Encontró Caer Tinella tranquilo. Los campos empezaban a estar arados y las casas reconstruidas y reparadas, y había nuevas edificaciones. De’Unnero sabía que, aunque sólo hacía unos meses que el pueblo había sido ocupado por los malolientes trasgos y powris, el hedor de aquellas criaturas ya había desaparecido y, al parecer, todo el mundo se había organizado de nuevo de forma normal y pacífica.
El obispo pretendía que las cosas siguieran así. Cerca ya del pueblo, mientras lo contemplaba desde lo alto de un promontorio, prescindió muy a su pesar de la magia de la zarpa de tigre. Durante prácticamente cinco días, mediante el uso de su propia avidez interior y mediante las enseñanzas del espíritu de Markwart, De’Unnero había permanecido inmerso en la gema; había sido tanto un gran felino como un ser humano, y esa sensación, ese poder y esa libertad le gustaban mucho.
«Tal vez demasiado», musitó el obispo. Sabía que si se hubiera desplazado con ayuda de las poderosas patas de un tigre, podría haber cubierto los más de doscientos cuarenta kilómetros entre Palmaris y Caer Tinella en tres días, quizás en dos, pues había descubierto que podía utilizar la piedra del alma del anillo de Aloysius Crump con otros animales para, literalmente, regalarse con su energía vital, una versión refinada del robo de vitalidad a ciervos y otros seres similares que los monjes empleaban para vigorizar los caballos. Ahora bien, en calidad de tigre, De’Unnero podía ir directamente al origen y, mediante la piedra del alma, conectar su energía vital con la de la presa elegida y, entonces, comerse las energías de aquella criatura. Pensaba que era un sistema perfecto: la mejor transferencia de energía. Después de semejante comida, el tigre De’Unnero estaba listo para correr de nuevo.
Y con todo, esa belleza y esa fuerza lo habían realmente retardado, a pesar de su urgencia para encontrarse con el llamado Pájaro de la Noche. En efecto, durante el viaje, se había desviado del camino a menudo, por el mero hecho de gozar de uno de esos festines.
Pensó que no importaba, ya que podía correr a la velocidad que quisiera y el mundo entero no bastaría para que el Pájaro de la Noche pudiera escapar de sus zarpas.
Bajó a Caer Tinella con el sencillo hábito de un monje y una serena y encantadora expresión en el rostro.
—¡Buenos días, buen padre! —exclamaban uno tras otro los granjeros.
Hombres y mujeres trabajaban duro para reparar las casas y —sorprendentemente, ya que la primavera sólo hacía un par de semanas que había empezado— para preparar los campos inusualmente limpios de nieve. La última tormenta, una lluvia pertinaz, había fundido toda la nieve de los campos, y entonces los granjeros se dedicaban a apilar piedras para señalar los límites de las nuevas propiedades establecidas.
—Lo mismo digo, hijo mío —contestaba siempre con cortesía—. Por favor, dime dónde podría encontrar al gobernador de este pueblo.
Los aldeanos, bien predispuestos, le indicaban el nombre y le señalaban hacia el otro lado del camino, hacia unos campos bordeados por gruesos árboles situados al norte, a cuyo alrededor todavía podían verse blancos restos del invierno bajo la sombra de las ramas.
No le fue difícil dar con la jefa. Era una mujer baja pero fuerte, de unos cuarenta años, que estaba trabajando duro en su propio campo. Cuando De’Unnero se le acercó, ella puso el azadón en posición vertical, se apoyó en la parte superior con las dos manos y reclinó la barbilla en ellas.
—¿Eres Janine del Lago? —preguntó De’Unnero jovialmente, repitiendo el nombre que le habían facilitado los granjeros.
—Sí —contestó—. ¿Y quién eres tú? ¿Quizás un predicador que ha venido para levantar un templo aquí, en Caer Tinella?
—Soy el hermano Simple —mintió De’Unnero—. Estoy de paso por tu humilde comunidad, y nada más, aunque no dudo que la Iglesia enviará un ministro tan pronto como el mundo vuelva a estar en orden.
—Bueno, tenemos a nuestro fraile Pembleton —respondió Janine del Lago— a no más de un día a caballo hacia el este. Son los únicos sermones que la gente tiene estómago para aguantar, por lo que yo sé.
De’Unnero reprimió el impulso de pegarle un puñetazo en la cara.
—Por cierto, tú tienes todo el aspecto de que a tu estómago no le vendría mal algo para comer —prosiguió la mujer.
—Por supuesto —respondió el monje, bajando la cabeza con humildad—. Un poco de comida e información sobre el camino del norte me vendrían muy bien, pues me he comprometido a ir a las Tierras Boscosas, donde la gente hace tiempo que no dispone de predicador.
