15

Un mal recibimiento

Piedra Gris la encontró maltrecha y ensangrentada, demasiado aturdida incluso para pensar en tratar de trepar para ayudar a su amiga.

¡Su amiga! Colleen sintió más dolor en el corazón que en el cuerpo cuando miró pendiente arriba, hacia donde Pony yacía a merced de aquella extraña bestia. Pero no podía llegar hasta ella e incluso, aunque se las hubiera apañado para trepar por la pendiente, el tigre simplemente la habría despeñado de nuevo.

Sin embargo, era un punto discutible, y Colleen lo sabía. Con gran dificultad, montó a lomos de Piedra Gris y se limitó a guiarlo como pudo hacia el norte y a azuzarlo para que se diera prisa. En el transcurso de la hora que siguió, perdió el conocimiento en varias ocasiones, pero había conservado la suficiente presencia de ánimo como para atarse a la silla.

Así pues, continuó sola y con la convicción de que aquel terrible tigre la perseguía de cerca.

Por la noche, no acampó. Ni tan sólo pudo hacer acopio de la energía suficiente para desmontar. Piedra Gris siguió adelante: comía sobre la marcha, se detenía de vez en cuando y dormía mientras la mujer dormía sobre su lomo.

Si Pony había pensado alguna vez en tener la posibilidad de hablar con el rey Danube, sus esperanzas se desvanecieron enseguida. Por orden del padre abad Markwart —y sin una palabra de protesta de Danube ni de su comitiva—, una hueste de monjes rodeó a Pony, cortó las ataduras del árbol y se la llevaron. Pony vio cómo Markwart mostraba las gemas de Avelyn al rey y oyó un comentario acerca de que faltaba una piedra imán. El rey Danube la miró con expresión medio compasiva y medio molesta.

Y después, apartó la vista, y Pony supo que estaba perdida.

Instantes más tarde, De’Unnero se unió a los que la escoltaban y pasó delante de ella.

—Vas a correr —le explicó—. Los hermanos te ayudarán; te llevarán a peso cuando te fallen las piernas —agregó.

Dos forzudos monjes se acercaron a Pony mientras el abad hablaba y pasaron los brazos de ella por encima de los suyos, de tal modo que los pies apenas le tocaban el suelo.

—Deberías reconsiderar tu situación antes de que volvamos a Palmaris —le dijo De’Unnero—. ¡Qué lástima que alguien tan fuerte de cuerpo y alma como tú sea públicamente ejecutada de forma tan horrible!

Dicho esto, se dio la vuelta y se alejó con paso ágil y rápido.

Pony no supo cómo interpretar aquellas palabras. ¿Era sincera la preocupación que demostraba el monje? ¿O jugaba con ella, y se burlaba al fingir preocupación? ¿O era tal vez algo más siniestro? ¿Acaso De’Unnero simulaba ser amigo suyo, oponiéndose al padre abad, para tenerla con la guardia baja?

Fuera lo que fuese, Pony decidió que no le seguiría la corriente. La habían golpeado —eso parecía—, se lo habían quitado todo, pero se enfrentaría a la muerte con una cosa intacta: sus convicciones.

Y pensó que tenía que alegrarse de ver a De’Unnero. Si aquel peligroso hombre estaba allí, quería decir que no perseguía a Colleen, aunque Pony ni siquiera sabía con seguridad si su amiga estaba viva ni si De’Unnero la había matado antes de haber vuelto a por ella.

—Mantendré mis convicciones y mi esperanza —susurró, pues necesitaba oír esas palabras.

Sin embargo, tan pronto como hubo pronunciado aquello, temió haber provocado algún comentario jocoso por parte de los monjes que la sostenían. Nadie dijo nada, aunque uno volvió la cabeza hacia ella con una mirada no exenta de un cierto respeto.

Pony lo miró a su vez y se sintió más fuerte. Si bien morir con valentía no resultaba una gran proeza, era lo único que le habían dejado.

Al día siguiente, el dolor de Colleen no era tan agudo y había sido reemplazado por una severa determinación: tenía que ir al encuentro del Pájaro de la Noche, costara lo que costara, y contarle el destino de su amada. Se sabía herida de consideración: tenía un brazo roto y un tobillo tan hinchado que tuvo que quitarse la bota; había perdido sangre, y estaba muy fría.

