Mientras se acercaba a la puerta norte de Palmaris, únicamente la cólera impedía a Marcalo De’Unnero sentir temor ante la reacción del padre abad Markwart cuando viera que el obispo no había conseguido atrapar al Pájaro de la Noche. Tuvo que pararse en la puerta para responder a las preguntas de los guardias que no lo habían reconocido. El monje los fulminó con la mirada, y ellos vacilaron. Al fin, un soldado que conocía al obispo se les acercó, aterrorizado, y se llevó al ofendido y encolerizado De’Unnero. Durante el rápido trayecto hasta Chasewind Manor, De’Unnero se enteró de todas las novedades: el intento de asesinato del padre abad Markwart, los rumores de continuas peleas entre el rey Danube —que se alojaba en la mansión de Aloysius Crump— y el padre abad, que había tomado como residencia la más lujosa de Chasewind Manor, y algo más que no gustó a De’Unnero: el efusivo soporte popular recibido por el nuevo obispo, Francis Dellacourt.
De’Unnero entró, raudo, en Chasewind Manor, y ni siquiera esperó a que lo anunciaran debidamente para irrumpir bruscamente en el jardín acristalado donde el padre abad tomaba la comida de la mañana con el hermano —¿o había que llamarlo padre, o abad, o bien obispo?— Francis a su lado.
—La cara que pones me basta para saber que el Pájaro de la Noche sigue tan esquivo como siempre —observó el padre abad con no poco sarcasmo en el tono de voz.
El padre abad se había instalado confortablemente. Había ido a Chasewind Manor el día siguiente a su inesperada reunión con el rey Danube en Saint Precious, la mañana después de que dejara maltrecha a Jill en un campo fuera de Palmaris, pues era consciente de que, si no establecía su residencia allí, lo iba a hacer el rey.
—Lo atrapé —repuso De’Unnero con ira— en las Tierras Agrestes, mucho más al norte de las Tierras Boscosas, camino de Barbacan.
—¿Barbacan? —repitió Francis con incredulidad.
La expresión de Francis fue fiel reflejo de lo que Markwart sentía, sin embargo el anciano padre abad mantuvo un gesto sereno e impasible.
—El Pájaro de la Noche se salvó gracias a sus amigos —prosiguió De’Unnero—. Luché con él en un combate limpio, y soy el más fuerte.
—Y con todo, sigue libre —dijo secamente Markwart.
De’Unnero se calmó un poco y asintió con la cabeza, sin saber qué decir.
—¿Y qué hay de aquella mujer llamada Jill? —preguntó poco después el padre abad.
—Quizás estaba entre los que me forzaron a irme antes de que pudiera completar mi victoria —mintió De’Unnero.
—En tal caso, tiene los brazos largos, amigo mío, para que pueda extenderlos a lo largo del camino que va de Palmaris a las Tierras Agrestes —dijo Markwart.
De’Unnero reflexionó un largo momento para analizar la frase, y entonces abrió mucho los ojos, pues se imaginó lo que significaba.
—¿La has visto?
El padre abad sonrió y asintió con un gesto de cabeza.
—¿Dónde está? —prosiguió, frenético, De’Unnero—. Conseguiré toda la información que quieras, padre abad. Te prometo que…
—No la tenemos —admitió Markwart—; pero ha sido neutralizada. Aunque conserva las gemas, creo que jamás representará un peligro para nosotros; con toda probabilidad, a partir de ahora, se limitará a cuidar de sí misma. Nosotros debemos concentrar nuestra atención en la ciudad y, por supuesto, debemos apaciguar al rey. El monarca, ahora mismo, está tomando su comida de la mañana en la casa del mercader que ejecutaste. Pero mientras apaciguamos a Danube, tenemos que estrechar el cerco sobre Palmaris —añadió.
Hizo una seña a De’Unnero para que se sentara; luego, agitó la mano hacia el monje que los servía para que trajera la comida de la mañana al recién llegado.
—La situación en Palmaris ha cambiado —prosiguió Markwart.
—Un guardia de la ciudad me ha contado que fuiste gravemente herido —comentó De’Unnero mientras trataba por todos los medios de no mirar la llamativa cicatriz que se extendía a lo largo de la cara marchita de Markwart—. Un ataque mágico, según me explicó el guardia, y, por consiguiente, eso me llevó a creer que la mujer estaba implicada.
