaron y observaron. A última hora de la tarde, la cabecera del poderoso ejército se acercó al altiplano.

—¡Esto no forma parte de Honce el Oso! —les gritó el hermano Castinagis—. ¡Aquí no tenéis ninguna legitimidad!

La respuesta llegó en forma de la mayor cortina de rayos que jamás habían visto: muchas rocas estallaron en mil pedazos, que saltaron en torno a ellos, y les forzaron a retroceder hasta la misma posición que tenían cuando los atacaron los trasgos.

—Parece que vuestro rey no está para charlas —comentó Bradwarden con severidad mientras tensaba el arco.

—Vamos a verlo —dijo Elbryan, que le agarró el arco para impedir que disparara la primera flecha.

Entretanto, los soldados y los monjes de cabeza trepaban por la última ladera. Los soldados subían por la derecha, el único lugar accesible donde los caballos podían apañárselas por el sendero, y los monjes por la izquierda, por donde Elbryan y Bradwarden habían subido la primera vez retrocediendo ante el acoso trasgo.

Y a la cabeza de los monjes, estaba Marcalo De’Unnero.

—¡Oh, al menos dejaréis que me cargue a ese! —gritó Bradwarden.

—Ya ves que nos volvemos a encontrar, Pájaro de la Noche —dijo De’Unnero sin hacer caso del centauro.

—Tengo ganas de enfrentarme de nuevo contigo —repuso el guardabosque.

El abad se sintió tentado, pero recordó su posición y su deber.

—Algún día, tal vez —le respondió—, antes de que te ejecuten.

Bradwarden se desembarazó del guardabosque y levantó el arco.

—Me han enviado aquí para advertirte que si ofreces resistencia, Pájaro de la Noche, tu amiga Pony, que ahora está con el padre abad en esa ladera detrás de nosotros, morirá de la forma más horrible.

El guardabosque lo miró amenazadoramente, sin saber si creérselo o no. Aquellas palabras detuvieron a Bradwarden.

—Soy Targon Bree Kalas, duque de Wester-Honce —declaró uno de los militares, mientras hacía avanzar su montura—. El abad De’Unnero dice la verdad, Pájaro de la Noche. No pelees aquí y te haremos prisionero sin malos tratos. Ríndete a la corona y, a cambio, te prometo un juicio justo ante el rey.

El guardabosque miró a sus amigos, se colgó Ala de Halcón al hombro e hizo una señal a los soldados de Kilronney para que arrojaran las armas al suelo. Sin embargo, no pensaba rendirse; confiaba en atraer a los que querían capturarlos hasta el altiplano, con la esperanza de que el poder de Avelyn los salvaría una vez más. Luego, según decidió, se acercaría rápidamente hacia Markwart y, si el rey se interponía en su camino, Honce el Oso necesitaría buscar otro rey.

—Tú me conoces, capitán Kilronney —prosiguió el duque Kalas—; explícaselo a tu amigo, pues me estoy impacientando. Hemos recorrido casi mil kilómetros para encontraros y muchos de mis soldados tienen ganas de pelea después de un viaje tan largo y pesado.

—Es quien dice ser —dijo Shamus al guardabosque.

Elbryan asintió.

—Tranquilos —les dijo a sus compañeros.

El cerco se estrechaba en torno a ellos más y más.

Pero de la montaña no salía ningún zumbido, ni ninguna poderosa vibración del brazo de Avelyn.

—La magia debe de estar agotada —susurró Shamus.

—No —advirtió Braumin—; estos no son monstruos, ni secuaces del demonio Dáctilo.

—Tal vez lo son sin saberlo —dijo secamente Elbryan.

De nuevo los miró a todos y se dio cuenta de que estaban esperando su reacción. Si desenvainaba Tempestad y luchaba, todos ellos se le unirían de buen grado y morirían con él.

Pero eso no podía hacerlo, no, si Markwart tenía prisionera a Pony.

—¡No! —gritó un aterrorizado y ofendido hermano Mullahy, un hombre normalmente tranquilo pero que entonces parecía fuera de sí—. ¡No! No voy a consentir que mi muerte sirva de espectáculo a unos imbéciles que no comprenden la auténtica perversidad de Markwart.

—¡Calma, hermano! —le gritó Braumin Herde.

El hermano Castinagis se acercó a su amigo, lo agarró y lo empujó hacia atrás.

—Hazlo callar —ordenó De’Unnero a un monje que estaba junto a él, un monje que tenía un grafito.

—¡No! —gritó de nuevo Mullahy. Se desembarazó de Castinagis y se lanzó a todo correr por el único punto no cubierto por las líneas enemigas, un lugar en donde el altiplano terminaba en un profundo abismo.

—¡Detenedlo! —gritó De’Unnero.

Pero antes de que los otros pudieran reaccionar, el hermano Romeo Mullahy pronunció una frase, la más profunda y conmovedora frase que jamás había pronunciado, una frase que llegó al corazón y al alma tanto de amigos como de enemigos.

Invocando a Avelyn Desbris, el joven monje saltó por encima del borde y se desplomó más de treinta metros y murió estrellado contra unas abruptas rocas.

De’Unnero y otros muchos emitieron un largo suspiro de desaprobación.

El duque Kalas hizo que su caballo y los soldados de la brigada Todo Corazón se acercaran aún más. De’Unnero hizo avanzar a los monjes.

—¿Qué me contestas, Pájaro de la Noche? —le preguntó el duque—. ¿Tú o tus amigos nos vais a ofrecer más sorpresas?

—Me has prometido un juicio justo —repuso el Pájaro de la Noche.

El duque Kalas asintió con la cabeza y lo miró con fijeza a los ojos.

El guardabosque desenvainó Tempestad y la arrojó al suelo junto al caballo del duque.

El abad De’Unnero fue el primero en reaccionar, recogió la espada rápidamente y se puso enseguida al frente de sus monjes. Dejó que Kalas y los soldados de la brigada Todo Corazón detuvieran a Shamus y a los otros Hombres del Rey, pero se aseguró de que Bradwarden, los monjes renegados y, sobre todo, el Pájaro de la Noche estuvieran a su cargo cuando abandonaran el altiplano.

El padre abad Markwart observaba cómo la comitiva bajaba por la ladera de la montaña de Aida con una mezcla de emociones. De nuevo, había intentado llegar hasta arriba en espíritu y, de nuevo, se lo habían impedido.

Su confusión y su cólera aumentaron al comprender que el guardabosque, los monjes y sus amigos no habían puesto ninguna barrera mágica para bloquearle el paso.

Ahora que la banda de proscritos había sido hecha prisionera, Markwart intentó otra vez alcanzar el altiplano.

Y fracasó una vez más.