—Nunca lo han tenido, por lo que he oído acerca de ese lugar salvaje —dijo riendo Janine—. Bueno, búscate una sombra y descansa, que no tardaré en terminar el trabajo y, entonces, te alimentaré bien para el viaje.
—¡Oh, por favor, buena señora! —respondió el encantador monje, extendiendo la mano para alcanzar el azadón—, dejad que me gane mi sustento.
Janine pareció sinceramente sorprendida, pero soltó el azadón.
—No me esperaba que un monje de Saint Precious me pidiera trabajo —le explicó—, sin embargo aceptaré tu ayuda y sabré agradecértela.
Y De’Unnero trabajó en el campo de forma incansable: un esfuerzo, según suponía, que jamás se habría esperado del obispo de Palmaris, algo que hubiera levantado una enorme expectación, incluso si lo hubiera realizado el más humilde de los monjes abellicanos. Luego, Janine del Lago lo invitó, junto a unos pocos aldeanos escogidos, a una maravillosa cena caliente, aunque De’Unnero encontró la comida rara y poco apetecible después de días de alimentación salvaje.
La conversación fue bastante cortés y notablemente sustanciosa. El obispo quedó convencido de que el camino al norte, a decir de todos, era seguro y de que el viaje hasta las Tierras Boscosas no sería más duro de lo que le había resultado el que le había traído desde Palmaris hasta aquel pueblo, a menos que se pusiera a hacer un tiempo invernal. Le comentaron que el espesor que alcanzaba la nieve en aquellas latitudes era considerable.
Después de la comida, el hermano Simple se excusó. Había aceptado la invitación de Janine a dormir en su granero y explicó que probablemente no se verían a la mañana siguiente, ya que se proponía partir tan pronto como le fuera posible.
En realidad, el monje salió del granero y de Caer Tinella antes de que hubiera transcurrido una hora y se encaminó hacia el norte a través de campos iluminados por la luz de la luna, mientras a cada paso se sumergía más y más en la magia de la zarpa de tigre. Tan completo fue el proceso que el hábito se le fundió con la piel, y el anillo que llevaba en un dedo se convirtió en una abrazadera en torno a un dedo de la zarpa. Cuando hubo cruzado el campo situado más al norte, De’Unnero caminaba no con la zancada desmañada de un hombre, sino con la suave agilidad de un tigre, y no miraba con los ojos humanos, acostumbrados a la luz diurna, sino con la vista aguda y adaptada a la oscuridad nocturna de un gran felino.
Luego, echó a correr a paso largo. Las patas delanteras golpeaban el suelo de vez en cuando para mantener mejor el equilibrio o para rápidos cambios de dirección. De’Unnero no tardó en oler la presencia de otro animal y aligeró el paso en pos del olor, deleitándose al percibirlo, pues no se trataba del simple rastro de un animal, ni siquiera del perfume de una piel mojada. Era miedo, miedo de él, y lo percibía como algo delicioso, como algo puro y natural.
Lo sentía alrededor, por todas partes. El tigre aminoró la marcha y adoptó un paso cuidadoso y silencioso, camuflándose perfectamente entre las sombras nocturnas del bosque. Su presa sabía que él se le estaba acercando, aunque no podía ni verlo ni oírlo.
Eso aumentaba aún más el placer.
Sus agudos oídos percibieron un frufrú hacia un lado y, entonces, los vio: un par de ciervos de cola blanca, un gamo y una gama; las astas del macho eran muy puntiagudas.
El tigre se acercó con cautela. Notaba que la zarpa rozaba el suelo, que se apoyaba suavemente en él.
El gamo pateó el terreno; la gama saltó como si fuera a huir.
Pero De’Unnero advirtió que el animal no sabía hacia dónde correr. Él estaba cerca, muy cerca, al alcance de un solo y tremendo salto. Atacaría al gamo, el más difícil de matar.
Pegó un brinco, a la vez que emitía un pavoroso y horrible rugido, con las garras abiertas y las patas extendidas, pero el gamo no huyó ni se quedó paralizado. Se revolvió para enfrentarse al depredador, con la cabeza baja y con las formidables astas dispuestas al contraataque. De’Unnero sintió que una punta se le hundía en el pecho cuando chocó con el macho, pero apenas lo advirtió, atrapado en un repentino y desesperado frenesí. Soltó un segundo rugido; una pata se movió violentamente hacia abajo, se enganchó en un asta y giró la cabeza del gamo hacia un lado. La torsión fue tan brusca que se oyó un crujir de huesos, y después el gamo se desplomó.
