12

A muchos kilómetros

Se había despertado lo suficiente como para darse cuenta de que había perdido a su hijo. Aunque debería haber vuelto a dormirse, pues tenía el cuerpo terriblemente castigado, no pudo. Estaba sentada en la silenciosa oscuridad de la bodega del Saudi Jacintha.

Colleen Kilronney entró en la pequeña sala poco después, pero Pony no dio señal alguna de verla; se limitaba a permanecer sentada, balanceándose, con la mirada perdida en la oscuridad.

—¡Qué bien que estés despierta! —le dijo Colleen.

No hubo respuesta.

—¡Ah!, es el mismísimo diablo —exclamó la mujer guerrero, furiosa—. ¿El padre abad? ¡Bah! ¡Es un diablo y le haré pagar lo que te ha hecho, no lo dudes!

No hubo respuesta.

—Y mi propio primo —prosiguió Colleen—, capitán de los soldados del rey, hermoso y reluciente por fuera, y por dentro con un corazón tan tenebroso como el del maldito obispo. ¡Oh, pero a él también le voy a dar su merecido!

Tampoco hubo respuesta. Pony ni siquiera la miró, y Colleen se rindió y salió de la bodega.

—Está grave, sin duda —dijo la pelirroja a Belster y al capitán Al’u’met cuando se reunió con ellos en el camarote de este último—. El diablo se lo sacó y le dejó un vacío que tardará mucho tiempo en llenarse.

—Traté de aconsejarle que no luchara con él —intervino Belster.

—Su causa era justa —insistió Al’u’met.

—Claro, eso no lo discuto —repuso el posadero—; pero no se puede librar una batalla sin esperanzas de ganarla. Ese Markwart es demasiado fuerte, y también lo es el obispo.

—Eso no significa que intentarlo fuera un error —arguyó Al’u’met.

—Tal vez no fuera un error, pero sin duda fue una insensatez —comentó Belster, volviendo la cabeza.

Sabía que no convencería al marino behrenés, pero tampoco tenía intención de cambiar su postura.

—A lo mejor crees que su causa no merecía correr riesgos —observó Al’u’met sin tapujos.

Belster hizo una mueca de disgusto; sabía que su punto flaco era la gente como los behreneses de piel negra. De hecho, tenía que admitir que se habría inclinado más a librar una batalla contra la Iglesia si los perseguidos hubieran sido amigos suyos: hombres oso, tal como a veces se llamaba a los ciudadanos de Honce el Oso, y de un linaje equiparable al del propio Belster. Consideró la posibilidad de no hacer caso del capitán, pero, al pensar en Pony, se dio cuenta de que había llegado el momento de enfrentarse a la verdad.

Miró a Al’u’met a los ojos.

—Tal vez tu manera de pensar tenga sentido —dijo—; al igual que muchos otros en Palmaris, no he simpatizado nunca con los de tu raza, capitán Al’u’met.

—Pony se pondría muy triste si viera cómo os peleáis —comentó Colleen secamente.

Nadie le hizo el menor caso; los dos hombres siguieron mirándose fijamente el uno al otro. No se trataba de ver quién resistía más, sino que cada uno quería formarse una idea veraz del otro.

Al’u’met bajó la vista el primero y soltó una risita.

—Bueno, maese O’Comely, tendremos que enseñarte nuestra verdadera naturaleza, para que nos puedas conocer mejor.

Belster sonrió y asintió con la cabeza; tal vez, había llegado la hora de que dedicara una mirada más limpia y sincera a las gentes del reino del sur.

Pero ambos consideraron oportuno aplazar aquella cuestión para otro día. Entonces, la puerta se abrió inesperada y bruscamente, y una Pony de rostro ojeroso apareció en el umbral.

—Necesito ver a Elbryan —susurró.

—Está lejos, en el norte —le respondió Belster, mientras se le acercaba y le ponía el brazo alrededor de la cintura para ayudarla.