Pero Colleen se concentraba exclusivamente en el camino y urgía a Piedra Gris, al maravilloso Piedra Gris, para que se apresurara a cada paso.

Los días se confundían con las noches durante aquella larga y dolorosa marcha. Al tercer día después del ataque de De’Unnero, llovió, pero Colleen, delirante, ni siquiera lo advirtió. Los soldados y los monjes cada día acortaban distancias, pese a que ella también viajaba de noche; pero la mujer tampoco lo advirtió.

Lo único que veía era el camino que tenía ante ella; el camino a Dundalis; el camino que iba al lugar donde al fin podría permitirse descansar.

La tarde del cuarto día, al borde del sendero no pudo resistir más: resbaló de la silla de Piedra Gris y quedó colgada de las ataduras, arrastrando por el suelo hombros y cabeza, hasta que el caballo advirtió que tenía que detenerse, aunque poco más podían hacer ni ella ni Piedra Gris. En una ocasión, la mujer intentó enderezarse, pero sólo consiguió volver a caer y arañarse la parte lateral de la cara con la nieve dura.

El sol se hundió por el horizonte del oeste. La oscuridad la envolvió.

Tiel’marawee avanzaba con una agilidad y una velocidad que nadie, salvo los Touel’alfar, podía igualar: brincaba por encima de montones de nieve ventada justo al sur de Barbacan; luego corría con gran facilidad, o medio volaba, por las estribaciones de los prados abiertos del sur. En aquella ocasión no iba serpenteando a pesar de su pasión por el canto y la danza, ya que su corazón seguía triste por la pérdida de Ni’estiel.

La señora Dasslerond tenía que enterarse de la muerte del elfo, de la existencia del obispo asesino y, sobre todo, de la extraña magia que había salvado al Pájaro de la Noche en el altiplano de la montaña de Aida.

Como una exhalación, la elfa atravesó Dundalis precipitadamente, pasando bajo la torre de la pendiente norte sin inquietar a los dos centinelas. Sabía que pronto tendría que desviarse hacia el oeste si quería ir a Andur’Blough Inninness, pero sospechaba que su señora podía estar todavía en Palmaris, o que iría primero al norte antes de volver a casa.

Con toda atención, trataba de escuchar la tiest-tiel, la canción favorita.

Lo que oyó en su lugar fue el débil relincho de un caballo y los gemidos de una mujer.

Tiel’marawee no conocía a Colleen Kilronney, ni tampoco reconoció al caballo de Pony; pero aunque tenía mucha prisa, la elfa no podía abandonar a una mujer en aquel estado: colgaba cabeza abajo por debajo de la barriga del caballo. La elfa, con su elegante hoja élfica, cortó las ataduras e hizo lo que pudo para amortiguar la caída de Colleen al suelo. En el último momento, decidió desensillar al pobre animal, pues tenía inflamaciones ulcerosas causadas por los cantos de cuero, y envolver a la mujer en una manta, para que pudiera morir menos penosamente.

Colleen se las apañó para abrir un ojo, aunque el otro siguió completamente cerrado, pegado con la sangre seca.

—Pájaro de la Noche —susurró entre los labios resecos y agrietados—. Pony, atrapada.

Los ojos de Tiel’marawee se desorbitaron cuando comprendió lo que acababa de oír.

—¿Pony? —le preguntó mientras le daba ligeras palmaditas en las mejillas—. ¿Jilseponie? ¿Atrapada por quién? ¿Por la Iglesia abellicana?

Convencida de que su mensaje había sido escuchado, la delirante Colleen se desmayó.

Tiel’marawee no sabía adónde dirigirse. No le gustaba la idea de demorar su avance hacia el sur, pero comprendía que aquello podía tener mucha importancia. Corrió de nuevo hacia el norte, llegó a Dundalis y se dirigió al pie de las torres de vigía.

—Una mujer en el camino —gritó.

Los guardias se pusieron en movimiento. Tiel’marawee oyó sus botas y el estrépito que hacían al coger las armas.

—Una mujer en el camino —gritó de nuevo—. Está gravemente herida. ¡Hacia el sur!

