El rey Danube miraba fijamente por la ventana de su residencia temporal en Palmaris; el hecho de que aquella casa fuera mucho menos espectacular que Chasewind Manor le servía para recordarle que su autoridad sobre la ciudad corría peligro. En realidad, para el rey —que gobernaba en Honce el Oso desde hacía más de un cuarto de siglo, más de la mitad de su vida—, el conflicto con Markwart parecía muy amenazador, incluso más que la guerra contra los secuaces del demonio Dáctilo.
Sólo después de enfrentarse a Markwart y a sus consejeros, Danube empezaba a darse cuenta de la profundidad de aquella amenaza. La Iglesia abellicana siempre había tenido una gran influencia en el reino, y a menudo había sido mayor que la de la corona. Al principio de su reinado, cuando no era más que un joven de menos de veinte años, la Iglesia había ostentado un gran poder; de hecho, el abad Je’howith de Saint Honce había representado un papel más importante en el gobierno de Ursal que Danube. Eso había sido sólo algo temporal. Danube y sus consejeros habían comprendido que se trataba de una ayuda necesaria para un hombre que se había visto convertido en monarca antes de tener la adecuada preparación. Y cuando Danube hubo madurado, después de aprender las sutilezas de conducir suavemente a la gente a someterse de buen grado, y de negociar con el embajador de Behren garantizándole beneficios particulares a cambio de políticas que favorecerían a Honce el Oso, el poder de la Iglesia había retrocedido. El abad Je’howith parecía satisfecho con su cómoda posición entre bastidores.
Pero en aquellos momentos, Danube comprendía que la situación había cambiado sustancialmente. Y no se trataba de un poder temporal ostentado por el padre abad Markwart y por su viejo amigo Je’howith, se recordaba constantemente a sí mismo, pues había sido Je’howith quien lo había persuadido para que pusiera un obispo en lugar de un barón al frente del gobierno de Palmaris. De ese modo, había dado a la Iglesia un asidero firme, y desmontarlo no resultaría tarea fácil.
Sabía que tenía que revocar ese cargo de inmediato y que tenía que hablar en privado con Markwart para recordarle cuál era su lugar y que allí debía quedarse, si no quería correr el riesgo de que una guerra enfrentara el poder del reino con la Iglesia abellicana. Danube estaba convencido de ganar esa guerra. Tal vez no podría conquistar Saint Mere Abelle, aquella vasta e imponente fortaleza, pero sus ejércitos —veinte mil hombres, incluida la poderosa brigada Todo Corazón— podrían, sin duda, forzar a los monjes a recluirse en su monasterio y mantenerlos allí encerrados.
Danube se decía que la guerra no llegaría a estallar jamás, pues el padre abad, que no era ningún insensato, se daría cuenta, sin duda, de la locura de semejante decisión y se echaría atrás.
Pero el rey sabía que había algo más. Markwart lo había visitado en su dormitorio privado en Ursal, pasando ante guardias y cruzando muros de piedra. El rey Danube no dudaba que el reino podía ganar, o por lo menos forzar con la Iglesia abellicana un armisticio en condiciones favorables; pero aquella guerra podía convertirse en una batalla personal entre él y Markwart, y esa, lo admitía, no podía ganarla.
Así pues, permaneció con la mirada fija en la ventana, asustado como nunca lo había estado y sintiéndose desvalido por vez primera en su vida adulta.
—Me has convocado, mi rey —dijo detrás de él la voz amable de Constance Pemblebury.
Danube se dio la vuelta para mirar a la mujer. «Constance es todavía muy atractiva», advirtió. Su cabello rubio rosáceo había perdido cierto esplendor, pero los treinta y cinco inviernos no habían quitado el brillo de sus centelleantes ojos azules, o la suavidad de sus mejillas adornadas con sendos hoyuelos. Hacía muchos años había sido amante de Danube —eso no era ningún secreto en la corte de Ursal— y muchos suponían que esa relación era la única razón por la que Constance había sido catapultada a tan alta posición como consejera personal, y que por eso estaba en buena situación para conseguir un ducado especial para ella. Pero aquella relación personal no había tenido nada que ver con su promoción. El rey la respetaba por su inteligencia y por su perspicacia. Constance era la mejor conocedora de la personalidad humana que el rey Danube jamás había encontrado y, por supuesto, mejor que Kalas.
—Tengo que ir hacia el norte con el duque Kalas —le explicó Danube.
Constance frunció el entrecejo ante aquella evidente exclusión.
