—¡Ah!, serías tonto si regresaras —le dijo Bradwarden a Shamus unas horas después, una vez que el grupo había vuelto al campamento y se habían encontrado con que Tiel’marawee descansaba tranquilamente.
El capitán había insistido en que él y su gente se proponían regresar a Palmaris y oponerse abiertamente al obispo De’Unnero en un tribunal convocado por el rey.
—Ni siquiera te dejará la oportunidad de hablar con el rey pues antes te matará en la plaza pública.
—La Iglesia no gobierna en Honce el Oso —aseguró Shamus Kilronney con tanta determinación como pudo.
Pero aquel lamentable atentado demostró que el capitán estaba perdiendo su batalla, estaba perdiendo los soportes sobre los cuales había construido todo su mundo.
—Bradwarden tiene razón —añadió Elbryan—. No atraparemos a De’Unnero antes de que regrese a Palmaris. Una vez que esté allí, se rodeará de un ejército demasiado poderoso. No podemos enfrentarnos a él; allí, no.
—Entonces, ¿qué? —preguntó Shamus—. ¡El rey debería estar al corriente de estos acontecimientos!
—¿El mismo rey que hizo obispo a ese hombre? —inquirió Bradwarden secamente.
—Danube no sabía… —empezó a argüir Shamus, pero se detuvo.
El capitán sacudió la cabeza y emitió un gruñido de frustración; no tenía más remedio que enfrentarse a la evidencia de los hechos. El obispo de Palmaris, nombrado tanto por el rey como por el padre abad, ostentaba todo el poder en Palmaris y, por consiguiente, en todas las estribaciones del norte de Honce el Oso.
—El rey Danube tal vez no comprendió la verdadera naturaleza de ese hombre —repuso con calma Elbryan, con objeto de aliviar el dolor de su amigo—. Y cuando sepa la verdad, quizá podamos regresar a Palmaris y presentarnos por propia voluntad ante un tribunal público y justo. ¡Pero ese día aún no ha llegado, ni mucho menos!
—En ese caso, tenemos que informar al rey —dedujo Shamus.
—Para hacerlo tienes que superar el obstáculo de De’Unnero —le recordó Bradwarden.
Mientras el centauro acababa de hablar, Elbryan ya estaba sacudiendo la cabeza.
—Contamos con un aliado que se propone precisamente eso —explicó—. Aunque no estoy seguro de que el rey Danube escuche sus palabras; lo más fácil para el rey sería continuar en el bando del padre abad y su lacayo, el obispo.
—Y entonces, ¿qué? —le preguntó Shamus.
—Pues seremos unos proscritos para siempre —respondió Elbryan—. Y nos pasaremos la vida en las tierras del norte, tal vez en las espesas selvas de las Tierras Boscosas, y nos enfrentaremos a cualquiera que venga en nombre de la Iglesia o del Estado.
—No es una situación muy prometedora —comentó el hermano Braumin, pero sonreía, pues tanto él como sus compañeros monjes ya habían llegado a las mismas conclusiones que el guardabosque.
—¿Qué aliado? —preguntó Shamus.
—Pony —respondió el guardabosque enseguida—. Está en Palmaris y trabaja clandestinamente con los que se oponen a De’Unnero. ¡No la subestiméis! —añadió al ver que Shamus y otros fruncían el entrecejo.
—Entonces, ¿tenemos que escondernos y esperar? —comentó uno de los soldados.
—Vamos hacia el norte, camino de Barbacan —explicó Elbryan, que provocó exclamaciones de asombro.
—Fui yo quien se lo pidió —explicó el hermano Braumin—, ya que allí, en la tumba del hermano Avelyn, encontraremos la paz y descubriremos nuestra misión. Una visión me lo ha mostrado, capitán Kilronney. ¡Mi lugar está allí, y bienaventurados sean los que me acompañen!
La ampulosa proclamación provocó amplias sonrisas, e incluso aplausos, en los otros cuatro monjes. Pero si bien Elbryan, Roger y Bradwarden esbozaron una sonrisa, les pareció obvio que los soldados no compartían tan elevadas expectativas.
Un instante después, Shamus hizo una seña a sus hombres para que montaran.
—Nos vamos a hablar en privado de estos acontecimientos —anunció a todo el mundo—. Se trata de una decisión demasiado importante para tomarla sin el consenso de todos los implicados.
Saltó sobre su caballo y se puso al frente de sus soldados para encabezar la marcha.
—Sin duda, más de uno le ha dicho a tu amigo el capitán que venga y nos arreste —dedujo Bradwarden al cabo de varios minutos de acalorado debate entre los militares, aunque se hallaban demasiado lejos para que el guardabosque y el centauro pudieran pescar más que algunas palabras sueltas—. Ahora que ya saben cuál es su verdadera situación, es probable que la alternativa de De’Unnero les parezca la más conveniente.
—Confío en Shamus —repuso el guardabosque—. Algunos pueden decidir marcharse, pero el capitán no se volverá contra nosotros, ni permitirá que ninguno de sus hombres lo haga.