Pony, que parecía necesitar aquella ayuda, sacudió la cabeza.

—Necesito ver a Elbryan —repitió impasiblemente, como si la distancia no importara—; ahora mismo.

La mirada de Belster pasó de la chica a Colleen y a Al’u’met.

—Recupera las fuerzas, muchacha —le dijo Colleen con determinación—; recupera las fuerzas y, entonces, te llevaré al norte para que te reúnas con tu amado.

—Colleen… —se dispuso a protestar Belster, pero Al’u’met lo cortó de golpe.

—Las puedo llevar por mar al norte de la ciudad —dijo el capitán.

—¿Qué tonterías estáis diciendo? —preguntó Belster—. ¿Estaba poco menos que muerta, y ahora estáis planeando que haga un largo viaje cuando el invierno todavía no ha terminado?

—¿Crees que está más segura en Palmaris? —repuso Colleen—. Estará mejor con su amado, digo yo, que si permanece aquí, donde, con toda seguridad, el diabólico Markwart la encontrará.

—Puedo hablar por mí misma —dijo Pony con frialdad— y elegir mi propio camino. Me quedaré un día o dos, pero no más. Y entonces, me iré junto a Elbryan, sea lo que sea lo que vosotros tres hayáis decidido hacer conmigo —añadió.

Dicho eso, se dio la vuelta y se fue.

—¡Oh, yo iré con ella! —exclamó Colleen, cuya cólera parecía a punto de estallar—. ¡Le debo una visita a mi querido primo Shamus; una visita que no desea, sin ninguna duda!

Belster y Al’u’met se miraron el uno al otro. Ambos comprendían el peligro que comportaba la actual situación en Palmaris, ambos temían que pronto las cosas podían ir muchísimo peor.

No era propiamente un refugio, tan sólo montones de piedras con haces de arbustos esparcidos en la parte superior. Pero aunque otra tormenta había enterrado Barbacan bajo una capa de nieve de varios palmos y aunque los puertos de montaña hacia el sur estaban prácticamente intransitables, el refugio en el sagrado altiplano, junto a la tumba de Avelyn, no necesitaba ser resistente ni cálido. Parecía que la mano del invierno, como la de los trasgos, no podía tocar aquel lugar, y en él todas las criaturas, ya fueran hombres o elfos, centauros o caballos, no sólo se sentían cómodas, sino incluso en perfectas condiciones. Los hombres que habían resultado malheridos en el combate con los trasgos —incluso el soldado que estuvo a punto de morir, y Bradwarden, tan destrozado y maltrecho— mejoraron rápidamente, y Tiel’marawee se había curado por completo.

Elbryan no se lo explicaba, ni tampoco los demás, a menos que, llenos de gozo, lo consideraran un milagro.

Y aunque estaba contento de que hubieran sobrevivido, Elbryan pasaba muchas horas con una melancólica mirada fija en los bloqueados senderos del sur, y sus pensamientos se consagraban a Pony y al hijo que esperaba.

—Poco después del inicio de la primavera, diría yo —le explicó a Bradwarden, cuando el centauro le preguntó para cuándo esperaban el hijo.

—Conseguiremos llevarte allí antes —insistió el centauro.

Pero si no podían salir de Barbacan en dos semanas —y nadie creía que eso fuera a ser posible—, difícilmente podrían recorrer los casi mil kilómetros de regreso a Palmaris y llegar a tiempo.

Elbryan no podía hacer otra cosa más que permanecer con la mirada fija y esperar que su querida Pony estuviera bien y que el hijo naciera sin problemas.

No sabía que su mujer ya había perdido el hijo.

—Me voy —anunció Tiel’marawee, acercándoseles.

—Hay mucha nieve, espesores más altos que un elfo —repuso Bradwarden.

Tiel’marawee arrugó la cara con escepticismo. ¡La nieve nunca había sido obstáculo para los pies ligeros de los Touel’alfar!

