5

El asesino

—El hermano Pantelemone —anunció un asistente del padre director Francis, uno de los cinco que lo habían acompañado desde Saint Mere Abelle.

Francis asintió con un leve movimiento de cabeza; esperaba aquella visita. El hermano Pantelemone acababa de llegar de Saint Mere Abelle para anunciar que el padre abad Markwart no tardaría en visitarlo.

El monje entró y se apresuró a acercarse al padre director para entregarle un pergamino enrollado, atado con una cinta azul y con el sello del padre abad. Francis lo desenrolló aprisa, lo leyó por encima y no se sorprendió de las instrucciones que allí figuraban. El padre abad quería un recibimiento grandioso: toda la ciudad en la calle para festejar su llegada.

—La celebración tiene que ser monumental —les explicó Francis a los dos—. El padre abad llegará dentro de tres días; para entonces, toda la ciudad debe estar preparada para su visita.

Entonces, se les unió un cuarto monje, el hermano Talumus, que se había apresurado a acudir a los aposentos de Francis al enterarse de que había llegado un monje de Saint Mere Abelle.

—Id a ver a los mercaderes a los que hemos… —empezó a decir Francis, pero se detuvo y soltó una risita.

¿Qué les habían hecho exactamente a los mercaderes? ¿Los habían compensado por las gemas que les habían quitado? No, Francis sabía que en realidad no era así, que los mercaderes habían sido sobornados, pura y simplemente; pero la mayoría de ellos habían aceptado el oro con una sonrisa, una esperanzada sonrisa, pues sabían que no podían permitirse tener a la Iglesia como enemigo; no, de momento.

Por supuesto, Francis tenía que ser más diplomático al hablar en público.

—Id a ver a los mercaderes a los que hemos ofrecido compensación —les explicó—. Decidles que la causa de su nueva prosperidad, el mismísimo padre abad, viene a Palmaris y que pedimos que contribuyan con su presencia a darle la adecuada bienvenida.

—¿No está también el rey Danube a punto de llegar a la ciudad? —preguntó Talumus.

—Según dicen todos, todavía tardará al menos una semana —respondió Francis—. El padre abad llegará antes.

—Y por tanto organizaremos otra fiesta parecida dentro de una semana —dedujo Talumus—, ya que hay que hacer un desfile tan grande para el rey como para el padre abad, ¿no es cierto?

A Francis no le gustó su tono, casi acusador. Durante las dos últimas semanas, a Francis le fue resultando cada vez más claro que podía surgir algún problema con Talumus. El monje salía muy a menudo y, según los rumores que Francis había captado a escondidas, incluso había prestado una piedra del alma a una puta callejera.

—Sin duda, el rey dispone de espías en la ciudad que le informarán de inmediato si su desfile de bienvenida no es tan majestuoso como el del padre abad —dijo Talumus.

—Eso lo decidirá y lo organizará el padre abad —repuso Francis—. Nuestra obligación consiste únicamente en preparar la fiesta para Markwart.

Talumus se disponía a protestar, a pesar de las muecas de los dos monjes que lo flanqueaban, pero Francis no estaba dispuesto a escucharlo.

—El padre abad Markwart está mejor preparado para semejante tarea —explicó el padre director—; os aseguro que no hay nadie en el mundo más versado en protocolo, ni con más experiencia. El padre abad Markwart ha hospedado a la realeza en múltiples ocasiones, y hace precisamente unos pocos meses, organizó una exitosa asamblea de abades.

—Sin embargo… —empezó a decir Talumus. Pero al mirar en torno y observar que no contaba con el menor apoyo, alzó las manos—. ¿Qué más tenemos que hacer, padre director? —le preguntó.

—Empezad con los mercaderes; luego, haced que los soldados salgan a la calle y vayan a los mercados al aire libre y a las tabernas —les explicó Francis—. Prepararemos una recepción en el transbordador y después congregaremos a todo el pueblo de Palmaris a lo largo de la carretera que traerá al padre abad hasta Saint Precious.