—Yo confío en ti —añadió el centauro—; pero quiero que sepas, amigo mío, que si tu amigo el capitán se vuelve contra nosotros, lo voy a derribar antes de que grite al advertir mi ataque.
Elbryan observó que Bradwarden había preparado otra flecha en su gran arco y, dado el tamaño y el enorme peso del arma, el guardabosque no tenía la menor duda de que un solo tiro sería más que suficiente.
Pero no ocurrió nada de eso, pues Shamus Kilronney se les acercó al trote poco después y desmontó frente al guardabosque y el centauro.
—Admito que unos pocos no quieren realizar el viaje —dijo—, pero el resto están dispuestos a ello; incluso los que se mostraban reacios han decidido seguirnos ante la falta de alternativas.
Elbryan le dedicó un severo gesto de asentimiento, demasiado preocupado por el camino que tenían por delante como para emocionarse con la decisión del capitán.
—Tiel’marawee tal vez podrá reemprender la marcha mañana por la mañana —respondió—; hasta entonces, vamos a permanecer muy alerta: no sabemos si De’Unnero ha decidido dar la vuelta con intención de atacarnos otra vez.
El resto de la jornada, y toda la noche, transcurrió sin incidentes. Al día siguiente, Tiel’marawee se encontraba mejor, y el hermano Braumin decidió que podía proseguir el viaje, a condición de que la marcha no fuera demasiado rápida.
Reemprendieron el viaje con la esperanza de no topar con ninguna tardía tormenta de invierno.
—¿Sabes?… —dijo la melódica voz serenamente mientras la esbelta figura aparecía a la vista por completo.
El rey Danube jadeó y, mientras agarraba con fuerza el candelabro que había tomado como arma improvisada, retrocedió un paso.
—… eres del noble linaje —le reprendió la señora Dasslerond—, de tu padre, de su padre y del padre de este. Te contaron la verdad sobre los Touel’alfar en los años de tu infancia, a menos que tu familia haya sido más insensata de lo que creo.
—Hermosas leyendas —dijo con voz débil el rey Danube.
—Y conoces bien el Questel’ni’touel, al que llamas pasmo —continuó Dasslerond, avanzando con calma—. ¿Sabes?…, rey Danube, tienes que recobrar el ánimo y la serenidad; no puedo quedarme mucho tiempo aquí y tengo cosas importantes que contarte.
Era el rey de Honce el Oso, el mayor reino del mundo explorado, y descendía de un largo linaje de realeza; pero en aquel momento estaba acobardado por la diminuta criatura alada que parecía salida de un cuento infantil. Sin embargo, Dasslerond había hablado con propiedad, pues, en efecto, durante su infancia le habían contado historias de los Touel’alfar en repetidas ocasiones, de modo que Danube se las apañó para recobrar la calma.
Al cabo de un rato la señora se fue por un paso secreto que sus exploradores habían abierto deshollinando una chimenea de la mansión que no se utilizaba.
Danube se había enterado de la opinión de los elfos sobre los abrumadores acontecimientos que habían sucedido en Palmaris y había visto que su juicio no era precisamente favorable al padre abad y a la Iglesia abellicana. Pero Danube seguía viendo con nitidez el espectro de Markwart, su visita nocturna, una visión que ni todos sus años de adiestramiento ni todos sus años de gobierno podían borrar.
La señora Dasslerond hizo una seña a Belli’mar Juraviel y este entregó la bolsa de las gemas, que contenía todas las piedras de Pony, a Belster O’Comely.
El posadero la cogió con manos temblorosas.
—¿Qué pasará si la chica no se recupera? —preguntó mientras miraba a Pony, que estaba tumbada, con aspecto enfermizo, en un camastro acolchado, pegado a la pared lateral del sótano.
—Eso lo tienes que decidir tú —le respondió la señora Dasslerond—. Hemos dejado a Jilseponie bajo tu custodia, y la responsabilidad por las gemas es inherente a ella; no es asunto de los Touel’alfar, ni la chica tampoco.
Belli’mar Juraviel se estremeció al oír aquellas palabras. No estaba de acuerdo con la brutal decisión que la señora Dasslerond había tomado extramuros, en el campo, mientras Pony yacía al borde de la muerte; pero sabía que tenía que aceptarla.
—Te…, tenemos amigos —tartamudeó Belster—. Los marineros behreneses…
—No me importa —dijo con frialdad la señora Dasslerond, cortándolo en seco—. Vosotros los humanos habéis elegido pelearos entre vosotros, por tanto, os deseo que peleéis bien, y sabed que mi buena voluntad es más de lo que merece cualquiera de vosotros. Con la mujer, haz lo que quieras. Esta vez, al enfrentarse con el padre abad Markwart, tomó una decisión, una decisión errónea en mi opinión, aunque a ella no le deseo mal alguno.
Belster se disponía a contestar, pero Dasslerond se dio la vuelta, se reunió con los otros elfos y, juntos, abandonaron el sótano de El Camino de la Amistad. Belster los siguió escaleras arriba mientras asentía con la cabeza ante la asustada Dainsey y le entregaba las gemas al llegar al rellano superior. La mujer miró nerviosamente a los inesperados huéspedes no humanos y, luego, bajó a toda prisa para ir junto a Pony.
