14

El olor de la presa

—No están tan atrás —observó Pony nada convencida.

Ella y Colleen, dos días antes, habían divisado las fuerzas de Markwart y del rey Danube, que se dirigían al norte; por aquel entonces estaban a muchos kilómetros de distancia, pero, al parecer, cada día se acercaban más. Desde luego, las dos mujeres ignoraban la composición de aquel ejército, pero el mero hecho de que tan nutrido contingente les ganara terreno indicaba que no se trataba de gente normal, ni siquiera de Hombres del Rey corrientes.

—No tenemos elección —respondió Colleen—. Tú montas ese magnífico caballo de Connor, pero mi pobre rocín ya no está en condiciones de aguantar mucho más. Además, quizá tu Pájaro de la Noche esté en Caer Tinella.

Pony sacudió la cabeza. Sabía que Elbryan hacía tiempo que se había ido y que estaba como mínimo en Dundalis, y, probablemente, aún más lejos. La mujer rubia lanzó una mirada hacia atrás por encima del hombro, hacia el camino del sur. Llevaban tan sólo unas horas de ventaja al ejército, que iba acortando distancias, y la preocupaba la idea de que Colleen se detuviera para conseguir un caballo de repuesto y hablar con los aldeanos, a quienes era probable que después interrogaran. Pero al ver la montura de su compañera, una yegua empapada en sudor que marchaba lastimosamente, pues había perdido un casco, Pony juzgó que no podía negarse. Tendrían que conseguir un nuevo caballo, o Colleen tendría que ir a pie muy pronto.

—Quizá podamos encontrar a alguien en los alrededores que pueda ayudarnos —sugirió Pony—; un granjero, que esté preparando un campo o recogiendo leña.

Colleen asintió con la cabeza, y Pony encabezó la marcha. Rodearon la aldea de Tierras Bajas y luego Caer Tinella, hacia el este. Divisaron a un par de hombres que cortaban leña y pasaron algún tiempo observándolos desde las sombras de la linde del bosque. Pero entonces oyeron el retumbo de un carro y los relinchos de un caballo.

Las dos mujeres avanzaron entre los árboles y no tardaron en llegar a un altozano que dominaba el sendero que conducía hacia el este, y allí, retumbando por el camino, con dos caballos que tiraban de su carro y otros atados detrás, apareció un grandullón de pelo negro y espeso, cantando y riendo.

Llevaba el hábito de un monje abellicano.

—¿No piensas matarlo? —susurró Colleen.

Pony le dirigió una mirada de asombro.

—¿Matarlo? —repitió—. ¡Ni siquiera lo conozco!

—Conoces su hábito —dijo Colleen con calma.

Pony hizo una mueca de dolor, bajó la vista y suspiró. No era una asesina; jamás golpearía a alguien que no se lo mereciera. Se preguntó, entonces, si aquella distinción tenía validez moral. Después de todo, ¿quién era ella para decidir quién merecía vivir, y quién, no? Aunque su odio por Markwart no había menguado, aunque creía que, en caso de volverlo a tener delante, vulnerable, trataría de abatirlo de nuevo, a Pony le preocupaba haber perdido su propia alma.

Apartó aquellos pensamientos. Entonces era preciso conseguir uno de los caballos, preferentemente sin que el monje se enterara de nada. Pero ¿cómo? Pony analizó las gemas que tenía. Podía emplear el diamante, tal vez para proyectar una zona oscura que cegaría los ojos del monje, y luego con la malaquita lo levantaría en el aire. No se enteraría del robo hasta que Pony lo hiciera aterrizar y lo librara de la ceguera, e incluso era posible que no advirtiera enseguida que le habían cambiado uno de los caballos que llevaba atados al carro.

No obstante, el hombre descubriría que habían utilizado magia contra él, la magia de las gemas. Tal vez sería capaz de saber qué piedras habían usado, ¿y no sería eso una buena pista para los secuaces de Markwart?

No, tenía que ser más sutil.

—Vete camino abajo, un centenar de metros por delante de él —le dijo a Colleen—; desmonta y desensilla tu caballo. Cuando pase, en un momento de distracción, rápida y silenciosamente, le cambias uno de los caballos atados detrás del carro por el tuyo.

