8

El intruso en la bi’nelle dasada

—¿Entonces, ¿vas a salir de nuevo, testarudo muchacho? —le preguntó Bradwarden antes del amanecer del segundo día de su obligada parada.

Elbryan se había despertado hacía poco y, después de echar un vistazo a Tiel’marawee, que descansaba con más tranquilidad, pero que aún no parecía en condiciones de viajar, empezó a quitarse la ropa.

—Todos los días —respondió el guardabosque—. La danza de la espada me permite encontrar mi punto de equilibrio, y aclarar mis pensamientos para ser capaz de afrontar las pruebas que nos reserva el día.

—Es más probable que, en lugar de eso, la maldita danza te obligue a afrontar una nueva prueba, si el obispo anda por aquí —dijo el centauro.

Elbryan sonrió por toda respuesta y, con pasos impacientes, se dispuso a salir del campamento.

—No pierdas de vista a nuestros amigos —le gritó desde el borde del bosque.

Tras desaparecer, Bradwarden se quedó solo con siete cuerpos dormidos en el suelo.

Se dirigió al mismo claro junto al pequeño lago, se quitó las ropas que todavía llevaba, y se encaminó al centro, mientras respiraba lenta y profundamente. Se aclaró la mente, rechazó el miedo que tenía por Tiel’marawee, por sus otros compañeros, por sí mismo y por Pony, que cada vez más ocupaba sus pensamientos. Una vez consiguió desembarazarse de todo aquello, se convirtió en el Pájaro de la Noche, el guardabosque adiestrado por los elfos, en sintonía con el entorno. Percibió la crujiente hierba helada bajo los pies y contempló el trémulo resplandor del sol de la mañana sobre la delgada superficie vidriosa de la laguna. A pesar de su concentración, el Pájaro de la Noche no pudo dejar de considerar la rareza de aquella escena. En un año normal en aquella época, allí hubiera encontrado varios palmos de nieve y la laguna hubiera estado cubierta de nieve arrastrada por el viento y con una gruesa capa de hielo gris en vez de aquella delgada lámina. En aquella ocasión sólo una parte del lago estaba cubierta de hielo; el resto, cerca de donde la corriente circulaba por la lejana orilla, no estaba helado.

Era, ciertamente, un invierno extraño, pero, según se recordó de modo oportuno a sí mismo el Pájaro de la Noche, era algo a analizar en otro momento, en otro lugar. Entonces, tenía que moverse, tenía que conseguir que la sangre le fluyera, pues la hierba helada le estaba empezando a entumecer los pies.

Así pues, se concentró en la bi’nelle dasada con movimientos perfectamente armónicos y en completo equilibrio. Evolucionaba con agilidad y precisión, y los músculos le permitían controlar los giros y firmes estocadas de la temible Tempestad. No pensaba cuál era el siguiente movimiento, no lo necesitaba, pues la bi’nelle dasada le resultaba tan familiar a su cuerpo, estaba tan embebida en sus músculos y nervios que todos los movimientos le salían de forma natural y fácil: torsiones y estocadas después de rodar para esquivar un ataque, saltos terminados en repentinas cargas con piernas y pies en la posición exacta para proyectarlo hacia adelante sin apenas tocar el suelo. La danza no era la misma todos los días, ni mucho menos, pues el nivel de maestría del Pájaro de la Noche le permitía improvisar de manera constante.

Realmente era un magnífico espectáculo, y para el obispo De’Unnero, que lo contemplaba desde unos arbustos y sabía que, en aquella ocasión, el Pájaro de la Noche no contaba con aliados en las proximidades, la danza del guardabosque no hizo más que aumentar su intriga. El monje sabía que aquel hombre sería un reto para él, quizás el mayor reto que podía encontrar.

—Sin armadura, ya veo —observó De’Unnero mientras daba un paso en dirección al campo abierto.

El obispo sólo vestía el simple hábito marrón de su orden, un cíngulo blanco entretejido con hilos dorados, y botas blandas y sencillas. Un anillo le adornaba la mano, pero no llevaba ninguna otra joya ni tampoco gemas.

