9

Luz y oscuridad

—Es realmente un milagro —musitó el hermano Francis sin apenas dar crédito a sus ojos.

El padre abad salía de su habitación con un aspecto tan saludable y fuerte como el que tenía antes del atentado, y caminando con la impaciente prisa que en los últimos tiempos había recuperado su forma de andar. Al menos, Francis había esperado alguna muestra de amargura por parte del anciano: sensación de ultraje e incertidumbre, y de miedo. Pero Markwart, a partir del momento en que recobró la conciencia después de ser tan brutalmente atacado, no había dado señal alguna de esas negativas actitudes. Había dado gracias a Dios, públicamente, por haberle salvado la vida —con la mandíbula en perfecto estado, pese a que, horas antes, había parecido que la tenía prácticamente arrancada—, y entonces, había explicado su repentina inspiración de que aquello podía representar un beneficio aún mayor. La recuperación de gemas emprendida por el obispo De’Unnero sería mejor acogida entonces por el dubitativo y vacilante rey Danube. Para decirlo con palabras de Markwart: el potencial crecimiento del poder de la Iglesia abellicana parecía absolutamente asombroso.

Y al hermano Francis, confuso y tratando todavía de desembarazarse de aquella insoportable culpa, aquellas palabras le sonaron como una ratificación de que había elegido bien al confiar en el padre abad.

Tuvo que correr para alcanzar a su mentor y, luego, avivó el paso para seguir su ritmo. Danube Brock Ursal había llegado a Saint Precious, rodeado por una hueste de guardias, para ofrecer consuelo al herido padre abad. Cuál no fue su sorpresa al ver a Markwart entrar con paso firme en la sala de audiencias, con una amplia, aunque en cierto modo tortuosa sonrisa dibujada en su vieja y correosa cara. Se sentó frente al rey Danube, mientras su escolta ocupaba respetuosamente las sillas situadas detrás.

—Mis saludos, padre abad —consiguió decir Danube después de reponerse de la impresión ante el aspecto obviamente sano de Markwart—. Había oído que te habían herido de gravedad, e incluso algunos monjes habían expresado sus temores de que no sobrevivieras a pesar de las magias curativas.

—Y así habría sucedido —respondió Markwart con un ligero ceceo— de no ser porque Dios decidió mantenerme aquí en la tierra.

El duque Kalas, sentado detrás del rey, resopló, y luego, tosiendo, trató, sin demasiado empeño, de disimularlo.

La dura mirada de Markwart cortó aquellos impertinentes sonidos. Los oscuros ojos del padre abad se estrecharon peligrosamente y, de forma súbita, la tensión se hizo muy patente. Kalas, habitualmente presuntuoso y decidido, empalideció, y lo mismo hizo el rey Danube, que ya había visto antes al anciano durante aquella terrible visita nocturna.

—Sabe que todavía me queda mucho por hacer —prosiguió Markwart, dando por zanjada la cuestión.

—¿Quién? —preguntó Danube, perdiendo el hilo de la conversación y notoriamente alterado por aquella mirada dura e imponente.

—Dios —explicó Markwart.

—¡Cuán a menudo los hombres justifican sus actos invocando el nombre de Dios! —se atrevió a pronunciar Kalas.

—Aún más a menudo los dubitativos llegan a conocer la verdad demasiado tarde en sus despreciables vidas —replicó Markwart—. Muchos han pedido perdón en el lecho de muerte, al darse cuenta, al fin, de que, a pesar de sus dudas, el auténtico sentido se encuentra sólo en Dios; pues el único futuro que importa realmente es el futuro que hallamos cuando abandonamos esta frágil e imperfecta vida terrenal.

Entonces, se cruzaron las miradas del hermano Francis y de Constance Pemblebury. Ambos compartían la misma sensación ante el carácter no precisamente amable que latía bajo aquel diálogo. En aquellos momentos, no les resultó difícil a ninguno de ellos saber quién resultaría vencedor si Kalas persistía en aquella lucha con el padre abad.

Markwart lo destruiría por completo.

El rey Danube también lo advirtió.

—Supongo que ahora comprendes el motivo que nos llevó a la recuperación de las gemas —le dijo Markwart—. No son instrumentos que puedan estar en manos de cualquiera.

—Yo no me referiría a los nobles de Honce el Oso tratándolos de «cualquiera» —arguyó el duque Kalas.

—Ni tampoco de «sagrados» —replicó Markwart con calma—, y esa es la frontera que trazo. Las piedras son dones de Dios, destinadas a los elegidos por Dios.

—Tú y los tuyos —dijo Kalas secamente.

—Si quieres ingresar en la orden, demuestra que eres digno de ello y me ocuparé personalmente de tu admisión —le contestó Markwart.

Kalas lo miró con dureza.

—¿Por qué me interesaría hacer tal cosa? —le preguntó.

—Tal vez esa cuestión ilustre perfectamente mi punto de vista en relación con las gemas —dijo Markwart—. Nosotros, los de la orden abellicana, inculcamos control emocional antes de autorizar el uso de un poder tan enorme como el proporcionado por las piedras. Sin esa precaución, el potencial destructivo es sencillamente demasiado grande. Por tanto, las piedras deben ser recuperadas; todas y cada una de ellas.