—¿Quién anda por ahí? —gritó un guardia.

Pero Tiel’marawee ya se había ido.

Poco después, la elfa observó, aliviada, cómo un grupo de hombres corría por uno de los senderos hacia el sur. No hubieran encontrado a Colleen, pero la elfa los guio imitando los quejidos de dolor de una mujer.

—Es una guardia de Palmaris —comentó un hombre.

Se acercó corriendo a Colleen y, delicadamente, le dio la vuelta para ponerla boca arriba. Un compañero suyo tomó las riendas de Piedra Gris y apartó el caballo hacia un lado.

—Es la prima de Shamus Kilronney —puntualizó otro, un hombre robusto de oscuro pelo negro—; se llama Colleen. Vino a Caer Tinella a comunicarnos la muerte del barón.

—No tardará en estar con él —observó un tercer hombre.

El primero, al inspeccionar las heridas, sacudió la cabeza.

—No es tan grave —dijo—; nada le irá mejor que un poco de comida y una cama caliente. Ha estado en el camino, herida, varios días, como mínimo; probablemente, ha ido atada a la silla de montar todo el tiempo.

—Buen caballo —observó el tercer hombre.

No fue hasta entonces cuando el hombre robusto de pelo negro tuvo un momento para examinar al animal, que parecía exhausto y estaba lleno de llagas abiertas. Los ojos del hombre se desorbitaron.

—Pero ¿quién desensilló la montura? —preguntó uno de los hombres mientras se inclinaba hacia Colleen.

—¿Y quién nos avisó que había una mujer herida? —agregó el tercero.

Tomás Gingerwart apenas podía contestar a causa del nudo que tenía en la garganta. Sabía perfectamente de quién era aquel animal, maltrecho y fatigado: ¡era Piedra Gris, la montura de Pony!

—Llevadla al pueblo, deprisa —ordenó a sus compañeros—. Procuradle abrigo y procurad que coma, y por encima de todo, procurad que pueda hablar. ¡Ahora, idos!

Los otros dos obedecieron al instante. Con sumo cuidado levantaron a Colleen y la tumbaron transversalmente sobre el lomo de Piedra Gris; luego, guiaron al caballo hacia el pueblo.

Tomás se quedó detrás. Miraba a su alrededor, hacia el bosque y por el sendero, con visible angustia.

Tiel’marawee decidió arriesgarse y salió de la espesura.

Inmediatamente, el corpulento hombre alzó las manos, con las palmas abiertas hacia afuera para demostrar que no llevaba armas ni pretendía realizar ningún movimiento amenazante.

—No soy enemigo de los elfos —dijo sin mostrar sorpresa ante la aparición de uno de aquellos diminutos seres.

—Nos conoces, y sabes algo de la mujer herida —dedujo Tiel’marawee.

—Soy Tomás Gingerwart —le explicó—, amigo del Pájaro de la Noche, amigo de Jilseponie, cuyo caballo ha transportado hasta aquí a la maltrecha mujer.

Tiel’marawee consiguió ocultar su preocupación con gran habilidad. Si aquel era el caballo de Pony, ¿qué le habría sucedido a la señora Dasslerond?

—Amigo de Belli’mar Juraviel —dijo para terminar Tomás—, o por lo menos compañero suyo, ya que él nos acompañó hasta este lugar antes de regresar a casa.

—Soy Tiel’marawee —respondió la elfa, con una reverencia—. Estoy segura de que la mujer sabe cosas de Jilseponie.

—En ese caso, te ruego que vengas conmigo —le propuso Tomás mientras se volvía hacia Dundalis.

La elfa sopesó la invitación y, asintiendo con la cabeza, lo siguió.

Muchas miradas se clavaron en la elfa, pero ninguna amenazante, cuando ella y Tomás cruzaron el pueblo a toda prisa y se encaminaron hasta el lecho de Colleen.

Encontraron a la pobre Colleen medio inconsciente; todavía murmuraba que Pony había sido capturada y que había que avisar al Pájaro de la Noche.

—Dejé al Pájaro de la Noche en Barbacan —explicó Tiel’marawee—, bloqueado por una tormenta invernal. Deberá permanecer allí durante varios días más, como mínimo, y mucho más tiempo si el invierno ataca de nuevo las tierras del norte.