Luego, Francis, con un gesto, les indicó que se fueran; estaba convencido de que ya tenían suficiente trabajo. Dos de los monjes salieron a toda prisa, pero el hermano Talumus se marchó más despacio, mirando varias veces hacia atrás, hacia el nuevo padre director.

Francis se sentía aliviado, pues su tiempo de prueba, una prueba muy urgente, estaba llegando a su fin. Y creía que la había superado bien. La mayoría de los mercaderes estaban satisfechos e, incluso, los que habían salido de su despacho refunfuñando no iban a hablar mal de él al padre abad, pues se sentían más inclinados por el padre director Francis que por el obispo De’Unnero. Y Francis sabía que la gente del pueblo pensaba lo mismo. Los últimos sermones habían sido más amables y los impuestos menos elevados.

Markwart había dado a Francis detalladas instrucciones para gobernar Palmaris y, sin duda, el padre director las había cumplido a la perfección. Lo único que faltaba era la celebración, el desfile de bienvenida, y eso, según creía Francis, resultaría el trabajo más sencillo de todos.

Aquella noche, El Camino de la Amistad rebullía con las noticias relativas a la próxima visita y con el papel que la gente tenía que representar, según les habían dicho, en la bienvenida del padre abad. Más y más gente entraba en la posada y se quedaba un buen rato, atrapada por las emocionantes y, en cierto modo, confusas charlas sobre lo sucedido las últimas semanas. Cuando De’Unnero tomó el mando de la ciudad, la opinión general había sido que el estricto obispo —y, por extensión, la Iglesia abellicana— no estaría bien capacitado a largo plazo para gobernar Palmaris, pero entonces…

Entonces la gente no sabía qué pensar.

La confusión resultaba inquietante para Pony, que se ocupaba del servicio de mesas y escuchaba casi todo lo que se decía. Cada vez que alguien hablaba favorablemente de Francis, la mujer hacía una mueca de dolor, como si la hubieran golpeado, pues recordaba —¡claro que sí!— que había visto a aquel monje en su viaje a Saint Mere Abelle. Bradwarden lo había tachado de lacayo de Markwart. De hecho, cuando Elbryan había encontrado a aquel hombre, estaba golpeando al centauro encadenado.

Y entonces, allí estaba, repartiendo sin cesar sonrisas y oro, y convertido en obispo provisional y elevado rápidamente a categoría de héroe por la maltratada gente de Palmaris. De’Unnero había mostrado con claridad el poder de la Iglesia, había representado el papel del tirano. Después, Francis, por contraste, mostraba el lado clemente y benefactor de la Iglesia. A medida que las conversaciones se prolongaban, muchas empezaban a indicar una tendencia favorable a Francis y una perspectiva esperanzadora respecto a la inminente vista del padre abad.

—Quizá la Iglesia nos enseñará el buen camino, ahora que la guerra ha terminado —comentó un hombre.

Eso provocó una serie de brindis por la Iglesia abellicana, por el nuevo obispo —¡tal vez seguiría en el cargo aunque volviera De’Unnero!— y por el padre abad, que tal vez escucharía las voces de los campesinos.

Cuando, por fin, llegaron al último brindis, Pony ya había salido de la posada y caminaba en la oscuridad de la noche bajo la helada brisa que soplaba del norte. Al comprobar que, después de respirar profundamente varias veces, no conseguía calmarse, se dispuso a dar la vuelta al edificio para dirigirse al canalón que le permitía subir hasta el tejado, a su lugar privado.

—No deberías trepar de esa manera en tu estado, ¿no crees? —exclamó la voz de Belster detrás de ella.

—¿Has dejado a Dainsey sola con tanta gente? —comentó Pony, aunque no podía echar en saco roto las palabras de Belster con el prominente vientre que tenía, en el interior de la cual el bebé no paraba de moverse.

—Mallory la ayudará —repuso Belster con un gesto de rechazo—. Y acaba de llegar Prim O’Bryen. Además, la mayoría ya han tomado demasiadas jarras y no van a beber mucho más.

—¡Si por lo menos pudiera echar la culpa de sus estúpidas palabras a la bebida! —exclamó Pony.