De’Unnero se ocupó enseguida del cuello del animal; le desgarró las venas más importantes y bebió la sangre que chorreaban. Sus pensamientos se dirigieron de forma intuitiva a la piedra del alma para captar la energía vital del gamo, para nutrirse con toda la fuerza de aquel ser.
Y cuando hubo terminado, no buscó un lugar tranquilo y oscuro para descansar, ya que toda la energía del gamo se había unido a la suya. No se sentía en absoluto cansado. Sabía que tenía que ir hacia el norte, hacia Dundalis, a toda velocidad, pero persistía el olor, el olor del miedo.
Fue en busca de la gama. Cuando la encontró, la atrapó desde atrás y recomenzó el festín.
—El camino está despejado —anunció Roger, mientras regresaba junto a Elbryan y Bradwarden, que habían inspeccionado por el este y por el oeste.
Detrás de ellos, en un claro al lado de la carretera —en realidad, no era más que un paso abierto por la marcha del ejército del demonio Dáctilo—, los cinco monjes estaban sentados en círculo, acurrucados junto a un fuego resplandeciente y comiendo un cocido de distintas clases de raíces que les había preparado Viscenti.
—¿Hasta dónde han huido? —preguntó el guardabosque, mientras sacudía la cabeza con incredulidad.
El grupo había recorrido más de la mitad del camino de Dundalis a Barbacan y no había encontrado ni un solo monstruo, ni siquiera la menor señal de gigantes, trasgos o powris.
—Las Tierras Agrestes son un lugar más extenso que cualquier otro que hayáis visto nunca —les explicó Bradwarden—; son más extensas que todos los reinos de los hombres puestos uno al lado de otro. Llegan hasta donde alcanzó el grito del demonio Dáctilo; más allá de las guaridas de los trasgos y los refugios de los gigantes en terrazas de montañas innominadas por los hombres; más allá de donde se hallan los powris, aunque esas perversas criaturas suelen vivir en islotes rocosos mar adentro.
—Por tanto, parece que deben de haber vuelto a sus rocas y guaridas —dijo el guardabosque—, y con todo, no tengo la sensación de que el mundo sea un lugar más seguro.
—Es grotesco ver cómo los hombres se empeñan en evitarlo —dijo Bradwarden secamente.
De nuevo, el guardabosque sacudió la cabeza y miró atentamente a su alrededor en busca de alguna señal.
—No deberíamos quejarnos, diría yo —intervino, cortante, Roger, que no comprendía lo curiosa que resultaba la extraña decepción del guardabosque—. Es mejor no encontrar ningún enemigo que demasiados.
—Uno solo serían demasiados —repuso Elbryan.
—A menos que queramos para comer algo mejor que el cocido —exclamó entre carcajadas el centauro—. Vaya, vaya, ¿qué pasa?
La característica expresión de Avelyn dibujó una mueca en el rostro de Elbryan.
—¿Tenía que hacerse? —preguntó.
El centauro asintió con un gesto.
—¿Vamos a salir de exploración otra vez? —preguntó Roger.
Los otros dos no dejaron de advertir que mientras hablaba miraba con ansia la cálida fogata.
—No exploraremos más —decidió Elbryan, aunque sabía que él saldría a explorar más tarde, en plena noche, y que Bradwarden tomaría el relevo cuando él se retirara—. Vete junto a los hermanos y duerme al calor del fuego.
Roger asintió con un movimiento de cabeza y se alejó, mientras le gritaba a Castinagis que le dejara un poco de cocido.
Cuando Elbryan miró al centauro, constató que la expresión de Bradwarden se había ensombrecido.
—Estaba echando de menos el fuego —afirmó el centauro.
—Sopla una brisa helada —asintió el guardabosque.
—Me temo que sea algo más —explicó Bradwarden—. Hemos tenido suerte, guardabosque. En este remoto norte, el viento todavía te puede helar los huesos y mañana podemos despertarnos y encontrar una capa de nieve más espesa que las astas de un ciervo.
—Estamos muy al norte.
Bradwarden asintió con un gesto de cabeza.
—Y antes de lo que debíamos, según creo. Pronto estaremos en primavera, sin duda, pero la primavera en Barbacan no es la misma estación que en Dundalis. Creo, y espero, que la explosión de la montaña lo confundió todo y dulcificó el tiempo invernal. Quizá buena parte de los restos de la explosión fueron hacia el cielo y lo cubrieron como una manta. Has visto los colores de las puestas y de las salidas de sol. Se deben al polvo, y quizás ese polvo mantendrá el tiempo en un punto medio, entre el verano y el invierno, no sé si me explico.
