—¡Fuera de la calle! —le gritó el soldado a un sorprendido Belster O’Comely, que había salido de El Camino de la Amistad a vaciar un cubo de basura.
El soldado se le acercó empuñando un arma, pero el posadero se fue hacia la puerta y cruzó el umbral con las manos alzadas en actitud defensiva, sin molestarse en recoger el cubo.
—¡Y no vuelvas a salir! —oyó Belster que le gritaba aquel hombre mientras se acercaba a la puerta.
Con un gran suspiro, el posadero regresó a la sala común, donde Dainsey y Mallory estaban sentados tranquilamente tomándose una copa. Aquella misma mañana, previendo más trabajo debido a los clientes que iban a acudir para chismorrear sobre el recibimiento al padre abad y sobre la inminente llegada del rey, Belster había solicitado formalmente los servicios de Mallory y de Prim O’Bryen.
¡Qué irónico parecía entonces todo aquello! El Camino de la Amistad estaba vacío, salvo tres tipos que habían alquilado habitación el día antes, ninguno de los clientes habituales, siempre ávidos de chismes, había sido capaz de acudir por ganas que tuviera.
—¿Adónde ha ido la chica? —preguntó Belster, y Dainsey señaló hacia la puerta de los aposentos privados.
Encontró a Pony en su habitación, sentada en silencio y a oscuras, mirando con fijeza por la única ventana. De vez en cuando, llegaba el ladrido de un soldado o de un monje que instaba a la gente a abandonar la calle. Después del atentado contra el padre abad, Saint Precious había poco menos que paralizado la ciudad.
—Pero ¿qué has hecho, muchacha? —exclamó Belster, y se abalanzó sobre Pony—. ¡Has sido tú, no me mientas! El último hombre que vino al Camino me contó que una gema había alcanzado al padre abad y que todos los monjes estaban asombrados de que el impacto, disparado desde tan lejos, hubiera sido tan fuerte. Se dice que habían dispuesto guardias para impedir esa clase de atentados; así que tanto ellos como yo sabemos que el asesino es una persona con un gran dominio mágico de las piedras. Sólo conozco una persona que pueda haberlo hecho.
—Avelyn Desbris le podía haber arrancado la cabeza de los hombros —afirmó Pony, flemática, sin dejar de contemplar lo que sucedía tras la ventana.
El cruel comentario provocó en Belster una súbita cólera. La agarró por los hombros y le dio la vuelta para obligarla a encararse con él.
—Y Avelyn está muerto —replicó—. Ambos lo sabemos, y también sabemos quién tiene sus gemas; una de ellas era una piedra imán, ¿no es así? Y fue una piedra imán la que hirió al padre abad. O sea que ¿dónde está tu piedra imán, muchacha?
Los grandes ojos azules de Pony se empequeñecieron y se clavaron en él con una mirada tan dura y decidida que Belster retrocedió medio paso.
—Fue Pony la que atacó al padre abad —dijo Belster con calma.
—No me disculparía más por matar al padre abad que por haber contribuido a la derrota de Bestesbulzibar —dijo con firmeza, sin comprender la ironía de semejante frase.
—¡Oh!, ¿qué has hecho? —se lamentó Belster mientras levantaba las manos, se daba la vuelta y empezaba a caminar de un lado para otro nerviosamente—. ¿Crees que les has hecho un favor a tus amigos, o a ti misma? ¡Mira ahí afuera, chica! ¿Ves a alguien paseando por las calles, a alguien que venga a El Camino de la Amistad esta noche?
—No tardarán demasiado en disminuir la presión —insistió Pony—. Están asustados y, por consiguiente, soldados y monjes barren las calles para impedir cualquier sublevación; pero eso también pasará.
—¿Y que les ocurrirá a tus amigos behreneses? —preguntó Belster—. ¿También se acabarán pronto las medidas que la Iglesia tomará, a causa de tu conducta, contra los de piel negra? ¿Los que sobrevivan a la inminente carnicería olvidarán pronto a los que hayan sido ejecutados?
—¿Los behreneses?
—¿Es que dudas que muchos les echarán las culpas del ataque? —preguntó Belster con incredulidad.
Pony se burló de aquella idea absurda.
—Jamás he oído decir que los behreneses manejen piedras mágicas —razonó la mujer—. Su religión ni siquiera las considera un don de Dios, sino que sostiene que las gemas son una tentación de Ouwillar, que para ellos es la encarnación del demonio Dáctilo. Los sacerdotes yatoles ven las piedras como un medio para ahorrarse trabajo duro y honrado, y como un peligro porque otorgan poder a gente que ellos consideran indigna del mismo. Pensar que un behrenés realizó el ataque con gemas contra el padre abad es puro…
—Oportunismo —la interrumpió Belster—. Bueno, así que te divertiste. ¿Te encuentras mejor?