Sonó como una declaración alarmante, hasta tal punto que el abad Je’howith, situado disciplinadamente de pie detrás de Markwart, se tambaleó. En efecto, Je’howith había asegurado al rey Danube que el programa de recuperación de piedras se limitaba a Palmaris y no lo afectaría ni a él ni a su corte. Je’howith contuvo el aliento, mientras esperaba que el rey estallara ante aquel ultraje.

Pero Markwart clavó la vista en el rey y lo inmovilizó, recordándole en silencio la visita nocturna y el poder al que no debía oponerse.

—Necesitaré garantías de que el poder de las gemas, cuando ya estén todas bajo control de la Iglesia, continuará utilizándose de acuerdo con los deseos del trono —repuso el rey Danube ante el completo asombro de sus asesores seglares e incluso de Je’howith.

—Negociaremos los detalles —dijo Markwart mientras desviaba su amenazadora y penetrante mirada hacia Kalas, pues el duque estaba a punto de protestar a gritos.

Luego, el padre abad se levantó para indicar que la reunión había terminado sin dejar siquiera que el rey pudiera contestarle.

—Espero que disfrutes de tu estancia en nuestros aposentos de la casa del mercader Crump, rey Danube —dijo.

Tanto Constance como Kalas contuvieron el aliento, pues advirtieron claramente, por el tono de voz de Markwart, que sus palabras no eran una humilde delicadeza hacia un superior, sino más bien un gesto condescendiente hacia alguien que hay que tolerar.

Y aún más preocupante fue la aceptación, con una inclinación de cabeza, del rey Danube.

El hermano Francis fue el último monje en salir de la sala. Miró una vez más al alterado rey y a su corte, que permanecían aún sentados en sus sitios, y la impotencia reflejada en sus rostros le confirmó, de nuevo, que había depositado su lealtad en el bando adecuado.

El buen humor de Markwart después de la reunión con el rey Danube duró todo el día. Aquella misma mañana había convocado una segunda reunión, esa vez con los jefes militares y con los hermanos de mayor rango de Saint Precious, para conocer cómo marchaba la operación de búsqueda de su agresor. Nadie sabía muy bien en qué dirección investigar ni tenía la menor pista de quién podía estar detrás del ataque. La mayoría sospechaba de los behreneses, pero Markwart no lo creyó ni por un instante: sabía que la religión yatol menosprecia el uso de las gemas y jamás había oído decir que una mujer o un hombre behrenés fuera experto en magia. Y quienquiera que lo hubiera atacado, eso lo sabía seguro, tenía que ser un gran experto, alguien realmente poderoso con las gemas. Los soldados habían localizado tres posibles lugares desde donde podía haberse cometido el atentado, todos en tejados alejados del itinerario del desfile. Alguien capaz de disparar una piedra imán desde tanta distancia y con tanta fuerza demostraba tener un nivel de maestría y potencia que superaría a muchos, quizás a todos, los padres de Saint Mere Abelle. ¡Un rival digno del mismísimo Markwart!

Eso, junto con el hecho de que una piedra imán se contaba entre las piedras que había robado Avelyn Desbris, dijo mucho al padre abad sobre su agresor. El nombre «Jill» le rondó por la cabeza a menudo durante la reunión.

Otra pista le impresionó. Uno de los militares, una mujer pelirroja, de cabello erizado, llamada Colleen Kilronney, había insistido mucho en que el atacante debía de ser un canallesco mercader o un asesino a sueldo de un mercader. Cuando Francis y los demás le pidieron que aportara más detalles, no supo dar ninguno que fuera relevante para sostener la acusación, pero, con todo, Colleen Kilronney mantuvo obstinadamente su posición.

¿Tal vez con demasiada obstinación?

Esa era una de las muchas cuestiones que le rondaban por la cabeza a Markwart mientras se dirigía desde la reunión hacia sus aposentos particulares. Allí, no había, naturalmente, ninguna estrella de cinco puntas dibujada en el suelo; pero despejó una esquina de la habitación y se sentó frente a ella, y vació la mente para conseguir un estado de meditación profundo. Aquella voz, ya familiar, entró detrás de él en la vacuidad.

Trató de analizar las muy divergentes opiniones que había oído y sopesó la posibilidad de un complot behrenés con la de un ataque fruto de la cólera de un canallesco mercader, tal vez uno que se las había apañado para ocultar una piedra imán a los ojos de los inspectores del obispo De’Unnero. Pero, aunque el atacante podía haber sido un mercader o un asesino contratado por mercaderes, tal posibilidad no se sostenía frente a las sospechas de Markwart de que el autor del atentado era realmente Jill o algún otro discípulo de Avelyn Desbris.

Entretanto, la voz estuvo susurrándole cosas sobre la mujer soldado pelirroja. Markwart discutió con ella, pensando que la voz trataba de convencerlo de la plausibilidad de la teoría de la mujer sobre los mercaderes; pero no tardó en darse cuenta de que la voz le estaba diciendo algo muy distinto, algo relativo a la fuente de la información y no a su contenido.

—Una táctica de distracción —susurró el padre abad.

Y mientras analizaba las posibles razones que pudieran haber llevado a la mujer soldado a exponer semejante teoría, descubrió por dónde tenía que realizar sus propias pesquisas.