—El padre abad Markwart sabe dónde está escondido ese hombre llamado Pájaro de la Noche y, por consiguiente, ha decidido perseguirlo personalmente con un contingente de cien monjes abellicanos, el anterior obispo entre ellos —le explicó Danube.
—Y desde luego, no puedes menos que ir —asintió Constance—. Si el padre abad regresara a Palmaris con el fugitivo apresado, entonces su popularidad aumentaría sensiblemente, en detrimento del rey Danube.
—Así parece —admitió el rey.
—Te llevas a Kalas como contrapeso de De’Unnero —continuó la perspicaz Constance—. ¿Tu paladín contra el de Markwart?
El rey se estremeció.
—Procura que ese combate no se produzca —le avisó Constance—. Respeto al duque Kalas y todo lo que ha conseguido, como guerrero y como noble, pero creo que De’Unnero es muy superior, y el orgullo de Kalas siempre le impedirá aceptar ese hecho. Si Kalas se enfrenta a De’Unnero, la corona estará perdida.
El rey Danube comprendió que era un buen consejo, y aquello no hizo más que reafirmar su confianza en ella. Entonces, atravesó la sala hasta situarse frente a la mujer y levantó la mano para darle una cariñosa palmadita en la mejilla.
—Ahora te necesito —le explicó—; tal vez, más que nunca.
Inesperadamente, ella lo besó, aunque no fue un beso apasionado. Después, la mujer se retiró un poco y asintió con la cabeza.
—En efecto —dijo ella—, el abad Je’howith no es amigo de la corona y estará a tu lado mientras crea que tienes una posición hegemónica frente a Markwart. ¿Te fijaste dónde decidió sentarse en la mesa?
—¿Qué debo hacer? —le preguntó Danube.
—Suprime el cargo de obispo —le aconsejó—. Echa a Markwart de Chasewind Manor y nombra al duque Kalas barón provisional, hasta que encontremos el sustituto adecuado de Bildeborough.
Danube sabía que eran palabras muy sensatas, pero imposibles de llevar a la práctica debido a su reunión privada con el espectro de Markwart.
—El padre abad Markwart ya ha decidido que Saint Precious tendrá de nuevo un abad convencional —prosiguió Constance—. Eso otorga mucho poder en Palmaris a la Iglesia abellicana.
—No discrepo, pero no es tan fácil como parece —repuso Danube, volviendo la cabeza.
Estuvo a punto de contarle la verdad, pero se sintió incapaz de confesar su miedo.
—¿Por qué? —insistió Constance.
Danube, de repente, volvió la cabeza hacia ella y agitó la mano como para dar el tema por zanjado.
—Discutiremos la estructura del gobierno de Palmaris cuando regrese del viaje al norte —le explicó—. Ahora te necesito en la ciudad para que te conviertas en mis ojos y en mis oídos. Creo que mis fuerzas en esa cruzada del norte no deben ser inferiores a las del padre abad. Kalas y la brigada Todo Corazón me acompañarán: será una espléndida demostración de poder. Tú te quedarás con un fuerte contingente de soldados del rey y de marineros para que te sirvan de fuerza base a partir de la cual consolidar un dominio aún mayor. A los ojos de todos, vas a ser mi vista y mis oídos, verás y escucharás los edictos del obispo Francis, el cual, según he entendido, se quedará en Saint Precious.
—¿No en Chasewind Manor? —inquirió Constance, que se preguntaba si aquello tenía algún significado.
—En Saint Precious, por lo que me han contado —respondió el rey—. Quizá Markwart no está todavía decidido a confiar al obispo Francis tanta responsabilidad como aparentemente proclama.
—En ese caso, es probable que el nuevo obispo no vaya a hacer gran cosa en ausencia del padre abad —dedujo Constance.
—Eso espero —respondió el rey—. Y en ausencia de Markwart y de De’Unnero, del rey y del duque Kalas, la voz más poderosa en Palmaris debe ser la de Constance Pemblebury.
—Y con todo, todavía no me has dicho que también tendré que ser tu boca —razonó la mujer.
—No de forma pública —le explicó el rey—. Más bien debemos pasar desapercibidos. Encárgate de vigilar al obispo Francis y asegúrate de que no realiza ninguna maniobra para ampliar el poder de la Iglesia. En este asunto, voy a dejar que decidas por ti misma. Lanza la guarnición contra Saint Precious en caso de que lo creas conveniente.
Constance retrocedió, boquiabierta, sin dar crédito a lo que estaba escuchando.
—¿Me pides que desencadene una guerra contra la Iglesia abellicana?