Belster suspiró profundamente.

—Todavía te dura el enfado, muchacha —dijo.

Pony lo miró con fijeza e incredulidad. ¿Acaso creía que su cólera no era justificada?

—Incluso tú, que tanto odio sientes hacia la Iglesia, reconoces que este obispo es mejor que el anterior —dijo Belster—. Para algunos eso es más que suficiente.

Pony sacudió la cabeza y la apoyó pesadamente sobre el canalón.

—Tienes motivos personales para sentir cólera —dijo Belster con serenidad, mientras se le acercaba y le ponía una mano consoladora sobre los hombros—; nadie te los negará e, incluso, juzgarán más que justificada tu posición. Pero la mayoría de la gente se esfuerza en mirar hacia adelante, no hacia atrás. Sólo quieren que los dejen en paz para ir a su trabajo y a divertirse, y de un gobernante sólo piden que los mantenga seguros por si volvieran los trasgos.

—¿Y es la Iglesia ese gobernante? —preguntó Pony con incredulidad—. ¿Es el obispo Francis ese gobernante?

Belster se encogió de hombros, y faltó poco, muy poco, para que Pony no le pegara.

—¿Y saldrá Belster a festejar la llegada del padre abad? —le preguntó Pony con palabras cargadas de veneno.

—Eso es lo que nos han dicho que hagamos, y por consiguiente, es lo que haremos —afirmó el posadero—. Si eso va hacer feliz al padre abad y si al sentirse feliz nos hace la vida más agradable, parece un precio razonable…

—¡Carita de ángel! —gritó Pony.

Era una forma habitual entre los chicos de designar a alguien que dice una cosa y hace otra totalmente distinta. Se soltó de Belster y vio que su insulto lo había ofendido; pero ni aun así se calló.

—¡Sabes lo que son! ¡Sabes lo que han hecho!

—¡Claro, amiga mía —dijo Belster, sombría y calmadamente—. Lo sé. No albergo ninguna insensata idea o esperanza de que esos hombres, el nuevo obispo y el padre abad sean buenas personas. Pero podrían ser beneficiosos para la gente de Palmaris si conviniera a sus intereses. ¿Qué más puede pedir la gente sencilla?

La cólera de Pony se tornó confusión.

—¿Me estás hablando de una lucha entre Iglesia y Estado? —preguntó Pony—. ¿Crees que el padre abad trata de utilizar la ciudad contra el rey?

—Tal vez no sea exactamente una pelea —explicó Belster—, pero parece, a juzgar por lo que he oído contar a unos amigos míos que conocen bien a los mercaderes, que ambas partes tienen previsto reivindicar Palmaris, aunque creo que la ciudad es más importante aún para la Iglesia.

—Es lo bastante importante como para que hayan asesinado al abad Dobrinion y al barón Bildeborough —observó Pony con énfasis.

Belster, entonces, dio una palmada en el aire, tratando de mantener la calma.

—¿Y tú te propones detener a la Iglesia? —preguntó serenamente, aunque su tono de voz evidenciaba su incredulidad—. Hace semanas que damos vueltas sobre eso y, sin duda, habrás llegado a la conclusión de que no puedes pelear contra ella. Quizá, si tenemos suerte, no tendrás que hacerlo, y eso será algo bueno, muchacha. Bueno para Palmaris y bueno para ti, y por encima de todo, bueno para el hijo que llevas en tu vientre.

La mano de Pony se dirigió hacia su prominente vientre. Siempre ocurría lo mismo con Belster: cada vez que Pony empezaba a decir que era preciso entrar en acción, él, amablemente, le recordaba su embarazo.

En cierto modo, la mujer se calmó; siempre lo conseguía cuando posaba la mano para percibir aquella vida en su interior. Consideró el punto de vista de Belster y concluyó que, en realidad, no era cobardía, sino pragmatismo. El posadero ya se había forjado una cómoda existencia en la ciudad, tal como habían hecho la mayor parte de la gente, y él, al igual que los demás, prefería no preocuparse de la conducta anterior de sus gobernantes mientras su conducta actual les fuera provechosa o, por lo menos, benigna.