Salió a toda prisa de sus aposentos y ordenó al hermano Francis que le trajera a Colleen Kilronney inmediatamente.

Y entonces, se dispuso a esperar, como una araña en el centro de la telaraña.

Colleen entró en la habitación con aire receloso, y Markwart consideró que esa actitud precavida era otro signo de que la voz lo había guiado correctamente.

—Te mostraste inexorable al mantener que el atentado lo cometió un mercader o alguien pagado por mercaderes —dijo, yendo directamente al grano, mientras indicaba a Colleen que tomara asiento al otro lado del escritorio y a Francis que se fuera.

—Parecen los sospechosos más claros —dijo.

—¿Lo son? —inquirió Markwart.

Aquella pregunta tan simple hizo que la recelosa Colleen ladeara la cabeza para observar más detenidamente al anciano. El movimiento tampoco pasó desapercibido al perspicaz Markwart.

—Tu obispo se ha creado algunos enemigos entre ellos —explicó Colleen—, la mayoría amigos de Aloysius Crump. Lo mató, sabes, de un modo horrible y en un lugar público.

Markwart levantó la mano, pues no le interesaba en absoluto continuar una conversación sobre las normas de Palmaris o acerca de los errores de De’Unnero con aquella insignificante mujer.

—¿Y no podría haber sido un amigo de Avelyn Desbris? —preguntó inocentemente.

—No me suena ese nombre —dijo enseguida Colleen, pero, al mismo tiempo, su expresión corporal contaba una historia muy distinta.

—¡Ah! —repuso Markwart mientras asentía con la cabeza—. Eso explicaría tu insistencia en la hipótesis de los mercaderes.

Se calló, se dio unos golpecitos en los labios con un dedo y, con la otra mano, le hizo una seña a Colleen para que se marchara. Cuando estaba abriendo la puerta, la llamó para pedirle que dijera al hermano Francis que acudiera inmediatamente, y la mujer, aturdida, se limitó a asentir con la cabeza y a emitir un gruñido.

—Encuéntrame a los que conocen sus movimientos —le ordenó Markwart a Francis poco después.

Markwart sabía, y su voz interior estaba totalmente de acuerdo con ello, que Colleen Kilronney no sólo había reconocido el nombre de Avelyn Desbris, sino que también había estado recientemente en contacto —¡lo sabía!— con uno de los discípulos heréticos.

Antes de que terminara el día, el padre abad Markwart había descubierto otro punto en su investigación personal: El Camino de la Amistad. Su espíritu salió de Saint Precious aquella tormentosa noche.

Debido a la lluvia, al viento y a los deslumbrantes rayos, aquella noche había pocos soldados por las calles y, por consiguiente, la gente de Palmaris, ávida de compañía, se atrevió a salir de sus casas. El Camino de la Amistad estaba repleto de clientes, y todos hablaban con gran excitación de los decisivos acontecimientos ocurridos desde la última vez en que se vieron, antes del atentado contra el padre abad Markwart. Algunos decían que había que observar al rey; otros confiaban en que el rey Danube pondría orden en la ciudad y disminuiría la influencia de la Iglesia.

No pocos clientes discutían ese punto y explicaban que el brutal intento de asesinato de Markwart había consolidado su posición en la ciudad y que el rey jamás se enfrentaría al padre abad tan poco tiempo después del atentado.

Por supuesto, esa posibilidad causó un doloroso impacto en Pony, que iba de una mesa a otra. Aún se le hacía difícil creer que aquel viejo pudiera haber sobrevivido, pero entonces, cuando era evidente que Markwart estaba vivo e incluso se encontraba bien, la chica se sentía increíblemente estúpida. ¡Seguía pensando que era una lástima no haber encontrado el modo de acabar con aquel viejo desgraciado, pero, al haber fallado en su intento, creía que, de hecho, había reforzado la posición de Markwart!

Durante aquella noche, la mujer suspiró, desesperanzada, en numerosas ocasiones.

Mientras los humanos de Palmaris, que se atrevieron a salir desafiando la tempestuosa noche, se apresuraban para llegar a sus respectivos destinos deseosos de encontrar refugio, a los Touel’alfar la lluvia no los afectaba en lo más mínimo. Al estar tan compenetrados con la naturaleza, los elfos aceptaban todo lo que esta les ofrecía. Las ventiscas los retenían junto a una reconfortante fogata durante un tiempo, pero tan pronto como desaparecían el peligroso viento y la cegadora nieve, se ponían en marcha con renovado ímpetu: jugaban en la nieve amontonada, se enzarzaban en batallas de bolas de nieve o excavaban túneles. De ese modo, aquella última tormenta de lluvia del invierno sólo les produjo una pequeña molestia y no hizo más que facilitarles sus desplazamientos por las calles de Palmaris.

La señora Dasslerond y Belli’mar Juraviel estaban sentados en el tejado de El Camino de la Amistad bajo un alero y charlaban tranquilamente de los recientes acontecimientos y de sus expectativas. Otros elfos andaban en torno a la casa de Crump para tratar de hallar alguna manera de conseguir una audiencia del rey de Honce el Oso para su señora: una relación con un militar de renombre o con un noble o, incluso, un pasadizo secreto hasta los aposentos privados del rey.

