6

Mirando la muerte en el ojo del tigre

Lo vieron trepar por el cercano risco rocoso con expresión divertida, pero también con un cierto orgullo, pues Elbryan se movía con una gracia y una agilidad superior a la de los humanos, y eso era aún más destacable si se tenía en cuenta su corpulencia. Para los Touel’alfar, aquellos movimientos, tan naturales y tan parecidos a los de los animales, eran la prueba de su adiestramiento y de su vida salvaje. En su opinión, los logros del Pájaro de la Noche eran sus propios logros; pero según ellos, el guardabosque todavía no igualaba la agilidad de los elfos más torpes.

Lejos de allí, al otro lado de los restos rocosos del viejo lecho de un río y bajo la cubierta de un nutrido grupo de pinos, Bradwarden, Roger y los monjes se ocupaban en montar el campamento. Los dos elfos, sin ser vistos ni oídos, los habían estado observando desde que comenzaron, del mismo modo que también los habían estado vigilando todo el viaje; luego, habían seguido al Pájaro de la Noche de forma tan sigilosa que ni siquiera el guardabosque adiestrado por ellos se había dado cuenta.

El guardabosque alzó lentamente la mano por encima de él y deslizó los dedos sobre la roca en busca de una grieta. Cerró los ojos y se concentró en el sentido del tacto para conseguir que sus dedos pudieran «ver». Tan arriba que incluso tuvo que ponerse de puntillas, encontró una grieta de una profundidad que apenas le permitía meter las puntas de los dedos y de una anchura que sólo bastaba para una mano. El guardabosque alcanzó un estado de absoluta calma, lo que le permitió tensar los músculos de una mano. Se movió despacio hacia arriba, más y más, de forma casi imperceptible, concentrado al máximo y con toda su fuerza de voluntad dirigida hacia la mano.

Al fin, colocó el hombro por encima del codo. Alzó poco a poco la otra mano y la deslizó por la roca en pos de la siguiente hendidura. En esa ocasión encontró una grieta más profunda y se las apañó para introducir los dedos en ella; luego, desplazó un pie hacia afuera y colocó la punta en la grieta. El siguiente movimiento fue sencillo: la acción de los músculos del brazo y de la pierna le permitieron acercarse más y, después, subir en diagonal. El siguiente hueco se hallaba en una grieta más ancha, y desde allí, el guardabosque encontró, por encima de él, un asidero para ambas manos, un estrecho saliente, un lugar para descansar.

Elbryan se dio impulso y… poco le faltó para caerse a causa de la sorpresa, pues, esperándolo allí, con la pipa en la boca, se hallaba Ni’estiel, que hacía volar anillos de humo en el aire.

—Demasiado lento —le criticó el elfo.

El guardabosque se impulsó por encima del borde hasta conseguir sentarse y, a modo de bienvenida, respiró profundamente.

—Habría subido más aprisa si tuviera alas como tú —repuso secamente.

—Y aún más aprisa si no estuvieras lastrado por un cuerpo tan grande y poco manejable —dijo Ni’estiel—. ¿Y por qué has decidido realizar tan ardua escalada con el sol tan bajo por el cielo de poniente? El frío de la estación será implacable aquí arriba cuando el sol se haya puesto. ¿Qué tal se agarrarán tus rechonchos dedos humanos a un saliente de roca helado?

—Quería otear hacia adelante —le explicó el guardabosque—. Roger encontró alguna señal de trasgos, un pequeño colgadizo.

—Simplemente, lo podías haber preguntado —respondió Tiel’marawee, mientras aleteaba hacia arriba y se posaba junto a su compañero.

—¿Preguntado? No sabía si los Touel’alfar habían venido con nosotros en este viaje —admitió el guardabosque—; tampoco parecíais muy impacientes por ayudarme, fuera lo que fuera lo que me esperara.

Los elfos intercambiaron rápidas miradas. Ni’estiel sacudió la cabeza y, luego, ambos se volvieron para encararse con el guardabosque con expresiones no especialmente satisfechas.

—¿Qué os he hecho? —preguntó Elbryan con franqueza—. Sin duda, vuestra actitud hacia mí no ha sido la propia de un amigo y, con todo, no acierto a comprender qué es lo que ha cambiado tanto nuestra amistad.

—¿Amistad? —repitió con escepticismo Tiel’marawee—. Durante tus años en Andur’Blough Inninness, jamás hablé contigo, Pájaro de la Noche. ¿Por qué supones que somos, o éramos, amigos?

Aquellas palabras causaron un fuerte impacto en el guardabosque, que tuvo que admitir que no estaban faltas de razón.

—Pero soy amigo de los elfos —razonó—. ¿Acaso un amigo de la señora Dasslerond no es amigo de todos los Touel’alfar?

—Es una amistad de la que has abusado —dijo Ni’estiel de modo terminante.