Pony aceptaba que Belster y los demás pensaran de ese modo; racionalmente, se esforzaba para no juzgarlos. Pero, al mismo tiempo, no podía compartir tal actitud; en absoluto. Había sido Francis quien había golpeado a Bradwarden, y el padre abad era el responsable del asesinato de sus padres y hermano adoptivos. No, Pony no podía perdonar ni podía olvidar. La charla, en El Camino de la Amistad, entre hombres y mujeres que había llegado a considerar amigos suyos, la había herido. Sin embargo, no tenía mucho sentido discutirlo con Belster, allí en el callejón, bajo el frío de una tardía noche de invierno.

—Vete a ayudar a Dainsey —le dijo Pony—; quiero quedarme sola aquí afuera —añadió. Belster se disponía a contestar cuando Pony siguió hablando—. Reflexionaré sobre lo que me has dicho —le prometió—; después de todo, tal vez podamos evitar una guerra.

Durante un largo momento, Belster se mantuvo impasible, pero se dio cuenta de que había conseguido una gran concesión, considerando lo obstinada que era Pony. Avanzó un paso y le dio un abrazo, que ella le devolvió; luego, se encaminó hacia la salida del callejón.

—¡Piensa en tu barriga antes de trepar por ese tubo! —fue todo lo que dijo.

La mujer se limitó a sonreír, y eso bastó para que Belster regresara a sus obligaciones en El Camino de la Amistad.

Tan pronto como él se hubo ido, Pony subió al tejado sin ningún problema, silenciosa y rápidamente, ayudada por la malaquita. Se dirigió a su lugar habitual y se apoyó en una buhardilla. De hecho, se había propuesto valorar las palabras de Belster, pero no pudo otorgar a aquel razonamiento la menor credibilidad. Cada vez que trataba de pensar en el posible beneficio que reportaría a Palmaris olvidar el pasado y juzgar a los gobernantes de entonces por su nueva conducta, pensaba en Graevis y Pettibwa, sus queridos e inocentes Graevis y Pettibwa. «No, el nuevo obispo no es mejor que el anterior —advirtió la mujer—, y el padre abad es el peor y el más peligroso de los tres».

No habían hecho nada para mejorar la vida en Palmaris, si se consideraba lo que había sido la ciudad antes de que murieran Bildeborough y el abad Dobrinion. ¡Con todo, nadie parecía acordarse! Lo único que eran capaces de decir en El Camino de la Amistad era que ese obispo los trataba mejor que el anterior, que los impuestos exigidos por la Iglesia habían bajado y que el tono de los sermones se había suavizado. Y eso, para disgusto de Pony, parecía bastarles.

Todo aquello a Pony le olía a chamusquina, e incluso iba más allá y se preguntaba hasta qué punto la situación de ese momento había sido orquestada cuidadosamente.

Una gran caravana avanzaba hacia las orillas del Masur Delaval. Compuesta por veinte carros y monjes armados cabalgando alrededor, la comitiva del padre abad Markwart llegó a la ribera con la intención de utilizar los poderes mágicos del ámbar para cruzar el río por encima del agua; pero cuando vio el esplendor de los transbordadores y de la flota que los acompañaba, todos esperando su llegada, dio órdenes a los monjes de que guardaran el ámbar.

Más de veinte barcos se balanceaban en el agua, más allá de los diques de Amvoy, y varias barcazas estaban atracadas en los muelles, a la espera de los carros. En una de ellas se hallaba el nuevo carruaje para el padre abad, una obra de majestuosos dorados, con cuatro caballos perfectamente cuidados, de reluciente capa blanca, que pateaban la cubierta, impacientes por tirar del coche. El conductor, un guardián de la ciudad, llevaba un magnífico uniforme con las insignias de la guardia personal del barón Bildeborough.

Mientras la flotilla empezaba a cruzar el ancho río, trompeteros situados en los barcos escolta interpretaron los toques de bienvenida, unos sones que repitieron todos los barcos de la formación. Las trompetas eran contestadas por otras trompetas: era el clangor que anunciaba la inminente llegada. Los preparativos de Francis eran tan imponentes que los toques recorrieron kilómetros por encima del agua y llegaron hasta los muelles de Palmaris, en donde, a modo de respuesta, unas trompas repitieron las mismas notas.