Pony, frustrada, sacudió la cabeza. ¿Cómo era posible que no la entendiera? ¿Encontrarse mejor? ¡Difícilmente! Se había limitado a hacer lo que había que hacer, a hacer lo que le exigían la esperanza de un futuro mejor para el reino y su lealtad a los Chilichunk y a Connor.
—Nos has colocado a todos en un bonito aprieto, ¿no es cierto? —prosiguió, sarcástico, Belster—. Es posible que nombren nuevo padre abad al perro de De’Unnero y, entonces, todo el reino sufrirá el dolor que ya ha causado en Palmaris.
Pony continuó negando con un gesto de cabeza.
—Markwart era la fuerza que impulsaba la Iglesia abellicana —dijo—. Fue él quien consiguió el control de Palmaris para su orden y sin él…
—Fue quien mató a tus padres —dijo con franqueza Belster—, y eso es lo único que entiendes y lo único que tienes en cuenta. Tal vez Markwart merecía lo que le hiciste, pero no has pensado ni por un momento en el daño que nos hacías a todos los demás. ¡Ni un solo momento, te digo! Ahora viviremos en el infierno al que Pony nos ha mandado.
Pony desvió la vista de la ventana y poco faltó para que se cayera de la silla ante el repentino estruendo producido por el portazo de Belster. «Belster se equivoca», se dijo repetidamente la chica. Quizá vivirían días difíciles durante un tiempo, pero aquello se acabaría; según sus cálculos, probablemente la ciudad pasaría entonces a control del Estado, y la gente podría llevar una existencia más tranquila y pacífica.
Tenía que creerlo, ya que su conducta no le había proporcionado ningún otro consuelo. Quizás había saturado su sed de venganza, pero de poco —de nada en absoluto— había servido para llenar el vacío que habían dejado en su corazón las muertes de Graevis, Pettibwa y Grady. Y Connor. A lo sumo, esperaba que una vez realizada su venganza, podría soportar y dominar el dolor por esas pérdidas.
—Fue una mujer —informó Tallareyish Issinshine a Belli’mar Juraviel y a la señora Dasslerond la noche del atentado contra el padre abad.
—Disparó desde un tejado situado a considerable distancia.
—Parece que no has exagerado en cuanto a su poder con las gemas —le dijo la señora Dasslerond a Juraviel, aunque su tono de voz evidenciaba dolorosamente que en aquel momento no estaba ni impresionada ni satisfecha con Jilseponie Wyndon.
—Jilseponie ha sufrido muchísimo por culpa del padre abad Markwart —trató de explicar Juraviel, pero él también oyó el tono sepulcral de sus propias palabras.
Por su situación, por estar embarazada del hijo del Pájaro de la Noche y por el hecho de conocer la bi’nelle dasada, Pony debería haberse comportado de una forma más sensata; tenía la obligación de contemplar la situación con mayor perspectiva, para considerar lo que más convenía al mundo, y no actuar para satisfacer una venganza personal.
—Ha actuado precipitadamente —dijo Dasslerond con su típica franqueza— y sin tener en cuenta que han ocurrido importantes acontecimientos.
—Acontecimientos que no podía conocer, ya que no hemos establecido contacto con ella —puntualizó Juraviel.
—Acontecimientos entre los que hay que considerar el hecho de su embarazo —se apresuró a contestar con aspereza Dasslerond—. Eso habría tenido que bastar para detener su mano.
Juraviel quiso responder que Pony obviamente había creído que podía cometer el atentado y escapar sin más pérdida que la piedra. Pero se mordió la lengua, pues sus excusas eran una defensa, y eso demostraba precisamente que la conducta de Pony necesitaba ser defendida. En realidad, también Belli’mar Juraviel estaba lejos de sentirse satisfecho de la chica y consideraba que su última acción era uno más de una serie de errores que había empezado a cometer desde el momento en que abandonó al Pájaro de la Noche y, lo que era peor, sin hablarle del hijo que esperaba. Al fin y al cabo, Juraviel también era un Touel’alfar y, a pesar de su frecuente contacto con los hombres, no podía contemplar el mundo con ojos humanos.