—Pero tú has conseguido llegar —razonó Tomás—, y puedes volver.

La elfa lo miró largo y tendido.

—Si Pony está en apuros, el Pájaro de la Noche tiene que saberlo —dijo el hombretón.

—Entonces, ve tú a avisarlo —dijo con frialdad Tiel’marawee en un tono que daba a entender con toda claridad que, en su opinión, su papel había llegado a su fin.

Tomás la miró.

—Acabas de decir que el Pájaro de la Noche no puede regresar —le respondió—. Si eso es así, ¿cómo podría alguno de nosotros llegar hasta él?

Antes de que Tiel’marawee pudiera contestar, la puerta se abrió de golpe y entró precipitadamente en la habitación una conmocionada mujer.

—Vienen soldados —dijo sin aliento—, y detrás, monjes. Muchos monjes.

Tomás se volvió hacia Tiel’marawee y vio que la elfa salía con dificultad por una ventana lateral.

—¡Por todos los dioses! —murmuró el hombretón con aire severo—, escondedla —ordenó a los que estaban en la sala—. Por nuestra amistad con el Pájaro de la Noche: no sabemos nada de ella.

Salió precipitadamente de la casa y corrió para reunirse con la gente que se había agrupado al sur del pueblo para esperar a los soldados. Miró en torno varias veces con la esperanza de atisbar a la elfa, aunque, con razón, sospechó que Tiel’marawee ya estaba muy lejos.

—Y ahora, ¿qué se supone que querrán de nosotros los militares? —preguntó un hombre.

—¿O los monjes? —añadió otro con evidente desdén, pues estaba en el bosque con Tomás cuando había aparecido el peligroso y perverso monje con la zarpa de tigre, y además era amigo del hombre cuya túnica el monje había destrozado de un solo barrido.

—Son de la brigada Todo Corazón —susurró otro a Tomás cuando la unidad pudo divisarse con claridad: los fuertes y musculosos caballos pateaban la hierba—. Algunos llevan plumas en el casco.

—Adornos de categoría —comentó otro gravemente—; propios del rey.

—Y tan lejos de Ursal —apuntó otro hombre.

Era un panorama espectacular, pero Tomás prestaba más atención al grupo que vestía hábitos marrones de la Iglesia abellicana y corría junto a los soldados montados a caballo. Uno de ellos, en particular, le llamó la atención; era el monje que había encontrado en el bosque a las afueras del pueblo hacía un par de semanas, el monje que les había llamado a Tomás y a sus compañeros amigos del Pájaro de la Noche y, por consiguiente, enemigos de la Iglesia.

Apareció, después, el carruaje en que viajaba Markwart, y en torno a Tomás se oyeron gritos sofocados.

Tomás no había visto nunca al padre abad de la Iglesia abellicana, pero con facilidad adivinó su rango, incluso antes de que uno de los espectadores, que había visto a Markwart, se refiriera al anciano monje como supremo jerarca de la Iglesia.

—¿Qué habremos hecho para llamarles tanto la atención? —preguntó alguien.

—Deberías preguntárselo al Pájaro de la Noche, no a nosotros —le contestó otro.

Tomás no estaba en desacuerdo, pero no se molestó en comentar nada; estaba muy concentrado en la comitiva que se iba acercando. Y entonces, vio a Pony, sucia y apoyada en dos monjes, y el corazón le dio un vuelco. Pensó en todos los meses que aquella mujer y su amado los habían mantenido con vida, a él y a sus amigos; recordó la pelea con el gran líder de los gigantes, cuando la enorme criatura cometió el error de seguir hasta el bosque al Pájaro de la Noche. Sólo entonces, al ver a Pony tan desvalida, Tomás se dio cuenta de cuánto los quería, a ella y al Pájaro de la Noche, de cómo se habían convertido en sus auténticos héroes.

La comitiva se detuvo a unos siete metros de la gente de Dundalis. Los soldados formaron dos hileras, con los caballos uno al lado de otro y tan juntos que Tomás y los demás no podían distinguir a los de la segunda hilera.