—¡Cómo me alegraré cuando terminemos el trabajo que nos retiene aquí y podamos regresar a los tranquilos prados de Andur’Blough Inninness! —exclamó la señora Dasslerond.

Juraviel no se mostró en desacuerdo.

—Dejé al Pájaro de la Noche para volver de nuevo a pasearme por aquellas praderas —explicó—. Espero pasar toda la primavera en nuestro valle.

—¿Sólo la primavera?

—Y todas las estaciones que la seguirán —aclaró Juraviel—. Ya me he ocupado de bastantes problemas humanos; de demasiados, me temo.

Aquellas palabras de Juraviel fueron bien recibidas por Dasslerond; estaba preocupada por él y por su profundad amistad con el Pájaro de la Noche y con Pony. Al Pájaro de la Noche, al igual que a los demás guardabosques, lo consideraba poco menos que como hijo suyo; por lo que había oído, creía que también podía llegar a querer a la mujer. Pero era una Touel’alfar, y ellos no lo eran, lo cual no resultaba una cuestión menor para los exclusivos elfos. Y ella era la jefa de Andur’Blough Inninness y no tenía ninguna responsabilidad con los humanos, sino sólo con el pueblo élfico.

—Tengo ganas de volver a ver al Pájaro de la Noche y a Pony —admitió Juraviel—, y de conocer a su hijo, que puede heredar una grandeza nunca vista y muy necesitada por los humanos.

—Quizá te acompañaré en esa futura cita —le dijo Dasslerond, y a Juraviel no le pasó por alto el honor que acababa de otorgarle a él y a sus amigos con tan amables palabras—. Cuando pasen los años y el mundo de los humanos se tranquilice, podríamos aventurarnos a salir de nuevo, aunque sólo fuera por el gusto de divertirnos. O tal vez podríamos levantar el velo que bloquea Andur’Blough Inninness e invitar a nuestro valle al Pájaro de la Noche, a su mujer y a su hijo.

Juraviel la miró largo y tendido, emocionado por las palabras y el afectuoso tono con que las pronunció. Sabía que Dasslerond seguía disgustada con el Pájaro de la Noche porque este había enseñado la bi’nelle dasada a Pony y que estaba molesta con la chica por su temerario atentado contra el padre abad Markwart; pero la señora trataba de pasar por alto esos hechos y esperaba que, en el futuro, mejoraran las relaciones con el guardabosque y sus seres queridos. Así pues, aunque la noche parecía oscura y tormentosa, Belli’mar Juraviel tenía motivos para pensar que la luz del alba volvería a brillar.

Pero entonces sintió una presencia, una oscuridad y una frialdad absolutas, la misma que había percibido una noche en el bosque junto a un grupo de humanos refugiados.

Dasslerond también la sintió y se levantó al instante. Se llevó una mano a la empuñadura de la espada, y la otra, a una bolsa que llevaba al costado, una bolsa que contenía su única gema, una temible esmeralda verde, un regalo que Terranen Dioniel había ofrecido a los elfos hacía varios siglos, durante la anterior guerra con el Dáctilo Bestesbulzibar; se trataba, sin duda, de la piedra más poderosa que poseían los Touel’alfar.

—Jilseponie —suspiró la señora Dasslerond.

Ella y Juraviel se precipitaron hacia el extremo del edificio e hicieron señas a otro elfo que andaba por allí para unir fuerzas.

Pony regresó a la barra para recoger una bandeja llena de jarras que le pasaba Belster; sin embargo, se detuvo súbitamente al notar que ocurría algo raro. Echó un vistazo a su alrededor mientras se preguntaba quién podría estar llamándola.

—Tienes que darte más prisa si quieres tenerlos a todos contentos —le dijo Belster con una carcajada.

Pony dio un paso hacia él, pero de nuevo se detuvo y miró en torno nerviosamente. Se le erizaron los pelos de la nuca, y su instinto guerrero la hizo ponerse en guardia.

—¿Caralee? —le preguntó Belster, con cuidado de no utilizar en público su verdadero nombre.

Pony se volvió hacia él y se encogió ligeramente de hombros, completamente confusa. Luego, avanzó con rapidez, se quitó el delantal y lo puso encima del mostrador.

—Vuelvo enseguida —le prometió mientras se escabullía por delante de Belster y se dirigía a las habitaciones particulares.

Antes de llegar a su habitación, se detuvo otra vez. No estaba sola; lo sabía sin ninguna duda. Y entonces, la verdad, o por lo menos una pequeña parte de aquella verdad, le produjo un fuerte impacto: ¡el espíritu andante de un monje la estaba controlando!

Pony se precipitó hacia su habitación sin saber qué iba a hacer a continuación. ¿Tenía que encontrar una piedra y oponerse a aquella intrusión espiritual? ¿Tenía que seguir trabajando con calma, como si nada, e interpretar el papel de la esposa de Belster?

En el interior de su cabeza una voz gritó: «Jill». La mujer se detuvo y se concentró para tratar de identificar su origen.

«Eres Jill», dijo la voz, y la mujer se dio cuenta por esta frase de que no se trataba de un amigo. Se volvió con la intención de regresar corriendo a la sala común y mezclarse con la gente, pero se quedó helada en donde estaba.