De hecho, mientras Bradwarden hablaba, el cielo por la parte de poniente fue tomando un pálido resplandor rojo, casi como si las nubes se hubieran incendiado. Al guardabosque aquel razonamiento le pareció lógico, pero aunque no hubiera sido así, también habría tenido en cuenta las palabras de Bradwarden. El centauro era viejo, tenía tres veces la edad del más viejo de los hombres, y ninguna criatura, ni siquiera la señora Dasslerond, de los Touel’alfar, estaba tan compenetrada como él con los fenómenos naturales. Lo que el centauro no especificó, y Elbryan pudo imaginarse por su cuenta, fue que, si el aire entonces era frío, no haría más que empeorar a medida que fueran avanzando hacia el norte, y aún más cuando empezaran a subir los montes que rodeaban la devastada montaña de Aida. ¿Se habían confiado en exceso por la poco habitual bonanza del invierno en las Tierras Boscosas? ¿Encontrarían los puertos de montaña situados más al norte bloqueados por la nieve?
—Ven —le indicó al centauro—, vamos a comer con nuestros amigos.
Bradwarden sacudió la cabeza.
—No tengo estómago para hacerlo —dijo—. ¡No he visto ningún monstruo durante mi turno de exploración, pero creo que hay más de una comida con patas corriendo por ahí! —añadió.
Con otra carcajada, el centauro dio un brinco para irse y, sobre la marcha, descolgó del hombro su imponente arco.
—¡No te alejes demasiado! —le gritó Elbryan.
—¿Tienes miedo a los monstruos ocultos? —le gritó Bradwarden a su vez.
—En absoluto —repuso el guardabosque—. ¡Es que tengo ganas de oír la gaita de Bradwarden esta fría noche!
—¡Oh, la vas a oír! —rugió el centauro desde unos arbustos. Después se internó en la espesura y desapareció de la vista de Elbryan, de forma que este sólo pudo oír su atronadora voz—: ¡A menos que se me peguen los labios helados a la maldita gaita!
Encaramado a una rama que dominaba la pequeña comunidad, De’Unnero se dio cuenta inmediatamente de que aquel lugar, Dundalis, era muy distinto de Caer Tinella. No era tanto el tamaño, aunque Dundalis en ese momento era menos de la mitad de Caer Tinella, como el aspecto de los alrededores de los dos pueblos. Allí no había grandes campos delimitados, ni granjeros trabajando en sus habituales tareas o preparando la siembra de primavera. Dundalis no había sido nunca una comunidad de granjeros; pero tampoco se veían las actividades típicas del lugar, como la tala de árboles o similares.
La vida todavía no había vuelto a la normalidad en el remoto norte. De hecho, Dundalis parecía más un fuerte que un poblado, y esa impresión se veía aún más reforzada por la presencia de Shamus Kilronney y sus hombres. De’Unnero advirtió que habían empezado a construir una docena de edificios y que algunos ya estaban terminados; pero más prominente e imponente que esas construcciones, se alzaba la muralla que enlazaba unas con otras. Era más alta que un hombre alto y, por ella, patrullaban muchos soldados. En la parte superior de la pendiente hacia el norte, habían erigido una torre, y el obispo distinguía las siluetas de dos hombres recortadas contra el cielo crepuscular.
También había centinelas en el bosque, aunque De’Unnero no vio a ninguno de los soldados adiestrados fuera del poblado; poco le había costado cruzar sus apenas organizadas filas y encontrar una privilegiada atalaya.
Pensó pasar de largo, y lo habría hecho, pero quería hablar con Shamus; tal vez, incluso, mandaría al capitán y a sus soldados que lo acompañaran al norte. Bajó del árbol y volvió al bosque, alejándose del pueblo. Trataba de hallar el modo de encontrarse con Shamus sin alertar a ninguno de los posibles aliados del Pájaro de la Noche de que el obispo de Palmaris, en solitario, había llegado hasta un lugar tan remoto.
No tardó en dar con la solución. Escuchó a escondidas a un par de exploradores: un hombre de complexión media y de aspecto normal, y otro de considerable corpulencia y fortaleza. Resultaba evidente, por la forma en que el hombre menos robusto se dirigía al otro, que el más corpulento —llamado Tomás— ostentaba una posición preeminente en la jerarquía del pueblo. Y para contento de De’Unnero, se refirieron a Shamus Kilronney por su nombre.
Aprovechó la ocasión y les salió al encuentro.
Ambos pegaron un brinco, y el más corpulento sacó una espada en un abrir y cerrar de ojos, y le cerró el paso.