—¿Qué he hecho? —replicó el guardabosque alzando la voz—. Cuando Belli’mar Juraviel se fue…

—Se lo contaste a ella —dijo Ni’estiel.

—¿Se lo conté? —repitió Elbryan, cogido por sorpresa, aunque tan pronto como reflexionó, comprendió lo que el elfo quería decir.

—La bi’nelle dasada era un don nuestro para ti —le explicó Tiel’marawee—; no debías habérselo ofrecido a nadie más.

—Juraviel y yo ya habíamos hablado de esto —trató de explicar el guardabosque.

—La palabra de Belli’mar Juraviel sobre esta cuestión dista mucho de ser definitiva —replicó con aspereza Ni’estiel—. La señora Dasslerond decidirá si debes ser castigado por tu insensata conducta. Pero comprende esto, Pájaro de la Noche: incluso en el caso de que la señora decidiera pasar por alto tu error, nosotros, miembros de los Touel’alfar, sabemos lo que hiciste y no nos parece bien.

—En absoluto —añadió Tiel’marawee.

—Pony tiene el mismo corazón y la misma alma que yo —contestó Elbryan—; incluso Belli’mar Juraviel quedó sorprendido al ver la armonía de nuestra danza. ¿Y yo, soy un n’Touel’alfar o formo parte de vuestro pueblo? Lo pregunto porque, indudablemente, todas las palabras como amistad y afinidad…

—¿Y cuántos años pasó Jilseponie en Andur’Blough Inninness? —le interrumpió con sarcasmo Ni’estiel—. ¿Cuántas horas dedicó a provechosas conversaciones con un Touel’alfar, con objeto de adquirir la fuerza emocional necesaria para practicar con esa formidable arma que es la bi’nelle dasada?

—Nuestra danza… —empezó a decir el guardabosque.

—Es algo físico —le cortó en seco Ni’estiel—; pero la auténtica bi’nelle dasada trasciende el nivel físico para elevarse hasta el espiritual. Cualquier persona puede aprender los movimientos físicos, pero la bi’nelle dasada se convertiría en algo muy peligroso y terrible si sólo consistiera en eso.

—El guerrero es una fusión de corazón y cuerpo —agregó Tiel’marawee—. Lo que indica cuándo la hoja debe utilizarse, además de cómo se debe manejar, es el alma, que penetra en los movimientos del cuerpo y les aporta corazón y compasión.

—Y eso es lo que has violado, Pájaro de la Noche —prosiguió Ni’estiel—. Tú se la enseñaste a la mujer, y ella, ¿a quién se la va a enseñar? Y ese otro, a su vez, se la mostrará a otros. ¿En qué se convierte, entonces, nuestro don?

Elbryan sacudió la cabeza, pues sabía que Pony no era así, sabía que aquel secreto quedaría entre ellos dos. Conocía su corazón y, por encima de la capacidad de comprensión de sus detractores elfos, sabía que ni ella ni él jamás compartirían con nadie tan íntima experiencia. Pero el guardabosque no verbalizó esos pensamientos y comprendió los temores de sus amigos. A pesar de las diferencias en talla y fuerza —de hecho, en parte a causa de esas diferencias—, un elfo medio podía derrotar sin problemas a un soldado humano bien adiestrado en una pelea. Su punto fuerte era la bi’nelle dasada, un estilo de lucha que los bruscos movimientos de los pesados humanos no podían superar.

A pesar de su empatía, el guardabosque sentía que no había violado la confianza de los elfos, que Pony era una extensión de su mismísima alma y que era absolutamente tan digna de conocer la danza como él.

—La señora Dasslerond la visitará —razonó.

—La señora Dasslerond, Belli’mar Juraviel y muchos otros están ya en Palmaris —admitió Ni’estiel.

Por un instante, el guardabosque temió que Dasslerond y los demás pudieran causar algún daño a Pony para preservar su secreto, pero no tardó en desechar tan negro pensamiento. Los elfos podían ser peligrosos; su forma de contemplar el mundo y su idea del bien y del mal eran muy diferentes a las de los humanos. Pero no harían ningún daño a Pony.

—Os pido disculpas por mi trasgresión —dijo Elbryan—; mejor dicho, os pido disculpas por la molestia que mi decisión os ha causado. Pero os aseguro que una vez que la señora Dasslerond haya tenido la ocasión de conocer a Pony y una vez que haya sido testigo de la belleza con la que ejecuta la danza de la espada, una belleza tanto espiritual como corporal, lo comprenderá todo y se tranquilizará.

Por la expresión de los elfos, el guardabosque vio que sus palabras los habían dejado satisfechos; por lo menos, tan satisfechos como podían estarlo, de momento.

—La señora Dasslerond no ha ido a Palmaris para evaluar la habilidad de tu amada con la danza de la espada —dijo Ni’estiel, que miró a su compañera elfa como si buscara su aprobación.