Lo que Francis no pudo evitar fue el lento avance por el agua de las voluminosas y cuadradas embarcaciones; los minutos se convirtieron en una hora, y luego en dos. Al fin, el puerto de Palmaris apareció a la vista y el estrépito de las trompetas se mezcló, en los oídos del padre abad, con los gritos de entusiasmo.

¡Gritos de entusiasmo!

—¡Qué distinto de mi última visita! —dijo el anciano a los dos padres que lo acompañaban, Theorelle Engress y otro monje mucho más joven—. Tal vez, al fin, han aprendido a apreciar la gloria de la Iglesia.

—Un legado del trabajo del obispo De’Unnero —comentó el padre más joven.

Markwart asintió con la cabeza, pues no deseaba dar explicaciones, pero sabía la verdad, sabía que cualquier aplauso sincero que recibiera en Palmaris era consecuencia del trabajo del padre director Francis. Y por supuesto, era consecuencia del trabajo y del plan magistral que él mismo había trazado.

La muchedumbre llegaba hasta los muelles, a lo largo de la carretera. Markwart advirtió que había muchos behreneses agrupados en el puerto y, aunque no manifestaban tanto entusiasmo como la gente de piel blanca de Palmaris, no pocos aplaudían y gritaban el nombre del padre abad Markwart.

—¡Oh, Francis! —murmuró el anciano en voz baja—, en verdad has hecho que mi trabajo aquí sea más fácil.

Complacido, Markwart se sentó en el dorado carruaje y ordenó a los monjes que había elegido como guardaespaldas personales que se situaran en los pasillos laterales. Los padres dispusieron a muchos otros monjes a los flancos del magnífico coche e hicieron sentar a uno, experto en caballos, al lado del soldado que lo conducía.

Y entonces, empezó el desfile: los sones de las trompetas emergían desde todos los barrios de la ciudad, y los gritos y aplausos llegaban incluso a sofocarlos. Artistas de todas clases, malabaristas, prestidigitadores y numerosos bardos se mezclaban con la multitud entre cantos y risas. Y también había soldados, que trataban de mantenerse apartados de la vista del padre abad mientras inducían a la muchedumbre a mostrarse más entusiasta.

Markwart se recreaba con todo aquello, se deleitaba con la gloria que creía merecer. ¿Acaso no se había ocupado de Honce el Oso durante la guerra y no había sido el artífice de la victoria sobre la principal flotilla powri en la mismísima Saint Mere Abelle? ¿Acaso no había restablecido el orden en la asediada ciudad de Palmaris mientras el inepto rey permanecía en Ursal, ocupado, sin duda, en montar a los múltiples caballos y mujeres de su colección privada?

Desde luego, el padre abad pasaba por alto las acciones más secretas y menos gloriosas que lo habían conducido hasta allí, ni tampoco deseaba recordar que Dobrinion y Bildeborough habían resultado unos inútiles y fueron incapaces de ver las amplias y trascendentes posibilidades derivadas de la guerra. Sí, aquellos eran asuntos oscuros y había que considerarlos en otra ocasión. De momento, Markwart se limitaba a recostarse en su asiento, a saludar con la mano de vez en cuando y a sonreír cuando arreciaban los gritos de entusiasmo.

Allí y en aquel momento, decidió que Francis se convertiría en obispo. Si De’Unnero volvía como un héroe, con la cabeza del Pájaro de la Noche y las piedras robadas —y tal vez con los cinco herejes— encontraría otro destino para aquel monje, un cargo más idóneo para alguien que era más un hombre de acción que un político. Sí, todo encajaba a la perfección; se iba completando el rompecabezas que llevaría a la Iglesia abellicana a quitar más y más poder al rey Danube, hasta llegar a una situación que devolvería Honce el Oso a la teocracia que había conocido en su época más gloriosa.