—No, no te pido nada de eso —replicó el rey—. Pero tengo plena confianza en tu criterio. Si la Iglesia pretende dar un zarpazo al poder en mi ausencia, Constance Pemblebury debe detenerla.
La mujer asintió con un movimiento de cabeza.
—Te necesito, Constance —le dijo Danube con sinceridad mientras se acercaba a la mujer y la cogía por los hombros—. Si me fallas en esto, ten por seguro que la corona lo pagará caro; ten por seguro que pasaremos el resto de nuestras vidas amenazados por la Iglesia abellicana.
El peso de aquellas palabras la dejó sin aliento. Luego, el rey Danube se le acercó aún más, puso sus labios sobre los de la mujer y la besó apasionadamente. Intentó llevar las cosas más lejos, pero Constance lo detuvo, retrocediendo.
—Cuando regrese de las tierras del norte, tú y yo tendremos mucho que hablar —dijo con serenidad el rey Danube.
—Soy demasiado mayor para ser una amante —insistió la mujer.
El rey asintió con la cabeza, dándole a entender que sus planes iban más allá.
Luego, la soltó después de darle un beso rápido en la mejilla y de prometerle que volvería antes del verano.
Durante un buen rato, Constance se quedó en el silencio de la sala vacía. Recordó la primera vez que ella y el rey Danube habían hecho el amor, cuando él acababa de cumplir veinte años y ella era una chica de diecisiete. La misma edad que Vivian, con quien Danube se había casado a la mañana siguiente.
Su relación amorosa había durado varios meses, poco menos de un año de pasión y emociones. Vivian lo sabía —¡tenía que saberlo!—, pero no se enfrentó ni una sola vez a Constance. Por supuesto, si Vivian hubiera tenido que enfrentarse a todas las amantes de su marido habría tenido muy poco tiempo para ocuparse de su propio amante.
Al cabo de bastantes años, mucho después de la muerte de Vivian, Danube había vuelto a Constance, y ella le había dejado compartir su cama. Las pasiones del rey, por aquel entonces, se habían calmado. Constance estaba muy segura de que fue su única amante durante los meses que duró la relación; pero él no quería casarse con ella: decía que no podía, que su sangre no era lo bastante pura como para satisfacer a los nobles. Constance sabía que estaba en lo cierto. Únicamente, grandes logros personales podían convertirla en una adecuada reina de Honce el Oso. Entonces, después de tantos años, cuando el rey, algo envejecido, soportaba mucha presión para que tuviera un heredero —que fuera legítimo, pues se rumoreaba que Danube había engendrado por lo menos dos hijos ilegítimos—, Constance ya había conseguido aquellos logros personales y sería considerada adecuada.
Pero estaba tan cerca de los cuarenta como de los treinta, y próxima al fin de sus años fértiles, y la razón más importante del rey para casarse era tener un heredero.
Constance consideró la realidad de la situación, analizó los posibles riesgos y la angustia que sentiría si no podía quedar embarazada. ¡El rey Danube anularía enseguida el matrimonio —si tenía suerte— o, si la Iglesia no concedía la anulación, tal vez incluso se vería obligado a hacer que la mataran!
Pero las posibles ventajas eran demasiado tentadoras para que Constance Pemblebury rechazara la idea. Le gustaría ser reina, aunque no se hacía ilusiones de que ese título le fuera a otorgar verdadero poder. La ley en Ursal era muy explícita: la esposa de Danube sería reina mientras Danube fuera rey, pero si moría sin descendencia, entonces asumiría el trono su hermano, Midalis Brock Ursal, príncipe de Vanguard. Y Constance también comprendía que, incluso en vida del rey, ninguna reina ostentaría mucho poder al lado del enérgico Danube Brock Ursal. Pero, con todo, las posibilidades…
A Constance le gustaba la idea de tener al rey pendiente de sus consejos, de ser capaz de influir en el problemático Kalas y en todos los demás; pero, por encima de todo, le fascinaba la idea de ser la madre del futuro rey, de ser capaz de moldear el niño a su manera, de prepararlo para gobernar del modo como ella habría querido hacerlo si el destino le hubiera deparado el linaje apropiado.
«Por consiguiente, sí —murmuró—, me ocuparé de Palmaris con toda la sensatez de que sea capaz». Decidió que su conducta agradaría en grado sumo al rey Danube a su retorno. Y entonces, cuando se acercara a ella, insistiría sobre la cuestión y lo obligaría a entrar en detalles sobre lo que él le había insinuado aquella mañana antes de irse.