—Como tú —dijo el guardabosque con calma, sin sorprenderse en absoluto, pues el bosque le había desvelado la presencia del intruso; en realidad, Elbryan había ido allí con la concreta esperanza de que De’Unnero aparecería.

—De todos modos, nunca peleo con armadura —comentó De’Unnero, mientras describía un círculo hacia la derecha. Y el guardabosque también, lentamente, comenzó a realizar un movimiento semejante—. El Pájaro de la Noche no lleva ni siquiera un justillo de cuero, ni botas pesadas. Parece muy poco caballeroso.

—Cuando voy completamente vestido, no llevo nada que pueda detener la estocada de, incluso, una tosca lanza de trasgo —replicó el Pájaro de la Noche.

—¿Así que no consideras que es una desventaja? —le preguntó De’Unnero.

Después, el obispo no quería oír excusas; para que el desafío fuera como es debido y pudiera saborear la victoria, la lucha tenía que desarrollarse en igualdad de condiciones.

—Es suficientemente caballeroso —repuso el guardabosque con una sonrisa irónica—, aunque me parece que te has olvidado el arma.

De’Unnero soltó una carcajada, y mientras lo hacía, levantó el brazo: la mano que salió de su voluminosa manga se había transformado en la zarpa de un tigre.

—Llevo el arma muy pegada a la piel, eso es todo —le explicó el obispo.

Su risita no se debía a la expresión del guardabosque, sino a la facilidad con la que había conseguido la transformación: ¡la gema seguía en la bolsa, ni siquiera había necesitado cogerla con la mano!

El padre abad Markwart le había enseñado algo maravilloso, un nivel de poder nuevo y enorme.

—Sigue —le propuso el Pájaro de la Noche—, todo el rato, con el aspecto que tenías cuando asesinaste al elfo, cuando asesinaste al barón Bildeborough y a sus acompañantes.

Entonces De’Unnero rió más fuerte. Consideró la oferta un momento, pero sacudió la cabeza. Quería batir al Pájaro de la Noche en igualdad de condiciones; según sus estimaciones, su brazo de tigre era equivalente a la hermosa espada que llevaba aquel hombre.

—¿Sabes por qué he venido? —le preguntó.

—Sé que tu Iglesia puede inventar cualquier excusa que crea conveniente —replicó el guardabosque.

De’Unnero sacudió la cabeza.

—No se trata de la Iglesia, Pájaro de la Noche —le explicó—. He venido en calidad de Marcalo De’Unnero, no de obispo De’Unnero. Si ahora te rindieras, Marcalo De’Unnero lo rechazaría, aunque el obispo De’Unnero no tendría otro remedio que aceptarlo.

El guardabosque ladeó la cabeza, sin acabar de comprenderlo.

—He venido a por ti: De’Unnero contra el Pájaro de la Noche —prosiguió el monje— como tiene que ser.

Entonces, el guardabosque se rió al captar lo absurdo de todo aquello.

—O sea que se trata de una cuestión de orgullo y no de tu retorcido sentido de la justicia —dedujo—. Se trata de averiguar quién es mejor guerrero.

—El mejor de todos los guerreros —le corrigió De’Unnero—; he venido a zanjar esa cuestión.

—¿Y luego?

—Y luego, cuando te haya arrancado el corazón y me lo haya comido, me ocuparé de tus amigos —le prometió el obispo, pues suponía acertadamente que el guardabosque jamás le daría aquel placer tan sólo por aceptar un desafío—; primero, mataré al centauro y, después, al sigiloso hombrecito. Luego, me encargaré de los monjes; tal vez, les daré la oportunidad de rendirse, y de regresar y enfrentarse a la acusación de herejía, cosa que aceptarían en su estúpida esperanza de alcanzar el perdón del padre abad Markwart. O quizá los mataré, uno a uno, y les arrancaré las cabezas; esos trofeos bastarían para satisfacer a mi superior.

El Pájaro de la Noche detuvo su paseo circular, De’Unnero hizo lo propio.

—¿Crees en algún Dios al que quieras rezar? —le preguntó De’Unnero.

—Mi danza fue mi plegaria —le respondió el guardabosque—, una plegaria para que Dios se apiade de las almas de los que me veo obligado a matar.