—Preferiría uno de los de delante —repuso la mujer guerrera, pero cuando Pony le lanzó una dura mirada, vio que Colleen estaba sonriendo.

—Vete de una vez —dijo secamente.

A pesar de su malhumor, Pony esbozó una débil sonrisa cuando Colleen se dispuso a alejarse con su montura. Se habían convertido en verdaderas amigas. Pony se sentía bien con ella, pues Colleen era una persona que sabía comprender su estado de ánimo y encontrar la palabra justa para disiparle el malhumor o concentrarla en el presente. Pony rebuscó en su bolsa y sacó su piedra del alma; luego rebuscó en su mente y conjuró una imagen, el reflejo de sí misma junto a un lago después de la bi’nelle dasada. Manipuló esa imagen en su mente y la cambió de tal modo que nadie la pudiera reconocer, cubriendo parte de su cuerpo desnudo con diáfanos velos.

Pony apretó con fuerza la hematites, mientras se preguntaba si realmente sería capaz de extraer aquella imagen. Advirtió que tenía que hacerlo a la perfección: el menor desliz mostraría al monje la realidad del contacto, y entonces todo estaría perdido.

Se sumergió en la piedra, invocó de nuevo aquella imagen y la envió a la mente del monje.

El fraile Pembleton iba silbando y cantando; disfrutaba del magnífico tiempo que hacía y pensaba que cualquier día iba a empezar la primavera.

—¡Cualquier día! —gritó fuerte—. ¡Ha, ha! —exclamó y dio un golpecito seco y sacudió las riendas para que los caballos se dieran prisa.

Quería estar en Caer Tinella antes de media mañana. Janine del Lago le había prometido una excelente comida si llegaba antes de que la mujer hubiera limpiado la mesa. Quería…

Le llegó de repente una imagen; parecía salida de ninguna parte, seductora y asombrosa. El fraile dejó de acuciar a los caballos. El carro aminoró la marcha hasta casi detenerse, pero el aturdido hombre apenas se dio cuenta. Se quedó inmóvil, con los ojos cerrados; trataba de encontrar algún sentido a la abrumadora imagen de una bella y tentadora mujer que tan inesperadamente había surgido en su mente.

Trató de eliminarla, incluso murmuró el comienzo de una plegaria.

Pero fue inútil. Allí estaba la mujer, hermosísima, y no podía ahuyentarla ni, por supuesto, dejar de mirarla.

El carro estaba casi parado.

Colleen Kilronney salió de la maleza por detrás llevando de la brida a su caballo e hizo el cambiazo, asombrada y confusa, mientras se preguntaba qué debía de haberle hecho Pony a aquel hombre.

Cuando, al cabo de unos minutos, volvió a reunirse con Pony con el caballo de refresco, la encontró aún en un estado de profunda concentración y con la piedra del alma en la mano. Colleen miró camino abajo y vio que el carro avanzaba a paso de tortuga mientras el fraile se bamboleaba.

—Bueno, ¿qué le hiciste? —le preguntó la pelirroja, arrancando a Pony de la magia de la piedra.

—Le dejé ver algo más interesante —respondió, crípticamente, Pony.

Colleen la miró, confusa, durante un instante, pero luego en su cara se dibujó una maliciosa sonrisa.

—¡Ah, pero si eres una perversa! —exclamó riendo.

Ambas se pusieron en marcha a la vez. Avanzaron camino abajo y, luego, lo siguieron hacia el este, lejos ya del monje, todavía muy distraído.

El fraile Pembleton continuó la marcha con lentitud. De camino hacia la granja de Janine del Lago trató de recuperar aquella imagen. No se dio cuenta de que uno de los caballos atados detrás del carro —uno de los dos que había previsto vender en la aldea— había sido reemplazado, hasta que fue a desatarlos ante la puerta de Janine.

Cruzaron Caer Tinella y Tierras Bajas con poca fanfarria, pero sin duda las doscientas personas que habían repoblado la región quedaron asombradas ante el esplendor de la comitiva, ante la fabulosa brigada Todo Corazón, montada en sus famosos caballos pintos To-gai-ru.