El detalle no pasó desapercibido al guardabosque, que se quedó con la vista clavada en Ni’estiel para animarlo a proseguir.

—Ha ido a visitar a Jilseponie, la amante del Pájaro de la Noche, que no tardará en ser madre de un hijo del Pájaro de la Noche —comentó Ni’estiel.

—Pony y yo decidimos que no tendríamos hijos… —empezó a responder el guardabosque.

La brisa más leve podría haber levantado a Elbryan del saliente en aquel horroroso y maravilloso momento en el que le invadió la más confusa y asombrosa mezcolanza de sentimientos.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó, sin aliento, Elbryan.

Belli’mar Juraviel lo sabía; nos lo dijo de camino hacia las tierras del sur, cuando se unió a nuestra banda, mientras seguíamos a Roger Descerrajador y a los cinco monjes —admitió Tiel’marawee—. Por consiguiente, la señora Dasslerond decidió ir al sur, con la mayoría de los de nuestra raza, en tanto que nosotros dos solos continuábamos hacia el norte.

Elbryan apenas pudo recobrar el aliento. Por un lado, todo tenía sentido y parecía explicar muchas cosas, como que los elfos no los avisaran ni los ayudaran durante el ataque trasgo; pero, por otro, no tenía el menor sentido. ¿Cómo podía saber Juraviel que Pony estaba embarazada? El elfo había estado con Elbryan desde que Pony se había ido a Palmaris.

Y entonces, la horrible verdad se abatió sobre Elbryan: Pony ya lo sabía antes de marcharse. Y se había marchado; se había ido a Palmaris por miedo a que, si seguía en el norte, el hijo que esperaba pudiera sufrir algún daño. ¡Y no se lo había dicho!

—La estás juzgando, guardabosque —observó Ni’estiel.

Elbryan le dirigió una vaga mirada.

—Y todavía no conoces la verdad —prosiguió Ni’estiel.

—¿Cómo se enteró Juraviel? —preguntó el guardabosque—. ¿Se lo dijo Pony? Y si fue así, ¿por qué no me lo dijo a mí?

—Sólo escuchas lo que tus temores te cuentan —añadió Tiel’marawee—; estás pensando lo peor y, con todo, ¿no deberías estar pletórico de alegría?

Elbryan levantó las manos con aire desvalido, pues no sabía qué pensar o sentir.

—Tengo que verla —dijo.

—Palabras típicas de un humano —comentó secamente Ni’estiel.

—Quizá, si tus suposiciones son correctas, has contestado la pregunta —añadió Tiel’marawee—. Abandónalo todo y corre a su lado, pero allí no servirás para nada práctico.

—¿Pones en duda que en este momento deba estar con Pony?

—Si la situación lo permitiera, por supuesto que deberías estar con ella —repuso severamente Ni’estiel—. Sin embargo, es una cuestión que tiene que ver con la alegría que te mereces, pero no con un objetivo práctico. El pragmatismo exige que termines tu tarea aquí y que después vayas a ver a tu amada.

—Ahora baja y ponte a dormir —le dijo Tiel’marawee—; inspeccionaremos el camino hacia adelante y hablaremos contigo por la mañana.

El guardabosque asintió con un movimiento de cabeza y, gradualmente, a medida que se desembarazaba de sus negros pensamientos y empezaba a considerar la realidad de la situación, se dibujó una amplia sonrisa en su bello rostro. Sin duda, quería que Pony tuviera aquel hijo, incluso cien hijos; sin duda, era un ser bendito, el resultado de una unión verdaderamente amorosa.

—La parte inferior del sol toca el horizonte —le avisó Ni’estiel.

La sonrisa de Elbryan se desvaneció cuando miró hacia abajo, hacia aquella impresionante pared.

—Una larga escalada —dijo con un gruñido y mientras extendía los fatigados músculos.

—¿No decías que eras un n’Touel’alfar? —le recriminó Tiel’marawee en tono festivo para bromear—. Pues mueve las alas, entonces, elfo.

El guardabosque, refunfuñando, inició el descenso.

Ni’estiel y Tiel’marawee, fieles a su palabra, partieron hacia el norte inmediatamente. Encontraron el colgadizo que Roger había descubierto y más allá otras señales de la presencia de trasgos, incluido un campamento abandonado no hacía mucho. Ni se sorprendieron ni se alarmaron particularmente, ya que se habían adentrado bastante en las Tierras Agrestes y, en definitiva, en un territorio infestado de trasgos. No hallar ni rastro de monstruos hubiera sido más sorprendente, y descubrir algún indicio de la presencia de powris, un enemigo mucho más astuto, hubiera sido más alarmante todavía. Los dos elfos estaban convencidos de que ese no era el caso, pues los powris construían habitáculos distintos y más sólidos que los trasgos, incluso para campamentos provisionales.