—Ahora la Iglesia abellicana ejercerá un control casi absoluto sobre la ciudad —prosiguió la señora Dasslerond—; controlarán hasta el menor movimiento del rey Danube con el pretexto de la seguridad. Tu amiga nos ha perjudicado mucho. ¿Cómo voy a concertar una entrevista con el rey Danube Brock Ursal? Y sin duda, no podemos mostrarnos a los ojos de la Iglesia. La decisión de esa mujer fue una insensatez, Belli’mar Juraviel, fue la decisión de una humana, de una n’Touel’alfar, pues esa es la naturaleza de Jilseponie.
En el frustrado suspiro de la señora Juraviel percibió con claridad el adicional disgusto por el hecho de que esa misma mujer conociera el secreto de la bi’nelle dasada. Pony necesitaría una larga serie de decisiones acertadas para recuperar el terreno perdido a los ojos de Dasslerond, y lo que la señora sentía por Pony acabaría por determinar cuánta paciencia estaba dispuesta a tener con el Pájaro de la Noche.
Pero Juraviel no podía hacer nada al respecto; no, de momento. Pony era un peón en el complejo juego que se desarrollaba en Corona, y los peones, a menudo, se sacrificaban.
Los tres clientes que se hospedaban en El Camino de la Amistad se unieron a Belster y a sus cuatro ayudantes —pues Pony había aparecido desde la habitación de atrás, y Prim O’Bryen se las había apañado para llegar a la posada—; pero aparte de ellos, sólo dos valientes clientes no se amilanaron con las patrullas y fueron al local. Los diez levantaron la vista, asustados y preocupados, cuando se abrió de golpe la puerta de la sala común y una hueste de soldados penetró en el interior.
Una mano de Pony se fue hacia la bolsa de gemas, mientras que la otra se movió para acercarse a Defensora, que se hallaba en un estante detrás de la barra. No obstante, se tranquilizó, al igual que Belster y Dainsey, cuando se dio cuenta de la mujer que estaba al frente de los soldados: Colleen Kilronney.
—Maese O’Comely —dijo la recién llegada, mientras dirigía a sus doce compañeros, algunos guardias de la ciudad y otros soldados del rey, hacia un par de mesas vecinas—, jarras de cerveza para todos mis amigos.
—A tus órdenes, buen soldado —respondió el posadero, mientras corría hacia la barra. Belster se apresuró a llenar una jarra tras otra y, luego, pasó las bandejas a Dainsey y Mallory.
Mientras Belster preparaba las bebidas, Colleen iba de un lado a otro diciendo a sus compañeros que ella se encargaría de que el posadero cobrara lo debido, aunque más de un soldado de los Hombres del Rey gritaba que no tenían por qué pagar, ya que al posadero debería bastarle la emoción de servir a los soldados de la corona.
Colleen, con un ademán, rechazó aquellas palabras, se acercó al mostrador y sacó una bolsa llena de monedas. Belster se dispuso a decirle que no se molestase, pero la mirada de la mujer dejó claro al posadero y a Pony, que estaba junto a él, que su iniciativa era un pretexto para hablar con ellos lejos de los demás.
—Dicen que fue magia lo que derribó al padre abad —susurró—, una magia más potente que cualquier otra que se hubiese visto antes.
Belster echó un vistazo a Pony que no pasó desapercibido a Colleen.
—De modo que fuiste tú —dijo con una sonrisa—. Bueno, fue un excelente disparo, en mi opinión.
—Y fue un disparo que hará que el mundo sea un lugar mejor —respondió Pony con determinación—. Todas las gentes de Honce el Oso, de todo Corona, están mejor sin el padre abad Markwart.
—¿Sin? —preguntó Colleen escépticamente.
Aquella pregunta borró la sonrisa de la cara de Pony.
—¿Está vivo? —preguntó Belster.
—Vivito y coleando —respondió Colleen—. Los monjes que estaban con él cuando fue alcanzado por el proyectil pensaron que moriría, mejor dicho, que había muerto; pero el terco y viejo perro resistió no se sabe cómo. Luego, los monjes de Saint Precious se ocuparon de él con las gemas curativas e hicieron un magnífico trabajo. Con todo, lo consideran algo milagroso, sabéis, y algunos incluso dicen que Dios no podía permitir que el padre abad muriese en tiempos tan críticos.
Belster, abatido, refunfuñó. Aunque estaba enfadado con Pony, él había esperado que la imprudente acción de la chica, al menos, hubiera liberado al mundo de Markwart.
Pony estaba desolada.
—Le alcancé con muchísima fuerza —dijo con una voz que era apenas un murmullo, como si no pudiera respirar—. Vi cómo le estallaba la cabeza, y aquello no lo podía recomponer ninguna piedra del alma. Lo maté. La potencia de aquella gema habría matado a un rey de los gigantes.