El visible espectro del padre abad Markwart, inmóvil en la puerta, la miraba con fijeza.

—¡Jill, amiga del Pájaro de la Noche, amiga de Avelyn Desbris! —exclamó en voz alta el padre abad.

Pony no supo qué decir. No había visto nunca aquel tipo de comunicación mágica ni tenía ni idea de que un espíritu andante pudiera alcanzar semejantes niveles.

—Jill, la asesina —dijo el padre abad—; me golpeaste duro, querida —añadió y soltó una carcajada al terminar, una horrible y perversa carcajada que hizo que un escalofrío recorriera el cuerpo de Pony de pies a cabeza.

—Creo que tienes algo que me pertenece, Jill, amiga de Avelyn —prosiguió—, algo que Avelyn me quitó.

—Vete de aquí —replicó la mujer con el tono más enérgico que pudo—; no quiero saber nada de ti.

El espíritu se rio de ella aún más fuerte.

—Recuperaré mis gemas —dijo Markwart— esta misma noche. Te conozco, Jilseponie Chilichunk.

Le causó tanto dolor que la llamara de aquella manera que un muro de cólera se alzó frente a los muy reales temores de Pony. Aquel era el hombre que había matado a sus padres, el hombre al que quiso destruir, y con todo, no podía eludir el poder de su presencia, una energía que jamás había sentido…

«No, nunca», advirtió la chica con horror.

—¿Has visto lo que me has hecho? —le preguntó el espíritu, y, entonces, cambió de aspecto: la mandíbula inferior prácticamente desapareció y de la destrozada boca colgaban trozos de lengua—. ¡Te digo que fuiste tú! Y tan sólo con el poder de las gemas puedo adoptar una imagen de mi cara tal como quedó, y tan sólo con el poder telepático de la piedra del alma puedo comunicarme de tal forma que los que están en torno a mí creen que estoy hablando realmente con ellos.

Pony se quedó boquiabierta al analizar lo que implicaban las palabras de aquel hombre, pues no podía menos que darles crédito. La cara del anciano estaba destrozada —ella se la había destrozado— y, con todo, mediante las gemas, conseguía recuperar su aspecto normal: mediante las gemas, creaba una imagen ilusoria capaz de hablar de forma audible. ¡Pony apenas podía concebir el poder implícito en semejante capacidad ilusoria y en el hecho de mantener tanto rato la magia de la gema!

—Te conozco, y voy a por ti —le prometió el espíritu.

La mujer desencadenó su furia, se quitó el disfraz y cogió Defensora y las gemas.

—¡Reniego de ti! —gruñó ante el impasible espectro, y atravesó la imagen corriendo, una experiencia absolutamente inquietante.

Pensó en ir al encuentro de Belster, pero se dio cuenta de que lo mejor que podía hacer por sus amigos era simplemente alejarse de ellos.

Antes de que alcanzara la puerta trasera, la encontró Dainsey Aucomb.

—Ah, Pony, ¿te encuentras bien? —le preguntó la mujer—. Belster dijo que te habías ido sin…

—Escúchame bien, Dainsey —dijo Pony, después de que un nervioso vistazo en torno le indicara que el espectro no la había seguido—. Me voy; probablemente, para siempre.

—Pero tu hijo…

Pony reprimió de golpe aquel pensamiento, aterrorizada por el hecho de que Markwart pudiera oírlo.

—No sabéis la verdad sobre mí —dijo Pony con voz bastante alta, esperando quitar parte de culpa de sus vulnerables amigos—. Avisa a Belster, y huid y escondeos. Es mejor que no os veáis implicados.

—Po…, Pony —tartamudeó Dainsey.

—No tengo tiempo para más explicaciones —insistió Pony, y agarró a la mujer por los hombros y le dio una fuerte sacudida para que se concentrara—. Adiós, Dainsey. Quiero que sepas que has sido una buena amiga —agregó y la besó en la mejilla—. Dale a Belster un beso de mi parte, y huid y poneos a salvo.

Dainsey se quedó inmóvil, asombrada.

—¡Prométemelo! —insistió Pony—. ¡Ahora, vete! ¡Ahora mismo! ¡Prométemelo!

La pasmada mujer asintió con un gesto, y entonces Pony se precipitó hacia la oscuridad de la noche. La cabeza le hervía. La habían descubierto y sus seres queridos podían pagar muy caro sus errores; se daba cuenta de que lo mejor que podía hacer por Belster, Dainsey y los demás era alejarse de ellos tanto como le fuera posible. Al comprender lo lejos que tenía que ir, al darse cuenta del único destino realmente posible que le quedaba, no tomó la avenida de la ciudad, sino la de la puerta norte para dirigirse al establo, cercano a la misma, en donde había alojado a Piedra Gris.

Belli’mar Juraviel y la señora Dasslerond la miraban mientras corría bajo la tormenta.

—Fue él —suspiró Juraviel—. Lo sabe.

Otro elfo se apresuró a unirse a ellos.

—Reúnelos a todos —indicó enseguida la señora Dasslerond—; hacia la puerta norte y más allá.

—Debemos ayudarla —afirmó Juraviel, y miró a su señora.