Con un aullido, el obispo cargó furiosamente. Sabía que su ventaja estribaba en situarse en el interior del largo y mortal alcance de la espada del guardabosque.

El Pájaro de la Noche también lo sabía y, aunque le sorprendió la agilidad y la rapidez de su adversario, alargó el brazo manteniendo Tempestad en línea, con lo cual el obispo se vio obligado a torcerse hacia un lado para evitar que la espada lo atravesara.

Pero tan pronto como hubo esquivado la punta del arma, De’Unnero se agachó para saltar muy por encima de la punzante Tempestad; pateó con un pie y, oblicuamente, consiguió alcanzar el hombro del guardabosque.

De nuevo, quedaron uno frente al otro, pero esta vez no pronunciaron palabra alguna; sólo unas miradas, fijas y duras, expresaban el puro y máximo odio entre los rivales.

El guardabosque, en silencio, pensaba si era mejor dejar que su engañoso y rápido enemigo tomara la iniciativa, o si era preferible tratar de hacer que retrocediera con súbitos y potentes ataques en línea recta. La cuestión dejó de tener sentido en un abrir y cerrar de ojos, pues De’Unnero saltó hacia adelante, en línea recta, y aterrizó con las piernas en perfecto equilibrio para impulsarse de repente hacia la derecha. Efectuó un giro, y salió del mismo con la fatal garra de tigre dirigida hacia la cabeza del guardabosque.

Tempestad no pudo detener el ataque, pero el guardabosque hizo oscilar la hoja a tiempo de desviar el barrido de aquel brazo y produjo un feo desgarrón en un costado de la muñeca del tigre; sin embargo, recibió un profundo corte en el hombro izquierdo. El obispo hizo caso omiso del dolor y continuó adelante, lo que forzó una desesperada y desequilibrada retirada del guardabosque.

El Pájaro de la Noche se fue hacia adelante, dejó caer Tempestad al suelo y le descargó un duro puñetazo a la barbilla. El golpe cogió por sorpresa a De’Unnero y le obligó a doblar las rodillas. Más para sostenerse que para atacar, el obispo pasó su zarpa de tigre en torno al guardabosque y le hundió las uñas, mientras con su otro brazo trataba de bloquear la repentina lluvia de golpes de derecha e izquierda que le caía encima.

El Pájaro de la Noche sintió el ardiente dolor justo al lado de la espina dorsal; sabía que si concedía a De’Unnero el menor espacio, le arrancaría la mitad de la espalda. Por consiguiente, se le acercó más, le propinó un corto y pesado derechazo a las costillas y, luego, un brusco gancho de izquierda al mentón que inclinó la cabeza de De’Unnero hacia un lado. Sintió el tirón en la espalda cuando el tozudo obispo empezó a retirarse, por lo que enganchó el brazo derecho por encima de la extremidad del tigre y enseguida lo puso en aprietos, más que si hubiera querido pegarle puñetazos.

O eso creía. Marcalo De’Unnero era el mejor luchador que jamás había cruzado las puertas de Saint Mere Abelle, el hombre que había adiestrado hermanos justicia, y ninguno había sido más que un pálido reflejo de la brillantez de sus artes marciales. El Pájaro de la Noche le había sorprendido, le había colocado algunos golpes de asombrosa potencia, pero entonces De’Unnero se puso manos a la obra y propinó una serie de cortos golpes rápidos, sin extender el brazo, al mentón del guardabosque. Pero justamente sólo le alcanzó el mentón porque el Pájaro de la Noche fue lo bastante listo como para comprender que su rival trataba de darle en la garganta, y que, si De’Unnero conseguía conectar un buen golpe allí, la pelea habría terminado.

A pesar de la exitosa forma de esquivarlo, el guardabosque probó el sabor de la sangre. Lanzó otra serie de golpes, luego cambió de táctica: agarró con su enorme mano la cara de De’Unnero y la estrujó con todas sus fuerzas. Inmediatamente, el obispo gruñó y dejó de pegar puñetazos para tratar desesperadamente de liberarse de aquel brazo tan potente.