—¿No hay nada que pueda hacerte cambiar de parecer? —intentó Belster por última vez ante Dasslerond.
Algunos elfos se detuvieron, pero sólo el tiempo suficiente para que uno de ellos abriera la ventana y echara una ojeada al compañero que vigilaba el callejón con objeto de cerciorarse de que no había soldados en la zona.
—Debes llevártela de este lugar —le respondió Dasslerond—. El padre abad la encontró aquí y tratará de hacerlo de nuevo. Llévatela de aquí, y vete tú también. Este es mi consejo.
Luego, se marcharon, y Belster se quedó junto a la ventana abierta, asustado, sin saber qué hacer. Ya había encargado a Mallory y a Prim O’Bryen que buscaran una forma de escapar. Su única esperanza era que el capitán Al’u’met y los otros behreneses los acogiesen a Pony y a todos ellos.
Permaneció junto a la ventana mucho rato, con la vista fija, reflexionando.
—Se despertó —dijo la voz de Dainsey detrás de él.
Se dispuso a ir de inmediato hacia la escalera, pero Dainsey lo agarró por el brazo y lo detuvo.
—Sólo un momento —repuso la mujer—; sólo el tiempo suficiente para saber que ya no tenía el hijo en el vientre.
Belster se estremeció. Tenía el corazón destrozado por Pony, una mujer que había padecido tantas tragedias en su corta vida.
—Dijo que Markwart lo mató —prosiguió Dainsey—. Dice que en el campo sintió una punzada y que en aquel mismo momento supo que aquel ser horrible había vencido. Ha jurado matar a ese ser monstruoso.
Belster sacudió la cabeza, suspiró y se enjugó las lágrimas de los ojos. ¡Pobre Pony, tan llena de cólera y odio, tan destrozada!
—Después empezó a llorar y a estremecerse, pero no pudo permanecer despierta con tanto dolor —le explicó Dainsey—. Trató de usar la piedra gris y de utilizarme a mí para tomar mi energía, pero creo que su dolor es demasiado profundo, y no sólo es el cuerpo lo que le duele.
—Es buena señal que se haya despertado —dijo Belster, tratando de expresar confianza.
Dainsey le puso una consoladora mano sobre el brazo.
—Tal vez, muera —dijo la mujer con franqueza—. Está herida, Belster, y deberías tener presente lo grave que está.
Belster volvió a suspirar profundamente.
Entonces, Heathcomb Mallory, muy angustiado, entró en El Camino de la Amistad.
—Demasiados —dijo Bradwarden. El centauro estaba visiblemente inquieto; era una de las pocas veces en que Elbryan lo había visto tan preocupado.
—Había imaginado que esas condenadas criaturas habrían abandonado este lugar después de la explosión que acabó con las que estaban aquí.
—Han regresado con la desesperada esperanza de que su líder todavía podría estar con ellos —dedujo el guardabosque.
—Han regresado para quedarse —dijo el centauro.
La mirada de Elbryan, de forma instintiva, se dirigió hacia el sur.
—Hemos llegado demasiado lejos para rendirnos ahora —dijo el hermano Braumin con decisión, disponiéndose a volver al risco que dominaba el cuenco de Barbacan—. ¡El obispo De’Unnero no pudo detenernos; sus soldados se unieron a nosotros!
El guardabosque sabía que estaba en lo cierto. Durante los últimos días habían soportado fríos vientos y ventiscas de nieve, y habían seguido su camino a través de las montañas. Entonces, se habían detenido cerca de la salida del escarpado desfiladero que recorría el mismo sendero que Elbryan y sus compañeros habían tomado en su primer viaje a la montaña de Aida. A menos de doscientos metros de donde se encontraban empezaba la inclinada ladera que conducía al devastado valle en forma de cuenco que en una ocasión había sido la guarida del gran ejército del demonio Dáctilo. El grupo ya había echado un vistazo al lugar y había quedado abrumado, e incluso entristecido, ante aquella absoluta aridez. Ni siquiera la blancura de la nieve podía ocultar la desolación gris y vacía, ni enterrar los restos de la erupción de Aida esparcidos por doquier. No obstante, cuando se detuvieron para observar el panorama, Braumin Herde lo calificó de bendición, pues semejante yermo, probablemente, mantendría a los monstruos alejados para siempre del lugar. Sólo entonces podrían realizar sus anhelados planes para la tumba de Avelyn, unos planes que convertirían el lugar en un santuario, un nuevo símbolo para una nueva orden.
Pero aquella primera noche en la cresta de la montaña habían divisado fogatas en la lejanía y, después, la exploración de Bradwarden les había mostrado la terrible realidad.
El guardabosque miraba al centauro para que lo ayudara a tomar una decisión. En buena medida, Elbryan quería dar la vuelta y correr hacia Palmaris, pues temía que De’Unnero estuviera allí, y no sabía si el obispo se habría enterado de la presencia de Pony en la ciudad.