El ejército se detuvo en Caer Tinella para que los soldados pudieran dar descanso a los caballos, verificar el estado de cascos y sillas, y engrasar armaduras y armas. Markwart y Danube se pusieron de acuerdo en que no debían detenerse más de una hora, aunque sólo les quedarían un par de horas de camino antes de que la puesta de sol les obligara a acampar.

—¡Hermano Simple! —exclamó Janine del Lago, al ver a De’Unnero entre los jefes reunidos en la casa comunal de Caer Tinella—. ¿De nuevo tan pronto en el sur? Creí que habías ido a Dundalis, a llevar a tu Dios a las Tierras Boscosas.

De’Unnero se limitó a mirar a otro lado, sin ganas de hablar con la campesina.

—Parece que muchos se van hacia el norte esta temporada —comentó Janine, mientras se encaminaba hacia la puerta.

Markwart pescó aquellas palabras y enseguida salió al paso de la mujer.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó—. ¿A quiénes te refieres?

La mujer se encogió de hombros.

—Un amigo me ha dicho que ha visto un par de jinetes que cabalgaban hacia el norte esta misma mañana, menos de seis horas antes de vuestra llegada a Caer Tinella. Eso es todo —respondió—; eso y el hecho de que el hermano Simple apareciera por aquí hace un par de semanas.

—¿Dos jinetes? —le preguntó Markwart—. ¿Y uno de ellos, o tal vez los dos, era una mujer?

De nuevo, la campesina se encogió de hombros.

—Sólo dijo que había visto un par de jinetes a mucha distancia, por lo que no podía distinguir nada más. Ha sido un día curioso. El fraile Pembleton, por otro lado, llegó esta mañana para vender caballos, y anda soltando maldiciones porque uno de los que traía para vender no parecía suyo; el animal había cambiado de aspecto durante el viaje, casi estaba cojo y había perdido un casco, que esta misma mañana estaba en perfectas condiciones.

—¿Hay un fraile abellicano en el pueblo? —le preguntó Markwart.

Su voz interior le indujo a pensar que allí podía haber algo significativo.

—¡Si acabo de decirlo! —respondió Janine—. Está conmocionado por vuestra llegada, claro. Se está lavando y supongo que estará aquí en un segundo.

Mientras la aldeana hablaba, el fraile Pembleton entró caminando a saltitos, mirando nerviosamente a su alrededor y retorciéndose las manos. Divisó al padre abad junto a Janine, y a De’Unnero, no lejos de ellos, y se les acercó arrastrando los pies e inclinándose a cada paso.

—No sabía que iba a venir, padre abad —farfulló—. Si lo hubiera sabido…

Markwart levantó la mano para calmarlo.

—Me han dicho que has tenido problemas con un caballo —le dijo.

Los ojos del fraile Pembleton se abrieron desmesuradamente y miró a Janine; parecía horrorizado porque el padre abad estuviera enterado del incidente. ¿Le iba a tomar por loco aquel gran hombre?

—Me…, me confundí…; me confundo, estoy seguro —tartamudeó—. Es cierto que no se parece a mi caballo, pero tengo muchos e intercambié muchos con los de la caravana que enviaste al norte el año pasado desde Saint Mere Abelle, padre abad.

Markwart alzó de nuevo la mano para tranquilizarlo.

—¿Cojeaba ese caballo?

Pembleton se encogió de hombros.

—Ni siquiera sé qué contestarte —le respondió—. No recuerdo ningún…

—¿Tratabas de estafar a esa gente, buen fraile? —le preguntó Markwart. De’Unnero se acercó al fraile y se detuvo junto a él, y aunque Pembleton pesaba unos cuarenta y cinco kilos más, se acobardó ante su intimidadora presencia.

—¡No, padre abad, eso nunca! —gritó—. Desde hace muchos años estoy en tratos con Caer Tinella y jamás les he estafado…

—Es un buen hombre; sus precios son correctos y sus productos también —intercedió Janine.

—¿Qué ocurrió, Pembleton? —le preguntó con calma Markwart—. ¿Es el mismo caballo con el que saliste de tu capilla?

El fraile parecía perdido y no cesaba de mirar a su alrededor.