—Ha recibido su merecido con creces —respondió Markwart—. La encontré y la dejé destrozada, y, del mismo modo que con tu enemigo en las tierras del norte, únicamente la acción de sus amigos impidió el éxito completo de la caza. Pero la situación no tardará en solucionarse, no lo dudes. Militares y monjes patrullan fuera y dentro de la ciudad. Esta vez no se nos escapará.
—Y entonces, recuperaremos las piedras —puntualizó Francis con cierta timidez.
Era evidente que Francis se sentía incómodo junto a de De’Unnero, el obispo a quien había sustituido.
—Es buena cosa que hayas regresado —afirmó el padre abad, como si se le acabara de ocurrir—. Aunque habría preferido que hubieras traído contigo al traidor, pues, ahora, el llamado Pájaro de la Noche se habrá convertido en un poderoso símbolo.
—Ese símbolo puede interpretarse de dos maneras distintas —osó comentar Francis.
—¡Ah, sí!, lo que se percibe es la única verdad —asintió Markwart—; pero si atrapamos a ese hombre o conseguimos su cabeza, controlaremos la imaginación de los campesinos y llegarán a comprender la verdadera amenaza para sus vidas, la verdadera maldad de Avelyn y de sus seguidores. Pero no importa. El rey Danube, ahora, no se nos opondrá, después del modo como me atacó la mujer y después de tu labor, obispo Francis, para apaciguar a las masas. Lo puse a prueba cuando vino a visitarme: le dije que todas las gemas del reino tenían que ser confiscadas por la Iglesia y no se opuso a mi pretensión. Palmaris está en nuestras manos para que la gobernemos sabia y generosamente.
Los ojos negros de De’Unnero se abrieron con desmesura. ¿Obispo Francis? ¿Apaciguando las masas? ¡El último acto oficial de De’Unnero antes de salir de la ciudad había sido la ejecución de Aloysius Crump!
—La situación ha cambiado —dijo de nuevo Markwart—. La Iglesia se ha convertido en una generosa benefactora guiada por el obispo Francis —levantó la mano para silenciar a De’Unnero antes de que pudiera empezar a soltar el previsible torrente de protestas—. El cargo que otorgué a nuestro joven hermano tenía carácter temporal, pero he llegado a la conclusión de que lo voy a convertir en permanente. Ya he hablado del tema con el abad Je’howith, que también se encuentra en Palmaris, y no se va a oponer.
El peligroso De’Unnero fulminó a Francis con la mirada.
—¿Crees que tú mereces el cargo? —le preguntó Markwart bruscamente.
—Hice lo que me mandaron —repuso De’Unnero.
Entonces, empezó a comprender, por vez primera, que las explícitas instrucciones de Markwart, incluida la pública ejecución de Crump, habían determinado que su cargo de obispo sería temporal. Markwart lo había erigido y lo había utilizado de forma tan siniestra que Francis siempre saldría beneficiado cuando lo compararan con su tenebroso antecesor.
—Admirable —asintió Markwart con una amplia sonrisa—. No criticaré jamás, en modo alguno, el mandato del obispo De’Unnero; eras exactamente lo que Palmaris necesitaba en aquellos días oscuros e inciertos. Pero la situación ha cambiado. Ha llegado el momento de emplear manos menos duras, manos que el rey Danube no pueda apartar con una palmada.
—¿Ese era el plan desde el principio? —preguntó De’Unnero.
Francis se movió, incómodo, echándose hacía atrás en su silla, como si temiera una explosión.
Pero Markwart se limitó a asentir con la cabeza.
—Como tenía que ser.
—¿Y ahora tengo que recibir un castigo? —preguntó De’Unnero, acompañando cada palabra con un gruñido.
—¿Cómo?
El anterior obispo levantó las manos con incredulidad y miró en torno, como si quisiera expresar que lo había perdido todo: el lugar, el cargo, la ciudad.
Pero Markwart permaneció en un estado de imperturbable calma.