—Calma, por favor, hermano —dijo De’Unnero, mientras alzaba las palmas abiertas ante él en señal de sumisión—. Soy un humilde hombre de Dios y no vuestro enemigo.
Tomás bajó la espada.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —le preguntó—. ¿Y con quién estás?
—He venido a pie y sin otra compañía que yo mismo —respondió De’Unnero con una sonrisa.
Los dos hombres intercambiaron miradas incrédulas.
—El obispo de Palmaris está preocupado porque las Tierras Boscosas se reconquistarán sin ninguna participación de la Iglesia —dijo De’Unnero.
—La Iglesia jamás se ha preocupado por las Tierras Boscosas —repuso el hombre menos robusto.
De’Unnero advirtió algún movimiento en el bosque, por detrás de él: las pisadas de dos hombres que, sin duda, se acercaban para conocer la causa de aquellas voces inquietas.
—La vieja Iglesia —corrigió el obispo—. Ahora, estamos mucho más preocupados por lo que ocurre en el reino, mucho más vinculados a los asuntos del Estado —añadió sin adoptar ninguna posición defensiva cuando los dos hombres recién llegados avanzaron hasta situarse detrás de él, uno a cada lado.
—Las Tierras Boscosas no forman parte del Estado del rey Danube —dijo el hombre menos robusto con orgulloso desprecio.
Tomás arrastró los pies, incomodado por la rotundidad de aquellas palabras.
—De nuevo, hablas del pasado, amigo mío —le explicó De’Unnero—. La guerra ha cambiado muchas cosas.
—¿Me estás diciendo que Dundalis pertenece al rey de Honce el Oso? —repuso con aspereza el irascible hombre en un tono de voz que indicaba su creciente irritación.
—Te estoy diciendo que no sabemos lo que se ha dispuesto para Dundalis y para las Tierras Boscosas —respondió De’Unnero, mientras se decía que ni esos hombres ni sus opiniones le importaban en absoluto—. Y te estoy diciendo que sería prudente que todos vosotros lo entendierais, especialmente con un contingente de soldados del rey en el pueblo.
Esas palabras lo hicieron retroceder un paso, y de nuevo el hombre más corpulento arrastró los pies.
—Soy Tomás Gingerwart —dijo en voz alta, pero en tono amistoso, y le ofreció la mano.
De’Unnero se alegró de tener la zarpa de tigre en el brazo izquierdo cuando extendió el derecho para estrecharle la mano.
—¿Y no hay monjes de la Iglesia abellicana dentro de las murallas de Dundalis? —preguntó el obispo, pillándolos desprevenidos.
El hombretón arrastró de nuevo los pies con incomodidad, y De’Unnero se recreó ante la reacción de Tomás, quien comprendió que el obispo estaba enterado de la construcción de la muralla de Dundalis y que conocía la existencia de Braumin y los demás, que habían llegado disfrazados hasta allí.
—No hay ningún monje —repuso Tomás con demasiada rapidez y contundencia.
—¡Qué lástima que ya se hayan ido! —dijo el obispo.
—Ningún monje —insistió Tomás—; nunca ha habido ninguno.
De’Unnero adoptó una postura pensativa.
—¿Nunca estuvieron aquí? —preguntó mostrándose preocupado, lo cual desequilibró aún más a Tomás.
De’Unnero advirtió que no sabían con seguridad si estaba hablando de Braumin y los demás, y eso era exactamente lo que había pretendido. La simple reacción de Tomás a su pregunta le había aportado toda la información que necesitaba sobre la lealtad de aquel hombre: era amigo del Pájaro de la Noche, sin duda alguna.
Todos lo eran.
—Estoy preocupado por mis compañeros —dijo el obispo—, pero la carretera de Palmaris a Caer Tinella estaba despejada. ¿Qué puede haberlos demorado?
—Todavía puede toparse uno con muchos monstruos —dijo Tomás sin convencer a nadie.
Poco le faltó a De’Unnero para sonreír ante la ironía de aquella frase, pues mientras Tomás la pronunciaba, el obispo se sumergía en el poder de su gema. Escondió la mano izquierda, transformada al punto en una enorme zarpa, en los amplios pliegues de su larga manga.
—Ven al pueblo —le ordenó Tomás—; allí podremos continuar la charla.
El hombretón se dio la vuelta para irse, pero se detuvo al ver que el obispo no le hacía el menor caso y sacudía la cabeza.
—Tomás Gingerwart es el que manda en Dundalis —le explicó el hombre menos robusto.
—Tomás Gingerwart manda a quienes aceptan ser mandados por Tomás Gingerwart —repuso De’Unnero—. ¿Qué derecho podría esgrimir ante un capitán del ejército del rey? ¿O ante un enviado de la Iglesia abellicana?