—Es la brigada Todo Corazón —susurró otro hombre de nuevo. Sentía una obvia mezcla de temor y respeto—. Es la mejor del mundo.

A juzgar por quienes aquel día la acompañaban, Tomás no estaba tan seguro de que así fuera.

Un hombre de unos cuarenta años, guapo y fuerte, montando con elegancia un brioso corcel, salió al trote del grupo. Inmediatamente, uno de los monjes se apresuró a acompañarlo, y Tomás apretó los dientes cuando reconoció al hombre del hábito.

—Soy el duque Targon Bree Kalas —dijo el jinete.

—Y yo el abad De’Unnero, de Saint Precious —añadió el monje—. ¿Sigues considerándote el jefe de la gente de Dundalis, Tomás Gingerwart?

La familiaridad de De’Unnero con aquel hombre, obviamente, cogió al duque con la guardia baja; desde su silla, lanzó una dura mirada al monje.

—Os habríamos recibido mejor si hubiéramos sabido que tan importantes personalidades iban a visitarnos —respondió Tomás dedicándoles una profunda reverencia.

—Estoy muy al corriente de tus recibimientos —dijo el abad.

Tomás levantó las manos.

—Un forastero se nos acercó en el bosque sin previo aviso —repuso—; estas no son tierras civilizadas, buen abad.

—¿Buen? —repitió con expresión escéptica De’Unnero.

—Ya basta de chanzas —dijo el duque, mientras desmontaba y se interponía entre Tomás y el monje.

De’Unnero se apresuró a adelantarse al duque, mientras este se quitaba el casco con dos plumas.

—Hemos viajado hacia el norte desde Palmaris en busca del llamado Pájaro de la Noche —les explicó Kalas—. ¿Lo conocéis?

—Lo conoce muy bien —replicó De’Unnero antes de que Tomás tuviera tiempo de abrir la boca—. Es un aliado de ese hombre y de nuestra huésped, Jilseponie, la discípula de Avelyn que intentó asesinar al padre abad Markwart.

Kalas clavó una dura mirada en el monje, pero De’Unnero no se amilanó lo más mínimo.

—Te aviso, Tomás Gingerwart —le dijo el abad en un tono bajo y amenazante—, pero es la última vez.

—Conozco al hombre llamado Pájaro de la Noche —admitió Tomás—; es un gran héroe.

De’Unnero mostró una expresión burlona.

—Fueron el Pájaro de la Noche —prosiguió con obstinación Tomás— y Pony, la mujer maltrecha y cautiva que lleváis, quienes nos salvaron a todos nosotros antes de que los secuaces del demonio Dáctilo fueran expulsados de esta región. Y ahora finges que lo buscas. ¡Lo que quieres es cazarlo! ¿Y yo y todos los que le debemos la vida tendríamos que abriros nuestros brazos y nuestras casas para ayudar a un enemigo de nuestro amigo?

—Tendrás que hacer lo que se te mande —comentó De’Unnero, y avanzó un paso hacia Tomás como si se propusiera golpearlo.

—Mi buen maese Gingerwart —intervino el duque Kalas—; hablo en nombre del mismísimo rey Danube. El Pájaro de la Noche y la mujer han sido declarados proscritos por sus delitos contra la Iglesia y contra el Estado. Lo encontraremos y lo llevaremos a juicio en Palmaris, con o sin la ayuda de la gente de Dundalis.

—Estas son las Tierras Boscosas, no el reino de Honce el Oso —comentó un hombre que estaba junto a Tomás.

—Podría cortarte la lengua por eso —le aseguró Kalas.

—No forman parte del dominio de nuestro rey —se atrevió a decir Tomás.

—Del mismo modo que insistes en que tampoco forman parte del dominio de la Iglesia —puntualizó De’Unnero—. Deberías tener un poco más de cuidado con los enemigos que te granjeas, maese Gingerwart.

—No deseo tener ningún enemigo —respondió, sereno, Tomás.

—Entonces, entérate de esto —le contestó Kalas con energía, cortando en seco a De’Unnero, que se disponía a intervenir una vez más—: los que no nos ayudan, ayudan al Pájaro de la Noche, y si lo encuentran culpable de los delitos de los que se le acusa, entonces los que lo ayudaron no encontrarán en Danube a un rey clemente.