—¿Crees que no voy a compensarte por tu lealtad y diligencia? —le preguntó con una carcajada—. Amigo mío, hay muchos puestos por asignar, y tengo planes para ti, no lo dudes, planes que satisfarán todos tus deseos. Mientras la Iglesia se abre paso en el mundo de la política civil, es de esperar que nos granjeemos enemistades de hombres poderosos, como Targon Bree Kalas, duque de Wester-Honce, a quien no le gusta que la mayor ciudad de su ducado haya caído en manos de la Iglesia. Me siento viejo y cansado; necesitaré un paladín. ¿Quién mejor que Marcalo De’Unnero?
—¿Maese De’Unnero? —le preguntó todavía al borde de la cólera—. ¿O simplemente hermano De’Unnero?
Markwart rio sonoramente.
—Abad de Saint Precious —decidió allí y entonces—. El obispo Francis ya tiene demasiados asuntos que atender. Él será la mano del Estado en Palmaris, y tú, la de la Iglesia, aunque te prometo que no voy a limitar tu influencia y tus obligaciones a esta única ciudad.
—¿Y quién responde ante quién? —preguntó De’Unnero clavando una dura mirada en Francis mientras escupía aquellas palabras.
—Mano del Estado, mano de la Iglesia —reiteró Markwart—: ambas responden ante mí. Y basta ya de discrepancias. Tenemos un oponente común: el rey Danube Brock Ursal. Hemos de estar atentos a él y a sus consejeros civiles, en particular a Kalas, el cual, según el abad Je’howith, no será un enemigo fácil. En otro tiempo, Kalas ostentó el mando de la brigada Todo Corazón y ganó dos grandes penachos para su casco. De hecho, un gran contingente de esa luchadora unidad de elite ha acompañado al rey Danube hasta Palmaris. Así pues, aunque nuestra posición parece sólida por el momento, un fallo podría dar a ese duque arribista el impulso necesario para hacerse con el poder.
Markwart miró a sus interlocutores, uno tras otro. Su fría mirada se clavó en ellos de tal modo que Francis sintió escalofríos y De’Unnero se encendió con impacientes llamas.
—Debemos contemplar todas las posibilidades —dijo con severidad el padre abad.
—¡Juega[1] contigo como si tocara el laúd! —rugió el duque Targon Bree Kalas, en el tono de voz más alto y enojado que jamás había utilizado para hablar con el rey.
La dura mirada de Danube sobrecogió al excitable hombre y le recordó cuál era su lugar.
—¿Y tú qué cuerda tratas de pulsar? —replicó con sarcasmo.
—Perdona, mi rey —interrumpió Constance Pemblebury, interponiéndose entre los dos—. Creo que el duque Kalas está preocupado por los posibles problemas de la corona —añadió, y miró con dureza a Kalas; de ningún modo pretendía ofenderla.
Danube soltó una risita, y la tensión disminuyó. Todos se daban cuenta del estado de ánimo de la ciudad. El padre abad Markwart se había convertido en una especie de héroe para la gente sencilla. Eso, en combinación con la labor del obispo Francis, que estaba demostrando ser un gobernante generoso y digno, debilitaría la posición del rey, en el caso de que Danube decidiera la supresión del cargo de obispo.
—Permitiste que proclamara su proyecto de recuperar todas las piedras mágicas —se atrevió a insistir Kalas—. ¿Cuán poderosa será la Iglesia y cuán mutilada se verá la corona?
—En la reunión, le seguí la corriente al padre abad por deferencia a su delicado estado —replicó el rey, que no parecía enfadado en absoluto, según observó con alivio Constance Pemblebury—. Sus palabras en aquella reunión no oficial no tienen ninguna fuerza legal. Y aunque Markwart proclamara, pública y abiertamente, que todas las gemas deben ser devueltas a la Iglesia, ¿cómo lo llevaría a la práctica en Ursal? ¿O en Entel, o en cualquier otra ciudad del sur donde la Iglesia dista de contar con tanta influencia como en estos lugares poco propicios del norte?
—Pero aquí, en Palmaris, en el lugar donde fue atacado y milagrosamente salvado, es un enemigo temible —comentó Constance Pemblebury.
Incluso el duque Kalas, tan obviamente frustrado, lo comprendió.