—En mi pueblo —dijo Tomás, mientras señalaba en dirección a Dundalis.
—Te ruego que vayas al pueblo, hermano Tomás —dijo De’Unnero, dominando la situación—. Ve enseguida y aprisa, y envíame al capitán Shamus Kilronney.
La despectiva manera de hablar del monje hizo que Tomás se diera la vuelta para encararse con él y que a los otros tres hombres se les erizara el pelo mientras refunfuñaban.
—Considérate afortunado, pues no tengo tiempo para discutir contigo —dijo De’Unnero.
Se daba cuenta de que no iba a obtener provecho alguno perturbando a aquel grupo, pero sencillamente estaba disfrutando demasiado como para detenerse allí.
—Hablaré con el capitán Kilronney, pero aquí afuera. No tengo ningunas ganas de entrar en ese recinto de sucias casitas que vosotros llamáis pueblo.
De nuevo, a los hombres que estaban detrás de él se les erizó el pelo.
—En ese caso, date la vuelta y vete al sur —dijo, desafiante, Tomás—; de allí vienes y a ese lugar perteneces.
—Así que es cierto —dijo De’Unnero—; eres amigo del llamado Pájaro de la Noche.
Los ojos de Tomás se desorbitaron por la impresión, pero antes de que él o sus amigos pudieran reaccionar, en un abrir y cerrar de ojos, De’Unnero dio un salto hacia la derecha y lanzó un zarpazo con la mano izquierda, la zarpa de tigre, hacia el pecho del atónito explorador. Lo podía haber matado —de hecho, era precisamente lo que quería—, pero, con prudencia, retuvo el ataque y la garra se clavó en la túnica de piel del pobre hombre y la convirtió en jirones con un simple y brutal zarpazo.
El hombre se cayó de espaldas, gritó horrorizado, y su compañero se lanzó hacia De’Unnero. Pero el obispo se le adelantó: se separó de Tomás y salió al encuentro del explorador. De nuevo, antes de que nadie hubiera hecho un movimiento decisivo para detenerlo, De’Unnero había dejado indefenso a aquel hombre: la mano humana del obispo lo agarró del cabello y le echó la cabeza hacia atrás, mientras la zarpa de tigre le oprimía la cara con las uñas extendidas, arañándole la tierna piel, pero no con bastante fuerza como para hacer que sangrara.
Tomás y su compañero, y también el colega del vigilante, retrocedieron un paso, con las manos alzadas en un intento de calmar la situación.
De’Unnero los sorprendió soltando a su prisionero y empujándolo hacia el compañero de Tomás.
—En vuestra situación hay que tener cuidado con los enemigos que os creáis —les explicó el obispo—. No infravaloréis los propósitos de la Iglesia para este lugar, ni las distancias que recorreremos para conseguir lo que deseamos. Ahora idos y enviadme a Shamus Kilronney. No tengo tiempo ni paciencia para vuestros estúpidos juegos.
Los cuatro permanecieron quietos unos instantes, pero entonces el compañero de Tomás miró a su líder, y el hombretón le indicó con la cabeza que era mejor irse.
—¿Cuándo se marcharon hacia Barbacan? —preguntó sin más el obispo.
Ni Tomás ni sus compañeros contestaron.
—Como queráis —concedió el obispo con una reverencia—. Se confirma así vuestra alianza con ellos, pero quiero haceros una advertencia: un hombre puede ser juzgado por los aliados que reconoce tener.
—Supones demasiadas cosas —dijo Tomás—; hablas del Pájaro de la Noche como si creyeras que nosotros conocemos a ese hombre, o mujer, o cualquier otra cosa que pueda ser. Pero…
De’Unnero levantó su mano humana y desvió la vista.
—Como quieras —concedió, y señaló hacia un grupo de gruesos pinos—. Dile al capitán Kilronney que lo espero allí, pues tenemos que hablar en privado.
Sin ni siquiera tomarse la molestia de echar un prudente vistazo a unos hombres a los que acababa de llamar poco menos que enemigos, el obispo se alejó, convencido de que no lo atacarían. De’Unnero estaba dotado de una rara habilidad para evaluar con precisión a sus posibles enemigos —tal vez era esa su mayor virtud como guerrero—, y comprendió que su confianza contribuiría aún más a aumentar su poder intimidatorio y frenaría cualquier iniciativa por parte de Tomás Gingerwart y de los aldeanos amigos suyos.
Poco después, Shamus Kilronney se reunió con De’Unnero, mientras una profunda oscuridad se apoderaba del bosque. Al capitán sólo le habían dicho que un monje de la Iglesia abellicana deseaba hablar con él y se llevó una gran sorpresa al encontrarse con el mismísimo obispo.