De Pony y del hijo que esperaba.
Y con todo, el guardabosque había llegado a aquel lugar con un objetivo preciso, un objetivo que le habían mostrado los desesperados deseos de los cinco monjes y el oráculo. La imagen del brazo extendido de Avelyn se había encendido en su conciencia en el transcurso de aquella sesión con el tío Mather y se había consolidado en las siguientes sesiones. Tanto como reunirse con Pony, Elbryan quería ver de nuevo el lugar de la tumba para tratar de averiguar lo que el oráculo le quería decir.
—Tal vez consigamos llegar allí sin pelear —indicó el centauro—; no hay muchos monstruos a este lado de la montaña.
—¿Sólo trasgos? —preguntó el guardabosque.
Bradwarden asintió con la cabeza.
—Lo único que he visto ha sido centenares de esos malditos seres, todos ellos metidos en cuevas y refugios en las paredes norte y oeste de Barbacan.
El guardabosque recorrió con la mirada el anillo de montañas: desde el este, en torno a las crestas del norte y luego hacia el oeste. Después inspeccionó de nuevo la achatada cima de Aida, la solitaria montaña en la parte central del sur de aquel anillo natural, a varios kilómetros de distancia. Gracias a los perfiles de las crestas montañosas, calculó el lugar aproximado donde Avelyn fue enterrado, y era tan nítida la imagen en su mente que tuvo la sensación de que, a pesar de la distancia, podía divisar aquel brazo extendido.
—He visto huellas de pisadas de gigante —admitió el centauro—, pero es seguro que hay pocos por aquí, y no queda ni condenado rastro de powris.
—Menos mal —añadió el guardabosque.
Al igual que todos los que habían luchado contra los astutos y resistentes enanos durante la guerra, no tenía ningunas ganas de volver a encontrarse con ellos.
—¡Conseguiremos llegar! —exclamó el hermano Braumin con expresión resplandeciente.
—Pero ¿qué vamos a hacer cuando lleguemos? —preguntó el guardabosque—. Si queremos pasar la noche allí, en la desprotegida cima de Aida, necesitaremos una fogata, y eso no pasará desapercibido a nuestros poco amistosos vecinos, por mucho que tratemos de camuflarla.
—Hay cuevas —dedujo Braumin, que evidentemente no quería abandonar estando tan cerca del objetivo.
—Gracias por recordármelo —dijo secamente el centauro.
—Con todo… —insistió el hermano Braumin.
—Si hay cuevas, es posible que estén llenas de trasgos —le interrumpió Elbryan—, o de seres aún peores.
El hermano Braumin suspiró profundamente y volvió la cabeza.
—Venimos de demasiado lejos para regresar ahora —indicó el hermano Castinagis.
—Voy a ir a Aida a ver la tumba del hermano Avelyn, aunque tenga que ir solo —agregó el habitualmente tímido hermano Mullahy—. He consagrado mi vida a los principios de maese Jojonah y de Avelyn Desbris, y voy a visitar ese lugar tan especial, aunque me vaya la vida en el empeño.
Aquella declaración los cogió a todos desprevenidos y agradó a los otros monjes, salvo, quizás, al pobre hermano Viscenti, que estaba tan nervioso que no había dejado de temblar desde el regreso de Bradwarden.
—Y vamos a ir —puntualizó Shamus Kilronney—; por lo menos, algunos, mientras el resto se quedará aquí con los caballos.
Elbryan miró a Bradwarden en busca de consejo. Sabía que su decisión era vital, pero el centauro se limitó a encogerse de hombros; parecía estar de acuerdo con cualquier decisión que se tomase.
—Soy incapaz de decir, yo por lo menos, si podremos permanecer allí mucho tiempo —dijo el guardabosque—; pero si Bradwarden cree que podemos llegar hasta allí sin pelear, estoy dispuesto a correr el riesgo. Hemos llegado demasiado lejos. El hermano Castinagis, y también yo, deseamos visitar la tumba de mi querido amigo.
En aquel momento, apareció Roger Descerrajador en un sendero justo debajo de ellos, de regreso de su misión exploratoria.
—No hay trasgos en las laderas inferiores —gritó—. El camino está despejado hasta el valle.
Enseguida, se pusieron en marcha: Bradwarden y Elbryan, Roger y los cinco monjes, Shamus Kilronney y una docena de soldados, la mitad del contingente que había continuado hacia el norte con el grupo de Elbryan, después del desagradable encuentro con el obispo De’Unnero. Dejaron a la todavía débil Tiel’marawee al cuidado de los restantes soldados, junto con Sinfonía y los demás caballos.
El descenso fue fácil. Los senderos barridos por el viento estaban relativamente limpios de nieve, salvo en una o dos pendientes, heladas y traicioneras. Pero a primera hora de la tarde, llegaron al valle y avanzaron por el mismo largo brazo —entonces incluso más largo, ya que la erupción había añadido una tremenda anchura a la base de la montaña— por el que Elbryan y sus compañeros habían ido en su primer viaje a la guarida del Dáctilo. Allá abajo, la temperatura era mucho más elevada, incluso se estaba bien, quizás a causa del calor residual del magma enfriado, aunque la erupción había ocurrido hacía muchos meses. «O bien —musitó Elbryan con cierta preocupación—, tal vez la montaña haya continuado activa y siga borboteando lava fundida».