—Sólo trasgos —dijo Ni’estiel a Tiel’marawee.

Mientras, Sheila empezaba a subir por el horizonte oriental e iluminaba el campamento lo suficiente como para que Ni’estiel pudiera advertir una construcción considerablemente desvencijada. Lo único que tenían que hacer era encontrar aquellas criaturas, en cierto modo, lerdas, y explicar al Pájaro de la Noche y a sus amigos el modo de evitarlas.

Otro par de ojos también estaban contemplando aquella construcción. Los ojos de un felino que exploraba la oscuridad del bosque con tanta precisión como lo haría un hombre a plena luz del día. Su vista aguda percibió a los elfos, su fino oído escuchó sus palabras y su nariz sensible olfateó la sangre del interior de sus diminutos y tiernos cuerpos.

El tigre De’Unnero se acercó cautelosamente. No era un gran conocedor de los Touel’alfar, pero estaba seguro de que aquellas dos criaturas lo eran y, por lo que había escuchado a escondidas, también supo que eran amigos del Pájaro de la Noche. Y De’Unnero conocía las leyendas de los elfos, que los presentaban, sobre todo, como enemigos poderosos y astutos.

Decidió que era mejor tratar con ellos de forma eficaz, que era mejor eliminar el anillo protector de su presa principal.

El tigre dio una zancada con paso silencioso, aterciopelado.

Tanto Ni’estiel como Tiel’marawee se quedaron helados. Los elfos, aclimatados al entorno, percibieron su presencia: el repentino silencio que precede al ataque de un depredador.

Desenvainaron las esbeltas espadas, De’Unnero atacó: de un gran salto, se echó encima de Ni’estiel.

La espada élfica acuchilló repetidas veces en músculos y carne, pero también entraron en acción las imponentes zarpas, que produjeron profundos desgarrones y cortaron los tendones que gobernaban el arma.

Tiel’marawee acudió al instante, blandiendo la espada, y De’Unnero tuvo que dar un salto hacia atrás. Pero ya eran uno contra uno, pues Ni’estiel no podía hacer más que revolcarse de dolor y gritar a Tiel’marawee que huyera.

—Sí, intentadlo —dijo el tigre, y ambos elfos se detuvieron en seco, con los ojos desmesuradamente abiertos por la conmoción.

El tigre empezó a transformarse: primero, la cabeza, y luego, el torso; pero las extremidades, excepto una, siguieron siendo las de un felino.

—¡Qué clase de demonio es este! —exclamó Tiel’marawee, y pasó al ataque con la idea de pillar a la criatura a media transformación y propinarle un golpe mortal.

Demasiado rápido para tan obvio movimiento, De’Unnero movió transversalmente el brazo que aún era felino para interceptar el arma y encajó el dolor del fuerte golpe. Entonces, disparó su brazo humano, pero erró el poderoso y devastador ataque contra la cara de Tiel’marawee, pues la elfa lo esquivó con un giro.

—Realmente, magnífico —dijo la entonces humana cara del monje—. Es lo menos que cabía esperar de las leyendas de los Touel’alfar.

—¿Quién eres? —le preguntó Tiel’marawee, en un tono de voz que indicaba que ya había recuperado el control—. ¿Qué demonio Dáctilo ha surgido esta vez para llenar el mundo de dolor?

—¿Demonio? —repitió el obispo con una risita—. ¡Vaya, mi querida y tierna pequeña elfa, qué lejos estás de la verdad! ¿No reconoces a Marcalo De’Unnero, el obispo de Palmaris?

Tiel’marawee se quedó perpleja. Parecía imposible, incluso ridículo y, con todo, se dio cuenta de que se lo había creído.

—¿De modo que vuestra Iglesia considera enemigos a los Touel’alfar? —preguntó de forma terminante.

Tiel’marawee trataba de conservar la calma, aunque su serenidad se debilitó al ver a Ni’estiel tumbado e inmóvil, evidentemente a punto de expirar.

—Considero enemigo de la Iglesia a cualquiera que mantenga relaciones amistosas con el proscrito Pájaro de la Noche —gruñó De’Unnero.

Esas palabras sobrecogieron una vez más a Tiel’marawee.

—De modo que condenas y ejecutas sin realizar ningún proceso judicial —replicó.

—Es una prerrogativa mía —le contestó el obispo, y sus poderosas zarpas de tigre surcaron el aire hacia adelante.

La elfa estaba preparada y saltó hacia arriba al mismo tiempo que batía las alas para situarse sobre el obispo. Luego, se dirigió hacia abajo, como un ave de presa, con la espada dispuesta para apuñalar como una garra.