—¿Por qué dejaste que el Pájaro de la Noche se marchara? —le preguntó antes de que el capitán tuviera tiempo de saludarlo adecuadamente.
—¿Qué…, qué otra cosa podía hacer? —tartamudeó Shamus al responder—. O bien dejaba que se marchara, o bien tenía que pelear con él, cosa que me prohibiste de forma explícita.
Había elevado la voz considerablemente, y De’Unnero le hizo una señal para que se calmara, mientras con un gesto le daba a entender que había muchos oídos curiosos escondidos alrededor.
—Deberías haberlo vigilado —dijo con serenidad De’Unnero—, y sin embargo, te encuentro aquí, en este pueblo miserable, mientras el Pájaro de la Noche campa a sus anchas por el lejano norte —añadió el obispo, cuya frustración hizo que fuera alzando la voz progresivamente.
—Le pedí ir con él —arguyó Shamus Kilronney en voz alta—, pero no quiso.
—¿Le pediste? —repitió De’Unnero con incredulidad—. Eres un capitán del ejército de rey. ¿Acaso la jerarquía no cuenta para nada?
Shamus se limitó a reír y a sacudir la cabeza.
—No entiendes a ese hombre al que llaman Pájaro de la Noche —trató de explicarle—, ni su relación con esta gente. Dudo que el mismísimo rey tenga más categoría que el Pájaro de la Noche en las salvajes tierras del norte.
—Una peligrosa suposición —repuso el obispo en tono grave y severo—. Deberías haber ido con él o, por lo menos, haber espiado sus movimientos. Reúne a tus hombres esta misma noche, poneos en marcha y salid a perseguirlo a paso rápido.
—¿Nos acompañarás?
De’Unnero le dirigió una mirada de disgusto.
—Os precederé —le explicó—. Cuando me alcancéis mis asuntos con el Pájaro de la Noche deberían haber llegado a su fin. Tú y tus soldados me ayudaréis a escoltar a los supervivientes, si los hay, hasta Palmaris.
Shamus se dispuso a contestar, pero el obispo lo cortó en seco.
—Es hora de irse —le indicó De’Unnero, saliendo del bosquecillo.
Allí estaban Tomás y otros hombres, todos ellos simulando ocuparse de distintas actividades.
—Saben que persigues al Pájaro de la Noche —susurró Shamus al oído de De’Unnero.
El obispo resopló como si aquello apenas le importara.
—Querrás decir que lo perseguimos —le susurró a su vez—. No les digas quién soy.
Shamus se limitó a asentir con la cabeza, pues no quería discutir con el obispo, que era el portavoz de su rey; al menos, de momento.
Tomás y los otros hombres se pusieron tensos cuando el monje y el militar se les acercaron, y más de uno apretó con fuerza su arma.
Sin embargo De’Unnero sabía que no iban a atacar. No tenían valor suficiente, y por consiguiente, el obispo aprovechó la tensión que flotaba en el ambiente para crispar aún más la situación y disfrutar con ello.
—Si alguien se atreve a seguirme, o tal vez a precederme, en mi viaje en pos del llamado Pájaro de la Noche, que sepa que actuará en contra de la Iglesia abellicana y que será castigado de forma rápida y segura —dijo con calma.
Shamus vaciló y tragó saliva mientras pensaba que De’Unnero había llevado las cosas demasiado lejos.
Pero el obispo controlaba la situación, y Tomás y los demás se apartaron para dejar que pasara.
Más enojado que impresionado, Shamus Kilronney dudaba y observaba a su compañero mientras ambos se internaban en el bosque. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de la extremidad felina del obispo, de la temible garra que emergía bajo los pliegues de su holgada manga. Al verla, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, pero no pronunció palabra alguna durante todo el camino hasta Dundalis. Allí, De’Unnero le reiteró la orden de que se pusiera en marcha aquella misma noche, y después él mismo partió en dirección a las tierras del norte.
En el bosque, Tomás Gingerwart y sus compañeros inspeccionaron la túnica desgarrada, los múltiples jirones de piel, como si de una delicada tela se tratara.
—¡El Pájaro de la Noche le dará su merecido a ese sujeto! —exclamó uno de los hombres, mientras los demás expresaban su asentimiento con gruñidos o con inclinaciones de cabeza.