La reina de los elfos, hacía sólo unos instantes, había hablado de futuros encuentros con Pony, el Pájaro de la Noche y el hijo de ambos, y advirtió en su hermoso rostro una expresión de incertidumbre.

Por lo menos, iban en la buena dirección y vigilaban de cerca a Pony en su viaje hacia el norte.

Se sintió aliviada al encontrar tranquilo y sin soldados por los alrededores el establo donde había dejado a Piedra Gris. Mientras se dirigía allí, a Pony la había torturado el miedo de que Markwart hubiera descubierto sus secretos y que todos los caminos para escapar estuvieran cortados. Pero el mozo de cuadras la ayudó a preparar el caballo, e incluso le ofreció unas viejas alforjas y algunas provisiones.

Luego, salió de nuevo a la calle; se estremecía cada vez que sonaban ruidosamente los cascos recién herrados. Trató de establecer un plan para cruzar discretamente la puerta norte —tal vez disfrazada de mujer de granjero—, pero rechazó la idea. Los soldados, en estado de alerta, podían reconocerla y, con el tiempo que hacía, pocos se atreverían a salir, salvo para una emergencia.

Por eso, tomó un camino diferente: se dirigió a un lado de la vigilada puerta, a un lugar tranquilo y oscuro, junto a la muralla de la ciudad. Hizo dar una corta carrera a Piedra Gris, y entonces, a suficiente distancia del pie del muro, se sumergió en la malaquita y difundió su magia no sólo por ella misma, sino también por el caballo. Ambos se elevaron, ingrávidos, desde el suelo hacia la muralla, ayudados por el impulso que llevaban.

Piedra Gris pateó y relinchó, aterrorizado, pero Pony lo mantuvo firme y envió más energía a la gema; consiguió que ambos se elevaran aún más, que pasaran por encima de la muralla y que, finalmente, se posaran sobre los campos herbosos del otro lado. Oyó el tumulto que se organizó intramuros, pues los guardianes corrían precipitadamente de un lado a otro, mientras trataban de averiguar qué acababa de pasar, en el caso de que realmente hubiera pasado algo. Pony apenas les prestó atención y lanzó a Piedra Gris a un veloz medio galope a través de los campos cubiertos por la oscuridad.

Confiaba en que cuando, físicamente, Markwart y sus hombres llegaran a El Camino de la Amistad, ella estaría lejos en dirección norte, y sólo rogaba que Dainsey no le hubiera fallado, y que ella y Belster también hubieran huido; tal vez, con el capitán Al’u’met, o quizás a las cuevas secretas de los behreneses.

No podía soportar la idea de que otro de sus seres queridos encontrara la muerte por su culpa y pensó por un momento que debía regresar y entregarse a Markwart, para que todos sus amigos en Palmaris no fueran perseguidos y torturados a fin de obtener información sobre ella.

Pero entonces pensó en el hijo que esperaba, el hijo de Elbryan, y supo que tenía que confiar en Belster y Dainsey, y en todos los demás. ¡Oh, qué estúpida se juzgaba por haber atentado contra Markwart! ¡Por haberlos puesto a todos en peligro!

Las lágrimas se mezclaron con la lluvia en sus mejillas.

Pero decidió que continuaría corriendo hasta Caer Tinella, hasta Dundalis y hasta los amorosos brazos de Elbryan. Juntos se enfrentarían a Markwart.

Juntos.

Piedra Gris, de repente, se estremeció y resbaló, relinchó salvajemente y se encabritó. Pony fue a parar al campo fangoso.

La mujer rodó por el suelo, refunfuñó y, de forma instintiva, se llevó las manos al vientre, temiendo por el hijo. No obstante, un agudo dolor en el hombro la detuvo, y entonces algo más también la paralizó: una sensación de pavor mucho peor a todo lo que antes había sentido. Gruñendo para ahuyentar el punzante dolor, se dio la vuelta y buscó con la mirada el caballo. Piedra Gris estaba inmóvil y cabizbajo.

Pony se esforzó en ponerse en pie y dirigió el brazo sano hacia la bolsa de gemas.

Y allí estaba, no con presencia física sino espectral, con tanta nitidez que Pony podía distinguir todos los detalles de sus rasgos.

—¿Huyendo, eh? —le dijo Markwart—. Cobarde. Con todo lo que he oído sobre la temible Jilseponie, llegué a pensar que te alegrarías de tener la posibilidad de medir tus fuerzas conmigo.

—No soy cobarde, Markwart, asesino —le contestó Pony con todo el coraje que pudo reunir.

De hecho, en otro momento y lugar, se habría alegrado de la oportunidad de luchar con él. Pero en aquel momento no podía olvidar la promesa que había hecho a Juraviel antes de abandonar las tierras del norte; la promesa que, en realidad, había hecho al hijo que esperaba.

—¡Cómo me hieren tus palabras! —dijo en tono de burla el padre abad.

¡Para gran sorpresa de Pony, la imagen, entonces, se fortaleció y pareció adquirir consistencia, como si Markwart hubiera avanzado por la conexión entre cuerpo y espíritu!

—Si te rindes, te prometo una muerte rápida —le comentó el padre abad—, un fin misericordioso, a condición de que en público reniegues del herético Avelyn.