El Pájaro de la Noche creyó que la lucha había llegado a su fin, vio la anhelada victoria a su alcance. Continuó el abrazo del oso, y mantuvo la mortal zarpa de tigre en el lugar adecuado, mientras doblaba los músculos del brazo derecho, hasta que le quedaron apretados como tensos cables de acero, y hundía los dedos en la carne de su enemigo con tanta fuerza que ambos creyeron que la cabeza del obispo iba a explotar bajo aquella presión.

De’Unnero agarró y tiró, pero su fuerza no podía igualar a la del potente guardabosque.

El Pájaro de la Noche gruñó, victorioso.

Pero, entonces, sintió un repentino y agudo dolor en el centro de la muñeca, justo debajo de la palma: De’Unnero hundía a la perfección la punta del pulgar en el punto preciso. Asombrado, el guardabosque sintió cómo se le debilitaban los dedos índice y meñique, y, horrorizado, vio que De’Unnero conseguía liberar la cabeza del agarre del guardabosque y le apartaba el brazo de un tirón.

Por instinto, el Pájaro de la Noche lanzó la cabeza hacia adelante cuando vio que De’Unnero dirigía violentamente la suya contra él. El azar quiso que la frente del guardabosque quedara por debajo de la del obispo. Las dos cabezas chocaron con una fuerza devastadora. Ambos se tambalearon, pero De’Unnero se había llevado la peor parte. Claramente aturdido, el obispo levantó la rodilla rápidamente para tratar de alcanzar la ingle del guardabosque, pero el Pájaro de la Noche había girado la pierna dispuesto a encajar el golpe en el muslo. Aquel movimiento le hizo perder parcialmente el equilibrio, y no pudo hacer otra cosa más que dejarse llevar por De’Unnero cuando éste, de repente, se lanzó hacia atrás para caer al suelo. Ambos rodaron por la corta pendiente hasta ir a parar al frío lago. Durante unos breves instantes, permanecieron sobre el hielo; pero éste no tardó en romperse, y cayeron a las heladas aguas.

El agua se revolvió y se enrojeció en torno a ellos, y ambos quedaron demasiado paralizados por la brusca impresión del hielo y por la falta de aire como para continuar la lucha.

El Pájaro de la Noche se levantó, jadeando y salpicando; esperaba que De’Unnero saldría a su lado. Pero en lugar de eso vio a Bradwarden y a Roger que avanzaban por el claro; cuando divisaron a su amigo, se apresuraron a ir hacia él.

—¿Desde cuándo danzas en el agua? —le preguntó Bradwarden, mientras se le acercaba al galope para ayudar a su amigo herido y aturdido por las peligrosamente frías aguas.

Elbryan sangraba y se estremecía. Un vistazo a las rayas que le cruzaban la espalda, una herida de aspecto parecido al de la de Tiel’marawee, bastaron a los otros dos para comprender lo ocurrido. Bradwarden descolgó el enorme arco, lo encordó y le puso una flecha, todo ello en un único y hábil movimiento.

—Es…, está en el a…, agua —dijo Elbryan mientras los dientes le castañeteaban.

Roger se quitó la capa de la espalda y envolvió con ella a su amigo, con expresión incrédula.

—¿El obispo De’Unnero te ha hecho esto? —le preguntó.

—¿Dónde está ese imbécil? —preguntó el centauro—. ¿Lo has matado? ¿O lo has herido lo bastante como para que esa rata muera ahogada?

Elbryan, que no sabía con seguridad lo que había sucedido, se encogió de hombros y se dio la vuelta para inspeccionar el lago.

Entonces, obtuvieron la respuesta que anhelaban: la cabeza de De’Unnero se agitó por encima de la superficie del agua, en la parte central del lago, y se alejó de ellos durante un instante. Luego, desapareció bajo las aguas. En cualquier caso, Bradwarden disparó, y la flecha pasó rozando la superficie sin causar daño alguno.

—Bueno, tiene que salir —dijo el centauro, preparando otro proyectil—. ¡Y entonces tendré mi oportunidad!

Mientras acababa de pronunciar aquellas palabras, el obispo emergió de las aguas transformado en un gran felino. Salió del lago y se internó en el bosque a tal velocidad que Bradwarden ni siquiera tuvo tiempo de disparar.

—Por lo menos, tiene que huir —dijo Roger.