—Evidentemente —respondió el rey Danube, y aún lo encontraba más evidente que Constance o Kalas, pues era él el único que había recibido la horripilante visita del espíritu de Markwart en sus aposentos privados de Ursal.
—El carruaje, mi rey —anunció el guardaespaldas favorito de Danube.
—Debería ser él quien viniera a visitarnos —gruñó Kalas—, y nosotros deberíamos estar en Chasewind Manor y no aquí.
Danube y Constance no le hicieron caso, recogieron sus capas de viaje y se dirigieron hacia la puerta.
El abad Je’howith salió a su encuentro a las puertas de Chasewind Manor. El anciano parecía tranquilo y dio la bienvenida al rey con una amplia sonrisa y una amable palmada en la espalda.
—El obispo De’Unnero acaba de regresar a Palmaris —informó al rey—. Está a la mesa con el padre abad Markwart y con el hermano…, con maese Francis Dellacourt, a quien el padre abad ha decidido encargar que desempeñe un gran papel en la continuada labor de mejorar la situación de Palmaris.
—¡De’Unnero! —espetó el duque Kalas—. Debería cortarle la cabeza.
El abad Je’howith se limitó a sonreír y a asentir con la cabeza, sin ganas de discutir aquel tema y convencido de que, si el duque Kalas, que sin duda no era un mal luchador, alguna vez trataba de hacerlo, el peligroso monje lo destrozaría en mil pedazos. «Los guerreros del ejército del rey no comprenden cuál es la auténtica realidad», musitaba el anciano abad mientras conducía al rey y a su cortejo a la sala de reuniones. ¡Un hombre podría alcanzar el grado más alto en el ejército, podría llegar a jefe de la brigada Todo Corazón, pero aun así estaría lejos de conseguir la destreza de un hermano justicia y, desde luego, no podría albergar la menor esperanza frente a alguien como De’Unnero, que adiestraba a los hermanos justicia!
Markwart, De’Unnero y Francis estaban sentados a un extremo de una gran mesa de roble cuando el abad Je’howith guio a la comitiva hasta la sala. «El padre abad ha planificado astutamente la disposición», observó Je’howith enseguida. Por supuesto había dejado un asiento vacante en un extremo para el rey Danube, pero frente a la ventana del lado este, de forma que el rey tendría la mala suerte de tener el sol matinal de cara. Al lado del rey, a lo largo de la mesa, había seis sillas vacías, tres a cada lado; Constance Pemblebury y el duque Kalas se apresuraron a ocupar las que estaban junto al rey, a derecha e izquierda.
El abad Je’howith miró fijamente las cuatro sillas vacías, sorprendido de que Markwart hubiese previsto tantas plazas en torno a la mesa y conocedor de que el rey Danube vendría tan sólo acompañado por dos consejeros. Pero entonces Je’howith descubrió la razón, y miró al padre abad aún con mayor respeto. Era una prueba: ¿dónde se sentaría él, más cerca de los consejeros del rey, o bien al lado de los de Markwart?
Con una nerviosa ojeada al rey Danube, el viejo abad se sentó al lado de De’Unnero.
Kalas resopló. Los frentes de la batalla habían sido delimitados.
—Voy a mantenerme firme en este asunto —empezó a decir el rey Danube, interrumpiendo al padre abad cuando el anciano iniciaba las salutaciones de rigor—. He venido aquí para ver si los ciudadanos de Palmaris, mis ciudadanos, reciben el trato adecuado y si la ciudad está bajo el debido control y la debida protección.
Markwart lo miró con dureza. Suponía que su imagen sería aún más intimidante con la luz del sol iluminándolo desde atrás.
—¿Conocéis al obispo De’Unnero? —preguntó mientras movía la mano derecha para señalar al poderoso monje.
Kalas y De’Unnero cruzaron sus miradas, y ambos percibieron que compartían una posición y un objetivo similar en relación con sus respectivos jefes y que aquello les convertía en rivales directos.
—Y este es Francis Dellacourt —prosiguió Markwart mientras alargaba la mano izquierda—. Hasta esta mañana, el hermano Francis era el padre director de Saint Precious, pero ahora me he propuesto promocionarlo a obispo de Palmaris.