—Tiene que serlo —murmuró—; tiene que serlo. Después de todo, no se puede cambiar un caballo en la parte de atrás de un carro sin que el conductor se entere. Lo único que pasa es que no lo reconozco…

—¿Es el mismo caballo? —insistió Markwart.

Pembleton miró nerviosamente en derredor.

—¡Mírame! —le exigió Markwart, y le clavó la vista en los ojos—. Dime la verdad.

—No es mi caballo —respondió Pembleton.

Janine resopló y puso los ojos en blanco.

—Con franqueza, padre abad —dijo el fraile frenéticamente—, tengo los mismos caballos en el establo desde hace meses, desde que llegó la caravana de Saint Mere Abelle, y los conozco a todos, y ese no es mío. Yo mismo los he herrado, y ese lleva unos cascos que no conozco.

Markwart miró a De’Unnero.

—Elige a varios de tus monjes de Saint Precious y ve con ellos a observar ese caballo —le indicó—, a ver si reconocen los cascos.

Luego, se volvió de nuevo hacia Pembleton procurando tranquilizarlo. Le pidió que le contara los pormenores de cada parte del viaje desde la capilla hasta el pueblo. Pembleton le obedeció sin vacilar, pero tartamudeó en un punto; de nuevo, la voz interior de Markwart le indicó que aquello podía ser significativo.

Entonces, condujo al monje a un lugar apartado, y el hombre confesó su pecado de pensamiento.

«Es mucho más que eso», advirtió el padre abad, y sus sospechas se vieron confirmadas cuando De’Unnero regresó y le contó que uno de los monjes había reconocido los cascos. Los había hecho el herrero del anterior barón, que marcaba todos los cascos que hacía con una señal especial, una combinación de sus iniciales.

El caballo, que de forma tan misteriosa había sustituido al que el fraile Pembleton había atado en la parte posterior de su carro —un carro que no había abandonado ni un momento durante todo el viaje a Caer Tinella, según insistía el fraile—, había salido de Palmaris y, por lo que decía De’Unnero, lo habían obligado a cabalgar duro hasta hacía poco.

Intrigado, Markwart no volvió a hablar del tema. Más tarde, después de que el grupo hubiera acampado a unas dos horas al norte de Caer Tinella, el padre abad regresó a su tienda y tomó su piedra del alma con impaciencia. Se dirigió raudo hacia el norte, registró la región y encontró su recompensa: un campamento instalado bajo las ramas inclinadas de un viejo pino; los caballos estaban atados cerca. Markwart reconoció uno de los caballos, lo había visto en el campo, cerca de Palmaris, y por tanto, su sorpresa no fue tan grande cuando su espíritu se deslizó por las ramas del pino y encontró a su suprema enemiga, que descansaba con la espalda recostada en el árbol, y a otra mujer, más corpulenta y vestida con el uniforme de los guardias de la ciudad de Palmaris, tumbada cerca de ella.

Markwart pensó en realizar una intrusión inmediatamente; pero se dio cuenta de que la mujer podía estar más prevenida y de que en esa ocasión él no dispondría de su hijo no nacido como arma contra la innegablemente sólida fuerza de voluntad de la chica. Y tampoco podía estar seguro de si Dasslerond rondaba por allí.

Su espíritu regresó con celeridad a su forma corporal. Salió de la tienda y llamó a Marcalo De’Unnero.

El tigre partió poco después a toda velocidad hacia el pino de ramas inclinadas.

O eso creía De’Unnero. Encontró muchos obstáculos que el espíritu de Markwart había obviado y, cuando llegó a aquel lugar, ya había amanecido y las mujeres se habían ido. La frustración de De’Unnero duró el tiempo que tardó en advertir que no estaba solo, que el espíritu del padre abad estaba con él.

—Escúchame a través de la piedra del alma de tu anillo —le ordenó el padre abad—. Sintoniza tus pensamientos con mi espíritu y te guiaré.

Markwart salió zumbando, más rápidamente que el viento del norte.

Localizó a las mujeres y volvió a llamar a De’Unnero. La caza, aunque Pony y Colleen lo ignoraban, proseguía.