Elbryan sacudió la cabeza, sin creérselo durante un momento. Aquel hombre no huiría; aquel hombre, suficientemente peligroso para vencerlos a todos ellos, distaba mucho de haber terminado.

—Entonces, lo atraparemos —propuso Roger.

—Pero la elfa no está en condiciones de correr —les recordó Bradwarden—; en mi opinión, apenas puede andar.

—Sea lo que sea lo que hagamos, es mucho mejor que estemos juntos —les recordó el guardabosque mientras se dirigía hacia donde había dejado la ropa, dispuesto a vestirse rápidamente.

Los tres partieron hacia el campamento y encontraron a Sinfonía por el camino. El guardabosque había ordenado telepáticamente al semental que se mantuviera cerca.

Aquel día Tiel’marawee tenía mejor aspecto, pero todavía estaba lejos de ser capaz de viajar por su cuenta. Comprobaron que podían hacer que avanzara, aunque a paso muy lento. Con De’Unnero cerca, Elbryan no quería permanecer en un lugar fijo. Aquel hombre encontraría, con toda seguridad, el modo de atacarlos duramente. Por consiguiente, se pusieron en marcha, y cubrieron, lentamente, unos cinco kilómetros en todo el día. Sinfonía y su jinete barrieron una amplia zona todo el camino, pues el guardabosque exploraba y deseaba encontrar de nuevo a De’Unnero. Siempre que se alejaba lo bastante del vigilante Bradwarden, lanzaba gritos desafiantes hacia la espesura del bosque con objeto de atraer al hombre o al tigre.

Pero aquel día no vio ni rastro del obispo, ni al día siguiente, ni al otro. Y entonces, tuvieron que descansar de nuevo, pues Tiel’marawee no podía continuar. La elfa les suplicó que la dejaran y que le dieran tan sólo las provisiones necesarias para una semana, y les aseguró que sería capaz de sobrevivir sin ayuda de nadie durante ese tiempo.

Por supuesto, ninguno de ellos, ni el guardabosque ni el centauro, ni Roger Descerrajador, ni ninguno de los cinco monjes, tomó en consideración lo que había balbuceado la elfa. Montaron el campamento y esperaron. Transcurrió un día y luego otro, y, entonces, durante la mañana del tercer día, Bradwarden llegó al campo, al galope.

—Por el sur, vienen soldados a paso ligero —explicó—, y apostaría a que nuestro amigo el obispo viene con ellos.

En cuestión de segundos, Elbryan montó a Sinfonía y le hizo dar la vuelta para que siguiera a Bradwarden.

—¡Proteged el campamento! —gritó a Roger y a Braumin—. Formad un grupo muy apretado, para que todo el mundo esté a cubierto. Es posible que los soldados vengan a por nosotros, pero, aunque éste no sea el caso, el obispo podría aprovechar la ocasión para atacarnos.

Mandó un aviso telepático al caballo, y Sinfonía salió disparado y enseguida alcanzó al centauro. Cuando llegaron al alto risco, el mirador desde el que Bradwarden había detectado la tropa que se acercaba, los soldados se habían aproximado lo suficiente como para que pudieran identificarlos.

—Shamus Kilronney —murmuró el guardabosque.

—Y De’Unnero cabalga detrás de él —observó el centauro—. No estamos para correr, a menos que pienses dejar que Tiel’marawee se las apañe por su cuenta.

—No vamos a correr —dijo Elbryan con firmeza.

—Son más de veinte —puntualizó el centauro—. Huir me parecería una buena idea.

—No vamos a hacerlo —afirmó el guardabosque.

—Me refiero a ellos —dijo Bradwarden secamente.

El guardabosque le dedicó una agradecida mirada de soslayo.

—¿Deberíamos decírselo a los demás? —preguntó Bradwarden.

Elbryan reflexionó un buen rato.

—Los monjes no disponen de magia ofensiva —le explicó—; de hecho, no tienen magia de ningún tipo. No sé qué podrían hacer frente a un jinete provisto de armadura.

—¡Bah!, lo que quieres es reservarte toda la diversión para ti —replicó el centauro.