—Deberíamos acampar en la ladera sur de la montaña —decidió el guardabosque mientras se acercaban al enorme montículo—; no debe de ser difícil encontrar un hueco que nos sirva de refugio tanto del viento como de los ojos de los trasgos.
Poco después encontraron un lugar adecuado. Encendieron una fogata y pasaron una noche tranquila, sin incidencias. Se despertaron temprano, llenos de impaciencia por lo que les traería el nuevo día. Apenas habían salido del agujero y empezaban a caminar por la quebrada y escarpada ladera de la montaña cuando la esperanza devino pavor. Trasgos, una horda de trasgos, salieron de una cueva situada a cierta distancia, señalándolos y aullando. En pocos momentos, la base de la pared montañosa del sur se llenó de repugnantes criaturas, que cortaban todas las salidas.
—Demasiados para hacerles frente —dijo el guardabosque a Kilronney, mientras Shamus se disponía a situar a sus hombres a la defensiva—. ¡No os detengáis! ¡Bradwarden y yo controlaremos el sendero!
—Gracias por presentarme como voluntario —le comentó Bradwarden una vez que Shamus y los demás hubieron trepado hasta desaparecer de su vista y que el enjambre de trasgos hubo subido hasta acercarse considerablemente a los dos amigos.
—Si decido cargar hacia abajo contra las criaturas, necesitaré algo para montar —repuso Elbryan alegremente.
Habían elegido ir a aquella montaña, conocedores de los riesgos que ello implicaba, y entonces, parecía que lo habían perdido todo, o que no tardarían en perderlo. Pero Elbryan había vivido al borde del abismo desde el día en que había salido de Andur’Blough Inninness. Así era la vida de un guardabosque, una existencia que había aceptado con todas las consecuencias. Entonces, se lamentó de la posibilidad de no volver a ver nunca más a Pony y a su hijo, pero enseguida apartó de su cabeza esos pensamientos; era un diestro guerrero, en cuerpo y alma. ¡Elbryan, mejor dicho, el Pájaro de la Noche, decidió que cargarían hacia abajo con tanto ímpetu que los trasgos de todo el mundo tardarían en olvidarlo!
En aquel momento, las criaturas más cercanas se hallaban a menos de cincuenta metros y avanzaban con decisión. El Pájaro de la Noche levantó Ala de Halcón, y uno de aquellos desgraciados desapareció de la ladera de la montaña. Eso retrasó el avance de los demás monstruos, pero sólo hasta cierto punto. El Pájaro de la Noche sabía, y Bradwarden sabía —y los trasgos, sin duda, sabían—, que aquella vez el guardabosque y sus amigos, por muy valientes que fueran, no podían albergar esperanzas de victoria.
Los arcos del Pájaro de la Noche y de Bradwarden dispararon más flechas, y muchos trasgos murieron; pero otros muchos continuaron avanzando, y pronto el guardabosque y el centauro se vieron obligados a buscar un estrechamiento del sendero desde el que no pudieran ser atacados por los lados. Tuvieron que cambiar los arcos por la espada y el palo.
Numerosos cuerpos de trasgos no tardaron en amontonarse a sus pies.
Durante un breve tiempo, los dos amigos casi se creyeron capaces de mantener el paso abierto y salir del apuro; creyeron que matarían tantos monstruos que el resto abandonaría la batalla y huiría. Pero entonces, una roca se les vino encima, y poco faltó para que diera en la cabeza del Pájaro de la Noche.
Algunos trasgos habían encontrado un túnel que desembocaba un poco más arriba en la ladera de la montaña. El apuro se quedó sin salida; el paso, cerrado.
—¡Corre! —gritó Bradwarden, y se lanzó a una repentina y devastadora carga que hizo retroceder a las criaturas más cercanas.
El Pájaro de la Noche se dio la vuelta y se precipitó sendero arriba, saltando por encima de las piedras y trepando por los salientes rocosos, siempre con Ala de Halcón preparado. Cuando avistaba trasgos que hacían caer piedras desde arriba, les disparaba flechas; un monstruo se desplomó desde un saliente y se estrelló en el lugar en que se habían detenido Elbryan y Bradwarden, rebotó hacia afuera con un terrible crujido de huesos y se precipitó al fondo del valle.
Luego, el guardabosque dobló una cerrada curva del sendero y se topó con un par de trasgos que lo esperaban.
Tal como correspondía, Braumin Herde fue el primero en contemplar el lugar de la tumba de Avelyn Desbris. Y aunque sabía que los monstruos se acercaban y que probablemente no sobreviviría a aquel día, estaba emocionado, incluso abrumado, ante el espectáculo del brazo alzado.
Los diecinueve hombres se reunieron en silencio en torno al momificado brazo alzado, e incluso Roger y los soldados no profirieron la menor queja. Todos parecían tranquilos, aunque oían el ruido de la lucha que tenía lugar más abajo y sabían que pronto, muy pronto, los monstruos los encontrarían.