Aquellas palabras provocaron miradas de curiosidad de todos los sentados en el extremo de la mesa del rey Danube, incluido Je’howith, que no había sido informado de que Markwart pensara promocionar a tan alto cargo al joven hermano Francis.
—Según tus presentaciones, el obispo está sentado a tu derecha —afirmó el rey Danube.
—El obispo anterior —le explicó el padre abad Markwart—. Maese De’Unnero sirvió con acierto a Palmaris en el desempeño de su cargo…
Se oyó otro sonoro bufido del duque Kalas.
—Pues la ciudad estaba sumida en el caos —finalizó Markwart, sin prestar atención al impertinente duque—. Ahora esos tiempos se han acabado y también su mandato. Será abad de Saint Precious.
Constance Pemblebury llamó la atención del rey, y Danube inclinó ligeramente la cabeza para indicarle que podía hablar en su lugar.
—¿Acaso el obispo de Palmaris no es también el abad de Saint Precious? —le preguntó.
Era una cuestión que los cuatro de Ursal tenían en la cabeza. En la voz de la mujer había no poca inquietud, una señal de que a ella, al igual que a los demás, aquel nombramiento la preocupaba. ¿Se proponía Markwart mantener dos poderosos jerarcas de la Iglesia en Palmaris?
—En estos momentos, tengo algunos proyectos para Saint Precious —les explicó Markwart—. La repoblación de los pueblos del norte y de las Tierras Boscosas requerirá mucha atención por parte de la Iglesia. El obispo Francis no tendrá tiempo de ocuparse del norte, con la cantidad de cuestiones pendientes que todavía quedan en Palmaris.
El rey Danube se recostó en el asiento para tratar de asimilar la sorprendente y, en cierto modo, molesta información.
—En ese caso, tal vez ha llegado el momento de reinstaurar un abad y un barón —dijo el rey, y en la cara de Kalas se dibujó una ancha sonrisa al escuchar las palabras que tan desesperadamente quería oír.
—Tal vez, no —repuso el padre abad Markwart inmediatamente, sin ni siquiera parpadear.
Aquello provocó algunos movimientos de pies en el extremo de la mesa donde estaba el rey, que reflejaban la incómoda situación: ¡el padre abad se había opuesto abiertamente al rey Danube!
—Padre abad —empezó a decir el rey con firmeza, pero con calma—, estuve de acuerdo en que se recuperara la figura del obispo de forma provisional, pero según los informes que he visto la experiencia ha sido un completo fracaso.
—Eso quiere decir que no has visto bastante —replicó Markwart—. ¿Vas a juzgar esa solución teniendo en cuenta tan sólo las primeras semanas, cuando la ciudad estaba revuelta y en grave peligro?
—Exageras —comentó el rey.
Markwart saltó de la silla, se inclinó hacia adelante apoyado en la mesa y movió la cabeza para que su cicatriz resultara bien visible.
—¿Yo? —chilló.
También Kalas se puso en pie de un salto, mientras miraba a De’Unnero, pero el anterior obispo permanecía tranquilamente sentado.
—Esto basta para demostrar que las gemas sagradas no deben estar en manos de estúpidos civiles —salmodió el padre abad.
El rey se recostó de nuevo en el asiento mientras procuraba mantener la calma.
—¿Acaso no fue el propio padre abad Markwart quien vendió esas piedras a «estúpidos civiles»? —preguntó—. Tus palabras no se corresponden con tus actos, padre abad, y por esta razón ahora nos encontramos en una difícil situación. No puedo permitir que toda la clase de los mercaderes esté enojada conmigo.
Markwart lo miró con fiereza, la misma mirada intimidatoria que su espíritu había clavado en el rey cuando lo había visitado en Ursal. Y el rey, internamente, se sintió aplastado bajo el fulgor de aquellos ojos. Pero era el rey, después de todo, de modo que siguió insistiendo.
—Mi buen padre abad —afirmó mientras luchaba por eliminar el temblor de su voz—, no puedo mantener relaciones adecuadas con Behren, ni puedo satisfacer las necesidades de las importantes familias de mercaderes, que proporcionan múltiples suministros vitales a Honce el Oso, mientras tú te dedicas a perseguir a esos hombres por la ciudad. No lo voy a tolerar, padre abad. ¡No puedo tolerarlo!