Pony soltó una carcajada.

—En caso contrario, te prometo que te torturaré hasta que reniegues de Avelyn —añadió el padre abad—, y después te mataré lentamente, y saborearé todos y cada uno de los momentos de tu agonía. Pero incluso preferirás esa muerte lenta, no lo dudes, pues cualquier forma de morir te parecerá mucho mejor que la vida que te ofreceré.

—La vida que ofreces a todos tus súbditos —replicó con aspereza Pony—. ¡Qué lejos de Dios has caído! No puedes ni siquiera empezar a comprender la verdad de Avelyn, la luz que brilla en torno a él. No puedes…

Se le atragantaron las palabras, pues Markwart la agarró; no fue físicamente, sino con alguna conexión mental que le produjo un impacto semejante al que le hubieran producido las manos del padre abad. Pony apretó la hematites, no para abandonar su cuerpo, sino para concentrar sus pensamientos en el reino de los espíritus. Allí vio la sombra del espíritu de Markwart, algo tangible, que estaba justo ante ella con las manos extendidas en torno a su garganta. Las negras sombras de unos brazos se alzaron a cada lado de Pony y agarraron la imagen del espíritu de Markwart. La mujer empujó con todas sus fuerzas, y Markwart retrocedió hasta que las imágenes de los espíritus que estaban peleando estuvieron a medio camino entre los dos cuerpos.

—¡Eres fuerte! —oyó la chica que Markwart decía con un tono de sorprendente alegría en la voz—. ¡Cuánto tiempo he esperado este desafío!

Pony refunfuñó de nuevo y agarró a la sombra de su rival con más fuerza, con lo que la obligó a retroceder un poquito más y pudo encumbrarse sobre ella y empujarla hacia abajo. El espíritu de la mujer parecía recio, más oscuro y más fuerte, mientras que el de Markwart menguaba y se volvía grisáceo.

Entonces, el padre abad volvió a atacarla con fuerzas diez veces mayores. Empujó e hizo retroceder a su espíritu hacia el soporte corporal de la mujer. Y de alguna manera, la chica supo que, si su enemigo conseguía meter el espíritu de la mujer dentro de su cuerpo femenino, mientras el espíritu del monje continuaba apretando y empujando, sería destruida sin remedio.

Pony luchó con todas sus fuerzas, y su espíritu no cedió terreno. Pero no pudo progresar; no consiguió que Markwart retrocediera otro paso.

Y el padre abad se reía de ella.

Cuando los elfos llegaron al lugar por donde Pony había cruzado la muralla, encontraron a varios guardias inspeccionando la zona.

Pero Dasslerond no quería aflojar la marcha, no en aquel momento. Hizo una seña a los elfos y pasaron por encima, rápidamente, batiendo sus alas. Los soldados chillaron y se revolvieron, tratando de atrapar a aquellas raudas criaturas, pero los elfos ya habían rebasado la muralla y se habían perdido en la noche antes de que los guardias se les hubieran podido acercar, de forma que estos se quedaron murmurando, llenos de confusión.

Dasslerond y su grupo se reunieron en el campo situado al otro lado y, de inmediato, se dispusieron a partir hacia el norte; pero, súbitamente, la señora se detuvo y se dio la vuelta para mirar con curiosidad y fijeza a sus compañeros.

—¿Qué ocurre? —preguntó Belli’mar Juraviel.

La señora de Andur’Blough Inninness no estaba segura. Algo mágico había pasado ante ellos, una perturbación en la mismísima esencia del espacio. Los elfos disponían de tres formas distintas de magia. En primer lugar, contaban con la canción que podía sumergir un hombre en un profundo sueño y podía levantar la perpetua niebla que cubría Andur’Blough Inninness cada noche y cobijarlos de nuevo bajo ella a la salida del sol. La segunda magia, la de las plantas, era algo más crucial para los Touel’alfar. Con ellas, podían preparar bálsamos curativos, o incluso pociones que permitían que alguien viviese sin aire para respirar durante mucho, mucho tiempo. Podían hablar con las plantas para descubrir el paso de un amigo o de un enemigo, o para conocer lo acaecido recientemente en algún lugar.

Y la tercera magia se la había proporcionado un humano, un gran héroe, un hombre que tenía sangre élfica y humana, un raro mestizaje, desde luego. Se llamaba Terranen Dioniel, y en la primera gran batalla de los elfos y los humanos contra los secuaces de Bestesbulzibar, Dioniel había entregado a los Touel’alfar la esmeralda, una de las gemas mágicas más poderosas de todo el mundo. Era la piedra de la tierra, la gema que aumentaba la percepción y la conexión de la señora Dasslerond con los seres vivos que la rodeaban. Era la piedra que había ayudado a conservar Andur’Blough en su estado de belleza sobrenatural y que había aportado seguridad al valle élfico, ya que, mediante ella, Dasslerond podía modificar los senderos que rodeaban el valle, desplazando las direcciones de las sendas de tal forma que cualquier intruso acababa por encontrarse describiendo círculos.

Entonces esa piedra le indicaba que alguna criatura había pasado de forma mágica junto a su grupo.