—¿Cuál es tu destino? —le preguntó el guardabosque con sincero interés—. ¿Palmaris?

—Tengo que informar a la señora Dasslerond del obispo De’Unnero y de la amenaza que se cierne sobre los Touel’alfar —explicó la elfa—. Probablemente, la encontraré en Palmaris.

—Iré contigo —dijo, de repente, el guardabosque.

La elfa se burló de aquella idea.

—Ahora no puedes llevar a tu caballo por los desfiladeros —dijo—; ni siquiera podrías lograr que bajara del altiplano hasta el valle.

—Iré a pie.

—No tengo tiempo para esperarte, guardabosque —respondió Tiel’marawee con aire severo.

Dicho eso, saltó del altiplano, batió las alas y alcanzó un saliente situado diez metros por debajo de ellos, un punto al que Elbryan hubiera tardado media hora en llegar.

La elfa no se molestó en mirar atrás.

—Pronto volverás a estar con Pony —dijo Bradwarden para consolarlo mientras la elfa se alejaba hasta desaparecer por el telón mineral de la enorme montaña devastada.

—No lo bastante pronto —respondió Elbryan.

—¿Y que pasará con ellos? —le preguntó el centauro, en tanto con la cabeza señalaba en dirección a los monjes y a los soldados.

—Creo que el hermano Braumin y los otros monjes han decidido quedarse a vivir aquí —contestó el guardabosque—. Estoy seguro de que Roger vendrá conmigo.

—La temperatura es buena y no hay monstruos —dijo el centauro—, aunque deberán darse prisa para conseguir comida.

—No sé muy bien lo que piensan hacer Shamus y los soldados —admitió el guardabosque—; dudo que quieran regresar a Palmaris, por lo menos hasta que hayan establecido algún contacto con otro emisario del rey o del padre abad, para que puedan hacerse una idea más precisa de la situación en que se encuentran.

—No hay mucho que precisar —dijo el centauro—; si vuelven, los colgarán. O los quemarán. Parece que los monjes sienten predilección por las hogueras.

—Shamus tendrá que decidir su propio camino —dijo el guardabosque, encogiéndose de hombros—; el mío conduce hacia Pony.

—Y ella se pondrá muy contenta al verte —dijo Bradwarden.

—¿De veras?

La pregunta cogió al centauro con la guardia baja, hasta que consideró lo que Tiel’marawee le había contado sobre la reacción de Elbryan ante la marcha de Pony: el guardabosque temía que ella le hubiera dejado sabiendo que esperaba un hijo y hubiera decidido no decírselo.

—Es la mujer más valiente que he visto en mi vida —comentó el centauro—, y aún más valiente si son ciertos tus temores de que te dejó a pesar de saber que esperaba un hijo.

Elbryan se quedó perplejo.

—Sabía que a ti te aguardaba un camino distinto, muchacho —le explicó Bradwarden—; sabía que tenías que seguirlo, y también sabía que ella no podía hacerlo.

—Te comportas como si ella también te lo hubiera contado a ti —le acusó el guardabosque.

—¿Y tú la valoras tan poco como para creer tal cosa? —le contestó el centauro—. La conoces mejor, y sabes que, haya hecho lo que haya hecho, lo ha hecho de corazón y por tu bien.

Elbryan no supo qué responder, y de hecho, en aquel momento buena parte de su enfado se desvaneció, mientras se recordaba a sí mismo todo lo que Pony había tenido que pasar durante los últimos meses. Siguió esperando con apremiante impaciencia el regreso al sur desde Barbacan, pero entonces esa impaciencia se debía al cúmulo de emociones provocadas por el miedo que sentía por Pony.

Fiel a su palabra, el capitán Al’u’met, al día siguiente, hizo salir el Saudi Jacintha de Palmaris, a pesar de los fuertes vientos y de las aguas agitadas.