Dejó flotar aquellas palabras en el aire durante unos instantes mientras clavaba sus ojos en los de Tomás, demostrándole que no había lugar para compromisos y que en aquella cuestión compartía el punto de vista de De’Unnero.

—¿Está aquí? —le preguntó con calma Kalas.

—No —respondió Tomás—. Se marchó hace muchos días; ahora sé adónde.

—Claro que lo sabes —comentó De’Unnero—; se fue hacia el norte, a Barbacan, pero puede haber vuelto.

—No está aquí —insistió Tomás.

—¡Registrad el pueblo! —gritó De’Unnero, y se dio la vuelta e hizo señas para que los monjes se pusieran en acción.

Para no ser menos, Kalas hizo otro tanto. La brigada Todo Corazón movió los caballos por entre los edificios de la aldea.

—Y el que se resista será pasado por las armas —le informó Kalas a Tomás.

Al hombretón no le hizo ninguna falta oír una promesa similar de la perversa boca de De’Unnero para saber que los monjes serían aún menos compasivos.

La gente había hecho un buen trabajo al esconder a Colleen Kilronney, tan bueno, de hecho, que no la habrían encontrado de no ser por Piedra Gris. De’Unnero divisó al fatigado caballo, lo señaló con el dedo y soltó una carcajada.

—Así que habéis encontrado el caballo de Jilseponie —gritó—. Bueno; te ruego, mi buen maese Gingerwart, que me digas dónde está el jinete que trajo a esta bestia.

—Vino por iniciativa propia —contestó Tomás, apretando las mandíbulas.

—¡Claro! —exclamó De’Unnero teatralmente—. ¡Todo el camino desde Caer Tinella! ¡Qué criatura más inteligente! —frunció peligrosamente el entrecejo y se le acercó, de repente, hasta situar la cara frente a la de Tomás—. Está aquí; la puedo oler.

—¡Encontrad a la pelirroja! —gritó De’Unnero a sus monjes—. Es una guardia de Palmaris, y estoy seguro de que está herida.

Para no ser menos, el duque Kalas dio órdenes similares a sus hombres. Monjes y soldados entraron a empujones en todas las casas y derribaron a los que ofrecieron resistencia.

Tomás Gingerwart, el jefe, el único al que la gente miraba en busca de respuestas, se había hartado. Empezó a gritar a De’Unnero, pero el monje se lo quitó de encima con un empujón y se puso a registrar el pueblo por su cuenta. Entonces, Tomás dirigió su ira contra el duque Kalas, pero su protesta duró poco, pues se desvaneció en el asombrado silencio que se produjo cuando se destacó un hombre de entre las filas de la brigada Todo Corazón.

—Tomás Gingerwart —dijo con severidad el rey Danube mientras avanzaba para situarse frente al hombretón—; no vas a interferirte más ni pronunciarás palabra alguna. No habría venido hasta aquí si no se tratara de un asunto de la máxima urgencia. Manténte al margen y manda a tu gente que haga otro tanto.

—M…, mi rey —tartamudeó Tomás mientras le ofrecía una profunda reverencia.

—Incluso en las Tierras Boscosas —comentó Danube astutamente.

Miró con fijeza al hombre que había proclamado que las Tierras Boscosas no formaban parte del dominio del rey. Tomás se echó a temblar ante el poder de Danube, se arrodilló e imploró clemencia.

Pero entonces el abad De’Unnero regresó seguido por dos monjes que arrastraban a Colleen Kilronney.

Tomás Gingerwart cerró los ojos y sintió que le abandonaban las fuerzas; apenas oyó las declaraciones del abad De’Unnero o la voz de Markwart. Ambos le consideraban un delincuente, un conspirador implicado en un complot contra la Iglesia y el Estado.

—¡Contra el Estado, no! —osó replicar otro hombre de Dundalis o, mejor dicho, intentó hacerlo, pues sus palabras fueron bruscamente interrumpidas por el ruido de un golpe.

Tomás abrió los ojos y vio al hombre a su lado, cabizbajo. El abad De’Unnero estaba detrás de él. Gingerwart miró al rey Danube en busca de indulgencia, pero el rey se alejó.