Desde la ventana, Constance contempló la impresionante comitiva: el rey Danube y el duque Kalas, a la cabeza, cruzaban las puertas de la mansión, seguidos por cien espléndidos soldados de la brigada Todo Corazón; las cotas de malla, las puntas de las lanzas y los grandes cascos relucían bajo el sol matinal. Era, tal vez, la brigada más poderosa del mundo, la guardia personal del rey de Honce el Oso.
«Y —musitó Constante— la guardia personal de la reina de Honce el Oso».
—Te dejo ingentes recursos —le dijo el padre abad Markwart al obispo Francis, entregándole una bolsa de gemas. La mayor parte eran grafitos y otras potentes piedras ofensivas, según observó Francis—. Tus obligaciones, aquí, serán críticas durante las semanas en que el abad De’Unnero y yo estemos fuera.
—Dime qué quieres que haga y lo haré —afirmó, disciplinado, Francis.
—En el mejor de los casos, no tendrás que hacer nada —le respondió Markwart—; mantén la situación actual, no emprendas ninguna acción pública que pueda molestar a la gente o a quienquiera que el rey Danube haya dejado como portavoz en la ciudad. Probablemente, será Constance Pemblebury; no la infravalores. El abad Je’howith la tiene en alta consideración. También es posible que, dada la gravedad de la situación, algunos otros duques vengan a Palmaris, tal vez, el duque del Miriánico.
—Maese Engress será tu segundo —prosiguió Markwart—; no esperes gran cosa de él. Es viejo y, al parecer, está cansado de todo, y habría sido mejor que se hubiera quedado en Saint Mere Abelle, donde, ahora lo veo, debería haberlo dejado; debería haber traído en su lugar un hombre joven y fuerte. No obstante, Engress conserva la categoría de padre y, dado que está aquí, debemos tener cuidado y tratarlo con respeto. Pero no te apures, pues la situación se solucionará, nuestras filas se van a reforzar por la base: un contingente de ochenta hermanos salió de la abadía y ya está en camino para consolidar tus fuerzas.
—Pero no tengo que hacer nada —se atrevió a comentar Francis.
—En el mejor de los casos —le recordó Markwart—. A mi vuelta, deseo encontrar el mismo equilibrio de poder que existe ahora en Palmaris. Si regreso y encuentro Palmaris tal como la dejé, ten por seguro que me habrás rendido un gran servicio. Con todo, me temo que no resulte tarea fácil. Podría ser que el rey Danube aprovechara mi ausencia para mejorar su posición en la ciudad, y eso no debes permitirlo.
—¿Cómo podría mejorarla? —preguntó Francis—. No dispondrá de una figura oficial de entidad, dado que él no estará y en la ciudad no hay barón.
—El campo de batalla será los corazones de los soldados de la ciudad —respondió Markwart—, muchos de los cuales ya están en la corte del rey. Debes controlar bien a los leales a la Iglesia.
—No te fallaré, padre abad —dijo Francis, consciente de su deber.
Markwart asintió con la cabeza y se dispuso a irse, pero se detuvo.
—Y trasládate a Chasewind Manor —añadió casi como si se le acabara de ocurrir—. Deja a maese Engress a cargo de Saint Precious en ausencia del abad De’Unnero, junto con el hermano Talumus, que apaciguará a los monjes de Palmaris. No quiero romper la tradición de alojar al obispo en aquella gran mansión.
Francis no replicó, pero no pudo ocultar su sorpresa ante aquel uso de la palabra tradición.
—Todas las tradiciones deben empezar en algún lugar y en algún momento —dijo, astutamente, el padre abad—. Vivirás allí, de ahora en adelante, y también alojarás a los monjes que lleguen de Saint Mere Abelle en esa gran mansión, en vez de hacerlo en la abadía. Conserva asimismo a muchos de los guardianes de la ciudad; trátalos bien, fortalece su confianza y su lealtad, pero bajo ningún concepto les confíes nada de importancia.
Mientras el padre abad Markwart salía de la habitación, Francis miraba fijamente por la ventana con la misma expresión decidida que había mostrado Constance Pemblebury aquella misma mañana, y su determinación no era menos firme que la de la ambiciosa mujer.
El rey Danube, el duque Kalas y el centenar de soldados de la brigada Todo Corazón salieron a toda prisa por la puerta norte de la ciudad.