Bradwarden advirtió que, aunque su súbita y brutal carga había causado, sin duda, estragos en la banda de los trasgos —un par murieron, varios resultaron heridos y muchos huyeron—, el efecto sorpresa se había terminado y que los trasgos volvían al ataque con firmeza y que, en modo alguno, los podría mantener a raya.
Desesperado, saltó y pateó con las patas traseras sin golpear a nadie, pero recibió un feo corte de la espada herrumbrosa de un trasgo en una de esas patas. Con todo, se lanzó a la carrera, aunque fue alcanzado por una lanza en la grupa y otra le rozó el lomo. Fue aún peor cuando una roca situada encima le cayó sobre la cabeza y el hombro. El centauro, que tenía un ojo cerrado y cubierto de sangre, perseguido por los chillones trasgos, siguió corriendo, convencido de que una ironía del destino iba a hacer que muriese en el mismo desamparado lugar en el que antes había creído morir.
Creyeron que lo habían cogido por sorpresa y, por tanto, los dos trasgos más próximos al Pájaro de la Noche se lanzaron hacia él con ávido y salvaje desenfreno.
Pero el Pájaro de la Noche era un guardabosque, y los guardabosques raramente, si es que alguna vez llegaba a ocurrir, eran cogidos por sorpresa. Con un rápido movimiento de la muñeca, desencordó Ala de Halcón, y enseguida llevó la punta del arma, convertida en un robusto palo, hacia adelante.
Los trasgos lo atacaron: uno por la derecha y el otro por la izquierda. Ambos creyeron, pues parecía la reacción más evidente, que el guardabosque trataría de obligar al de su derecha, el que se hallaba más cerca del impresionante abismo, a caer por encima del saliente. Por consiguiente, el trasgo se agachó.
El Pájaro de la Noche no se contentaría con uno solo. Más rápido que la mirada de los trasgos, el guardabosque hizo oscilar Ala de Halcón en torno y encajó un golpe del palo de la criatura de la izquierda a cambio de propinarle un buen estacazo en el costado. El trasgo lo agarró, pero el guardabosque, con la fuerza de un gigante, rugió y lo echó hacia atrás, y se libró de las manos del monstruo; la criatura chocó contra su agachado compañero, pasó por encima del saliente y se precipitó al vacío pared abajo.
Entonces, el guardabosque, con un movimiento giratorio de Ala de Halcón, descargó un terrible porrazo contra el otro trasgo, que se derrumbó, completamente aturdido.
El Pájaro de la Noche avanzó. Sólo se detuvo el tiempo suficiente para cambiar Ala de Halcón por Tempestad y para dar una patada que precipitó al abismo al atónito trasgo.
Los cuatro trasgos restantes cargaron de forma estúpida, pues uno de ellos iba muy destacado en cabeza.
Tempestad centelleó. Entonces, llegaron los otros tres.
Arreciaron el ataque: un palo, una lanza y una espada propinaban estocadas, daban cortos y rápidos pinchazos, y se agitaban desde todos los ángulos imaginables. Pero el Pájaro de la Noche se hallaba completamente inmerso en la bi’nelle dasada. Esquivó una estocada de la lanza del trasgo que se encontraba frente a él, se agachó ante el barrido de la espada del que estaba a su izquierda y encajó otro picotazo, un feo golpe, del portador del palo.
Tempestad se precipitó hacia adelante, y el trasgo de la lanza chilló y retrocedió. El guardabosque los engañó: levantó la hoja y torció la muñeca de forma que la punta de Tempestad saliera disparada bruscamente hacia adelante y hacia la derecha en el preciso momento en que el trasgo espadachín se disponía a atacarlo por una parte que él creía desprotegida. Tempestad le perforó el pecho justo debajo del hombro.
Entonces, el Pájaro de la Noche saltó hacia la derecha y estrelló su hombro contra el pecho del trasgo del palo. La criatura voló hacia atrás, osciló en el saliente y, al fin, recuperó un desesperado y precario equilibrio. Cuando se las hubo apañado para mirar hacia atrás, vio frente a él al Pájaro de la Noche. El trasgo movió frenéticamente el palo de un lado para otro, con objeto de bloquear la mortal espada del guardabosque. En su honor, hay que reconocer que lo habría conseguido, pero el guardabosque, en lugar de utilizar la espada, lo golpeó con su mano libre, y un terrible puñetazo en la cara hizo volar al maltrecho trasgo.
Luego, el Pájaro de la Noche, que daba la espalda a los demás trasgos, de forma instintiva efectuó un paso hacia un lado con el pie derecho. Dobló la rodilla derecha y se inclinó hacia un costado, pero bloqueando el paso con la pierna izquierda.
El trasgo al que había apuñalado tropezó con la pierna y voló de cabeza por los aires.
El guardabosque se dio la vuelta, y Tempestad desvió la lanza que le había arrojado el último trasgo. La criatura se dio la vuelta, corrió hasta la cercana y tremenda pared, y gateó a fin de alcanzar un asidero.