Todo empezaba, allí, en Palmaris, y aquel sueño resonaba en los oídos de Markwart a cada aplauso y a cada trompetazo.

Casi todo el mundo estaba aplaudiendo, y los aplausos eran sinceros: eran una plegaria de la gente sencilla para que sus vidas volvieran a la normalidad y para que los catastróficos días de la guerra y sus inmediatas consecuencias fueran dejados atrás. El padre abad lo veía con absoluta claridad y se recreaba en la gloria del momento, su momento más grandioso.

A menos de doscientos metros, apoyada en el tejado inclinado de un edificio alto, Pony estaba mirando el desfile y también consideraba los aplausos como lo que eran: una desesperada plegaria en busca de indulgencia. Olvidarían el pasado: no todo el mundo, pero sí un número significativo de personas, un número demasiado grande, ciertamente, como para que ella pudiera encontrar apoyo continuado con objeto de ofrecer una mayor oposición al gobierno de la Iglesia. Harían la vista gorda ante los asesinatos y las injusticias, se apenarían al oír el nombre de los Chilichunk al entrar en El Camino de la Amistad, pero calificarían aquello con expresiones como «fue una lástima» o «fue una desafortunada consecuencia», en vez de decir «fue una atrocidad», «fue un crimen que necesita ser vengado». Aquella gente asediada había visto demasiada guerra, había visto su mundo patas arriba varias veces a lo largo de los últimos meses, después de años de gobierno constante y estable. ¿Cuántos años se había ocupado el abad Dobrinion de Saint Precious y de las necesidades espirituales de Palmaris? ¿Cuántas décadas —incluso siglos— la familia Bildeborough había gobernado, más bien de forma benigna, desde su residencia de Chasewind Manor? Todo se había desvanecido en cuestión de semanas, y entonces la gente sencilla sólo ambicionaba recuperar su vida tranquila.

Y en su opinión, el padre abad Dalebert Markwart era el único que se la podía ofrecer.

Aquella idea llenó de bilis la garganta de Pony, y las manos le temblaron de rabia. Se mordió el labio y trató de pensar en algo que pudiera gritar, para no tener que oír aquellos vítores.

¡Vítores! ¡Vítores! ¡Sonaban sin cesar en honor de Markwart, el hombre que había perseguido a Avelyn, el hombre que había torturado a Graevis, Pettibwa y Grady hasta la muerte! ¡Sonaban en honor del hombre que había ordenado que arrastraran al heroico Bradwarden, atado con cadenas, desde las entrañas de la montaña de Aida hasta las mazmorras de Saint Mere Abelle! ¡Sonaban en honor del hombre que había mandado asesinar al abad Dobrinion y al barón Bildeborough!

Lo vitoreaban, y los vítores duraban y duraban, y desgarraban el corazón y el alma de Pony, y en ella crecía más y más el deseo de devolverle el golpe a aquel hombre y a la corrupta institución que representaba. «Todo morirá aquí», advirtió la mujer; las esperanzas que había albergado de encender la llama de una posible revolución contra la Iglesia morirían allí, en las calles de Palmaris, enterradas bajo un coro de aclamadoras «caritas de ángel».

Pony se apretó la mano con energía y sólo entonces advirtió que había cogido una de las gemas de la bolsa. La miró, pero ya sabía cuál era antes de verla. Se trataba de la magnetita, la piedra imán, y no era ninguna casualidad que la hubiera cogido.

La mirada de la chica se desplazó de la gema al hombre del carruaje dorado. Entonces ya estaba más cerca y seguía un itinerario que lo llevaría a apenas cien pasos de ella.

Pony podía concentrarse y disparar una piedra imán a cien pasos de distancia.

—¡Vamos, bobalicón, niño pordiosero! —exclamó el soldado mientras daba un empujón a quien creía que era un chico joven.

Belli’mar Juraviel aceptó con estoicismo aquel trato, pues sabía, al igual que los demás elfos de la zona, que eran puros observadores y que no debían hacer nada que causara la menor perturbación. Echó un vistazo a la señora Dasslerond, que probablemente sería la siguiente en recibir el abusivo empujón del soldado, y la señora le hizo un guiño para indicarle que tenía que fingir.