Pony y Colleen Kilronney subieron a cubierta cuando el barco hubo zarpado del puerto, a tiempo para distinguir la solitaria figura de Belster O’Comely de pie en el muelle, con la mirada fija en el bajel que se alejaba.

—Creo que le has destrozado el corazón —le comentó Colleen a Pony—. Tal vez se tomó demasiado en serio tu caracterización como su esposa.

La broma aportó poco consuelo a la afligida Pony. No le contestó, y permaneció en la borda, mirando hacia Palmaris y preguntándose si regresaría algún día, e incluso si querría hacerlo. Todavía quería vengarse de Markwart, más que nunca, pero se sentía impotente. La había derrotado, y entonces todo lo que ella deseaba era encontrarse de nuevo en brazos de Elbryan, lejos, muy lejos, de la desgraciada Palmaris.

—Maese O’Comely sólo tenía miedo por ti —observó el capitán Al’u’met mientras se acercaba a ellas dos—. No está en desacuerdo con tu decisión de dejar Palmaris, pero teme que aún no te encuentres en condiciones de viajar, en especial teniendo en cuenta que es posible que el tiempo invernal no haya terminado del todo.

—Tiene demasiado miedo —repuso Pony con cierta frialdad—. Durante muchos años he vivido en las fronteras de las tierras civilizadas: ¿tengo que temer más al invierno que a la Iglesia abellicana?

—Un saludable respeto para ambos sería lo más conveniente —comentó el capitán—; pero no eches las culpas sobre las espaldas de Belster O’Comely. Es un buen amigo, por lo que yo sé.

—Claro que lo es —admitió Pony—, y no creas que no me preocupo por él. Se ha quedado en Palmaris, y ese lugar, me temo, es muchísimo más peligroso que la más salvaje de las estribaciones de las Tierras Agrestes.

Nadie le discutió aquella opinión.

El capitán Al’u’met desembarcó a Pony y a Colleen con sus caballos en la costa norte de la ciudad, les deseó suerte y les prometió que velaría por Belster y los demás.

—Realmente, ese hombre ruega por la paz —comentó Pony cuando las dos se pusieron en marcha por un fangoso sendero.

—Una buena plegaria, en mi opinión —respondió Colleen.

—Una paz que dejaría en el poder a De’Unnero y Markwart —dijo Pony.

Colleen dejó la conversación en aquel punto, pues sabía que podrían enfadarse más que nunca. La mujer guerrera odiaba a los jerarcas de la Iglesia, a los hombres responsables de la muerte de su querido barón, tanto como Pony. ¡Y cuánto le habría gustado que el atentado de Pony contra el horrible Markwart hubiera salido bien!

Pero sabía que la realidad era muy distinta y confiaba en que Pony llegaría a comprenderlo. Si había que pelear, Colleen pelearía duro y esperaría la oportunidad de bajarle los humos a su ostentoso primo antes de que ella y sus aliados fueran inevitablemente vencidos. Pero a diferencia de Pony, la mujer guerrera no estaba segura de desear esa pelea, no en aquellos momentos, no después de haber visto el poder de Markwart, el cual, según decían los soldados destacados en Chasewind Manor y en la mansión de Aloysius Crump, tenía la sartén por el mango en las negociaciones con el rey Danube. No, Colleen reconocía —aunque Pony fuera incapaz de hacerlo— que, en aquellos momentos, ninguna rebelión de campesinos en Palmaris tenía posibilidades de éxito.

Cabalgaron durante el resto del día y aceptaron la invitación de un granjero para cenar y dormir en un lugar cálido y seco.

Ignoraban que en aquellos momentos se estaba planeando otra expedición que saldría de Palmaris: el padre abad estaba organizando con sus subordinados un viaje hacia el norte para llevar al infame Pájaro de la Noche ante el simulacro de justicia por el que se regía entonces la Iglesia abellicana.