De’Unnero se apoyó con fuerza en el suelo y se echó a rodar, mientras movía el brazo con frenesí para interceptar la hoja. ¡Aquellos elfos hacían honor a su leyenda! Golpeó la espada y trató de agarrarla, pero Tiel’marawee ya se había desplazado a un lado para posarse a unos cuatro metros de distancia y volvía a la carga perfectamente equilibrada y dispuesta a hacer frente a cualquier ataque.

—Bien hecho —la felicitó el obispo mientras se enderezaba como un hombre y sus extremidades volvían a adquirir aspecto humano; abandonó toda la magia de la gema y apareció ante Tiel’marawee con apariencia totalmente humana.

—Te equivocas, obispo de Palmaris —le dijo Tiel’marawee—. ¿Te propones iniciar una guerra con los Touel’alfar? Somos un enemigo que escapa a tu comprensión; no lo dudes.

—Mira cómo tiemblo, buena elfa —repuso De’Unnero—. Y en verdad te digo que podría hacer caso de tus palabras y tratar de llegar a un pacto, salvo…

El monje hizo una pausa y soltó una sonora carcajada.

—Salvo que estoy intrigado por vuestra maestría con la espada, y por vuestros movimientos tan ágiles y equilibrados —acabó diciendo—. Y debo aprender ese estilo.

Dicho esto, se agachó en posición de lucha, con las piernas separadas y en equilibrio, y los brazos cruzados y en movimiento para protegerse. El monje ya tenía muchas heridas —la sangre le brillaba a la luz de la luna sobre la piel—, pero, aunque se trataba tan sólo de un enemigo humano, Tiel’marawee comprendió que tenía que ser cautelosa. Aquel hombre resultaba rápido, sabía conservar el equilibrio y era demasiado fuerte. Lo esperaría, lo cansaría, dejaría que la sangre le continuara manando de las heridas que Ni’estiel y ella le habían infligido.

No obstante, un jadeo de Ni’estiel le recordó que no tenía tiempo para eso y, por tanto, se lanzó a la carga con súbita furia apuñalando con la espada por delante.

Tiel’marawee calculó mal.

El estilo de lucha élfico se caracterizaba por ataques hacia adelante, repentinas cargas que desplazaban la punta de la esbelta espada de los elfos varios palmos en un abrir y cerrar de ojos. Pero el estilo de De’Unnero, deudor de los armónicos movimientos de los hermanos de la orden abellicana, se basaba también en avances directos, por lo que el monje cruzó los antebrazos ante él y los alzó de forma suave y perfectamente sincronizada para levantar muy arriba la espada de Tiel’marawee, recibiendo a cambio insignificantes heridas.

Aquello la dejó desprotegida frente a su enemigo. Era consciente de ello y, a la velocidad del rayo, trató de hurtar el cuerpo.

La palma abierta de De’Unnero se estrelló contra la mejilla de la elfa y, durante un instante, la dejó aturdida y le quitó la energía, de forma tal que se le cayó la espada de las manos.

—¡Huye! —gritó Ni’estiel con la boca llena de sangre.

Aquella palabra entró en la cabeza de Tiel’marawee y se grabó en ella: piernas y alas se pusieron en marcha rápidamente para huir. Le repugnaba la idea de abandonar a su compañero, pero comprendió, como siempre hacían los elfos, cuál era su deber con la causa más importante de los Touel’alfar, un deber que entonces exigía su supervivencia para testificar, para hablar del obispo y de su Iglesia a la señora Dasslerond.

De’Unnero quedó asombrado ante la velocidad de la elfa, que se elevó en el aire y habría conseguido escapar limpiamente de no ser porque el obispo invocó de nuevo los poderes de la gema, saltó hacia ella con la fuerza de las patas de un tigre y la agarró con un brazo que disponía de nuevo de la garra y de las uñas de un gran felino.

La alcanzó en el costado, justo debajo de un ala, y sólo la buena fortuna hizo que aquellas uñas no le desgarraran el ala por la mitad y provocaran que Tiel’marawee rodara por el suelo. Tiel’marawee gritó de dolor, pero siguió volando hacia arriba, consciente de que si era arrastrada hacia abajo moriría. Se le desprendió por completo una tira de piel de considerable longitud, desde la cadera hasta la rodilla; pero de esa forma se encontró libre para volar, más y más arriba, hasta alcanzar la rama de un árbol. No obstante, siguió aleteando sin vacilar, obligándose a sí misma a concentrarse en una sola misión: conseguir llegar viva hasta el Pájaro de la Noche.

De’Unnero se sumergió más profundamente en la piedra. Tenía la convicción de que, convertido en tigre, sería capaz de seguirla, atraparla y devorarla.