La elfa empezó a aplaudir al padre abad antes de que el soldado llegara hasta ella, y sus compañeros hicieron otro tanto.

No obstante, para la señora Dasslerond era un espectáculo francamente descorazonador. Quería negociar con el rey, en el caso de que necesariamente tuviera que hacerlo con algún humano, para mantener la seguridad de su pueblo; pero aquel recibimiento al padre abad, tan completa y profesionalmente orquestado, le hizo comprender que el peligroso monje desempeñaría un papel mucho más decisivo en la determinación del destino de Palmaris, y en cualquier posible expansión del reino de los humanos, de lo que había pensado.

Volvió a aplaudir, y lo mismo hicieron los de su raza, y entonces el soldado se dirigió hacia los espectadores menos entusiastas, que se encontraban a continuación, en una hilera que parecía no tener fin.

—¿Soy una asesina? —se preguntó Pony en voz alta.

Su cara se crispó de disgusto ante semejante idea. Era una guerrera, adiestrada en la práctica de la bi’nelle dasada y en el uso de las gemas; una guerrera capaz de enfrentarse a su enemigo en campo abierto, espada contra espada o magia contra magia. En los últimos tiempos, había esperado encontrarse de ese modo con Markwart.

«Pero eso no va a ocurrir —advirtió con dolor—. No habrá rebelión alguna, ni una lucha abierta».

Mantuvo el brazo extendido sobre el alero del tejado mientras miraba en aquella dirección, como si fuera una flecha dirigida hacia el carruaje. Más por curiosidad que por un propósito concreto, la mujer se sumergió en la magia de la piedra y, a través de ella, se dirigió al objetivo deseado. Percibió claramente todos los objetos metálicos a lo largo de la trayectoria: las espadas de los soldados detrás de la muchedumbre, los cascos de los caballos e, incluso, las joyas y las monedas de los espectadores.

Pony concentró el foco para eliminar todo lo que no fueran objetos metálicos del carruaje y, luego, lo concentró aún más para ver con claridad únicamente los objetos metálicos que llevaba el padre abad Markwart. Percibió los tres anillos de sus manos y el broche que le ceñía la parte superior del hábito marrón. Sí, el broche. No estaba centrado y se hallaba demasiado por encima del corazón, pero un impacto en aquel lugar ocasionaría, sin duda, una grave herida, probablemente fatal a un hombre tan viejo como Markwart.

El brazo de Pony fue bajando progresivamente. ¿Podía asesinar a un hombre, a cualquier hombre, de aquel modo? ¿Era una asesina? El hombre estaba indefenso…

Pony, entonces, sintió algo, una extraña sensación en la piedra imán, casi repulsiva. Alzó de nuevo el brazo y miró otra vez a través de la magia, y mientras se concentraba más intensamente en el anillo que Markwart llevaba en el dedo índice de la mano izquierda, obtuvo la respuesta: el anillo llevaba una incrustación de magnetita. «Naturalmente —advirtió Pony—, el padre abad está protegido frente a proyectiles atraídos por metales, pues el anillo mágico emite un escudo protector que los desviaría». Probablemente, llevaba también otros objetos con función de escudo; tal vez, una esmeralda que lo protegía de la madera del mismo modo que la magnetita lo hacía de los metales.

Pony apretó la piedra con más fuerza. Markwart no estaba indefenso y, en cierto modo, aquel reto hizo que superara la barrera emocional.

—¿Crees que tienes poder para detener eso? —murmuró con expresión severa mientras se concentraba en el broche con la intención de perforar un agujero en el pecho y en el hombro del monje.

Envió su energía a la piedra imán e hizo que la atracción por aquel objeto aumentara más y más. En cuestión de segundos, la piedra empezó a tirar de su mano, pero Pony la siguió agarrando y continuó enviándole aún más energía para cargarla hasta límites tremebundos.

Entonces, percibió algo más, un repentino impulso, en el momento en que el padre abad mostró una amplia sonrisa a la enfervorizada multitud.