El Pájaro de la Noche se precipitó hacia él, pegó un brinco, atrapó al huidizo trasgo por un pie y tiró de él hacia abajo. Le agarró el otro pie y con un solo tirón estrelló a la criatura contra la roca. Pero no lo dejó allí, sino que, sujetándolo todavía por los tobillos, lo levantó y lo despeñó por encima del saliente.
—Buena técnica —le felicitó Bradwarden mientras doblaba la curva en el preciso momento en que el Pájaro de la Noche lanzaba la criatura al vacío.
Sus sonrisas fueron efímeras debido a las múltiples heridas del centauro y también al estruendo de la horda de trasgos que se les venía encima.
Hombre y centauro se pusieron a correr y, al fin, alcanzaron la última cuesta. Trepar por allí, más de tres metros de pared, era muy difícil y, al no haber bastante distancia para tomar impulso inicial con una carrera, el centauro no veía la manera de subir.
—Precisamente lo que faltaba para tener que quedarme aquí mismo —dijo.
El guardabosque, sin embargo, no quiso ni oír hablar de aquel asunto.
—Agárrate con las manos a aquel saliente y tira con todas tus fuerzas —le indicó—, que yo te empujaré desde abajo.
Bradwarden, poco convencido, hizo lo que le indicó: levantó todo lo que pudo las patas delanteras, consiguió agarrarse provisionalmente con sus manos humanas y trató de trepar.
Oyó un gruñido debajo de él y sintió que el Pájaro de la Noche lo cogía con fuerza por los flancos.
Y entonces, sus casi quinientos kilogramos se alzaron en el aire, arriba y arriba, pero contra la pared y sin que pudiera elevarse lo suficiente como para rebasarla.
Pero en aquel preciso instante se asomaron por arriba Roger y Shamus Kilronney, y lo agarraron por los brazos; los demás se unieron a ellos y, juntos, todos a la vez, de alguna manera, se las apañaron para conseguir que el corpulento cuerpo equino superara el saliente y alcanzara la plataforma donde descansaban los restos de Avelyn.
Después, subió el Pájaro de la Noche y, también él, contempló la belleza de lo que sería el santuario de Avelyn y, también él, se sintió en paz.
Pero los trasgos aparecieron por el saliente y, de nuevo, recomenzó la lucha. Los veintiún defensores se dispersaron y pelearon con todas sus fuerzas. Murieron muchos trasgos, y bastantes otros fueron rechazados; pero cada vez más los defensores tenían que desviar su atención de la siguiente criatura que trepaba para dirigirla a alguna otra que ya lo había conseguido por otro lugar, y eso, desde luego, no hacía mas que permitir el acceso de más trasgos a la plataforma. Un soldado se desplomó gritando de dolor con una lanza en el vientre. El hermano Dellman no tardó en seguirlo, noqueado por un golpe en la cabeza.
A causa de esas pérdidas, los defensores tuvieron que retroceder inexorablemente, hasta que se encontraron agrupados alrededor del emergente brazo de Avelyn Desbris.
La batalla se interrumpió cuando los trasgos se reagruparon a lo largo del contorno del cuenco circular, mientras otros muchos trepaban para unirse a ellos: primero, hasta cien monstruos; luego, hasta doscientos.
La señora Dasslerond y sus elfos salieron de Palmaris mucho antes de que hubiera transcurrido la mitad de la noche. Se dirigieron al norte, de nuevo hacia Caer Tinella, donde intentarían enterarse de cómo le iba al Pájaro de la Noche antes de desviarse hacia el oeste en dirección al valle de los elfos.
A criterio de la señora Dasslerond, el papel de su gente en aquella guerra entre humanos había terminado. La señora se proponía hablar con el Pájaro de la Noche una última vez para comunicarle la situación de Jilseponie y para reprenderlo por haber enseñado la bi’nelle dasada a su mujer. La señora de Caer’alfar no cedería, no reprimiría su enfado. El Pájaro de la Noche se había equivocado, pues el atentado de Jilseponie contra Markwart había sido una temeridad, y alguien que había elegido semejante estrategia no merecía conocer la danza de los elfos.
Belli’mar Juraviel, deprimido, iba detrás del grupo y, a menudo, sus ojos se volvían hacia Palmaris.
—Adiós, amigos míos, que os vaya bien —dijo al viento del atardecer.
Pero en el fondo de su corazón, sabía que no les iría bien.
—Eres mi hermano, Pájaro de la Noche, y no te juzgo con severidad —afirmó—, y Jilseponie, ahora, es mi hermana y, a ella, sólo le puedo hacer una silenciosa promesa. Y por lo que a ti respecta, Pájaro de la Noche, sólo ruego que nuestros caminos se vuelvan a encontrar, que de nuevo vivamos tiempos de alegría y de amistad en un altozano con Jilseponie y Bradwarden, en un lugar suficientemente apartado de la insensatez de las luchas políticas de los humanos.