—Haremos que nuestros compañeros se escondan —razonó el guardabosque—, y entonces iremos al encuentro de Shamus y sus hombres. Si llegamos a las manos…

—¿Acaso lo dudas? —le preguntó Bradwarden con incredulidad—. ¡De’Unnero está con ellos, y ni por un instante me trago que haya venido hasta aquí sólo para charlar!

—En ese caso, les atacaremos desde lejos y nos dispersaremos por el bosque —explicó el guardabosque.

—Dos no pueden dispersarse —comentó Bradwarden—; sólo pueden correr.

—Da igual —repuso Elbryan—. Haremos que les resulte una persecución peligrosa, pues vamos a dispararles a todos sin cesar, hasta que juzguemos haber reducido sus efectivos lo suficiente como para cargar y derrotar a los que queden.

—Podríamos empezar ahora mismo —insistió el centauro.

—Pues adelante —le contestó el guardabosque, y lo cogió en un abrenuncio.

Desde luego, lo hicieron tal como Elbryan había previsto. Regresaron junto a los demás y encargaron a Roger y al hermano Castinagis que se ocuparan de esconder y de velar por la seguridad del grupo.

Elbryan y el centauro no tardaron en volver al camino principal y no tuvieron problema alguno para localizar a Shamus y a los soldados que subían en línea recta por el único sendero despejado. Los jinetes se detuvieron en seco a unos treinta metros del guardabosque y del centauro. Shamus estaba en medio de la fila delantera de tres hombres y De’Unnero, montado a horcajadas —algo poco habitual en un monje—, iba a su derecha.

—Me alegro de ver de nuevo a Shamus Kilronney —gritó el guardabosque—; o mejor dicho, me alegraría si hubiera venido en mejor compañía.

De’Unnero murmuró algo al oído del capitán:

—Hemos venido a apresarte, Pájaro de la Noche —gritó Shamus—, y a apresar al centauro y tus amigos monjes. Estás en compañía de proscritos por la Iglesia abellicana. Reúnelos a todos; te trataremos bien, te lo garantizo.

—Dale un beso a… —empezó a decir Bradwarden, pero Elbryan lo cortó en seco.

—¿Yo voy a ser bien tratado? —preguntó el guardabosque, enfatizando el pronombre personal—. ¿Ese trato incluirá tal vez el placer de contemplar cómo cuelgan a mis amigos? Bueno, quizá los quemen en la hoguera, pues me han dicho que es uno de los juegos predilectos de los monjes abellicanos.

—No queremos pelear contigo —le explicó Shamus.

—Sois más listos de lo que parecéis —replicó Bradwarden.

El capitán echó de nuevo un vistazo a De’Unnero. Shamus sentía un conveniente respeto por el Pájaro de la Noche, pero no tenía la menor duda de que él y sus soldados podían derrotar a Elbryan y a sus escasos compañeros. Sin embargo, aquél no era el problema.

Transcurrió un largo y tenso momento.

—Aprésalos —le dijo De’Unnero a Shamus.

Entonces, cuando vio que el capitán no se movía, repitió la orden a los soldados. Varios hombres se dispusieron a avanzar, pero Shamus levantó el brazo, y obedientes, se detuvieron.

Era, tal vez, el momento más terrible de la vida de Shamus Kilronney. Entre el Pájaro de la Noche y él se había forjado una buena amistad en pocas semanas, porque habían encontrado la confianza necesaria para luchar como estrechos aliados. Conocía a aquel hombre, conocía sus sentimientos y, ni por un instante, podía creer que el Pájaro de la Noche hubiera cometido algún verdadero delito contra la Iglesia y, mucho menos, contra el Estado. Y, con todo, Shamus no podía olvidar la presencia del centauro, liberado de las mazmorras de Saint Mere Abelle según admitía el mismo Pájaro de la Noche, ni tampoco la de los canallescos monjes, que serían procesados y, probablemente, condenados por herejía y traición.

Miró camino abajo, hacia el Pájaro de la Noche, y cruzó su severa mirada con la de aquel hombre de ojos verdes.

—¡Aprisionadlos! —ordenó De’Unnero—. ¡Yo iré delante!

Dicho esto, el obispo levantó el brazo, su gran y mortífera zarpa de tigre, y la lanzó hacia adelante con un movimiento potente que hizo saltar al caballo.