Cuando De’Unnero completó su interrogatorio, Tomás, cinco hombres más y dos mujeres habían sido hechos prisioneros. El padre abad confiscó nueve caballos, y los nuevos prisioneros y Pony fueron obligados, sin contemplaciones, a tumbarse de través sobre el lomo de los animales y fueron atados con correas que les sujetaban las muñecas y los tobillos, y se anudaban por debajo de la barriga de los animales.

La comitiva atravesó Dundalis y avanzó por el sendero del norte, el mismo camino que habían tomado el Pájaro de la Noche y sus compañeros.

Tanto la herida mujer soldado como el jefe de Dundalis habían encargado a Tiel’marawee que fuera a Barbacan para contarle al Pájaro de la Noche la difícil situación en la que Pony se encontraba. Si el guardabosque hubiera sido un Touel’alfar, la elfa ya habría estado muy lejos en su viaje al norte cuando los soldados y los monjes cruzaron el pequeño pueblo de las Tierras Boscosas.

Pero el Pájaro de la Noche era un n’Touel’alfar, lo mismo que Pony, y Tiel’marawee se había encaminado hacia el sur. Su decisión se vio reafirmada aquella misma noche cuando escuchó, transportada por la brisa del atardecer, la tiest-tiel.

Al final del segundo día, la elfa había encontrado a la señora Dasslerond y a los demás. Como era de prever, lo que les contó acerca del infortunio de Pony y del inminente peligro que se cernía sobre el Pájaro de la Noche pesó como una losa sobre los hombros de los de su raza, de modo especial sobre Belli’mar Juraviel.

—No podemos permitirlo —le dijo a la señora de Andur’Blough Inninness.

—Tanto el rey de Honce el Oso como el padre abad de la Iglesia abellicana encabezan la marcha —le recordó la señora Dasslerond—. ¿Vamos a emprender una guerra contra todos los humanos del mundo?

Juraviel reconoció que tenía razón e inclinó la cabeza.

—Pero estos acontecimientos no nos son ajenos —le recordó a su vez—. Los planes del Pájaro de la Noche pueden tener consecuencias para los Touel’alfar.

La señora Dasslerond, muy fatigada de todo aquello y deseando sólo volver a Andur’Blough Inninness, no pudo contradecir aquellas palabras de Juraviel. Miró a su gente, que se les acercaba para no perderse ni la menor palabra que se dijera.

—Ya es hora de que los Touel’alfar vuelvan a casa —proclamó Dasslerond. Todas las cabezas de los elfos, incluida la de Juraviel, se inclinaron para expresar su acuerdo—. La situación se ha vuelto demasiado peligrosa y excesivamente complicada. Por consiguiente, nos vamos a ir a casa y cerraremos nuestro valle y nuestros ojos a los asuntos de los humanos.

—Pero no nuestros oídos —continuó Dasslerond después de una larga y cavilosa pausa—. Nos vamos todos a casa, salvo tú, Belli’mar Juraviel.

Juraviel le dirigió una mirada llena de sorpresa.

—Te has declarado a ti mismo amigo del Pájaro de la Noche y de la mujer —explicó Dasslerond.

—Todos nos hemos declarado amigos del Pájaro de la Noche —repuso el elfo.

—Pero no tan íntimos como Belli’mar Juraviel —prosiguió Dasslerond—. Tú, que luchaste junto al Pájaro de la Noche y la mujer durante tanto tiempo, ahora debes ser testigo de su destino.

—Te lo agradezco, mi señora —respondió Juraviel.

—Testigo —repitió con firmeza la señora Dasslerond—. Ese conflicto no nos incumbe, Belli’mar Juraviel. El Pájaro de la Noche y Pony deben seguir su propio camino o caerán. Sé testimonio de lo que les ocurra y regresa.

Belli’mar Juraviel, en todo momento, apreció en lo que valía el gran honor y la muestra de confianza que la señora Dasslerond acababa de otorgarle. La señora sabía cuáles eran sus sentimientos hacia el Pájaro de la Noche y hacia Pony, y sabía que el amor que sentía le induciría a intervenir, pues Belli’mar Juraviel era amigo íntimo de ambos.

Pero ante todo, Belli’mar Juraviel era un Touel’alfar.