—La mayor amenaza para la corona la representan los que tienen gemas en su poder —puntualizó De’Unnero—; son civiles que no merecen semejantes dones sagrados de Dios y que no comprenden el poder y la responsabilidad que conlleva el uso de esas piedras.
El padre abad Markwart, que estaba a punto de responder al rey, se tragó sus palabras y dirigió una dura y colérica mirada a De’Unnero, pues al anterior obispo no le correspondía hablar en aquel momento; en absoluto. Pero no quería mostrar desacuerdos en sus filas y dejó que continuara.
—Son discípulos de Avelyn Desbris, el hereje, y no dudes de su poder ni de sus intenciones de destruir Iglesia y Estado —prosiguió De’Unnero—. Uno de ellos fue el que atentó contra el padre abad Markwart, y ten por seguro que se proponen un atentado semejante contra el rey Danube.
—El rey Danube está bien protegido —indicó el duque Kalas, volviéndose a sentar. Esa vez, le tocó al rey Danube dirigir una dura y colérica mirada a uno de sus subordinados, pero luego el rey apoyó el mentón en las manos, y Markwart se recostó de nuevo en la silla; ambos parecían más divertidos que inquietos.
—Te ruego que continúes, duque Kalas —dijo Danube.
—Y tú también, abad De’Unnero —añadió Markwart.
—No os dais cuenta del poder de esos discípulos del hereje y eso podría significar vuestra ruina —afirmó De’Unnero antes de que Kalas pudiera cortarlo.
El duque Kalas se levantó de nuevo y se apoyó amenazadoramente sobre la mesa en dirección al anterior obispo, pero Constance le cogió del brazo y lo contuvo.
—Habla —le pidió el rey.
Markwart cruzó una mirada con De’Unnero para recordarle que en aquel punto tenían que andar con pies de plomo. ¡Después de todo, hablaba de la muerte del rey y de la monarquía, y eso no era algo baladí!
—El jefe de la banda, un guerrero muy peligroso llamado Pájaro de la Noche, está en estos momentos en las tierras del norte, exactamente en la región de Barbacan, según creo, y sin duda debe estar movilizando monstruos para su causa —explicó el nuevo abad de Saint Precious—. Y no obstante, todo eso podría haberse evitado, pues los tuve en mis manos, a él y a todos sus compañeros de conspiración. Podría haberlos atrapado, haberlos matado allí mismo, en aquel momento, o llevarlos a Palmaris para que un tribunal presidido por el rey Danube y el padre abad Markwart los juzgara públicamente, de forma que su alianza, la gloria de su unión, se evidenciara ante el asediado pueblo de Palmaris.
—¿Asediado? —repitió el duque Kalas mientras resoplaba para mostrar lo irónico que encontraba que el tiránico De’Unnero hablara de aquella manera del pueblo de Palmaris—. Bonita palabra.
Pero el rey Danube no estaba de humor para las bromas de Kalas, pues advertía que De’Unnero era un temible enemigo.
—Dijiste que los tuviste en tus manos —le dijo a De’Unnero—, pero ¿no pudiste atraparlos?
—No —admitió De’Unnero—. El llamado Pájaro de la Noche y sus compañeros de conspiración huyeron hacia las tierras del norte, y todo a causa del comportamiento de los soldados de la corona.
—Si uno de mis soldados se equivocó… —empezó a decir el rey.
—¿Equivocarse? —repitió De’Unnero con incredulidad, mientras recibía la mirada que, con el ceño fruncido, le dirigió el rey, que no estaba acostumbrado a que lo interrumpieran, y otra dura mirada de Markwart, que le indicaba una vez más que se anduviera con pies de plomo—. El jefe y sus soldados no se equivocaron, mi rey —explicó De’Unnero—. En el momento más crítico, cuando la rebelión podría haberse dominado, se volvieron contra la corona.
Aquella afirmación hizo que el rey alzara la cabeza y calmó al duque Kalas considerablemente, pues lo que había parecido una jactanciosa divagación de un hombre sin mayor importancia, súbitamente se llenaba de mucho contenido.