La elfa aleteaba a través de los árboles. El felino corría a ras de suelo y saltaba siempre que ella descendía para esquivar una rama baja o con objeto de encontrar un sitio para apoyar el pie. Tiel’marawee intentó otra táctica: se posó en una rama alta, preparó el arco y descargó una lluvia de pequeñas flechas sobre el tigre. Consiguió dar en el blanco en todas las ocasiones, incluso cuando el tigre se alejó, pero, aunque había disparado más de medio carcaj, se daba cuenta de que, en realidad, apenas le había hecho daño a aquella criatura, que sus heridas parecían curarse casi tan aprisa como ella se las infligía.

Eso no era ningún misterio para Tiel’marawee, pues conocía el poder de las gemas y comprendió que aquel hombre había usado alguna para transformarse en tigre y que utilizaba otra para curarse.

El único efecto que sus disparos habían conseguido había sido mantener al felino alejado a una cierta distancia. Disparó una flecha contra unos arbustos por entre los que el tigre se había esfumado y, entonces, se alejó a toda prisa, esperando que el felino seguiría escondido el tiempo suficiente para que ella pudiera apartarse más y más de aquel lugar.

Tiel’marawee advirtió que necesitaba hacerlo, pues su pierna desgarrada se le había entumecido y la sangre le manaba a borbotones. Sentía frío en los extremos de su pequeño cuerpo y su visión periférica sólo le permitía vislumbrar sombras mientras la muerte se le iba acercando.

La elfa tropezó y se vino abajo, pero trató de remontar moviendo las alas furiosamente; sin embargo, acabó en el suelo, maltrecha. Trató de recuperarse lo suficiente como para dirigirse hacia un árbol y trepar por él, pero comprendió que todo había terminado cuando vio que el tigre se le acercaba con paso firme. Aunque se las apañara para levantarse y saltar hacia arriba, el felino con un brinco la atraparía a medio vuelo. Estaba acabada; la invadió una gran tristeza por los siglos que no vería y sobre todo por no haber sido capaz de avisar a su señora, ya que la tragedia que se avecinaba podía aplastar el frágil mundo de los Touel’alfar.

El felino atacó, y Tiel’marawee cerró sus dorados ojos.

Oyó un último gruñido y, luego, desde un lado, le llegó un estruendo, poderoso y atronador. Abrió los ojos y vio cómo el tigre retrocedía. Patas potentes, patas equinas, hollaban el suelo junto a ella; Sinfonía relinchó con fuerza, como si la invitara a montar. Cuando vio que ella no tenía la energía necesaria para hacerlo, el caballo se agachó.

El tigre saltó hacia adelante, y otro tanto hizo Sinfonía, que se llevó un terrible golpe en el flanco. La persecución empezó. Tiel’marawee se agarraba con todas sus fuerzas, mientras Sinfonía atronaba por entre los árboles, recortando al máximo los virajes.

De’Unnero emprendió una implacable persecución, pero sólo durante una corta distancia, pues el felino no podía igualar el ritmo del enorme semental; así que el obispo probó una táctica diferente. Abandonó su forma de tigre, envió sus pensamientos al semental a través de la hematites y encontró una buena conexión mediante la turquesa incrustada en el pecho de Sinfonía.

Creyó que ya los tenía a los dos —¡y vaya comilona pensaba pegarse!—, pero Sinfonía no era un caballo normal, sino que poseía una inteligencia muy superior a la de los demás equinos. Lo único que De’Unnero obtuvo como respuesta a su llamada fue un muro de cólera.

Frustrado, el obispo cambió de dirección y se apresuró hacia Ni’estiel; confiaba en que la elfa sería tan tonta como para hacer que el semental diera la vuelta con objeto de tratar de rescatar a su compañero.

Tiel’marawee conocía sus obligaciones y, además, ni siquiera controlaba el caballo. Sinfonía actuaba según su propia voluntad.

Al ver a Ni’estiel, todavía vivo pero delirando de dolor y debilidad, el obispo sonrió con perversidad. Volvió a tomar su apariencia de tigre, olió la sangre y se lanzó sobre el semiinconsciente elfo, al que le propinó frenéticos desgarrones y mordiscos.

Cierto tiempo después, Bradwarden encontró al semental, sudado y exhausto, pero avanzando con decisión hacia el campamento. Tiel’marawee, inconsciente, yacía transversalmente sobre el lomo de Sinfonía. El caballo se esforzaba para que la elfa no se cayera.

—¡Por el dios Dinoniel! —murmuró el centauro al ver el terrible desgarrón.

Inmediatamente, cogió el mágico brazal rojo de su brazo —el brazal curativo de los elfos, que le había mantenido con vida durante semanas cuando se encontró atrapado debajo de los escombros de la montaña de Aida— y lo ató estrechamente alrededor del brazo de Tiel’marawee, aunque no tenía ni idea de si la magia funcionaría con heridas producidas antes de que el brazal se hubiera colocado en la víctima.