El monje tenía un diente metálico, probablemente de oro.

Desplazó el ángulo de tiro muy ligeramente y aisló el broche tal como había aislado los demás objetos metálicos de la zona. Su foco pasó a ser, entonces, aquel diente a media mandíbula inferior, en la parte derecha de la cara del padre abad.

En aquel momento, la piedra imán se puso a zumbar, a vibrar de energía, implorando a Pony que la liberara. Pero la muchacha siguió reteniéndola para lanzar al interior de la piedra toda la energía que aún le quedaba.

—¿Crees que tienes poder para detener eso? —preguntó de nuevo, y abrió la mano.

La piedra voló a una velocidad varias veces superior a la del vuelo en picado del halcón y alcanzó el objetivo incluso antes de que Pony hubiera acabado de abrir la mano, y con todo, la mujer la vio como si se moviera despacio, como si el mundo entero se moviera muy despacio. Surcó el aire por encima de los tejados, dibujando una línea recta, y casi golpeó contra un alero. Vio cómo una mujer volvía la cabeza a su paso, pero demasiado despacio; la piedra silbó al pasar y la mujer se llevó un buen susto.

Y entonces, el camino quedó libre hasta el padre abad, hasta su diente de oro. Le produjo serios destrozos: el impacto contra un lado de la cara del anciano monje hizo que estallara el hueso y desgarrara la carne, y al penetrar a través de la lengua, aplastó el hueso y los dientes del otro lado de la mandíbula, para dirigirse luego hacia arriba y hacia afuera a través del cráneo y acabar horadando la parte lateral del carruaje.

Pony vio cómo la cabeza de Markwart era violentamente impulsada hacia un lado, vio al monje saltar del asiento así como caer después hacia atrás, sin fuerzas. La sangre se esparció por el hábito y también por todo el carruaje, y salpicó a los monjes del cortejo que se precipitaron a su lado y la espalda del soldado que conducía el carruaje y que no se dio cuenta del desastre que había ocurrido detrás de él.

Se produjo una situación absolutamente caótica en torno a la señora Dasslerond y sus compañeros, pues el carruaje casi estaba frente a ellos cuando el proyectil alcanzó al padre abad. Los elfos trataron de averiguar qué había pasado, pero Dasslerond y Juraviel ya se lo habían imaginado.

—Una gema —dijo Juraviel con aire severo.

—Se diría que tu amiga es ambiciosa —respondió la señora Dasslerond en un tono no precisamente lisonjero.

Agitó la cabeza para expresar disgusto y volvió a fijarse en el caos que reinaba en el carruaje. Soldados y monjes cerraban filas en torno al abad y gritaban al cochero que corriera hacia Saint Precious.

Dasslerond se limitó a observar mientras sus exploradores se dispersaban con objeto de proporcionarle la información más completa y exacta posible. Sabía que la situación no había hecho más que complicarse. Juraviel también lo sabía, y esperaba que sus sospechas sobre el método y el origen del ataque resultaran equivocadas.

Pony se echó de espaldas y se deslizó por el tejado inclinado hasta situarse más abajo. O sea que era una asesina…, por lo menos si el despreciable anciano moría antes de que los monjes pudieran tratarlo con alguna piedra del alma.

—¡No! —exclamó en voz alta mientras rechazaba aquella idea; había visto el impacto y conocía el poder de la gema: Markwart había muerto en el preciso momento del golpe.

Una rara sensación de vacío la inundó; sólo sentía un hueco donde esperaba percibir el dulce sabor de la venganza. Aquel hombre, aquel ser peligroso y despreciable, había matado a sus padres y a su hermano; era un hombre malvado, cuyo poder le permitía continuar hiriendo a la gente, a mucha gente, y el mundo era un lugar mejor sin él. Pony sabía perfectamente todo eso, pero en aquel horrible momento tenía poca importancia.

Percibió la conmoción que se había producido detrás de ella, los llantos.

Pony la borró de su mente porque no podía afrontarla en aquel momento. Se sentía sucia, manchada. Descendió un poco más por el tejado y vomitó hasta que le dolieron los riñones.