—No lo mataste, aunque habría preferido que lo hubieses conseguido —repuso Colleen. Entonces, dedicó a Pony una luminosa sonrisa y, con un gesto de la cabeza, ratificó su afirmación—. Tuviste agallas para hacerlo, chica —añadió con evidente respeto.
—Agallas de piedra —lamentó Belster—, y una cabeza en consonancia.
Colleen dejó de sonreír cuando otro soldado, un Hombre del Rey, se le acercó.
—¿Qué, regateando? —preguntó.
—El bueno de Belster nos ha ofrecido bebida gratis —repuso Colleen—. Y me ha preguntado cuándo la gente podrá circular libremente por las calles de nuevo, cuándo podrán visitar de nuevo su taberna.
—Eso incumbe al padre abad determinarlo —respondió el Hombre del Rey—, o al rey Danube, en el caso de que el bando no haya sido suprimido antes de que llegue.
El soldado dirigió una severa mirada a Belster y a Pony. Pony retuvo el aliento, pues lo conocía de la campaña de Caer Tinella y su única esperanza era que no la reconociera bajo su disfraz. Se preguntó si llevaba el parche en el ojo adecuado y si su pelo estaba bien empolvado.
El soldado se alejó, pero sin dejar de lanzar hacia atrás miradas llenas de sospecha.
—Siempre está así —les explicó Colleen.
—¿Estás segura de que el padre abad está vivo? —preguntó Pony en voz baja.
Colleen asintió con la cabeza.
—Lo he visto con mis propios ojos mientras daba instrucciones a unos monjes en Saint Precious —dijo—. Habla con la boca un poco torcida, creo que me entiendes, pero va de un lado para otro, desbordante de furia, no lo dudes.
—Maldito sea —murmuró Pony, mientras miraba hacia el suelo, llena de rabia, llena de frustración. ¿Cómo podía ser?
¿Cómo podía un hombre, o incluso un gigante, haber sobrevivido al impacto de la piedra imán con la cantidad de energía que le había transmitido? Pony se dio cuenta de que aquel hombre era un enemigo aún mayor de lo que había supuesto. Pero, con todo, seguía dispuesta a matarlo.
Desde luego.
—En un lado del carruaje, profundamente incrustada en el metal, encontraron la gema —explicó Tallareyish cuando se reunió de nuevo con Dasslerond.
La señora estaba sola, ya que Juraviel había salido y desde las sombras de las calles vigilaba las rondas de soldados y monjes, y evaluaba las medidas de seguridad que habían tendido sobre Palmaris. También se había propuesto hablar con Pony, si tenía ocasión de hacerlo; contaba para ello con el beneplácito de Dasslerond, pero la señora había limitado lo que Juraviel podía contarle a su amiga humana.
—¿En el carruaje, después de que destrozara su dura cabeza —dijo la señora— y, a pesar de eso, está vivo?
—Lo está —le confirmó Tallareyish—. Y los monjes que lo atendieron se pasean por los pasillos de Saint Precious mientras rezan a su Dios en voz alta y hablan de milagros y de la gloria revelada a través de su padre abad.
—Entonces, ¿sus heridas eran graves?
—Nuestro explorador insiste en que ningún monje creía que tuviese posibilidades de sobrevivir, ni siquiera cuando empezaron a utilizar las piedras del alma —les comentó Tallareyish—. Algunos incluso hablaron de preparar los funerales. Tenía arrancada y aplastada la mitad inferior de la cara. Pero ahora, tan sólo unas horas después, ese hombre va de un lado para otro y parece haber recobrado las fuerzas; su expresión es colérica y las únicas secuelas del ataque son un balbuceo al hablar y la mandíbula inferior hinchada.
La señora Dasslerond tomó buena nota de aquellas palabras, de la descripción del restablecido Markwart, y antes de despedir a Tallareyish le indicó que abandonara su misión de explorador y que se ocupara de vigilar a Juraviel. Entonces, Dasslerond se retiró al rincón del tejado que les servía de base provisional para quedarse a solas.
Aunque su pueblo no utilizaba mucho las gemas, la señora, por encima de los demás Touel’alfar, comprendía el poder de las piedras y le costaba creer que Markwart —de hecho, que algún hombre, y menos aún un anciano— pudiera haber sobrevivido a aquel ataque. ¡Y, con todo, el padre abad lo había conseguido, y se había recuperado!
Dasslerond, conocedora de cómo funcionaba el mundo, de las leyendas de todas las razas y de todos los demonios Dáctilos, tenía miedo de lo que aquello implicaba.