Se sintió aliviado al comprobar cómo la hemorragia menguaba un tanto, pero abrigaba serias dudas de que hubiera algún modo de llegar a tiempo de salvar a la pobre criatura. La levantó del lomo de Sinfonía, se la cargó en sus poderosos brazos y se dirigió hacia el campamento con el semental a su lado.

Elbryan, al verla, sintió una mezcla de dolor y asombro. ¿Qué ser podía haber hecho aquello a un Touel’alfar? Y algo aún más preocupante: ¿dónde estaba Ni’estiel?

—No ha dicho nada desde que la encontré a ella y a tu caballo —le explicó Bradwarden—. Tengo la impresión de que Sinfonía la ayudó a escapar de algún enemigo.

El guardabosque miró el caballo, consiguió conectarse a través de la turquesa mágica incrustada en su pecho y asintió con la cabeza. Y entonces, sus temores aumentaron al percibir que Sinfonía le transmitía la imagen de un gran y poderoso felino, un animal que encajaba a la perfección con la descripción que Roger había hecho del felino que había asesinado al barón Bildeborough.

—¡Oh, si por lo menos hubiera robado una piedra del alma de la abadía! —se lamentó el hermano Viscenti cuando él y sus compañeros se les acercaron.

También Elbryan —y no era la primera vez— se arrepintió de no haber aceptado la piedra del alma que Pony le había ofrecido cuando emprendió viaje hacia el sur.

—¿Vivirá? —preguntó Roger.

El hermano Braumin, buen conocedor de técnicas curativas incluso sin ayuda de gemas, atendía a la elfa para aliviar su dolor. Como desconocía la naturaleza del brazal, se dispuso a quitárselo, pero Bradwarden y Elbryan se apresuraron a explicarle que no debía hacerlo.

—Está un poco mejor —opinó Bradwarden, esperanzado.

—Pero las heridas han sido causadas por la zarpa de un felino —explicó Elbryan—; son heridas difíciles.

—¿Un felino? —preguntó Roger, con los ojos desorbitados.

Elbryan lo miró con expresión grave y asintió con un movimiento de cabeza.

—Un gran felino anaranjado con rayas negras —le explicó el guardabosque.

Las rodillas de Roger cedieron y se hubiera desplomado de no haber sido por la ayuda del hermano Castinagis, que estaba a su lado.

—Como el que mató al barón Bildeborough —confirmó el guardabosque.

—Obispo —musitó una voz débil. Era Tiel’marawee, que trataba de explicarse—. Obispo… Tigre.

Elbryan se inclinó hacia la elfa.

—¿Obispo? —le preguntó, pero los ojos de Tiel’marawee se habían vuelto a cerrar y se había quedado inmóvil.

De’Unnero —explicó el hermano Braumin—, el obispo de Palmaris. Es famosa su afición al uso de la zarpa de tigre, una potente gema que puede transformar un brazo en la poderosa zarpa de un gran felino.

—Más que un brazo —insistió Roger.

—¿Está aquí? —preguntó el guardabosque con incredulidad, mientras echaba una mirada escrutadora al bosque, como si esperara que el tigre estuviera a punto de saltarles encima.

—Y están muy claros los motivos que lo han impulsado a venir —observó Bradwarden.

—Nos persigue —dedujo Braumin—. Os hemos puesto en peligro al pediros ayuda.

El guardabosque sacudió la cabeza.

—Creo que yo soy su objetivo, antes que tú y tus amigos —afirmó.

—Y Pony aún más que tú —añadió Bradwarden.

Esa posibilidad intranquilizó particularmente a Elbryan. Si De’Unnero había ido hasta allí a buscarlo, ¿quería eso decir que el obispo había encontrado a Pony en Palmaris y, tal vez, la había torturado para que revelara su paradero?

—Tengo que encontrarlo —dijo Elbryan súbitamente mientras seguía con la vista fija en el bosque y su temor por Pony y por el hijo que esperaba iba en aumento.

—Creo que será él quien no tardará en encontrarte —dijo secamente Bradwarden.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el hermano Braumin.

—Seguir nuestro camino —contestó Bradwarden antes de que el guardabosque pudiera adelantarse.

El centauro era lo suficientemente sensato como para comprender que Elbryan estaba pensando en su amada y, muy probablemente, en regresar a Palmaris, y eso, a criterio de Bradwarden, sería un tremendo error.

—Precisamente esta noche me has contado que los elfos están con ella en Palmaris —le dijo al guardabosque para tranquilizarlo—. Sin duda, están allí para protegerla tan bien como podrías hacerlo tú mismo.

El guardabosque no estaba seguro de eso, no estaba seguro de que los elfos, dada su evidente animadversión hacia Pony a causa de su aprendizaje de la bi’nelle dasada, estuvieran dispuestos a protegerla. No obstante, desechó tal idea y se recordó a sí mismo que los Touel’alfar, por muy distinto que fuera su punto de vista, no eran enemigos, sino aliados.