—¡Alto! —gritó Shamus antes de que los soldados empezaran a seguirlo.

De’Unnero comprendió perfectamente que no podía enfrentarse al poder combinado de Elbryan y del temible centauro.

El obispo dio un estirón al caballo para que diera la vuelta y se quedó con expresión incrédula y la mirada clavada en el capitán.

Y Shamus le devolvía una misma mirada fija, mejor dicho, dirigía la suya hacia la zarpa de tigre y recordaba el destino del barón Bildeborough.

—Ahora, capitán —le gruñó De’Unnero—, soy el obispo de Palmaris y te ordeno que arrestes a ese hombre y a la inmunda criatura que está con él.

Elbryan y Bradwarden intercambiaron miradas y sonrisas de complicidad. La expresión de Shamus Kilronney hablaba por sí sola.

Como era de esperar, el capitán sacudió la cabeza.

—No iré contra el Pájaro de la Noche —explicó—; ni tampoco mis hombres.

—¡Sois unos proscritos! —chilló De’Unnero—. ¡Todos vosotros! —Ondeó la zarpa para abarcarlos a todos—. ¡Todo aquel que no me sigue se convierte a sí mismo en un proscrito por la Iglesia abellicana, y eso, os lo aseguro, no es una situación nada envidiable!

Se dio la vuelta como si se dispusiera a cargar contra el guardabosque y el centauro, y se oyeron algunos movimientos incómodos de los soldados situados detrás de él; pero nadie le siguió, nadie avanzó el caballo por delante de Shamus Kilronney, el jefe en el que confiaban.

—Ven tú solo —le propuso Bradwarden al obispo—. Nunca he comido carne humana, pero contigo podría hacer una excepción.

—Eso no quedará así —le dijo De’Unnero al Pájaro de la Noche—; esta vez no te me escaparás.

—Ni siquiera he tratado de correr —dijo el guardabosque severamente.

De’Unnero le clavó una dura mirada, y también a su temible compañero. Después, se volvió para observar a Shamus Kilronney y a sus estúpidos soldados.

Elbryan comprendió lo que sucedería a continuación, y, por consiguiente, impulsó el caballo hacia adelante, a la carga.

De’Unnero reaccionó con rapidez: hizo dar la vuelta a su caballo, y hundió los talones en los flancos del equino, con lo que pasó raudo por delante de Shamus y sus soldados, y bajó por el camino del sur.

Bradwarden, sin perder tiempo, alzó el gran arco y disparó una enorme flecha, pero el obispo, que había previsto semejante ataque, viró el caballo primero hacia la izquierda y luego hacia la derecha, y la flecha pasó silbando inofensivamente.

Se levantó Ala de Halcón, mientras Sinfonía iba recortando distancias a cada zancada con el otro caballo menos veloz, pero antes de que pudiera disparar, el obispo lo sorprendió al saltar de su montura y transformarse inmediatamente, incluso el hábito, en la elegante figura de un tigre enorme, que abandonó el sendero para internarse en la maleza.

Sinfonía cargó mientras el Pájaro de la Noche se colgaba Ala de Halcón en el hombro, pues sabía que no tendría oportunidad de efectuar un buen disparo. Después, se inclinó y desenvainó Tempestad. Espoleó a Sinfonía, y el gran caballo se lanzó hacia adelante como un rayo, a la mayor velocidad posible.

Pero el caballo no podía competir, en la espesa maleza, con el lustroso y veloz tigre. Y cuando el Pájaro de la Noche salió de aquella maraña y llegó a un claro, vio a De’Unnero que ya saltaba por la maleza en el otro lado, huyendo a todo correr hacia el sur.

El guardabosque puso Sinfonía al trote, al darse cuenta de que no lo atraparía. Dio la vuelta al caballo, y regresó junto a los demás. Constató que los soldados todavía sacudían la cabeza y charlaban, llenos de perplejidad, pues jamás habían visto nada semejante: ¡un hombre que se transformaba en un gran felino!

—Así que ahora somos unos proscritos —le dijo el guardabosque a Shamus cuando dirigían sus monturas hacia donde estaban los demás—, según ha declarado el asesino del barón Rochefort Bildeborough.