¡Cómo deseaba Juraviel que aquello llegara a cumplirse! Le cayeron lágrimas de los ojos dorados: era la primera vez que el elfo lloraba por algún humano. La tristeza estuvo a punto de abrumarlo, cuando se acordó de la pobre Pony y de que, si conseguía sobrevivir, despertaría para encontrarse con otra brutal pérdida.
Por tanto, sólo le quedaba la esperanza de que, algún lejano día, podría reunirse de nuevo con sus amigos. Pero Juraviel, que como todos los de su raza había aprendido mucho de la verdadera naturaleza de sus enemigos, comprendió que sus esperanzas eran una remota posibilidad. Sabía a qué tenían que enfrentarse el Pájaro de la Noche y Pony, y no creía que pudieran ganar, entonces que la señora Dasslerond había decidido abandonar a los humanos.
Se quedó detrás de su gente durante un buen rato mientras lanzaba melancólicas miradas hacia Palmaris, hacia el lugar que se había convertido en muy peligroso para Pony y que, según sospechaba, no tardaría también en serlo para el Pájaro de la Noche.
Delante, la señora Dasslerond dirigía a los demás la interpretación del tiest-tiel, la canción favorita y el más alto placer que podía experimentar un elfo.
Pero aquella noche Belli’mar Juraviel no tenía ganas de unirse a ellos, pues no había lugar para cantos en su apesadumbrado corazón.
—Quizás es un buen sitio para morir —comentó el guardabosque con expresión grave.
—Pero preferiría que fuera dentro de cien años —respondió Bradwarden.
Marlboro Viscenti empezó a llorar. Roger Descerrajador trató de consolarlo, pero sus hombros también se sacudían a causa de los sollozos.
—Por el legado de Avelyn Desbris —empezó a decir el hermano Braumin; sostuvo melódicamente la última sílaba pues utilizaba el tono, medio cantado medio salmodiado, de los sermones de un monje a su rebaño—. Y por consiguiente, hemos fracasado y, al mismo tiempo, hemos triunfado —prosiguió—; somos los primeros, pero no los últimos, que hemos llegado hasta aquí impulsados por nuestros corazones. Y por tanto, le hemos encontrado; hemos encontrado nuestra inspiración, nuestro camino hacia Dios, y, en consecuencia, moriremos bendecidos.
Se inclinó mientras continuaba la plegaria para que el hombre herido, obviamente a punto de morir, pudiera oírlo con claridad y sentirse reconfortado. El soldado herido dejó de quejarse y de llorar, y también Viscenti y Roger dejaron de llorar. Todos escuchaban la plegaria, el último deseo del hermano Braumin Herde en este mundo.
El rezo se prolongó unos instantes, hasta que Shamus Kilronney lo interrumpió.
—¡Aquí vienen! —exclamó.
—Recemos —gritó el hermano Braumin.
—Luchemos —le corrigió el Pájaro de la Noche con expresión severa, pero cuando observó al monje arrodillado, depuso su actitud—. Luchemos y recemos —concedió con una sonrisa.
Así pues, rezaron y cantaron, mientras los trasgos, cientos de trasgos, se les acercaban lentamente. Y entonces sus cantos se desvanecieron, pues uno tras otro empezaron a oír un sonido zumbante, un sonido profundo y resonante.
—Ha escogido un buen momento para explotar de nuevo —observó Bradwarden mientras contemplaba la peligrosa montaña.
De repente, dejaron de pensar en absoluto, salvo en los trasgos, pues los monstruos aullaron y cargaron de forma que llegaron a tan sólo dos zancadas largas de distancia.
Entonces, un gemido grave, una sonora y giratoria vibración, emanó del brazo de Avelyn, y todos —hombres, centauro y trasgos— se quedaron helados al ver un anillo púrpura de energía que giraba por entre los defensores.
El anillo giraba entre los defensores y contra los trasgos, e iba impregnando los cuerpos de los monstruos. Emergió otra vibración, después una tercera, y todas ellas chocaron contra el entonces detenido cerco de monstruos como si fueran las olas que se forman cuando sube la marea.
Los trasgos abrieron las bocas como para gritar, pero no se oyó ningún sonido por encima del grave zumbido del brazo. Los trasgos trataron de dar la vuelta y correr, pero tan sólo pudieron torcer la parte superior del torso, ya que tenían los pies enraizados en la roca.
Los hombres y el centauro hicieron una mueca de pavor al ver los huesos de los trasgos con tanta claridad como si su carne se hubiera vuelto traslúcida.
Y poco después, literalmente, sólo quedaron huesos, puros esqueletos, en el lugar donde había estado la horda de trasgos.
El zumbido desapareció. El resplandor púrpura se desvaneció.
Centenares de esqueletos de trasgos se desmoronaron en medio de enormes crujidos.
El hermano Braumin se postró ante el brazo alzado.
—¡Milagro! —gritó entre llantos.
Ni el escéptico Elbryan ni Bradwarden, que no practicaban las religiones de los humanos, pudieron pronunciar ni una sola palabra para disuadirlo; de hecho, en aquellos momentos no pudieron pronunciar ni una sola palabra en absoluto.