Flanqueándolos, avanzaba la comitiva abellicana; en medio iba el padre abad Markwart, en el carruaje de caballos, que todavía tenía el agujero que le había perforado la gema y que, a pesar de los mejores esfuerzos de los hermanos de Saint Precious, aún estaba manchado con la sangre seca de Markwart. El abad De’Unnero y un centenar de monjes, algunos de Saint Mere Abelle, pero la mayoría de Saint Precious, iban junto al carruaje y ofrecían un aspecto poco llamativo con sus hábitos marrones.
Inmediatamente después de cruzar las puertas de la ciudad, el duque Kalas hizo detener a la brigada Todo Corazón, y el rey se fue a hablar con Markwart.
—Habías indicado que avanzaríamos a toda velocidad —comentó Danube mientras daba un fuerte tirón a las riendas de su exuberante semental, un To-gai-ru, pues el impaciente caballo tenía evidentes ganas de salir al galope.
—Claro —repuso el padre abad, en tanto se encogía de hombros como si quisiera dar a entender a Danube que no sabía a cuento de qué venía la pregunta.
El rey miró a su alrededor, hacia los monjes, y le respondió encogiendo los hombros a su vez.
—¿Van a ir al mismo paso que los caballos? —preguntó.
—Solamente si mis hermanos deciden andar despacio —repuso Markwart.
El rey Danube volvió a medio galope junto a Kalas.
—Creen que pueden seguir nuestro ritmo —le dijo al duque mientras sonreía lleno de ironía—. Ya lo veremos.
El duque Kalas estuvo más que contento de complacerlo y los soldados de la brigada Todo Corazón emprendieron un veloz trote.
Y también los monjes abellicanos, soberbiamente adiestrados y entrenados, caminaron con un trote suelto. De forma sorprendente, al cabo de media hora, no se habían quedado rezagados; de forma sorprendente, mantenían la velocidad con unas zancadas increíblemente rápidas y largas.
El rey echó un enojado vistazo al duque, pero Kalas, sin saber qué hacer, se limitó a encogerse de hombros. ¡Nadie podía mantener una marcha tan rápida durante tanto tiempo! El duque Kalas calculó que aquella jornada recorrerían unos cincuenta kilómetros si mantenían aquel ritmo; representaba un esfuerzo brutal para un caballo, algo prácticamente imposible para un hombre y, sin duda, algo que nadie podía repetir al día siguiente ni al otro.
Hicieron una pausa para la comida del mediodía y, luego, trotaron de nuevo. Sin ninguna dificultad, los monjes, que apenas parecían cansados, mantenían el mismo ritmo que los soldados a caballo de la brigada Todo Corazón.
Aquella noche, cuando acamparon, habían dejado atrás unos cincuenta kilómetros, pero a Kalas y a Danube les pareció como si los soldados y los caballos estuvieran más fatigados que los monjes.
—No es posible —le comentó el duque al rey.
Aunque deseaba contestarle que aquello era obviamente posible, el rey Danube se limitó a sentarse y a sacudir la cabeza como si negara la realidad.
En efecto, nadie comprendió lo sucedido: el padre abad Markwart, ayudado por su voz interior, había descubierto un nuevo uso de la malaquita, la piedra de la levitación. Sentado cómodamente en su carruaje, utilizó una piedra del alma para conectarse mentalmente con todos sus hermanos. Luego, junto con varios monjes, usó la piedra para que todos los monjes que iban a pie pudieran correr poco menos que en condiciones de ingravidez. Sus pies, cuando se detuvieron en el campamento para pasar la noche, no tenían ampollas, y sus músculos no estaban más cansados que si, simplemente, hubieran dado un buen paseo.
El padre abad y De’Unnero se sentaron juntos a un lado del campamento, disfrutando ambos con la evidente preocupación del rey y sus hombres. Al principio, Markwart había planeado que los hermanos irían a caballo, pero los monjes abellicanos, que nunca tuvieron fama de buenos jinetes, no tenían cuadras. Markwart era consciente de que su grupo jamás sería capaz de mantener el ritmo impuesto por los caballos To-gai-ru y los soberbiamente adiestrados jinetes de la brigada Todo Corazón. Tanto a Markwart como a De’Unnero les habría fastidiado mucho pensar que aquel viaje al norte demostrara que los hombres del rey eran superiores a los suyos.
Pero entonces la voz interior le enseñó una nueva forma de usar una vieja piedra.
De ese modo, los derrotados eran Danube y Kalas. Aunque sus hombres parecían tan espléndidos y vistosos con sus armaduras relucientes y montaban impresionantes corceles, los monjes a pie los habían humillado.