—¿O estás tan obcecado en ti mismo que te crees mejor que la señora Dasslerond, y que Belli’mar Juraviel, y que todos los demás elfos juntos? —insistió Bradwarden, y aquella ridícula idea hizo recordar a Elbryan el verdadero poder de los Touel’alfar.

—Vamos a continuar —asintió el guardabosque—, pero haremos exploraciones más exhaustivas.

—¿Y qué vamos a hacer con la pequeña? —preguntó Bradwarden mientras miraba a la pobre Tiel’marawee—. No creo que ahora mismo esté en condiciones de viajar.

—Ni siquiera estoy seguro de que viva hasta mañana —admitió Braumin.

—La esperaremos —dijo el leal guardabosque sin vacilar.

—Pase lo que pase —comentó con calma el hermano Castinagis.

—Voy a montar a Sinfonía para tratar de encontrar a Ni’estiel —añadió el guardabosque, que hizo caso omiso del duro comentario, aunque sabía que había sido pronunciado sin malicia alguna.

—No irás solo —repuso el centauro.

—Puedo ir más rápidamente, a caballo, si voy solo.

—Y yo puedo seguir tu ritmo —insistió el centauro.

Elbryan miró en torno, a sus amigos. No le gustaba la idea de irse con Bradwarden y dejar desprotegidos a los demás, aunque fueran seis.

—Llévate al centauro contigo —le insistió el hermano Castinagis—. Ir solo contra De’Unnero sería una temeridad.

—El obispo es un enemigo muy poderoso —agregó el hermano Mullahy.

El guardabosque no necesitaba confirmación alguna. Cualquier enemigo capaz de derrotar a dos Touel’alfar, obviamente, tenía que ser muy poderoso.

—Me preocupan más los que se quedan —dijo con rotundidad.

—Somos seis —le contestó Roger.

—Y cinco de nosotros hemos sido adiestrados en artes marciales en Saint Mere Abelle —insistió el hermano Castinagis en tono confiado.

El guardabosque hizo una seña a Bradwarden, y luego se fue a ensillar a Sinfonía. Sin embargo, una mirada al caballo, cubierto de espuma por el sudor y con severos cortes en el costado, le hizo ver que sería mejor llevarlo al paso un rato, por lo que echó la manta y la silla sobre el centauro, cogió a Sinfonía por las riendas y lo condujo al bosque. Bradwarden iba a su lado.

Al cabo de dos horas, encontraron los restos destrozados de Ni’estiel. El tigre había desaparecido.

—¡Pagarás por lo que has hecho! —exclamó el centauro.

Elbryan observó con fijeza el cuerpo descuartizado, miró hacia el bosque y asintió con la cabeza.

A la mañana siguiente, Tiel’marawee no estaba en condiciones de viajar, aunque, en cierto modo, parecía sentirse más fuerte, e incluso se las apañó para abrir los ojos y contar algo más sobre lo ocurrido. Confirmó que la criatura que había atacado a los elfos se había mostrado unas veces con aspecto humano, otras con aspecto de tigre y aun otras con aspecto intermedio. También consiguió confirmarles que el obispo perseguía al Pájaro de la Noche y que estaba más que contento de haber matado a alguien que se proclamaba amigo del guardabosque. Luego, Tiel’marawee cerró sus delicados ojos dorados una vez más y se quedó inmóvil, con aspecto muy frágil, como si estuviera a las puertas de la muerte.

Obstinado, el guardabosque decidió practicar la bi’nelle dasada y, para ello, se despojó de sus ropas y encontró un claro al borde de un pequeño lago. Se entregó a la danza de la espada con furor. La utilizó para confirmar su devoción a los elfos y su decisión de vengar el ultraje y, también, como un desafío a De’Unnero. Esperaba que el obispo lo encontrase y lo atacase, bajo el aspecto que fuera, para acabar con él allí y en aquel momento.

Y de hecho, no muy lejos de allí, De’Unnero espiaba los poderosos y, a pesar de ello, ágiles movimientos del guardabosque, y mientras se le acercaba trataba de decidir si era mejor atacar como hombre o como tigre. Eligió el aspecto humano, pues quería demostrar que era el mejor luchador sin necesidad de recurrir a magias; quería consolidar su propio lugar en el mundo.

Pero, entonces, De’Unnero descubrió que el poderoso centauro también estaba contemplando al guardabosque y, a pesar de su confianza en sí mismo, no quiso enfrentarse a los dos a la vez. Decidió esperar una ocasión más propicia y se internó de nuevo en la espesura del bosque, aunque se quedó lo bastante cerca como para ver con todo detalle el espectáculo de la danza. Shamus Kilronney estaba en camino, y sus soldados se encargarían de los amigos del guardabosque.

Entonces, De’Unnero podría medir sus fuerzas con el Pájaro de la Noche.