A media mañana, el infatigable De’Unnero las divisó, mientras Markwart, cuya forma corporal confortablemente instalada en una litera era transportada por veloces monjes, estaba suspendido en el aire allí cerca. Markwart era consciente del poder de Pony y temía que pudiera batir a De’Unnero si este no la pillaba desprevenida, si Pony tenía las piedras a mano.

Por tanto, se adelantó telepáticamente y gritó en el interior de la mente del caballo de la chica.

Piedra Gris se encabritó, levantó las patas delanteras, y Pony pudo sostenerse en la silla a duras penas. El caballo se dio la vuelta y pateó en el aire. Colleen soltó un grito, mientras trataba de encontrar una explicación a aquello.

Pony salió despedida de la silla y se quedó sin aliento al chocar de espaldas contra el suelo. Tuvo la presencia de ánimo suficiente para rodar y evitar ser pateada por los cascos de Piedra Gris.

—¿Qué le has hecho al pobre animal? —le gritó Colleen.

Sus palabras, sin embargo, se vieron bruscamente interrumpidas por algo enorme que chocó con ella y la derribó de la silla. Le costó no poco recuperarse, concentrarse y limpiarse el barro y la sangre de los ojos. Entonces vio una figura monstruosa junto a Pony. Trató de gritar, pero no pudo, pues no podía dar crédito a lo que estaba viendo. La criatura, de cintura para arriba, era un hombre fuerte y tenía la cara medio humana, pues era una extraña mezcla de hombre y felino. Estaba agachado sobre Pony, mirándola fijamente, se apoyaba en unas patas de tigre y agitaba una cola rayada. Pony trató de defenderse con los brazos, pero De’Unnero le pegó un puñetazo en pleno pecho y la dejó sin aliento. Pony dio un tirón brusco y lanzó los brazos de un lado a otro para tratar de rechazarlo, pero estaba aturdida: las fuerzas la habían abandonado.

Colleen se obligó a ponerse en pie y se dispuso a desenvainar la espada.

De un salto, la criatura se apartó de Pony y se encaró con la mujer soldado.

—¡Vas a pagar por lo que has hecho! —le gritó Colleen, y se lanzó hacia adelante, dando terribles cortes con la espada.

De’Unnero se incorporó, brincó en el aire por encima de la tajante espada, se abalanzó con fuerza sobre la mujer y concentró todo su peso en un tremendo puñetazo, que se estrelló en el esternón de Colleen y la hizo tambalear hacia atrás, hasta derribarla.

La mujer pegó un débil barrido con la espada y se quedó con la vista fija mientras su oponente rechazaba la hoja con un movimiento de la mano mucho más rápido que el que había hecho ella para dirigir el golpe. La mano agarró la hoja y la acabó de apartar. Luego, se dio la vuelta hacia Colleen y la abofeteó, haciéndola retroceder varios pasos.

Siguió acosándola, le retorció el brazo que sujetaba la espada, le dobló la muñeca y la desarmó con facilidad.

Después dio un salto, cayó rodando sobre ella, sin darle respiro, la arrastró, la torció y aprovechó su posición para arrojarla bajo las patas de su nervioso caballo.

—¡Huye! —oyó que Pony le gritaba.

Vio que el tigre se daba la vuelta para mirar a su amiga y observó cómo se tambaleaba hacia atrás, alcanzado por la explosión de la descarga de un rayo.

Pero la vigorosa criatura soltó un gruñido, corrió de nuevo hacia Pony y se abalanzó sobre ella antes de que pudiera dispararle otra descarga mágica.

Colleen se puso en pie trabajosamente, al otro lado del caballo, y azuzó a la bestia a la carrera, antes incluso de acomodarse en la silla, pues el tigre se lanzó a perseguirla.

El caballo se internó en el bosque, chocando con todo. Las ramas golpearon a la pobre Colleen hasta dejarla casi sin sentido. Oyó la fiera tras ella y, entonces, comprendió lo que realmente había ocurrido cuando murió su querido barón.

El caballo dobló un cerrado recodo, y ella no pudo sujetarse. Se cayó sobre unos arbustos de hoja perenne y, luego, resbaló por la nieve y el barro de la pronunciada pendiente de un barranco. Rebotó y tropezó repetidas veces hasta perder el conocimiento, mucho antes de estrellarse contra un tocón situado muy abajo.