—Es cierto —prosiguió De’Unnero mientras miraba con ceño a Kalas—. En las tierras del norte, más al norte de las Tierras Boscosas, tuve en mis manos al Pájaro de la Noche, pero un oficial de los Hombres del Rey y sus insensatos soldados no me apoyaron. Se volvieron contra mí y ayudaron al rebelde Pájaro de la Noche en su lucha contra su legítimo superior, el obispo de Palmaris, nombrado por el rey y por el padre abad.
—Un cargo que ya no ostentas —le recordó con cierto énfasis Kalas.
—En aquellos momentos, para el capitán Kilronney y sus hombres, yo era el obispo —replicó con aspereza De’Unnero, sin ceder ni un ápice de terreno. Sabía que el rey era vulnerable en este punto—. Y a pesar de todo, ese capitán de los Hombres del Rey, ese oficial de la corona, se alzó contra mí. Por su culpa, el más peligroso criminal del mundo sigue libre en las tierras del norte.
—Sus compañeros de conspiración medran en Palmaris —precisó incisivamente Markwart.
El padre abad le dedicó a De’Unnero un gesto de asentimiento para mostrarle que aprobaba su intervención. De’Unnero había representado su papel a la perfección y había inclinado la reunión sensiblemente a favor de Markwart.
Y así ocurrió el resto de la mañana. El padre abad Markwart detalló los peligros en Palmaris: el peligro real que representaba el movimiento clandestino de los behreneses y Jill, la aspirante a asesina que continuaba en libertad, la compañera del Pájaro de la Noche y discípula como él de Avelyn Desbris.
El rey permaneció sentado, escuchando aquellas palabras. Siempre que Kalas trataba de interrumpirlas, el rey agitaba la mano con impaciencia para que el duque se sentara y callara la boca.
Después, durante el regreso en el carruaje hacia la mansión de Crump, el rey, Kalas y Constance permanecieron en silencio. Los tres sabían que aquel día Markwart había ganado la partida. La protesta de De’Unnero porque un oficial de la corona había ayudado al compañero de la mujer que había intentado matar al padre abad había proporcionado ventaja a Markwart, una ventaja que no cedió durante el resto de las conversaciones.
En Chasewind Manor, el abad Je’howith escuchaba atentamente mientras Markwart felicitaba a De’Unnero.
—Has mostrado tu valía de una forma que me ha sorprendido —observó el padre abad, asintiendo con la cabeza e incluso dándole unas palmadas en la espalda.
—¿Bastará para que me restituyas el cargo de obispo de Palmaris? —le preguntó De’Unnero mientras dirigía su siempre peligrosa mirada hacia Francis.
—No —se apresuró a contestar Markwart—. La importancia de este cargo ahora ha disminuido mucho; el deber del obispo ya no será apaciguar a las masas y a los impertinentes mercaderes. Será un trabajo menos grato, en el que se malgastaría el talento de Marcalo De’Unnero.
Aquellas palabras dibujaron una sonrisa en el rostro de De’Unnero y una mueca de dolor en el de Francis.
—No, amigo mío, paladín mío —susurró Markwart—, tenemos que forjar otros proyectos y conquistar otras regiones.
«La confianza no es inmerecida», creyó Je’howith, que además sintió temor, pues durante esa conversación, sorprendentemente, no le hicieron el menor caso y tuvo que limitarse a ser espectador de la celebración de la victoria y nada más.
Pero el sensato anciano se tragó el enfado y se recordó a sí mismo que estaba mejor allí que con el desagradable Kalas y con el nervioso rey. Je’howith comprendía que Markwart había ganado la partida del día, que la Iglesia había prevalecido sobre el Estado y que la posición del obispo como gobernador de Palmaris estaba muy consolidada.
Se marcharon poco después. Je’howith se dirigió a la habitación privada que le había reservado Francis en Saint Precious con objeto de reconsiderar su posición. Quería estar del lado de los ganadores, fuera el que fuese. Había previsto ver los toros desde la barrera y no enfadarse ni con el padre abad ni con el rey. En aquellos momentos, se inclinaba por Markwart, pues veía con terrible claridad que el padre abad era el más fuerte.