Sabía de quién se trataba y, por consiguiente, cuando salió del trance meditativo, invitó a sus compañeros a proseguir la marcha aún más aprisa.

Se mantenían en una situación de equilibrio; la pelea era dura. Pony trataba de conjurar toda su rabia, sus recuerdos de Dundalis destruido y, en particular, los de sus padres asesinados, los cadáveres poseídos por los demonios que se habían levantado contra ella en las entrañas del hogar de aquel perverso hombre. Durante unos instantes, la rabia pareció surtir efecto, pues su sombra se volvió más fuerte y oscura, y obligó a Markwart a dar otro paso hacia atrás.

Pero entonces llegaron oleadas de desespero, el miedo por el hijo que llevaba en el vientre, y la desesperación por haber ocultado a Elbryan lo más precioso de todo: su hijo.

Pony trató de concentrarse y se esforzó con toda su voluntad para construir silenciosamente un muro de cólera, pero era demasiado tarde. ¡El espíritu de Markwart atacó con energía y a Pony le pareció como si la sombra se hubiera vuelto enorme y le hubieran salido alas de murciélago!

Entonces la mujer estaba de nuevo en su cuerpo y sentía la presencia de aquellas manos en su garganta: un frío glacial, un estrangulamiento que le segaba la vida.

La oscuridad redujo los límites de su campo visual.

¡Markwart la tenía! «La derrotaré —decidió el monje—, pero no la destruiré; todavía no». ¡Qué dulce sería!

El espíritu forzó a Pony a ponerse de rodillas, y Markwart observó con enorme gozo cómo las manos físicas de la mujer se alzaban hasta su garganta y arañaban y desgarraban…, pero no producían el menor efecto en los brazos de sombra del monje. «No, no puedo resistirlo», advirtió el padre abad. ¡Aquel momento era demasiado intenso; le producía un éxtasis pletórico ser capaz de destruir al mayor de todos sus enemigos!

Vio la sangre que salía de la garganta de Pony; escuchó su agónico jadeo.

Pero entonces sintió algo más, otra presencia. Primero echó un vistazo a su alrededor, pues pensó que se trataba de un tercero que se lanzaba contra él.

Lo embargó una gran confusión y, después, una desbordante alegría al advertir el origen de aquel pequeño espíritu, de aquel espíritu infantil, cuando miró con más atención el vientre hinchado de la mujer.

Las sombras se cerraban sobre ella y veía el mundo exterior a través de un túnel largo y oscuro. No podía respirar, no sentía los dedos que arañaban su garganta, aunque en algún lugar recóndito de su mente sabía que le estaban clavando las uñas profundamente. Pero, a pesar de ser consciente de que sus manos físicas no tenían ningún efecto sobre los brazos de sombra, no podía parar, no podía vencer el instinto de conservación.

El agarre de la sombra, de repente, se aflojó, y Pony sintió un pinchazo en el vientre.

Horripilada, al darse cuenta del súbito peligro para su hijo, liberó toda su energía mágica en una descarga repentina y brutal, un grito espiritual que obligó al padre abad a separarse de ella.

Y entonces, el suelo se levantó como si quisiera tragársela, y ella yacía de espaldas, completamente exhausta, jadeando, agonizando. Y allí, de pie, estaba él, encima de ella, mirándola, victorioso.

El monje se agachó como si quisiera coger su maltrecho cuerpo en brazos.

Ella no podía ofrecer resistencia alguna.

Pero entonces el suelo sufrió una tremenda sacudida, y el espíritu de Markwart miró en torno, sorprendido.

—¡Maldito elfo! —le oyó gritar Pony, y al acabar de pronunciar la frase su voz y su forma se desvanecieron.

Pero Pony estaba cayendo en una negrura más profunda que cualquier otra que hubiera sufrido antes.

A la señora Dasslerond le quedaba poca energía para dar a la mujer mortalmente herida, pues había destinado todo su poder para forzar al espíritu de Markwart a regresar al interior de su cuerpo físico. ¡Hasta el último gramo de su considerable poder y todo el poderío, sin olvidar ni la más pequeña parte, que la impresionante esmeralda proporcionaba apenas habían bastado, a pesar de que había pillado al monje por sorpresa! Las implicaciones de la sorprendente fortaleza del padre abad la horrorizaron.

Los elfos se arremolinaron en torno a Pony, y Belli’mar Juraviel dirigió las tareas destinadas a sanar las heridas de la chica; para ello utilizó el segundo nivel de magia: bálsamos curativos obtenidos de algunas plantas. Algunas heridas, como los desgarrones en el cuello, pudieron curarse con facilidad, pero otras eran muy profundas, eran heridas del alma. A pesar de todos sus esfuerzos, cuando informó a la señora Dasslerond del estado de Pony, no pudo menos que sacudir la cabeza.

—¿Cómo está el hijo? —le preguntó Dasslerond.

Juraviel se encogió de hombros, pues no lo sabía.

—Puede ser que el hijo sea quien la está matando —razonó—; tal vez Jilseponie no tenga bastante energía para los dos.

Otro elfo se les acercó a toda prisa para informar a la señora de que la puerta norte de Palmaris estaba abierta y de que por ella salían soldados y monjes.

La señora Dasslerond, entonces, supo lo que tenía que hacer.