Oyó los agónicos sonidos que emitió su caballo cuando el tigre se le echó encima.

Tan sólo el enojado espectro del padre abad Markwart arrancó a De’Unnero del festín de carne de caballo que se estaba dando. Entonces, abandonó por completo su naturaleza de tigre; decir que su transformación se debía a la gema ya no tenía sentido, pues ni siquiera estaba seguro de dónde estaba la mágica zarpa de tigre. No la tenía en la mano ni en la bolsa, pero ya no la necesitaba: era como si de alguna manera él y la piedra se hubieran fusionado.

Pero entonces dejó por completo su naturaleza felina, pues se dio cuenta de que Markwart estaba enfadado, y su temor era mayor que su avidez por la sensación de muerte. Poco menos que borracho de la energía vital del caballo, volvió hacia donde estaba Pony, se inclinó sobre ella y vio que todavía estaba viva. Confiaba en no haberla golpeado demasiado fuerte después de que la chica lo hubiera alcanzado con la descarga del rayo. Las instrucciones de Markwart habían sido muy estrictas: De’Unnero tenía que entregarle a Pony viva, junto con las gemas robadas. A Markwart, la otra mujer le importaba un comino.

Mucho tiempo después, Pony recuperó el conocimiento. Se hallaba en pie, con la espalda contra un árbol y las manos atadas dolorosamente alrededor del tronco.

Y ante ella, estaba Marcalo De’Unnero, con el ceño fruncido y la vista clavada en sus ojos.

—¿Te has enterado ya del poder de tus enemigos? —le preguntó mientras se le acercaba tanto que su cara quedó a muy pocos centímetros de la de ella.

Pony apartó la vista, incapaz de seguir mirándolo a los ojos. De’Unnero la tomó por el mentón y, con brusquedad, la obligó a encararse de nuevo con él. Por un instante, la mujer creyó que la iba a estrangular, o que le aplastaría la cara hasta hacérsela papilla; pero entonces una perversa sonrisa se dibujó en la dura cara del monje.

Poco faltó para que Pony se desmayara; estaba totalmente indefensa frente a él. Le podía hacer cualquier cosa, la podía poseer allí mismo y en aquel momento.

—Eres tan bella —observó De’Unnero, y de repente le golpeó la mejilla con una actitud totalmente distinta. ¡Pony hubiera preferido que la matara!

De nuevo, apartó la vista, pero la mano del hombro se posó de inmediato sobre su mentón y otra vez la obligó a mirarlo.

—Tan bella y tan poderosa —dijo De’Unnero—; me han contado que eres diestra con las gemas y con la espada, y que tienes una gran fuerza de voluntad.

Pony apretó la mandíbula y entrecerró sus ojos azules.

—¿Tienes miedo de que te posea? —inquirió De’Unnero, sonriendo perversamente mientras le agarraba la parte delantera de la camisa—. ¿Tienes miedo de que desgarre tus ropas y te deje desnuda frente a mí?

Pony lo miró, obstinada, y no le respondió.

—Ni siquiera has empezado a comprenderme —le dijo De’Unnero con la cara muy cerca de la de ella. Pero entonces, retrocedió y soltó su camisa—. Pelearía contigo a campo abierto y te mataría a gusto si te enfrentaras a mí, del mismo modo como mataré a tu amante, ese que llaman el Pájaro de la Noche —le explicó—; pero no quiero placeres carnales con una mujer que no los desea. Soy un hombre de Dios.

Pony resopló y desvió la mirada. Creía que De’Unnero la volvería a agarrar por la barbilla y le torcería de nuevo la cabeza.

—¡Estúpida chiquilla! —exclamó De’Unnero mientras se alejaba—. No tienes ni la menor idea de cómo son aquellos a quienes has llamado enemigos.

Pony no supo qué decir.

Entonces, oyó caballos, un regimiento que se acercaba; no tardaron en llegar. Markwart, los monjes, los soldados con sus relucientes cotas de malla y el rey de Honce el Oso la rodearon por todas partes.