También Tomás se unió al coro, aunque el hombretón no estaba tan seguro de compartir tal idea. Sin embargo, no pudo menos que seguirles la corriente, pues tenía que ayudarlos a reforzar su confianza, entonces mermada, en las posibilidades de su amigo el Pájaro de la Noche. Aquel extraño y fatal monje los había acobardado a todos, en particular a Tomás, que lo había mirado fijamente a los ojos y había comprendido su fuerza de voluntad, su energía interior y su serenidad, basadas en una suprema confianza, algo superior a cualquier cosa imaginable.
Rezó para que aquel monje no encontrara a su amigo.
No era realmente una cueva, sino más bien un profundo voladizo de piedra, una cavidad natural formada en la pared rocosa de un risco; pero Elbryan, que no había utilizado nada mejor que la madriguera abandonada de un oso o la tienda natural formada por las ramas inferiores de un grueso pino, se consideró afortunado por haber encontrado un lugar tan bien preparado para el oráculo. Lo fueron envolviendo sombras cada vez más oscuras a medida que la parte inferior del sol se iba hundiendo en el horizonte de poniente, mientras el cielo era todavía una brillante explosión de rojos, rosa y violeta. Colocó el espejo sobre una piedra y colgó la manta en la abertura para oscurecer aún más el recinto. Echó un último vistazo al exterior, una última mirada a aquel maravilloso cielo.
El Pájaro de la Noche se sentó con la espalda apoyada en la fría roca, mirando fijamente al casi invisible espejo, y dejó que el foco de su visión se perdiera por completo en las profundidades de la reflectante superficie. Apenas un momento después, el fondo del espejo se fue velando y surgió el espectro.
—Tío Mather —lo saludó el guardabosque, aunque, por supuesto, el espectro no le contestó.
El guardabosque apoyó el mentón en las manos y trató de desentrañar sus pensamientos. Aquella noche se había sentido impulsado a consultar el oráculo, a hablar con su tío Mather, pues se encontraba intranquilo e incómodo. No obstante, Elbryan todavía no había descubierto la causa de su estado de ánimo y sólo sabía que, en aquel momento, no tenía ganas de proseguir el camino.
—¿Ya no me interesa? —se preguntó con sinceridad—. ¿Acaso pervive más el adiestramiento que recibí con los Touel’alfar que la llamada al deber de ese adiestramiento? En las luchas, cuando los trasgos nos tendían emboscadas y los soldados eran asesinados… no quería estar allí. No tenía miedo, y ciertamente no tenía ningún reparo en matar trasgos, pero aquella chispa, aquel espíritu ilusionado, ya no estaba conmigo, tío Mather, ni me ha acompañado en mi viaje al norte. Comprendo que esta expedición a Barbacan es importante para el hermano Braumin y sus compañeros, y que rinden un gran tributo a mi amigo por ir hasta su tumba, pero con todo…
El guardabosque hizo una pausa y bajó la cabeza al mismo tiempo que exhalaba un profundo suspiro. Durante mucho tiempo, en todo momento desde que se había separado de los elfos, Elbryan había tenido un objetivo bien definido, un claro sentido del deber. Se había pasado los meses de la guerra buscando batallas, no rehuyéndolas. Después, cuando los monstruos se habían retirado, el guardabosque había encontrado un nuevo objetivo y una nueva dirección, y un nuevo enemigo que vencer: los carceleros de Bradwarden. Podía decirse a sí mismo que ese viaje era precisamente una prolongación de aquella batalla, la continuación de la guerra de Avelyn contra sus hermanos perversos.
Pero, de alguna manera, el guardabosque no percibía aquel sentido del deber ni tampoco aquella premura. En cierto modo, algo se había perdido.
—Pony —susurró sin apenas darse cuenta de que había pronunciado su nombre.
Levantó la vista y volvió a mirar con fijeza el espejo: el origen de su angustia se le hizo dolorosamente perceptible.
—Es Pony, tío Mather —pronunció con más firmeza.
Pero ¿qué pasaba con Pony? Sin duda alguna, la echaba de menos, la echaba de menos desde que se había ido de Caer Tinella, desde el preciso instante en que había desaparecido de su vista por la carretera del sur. Sin embargo, siempre la echaba de menos cuando ella no estaba con él, incluso aunque fuera por un día de exploración en el bosque. Elbryan no lo entendía, pero tampoco reprimía esos sentimientos. La quería de todo corazón y no podía imaginar su vida sin ella. Ella hacía que él fuera mejor; ciertamente, la mujer lo había ayudado a alcanzar un grado superior de maestría con la bi’nelle dasada, aunque no era algo sólo físico. Pony, día a día, elevaba a Elbryan emocionalmente, le daba una perspectiva más auténtica del mundo circundante y de su lugar en él, y le aportaba alegría. Lo complementaba, y sin duda, el guardabosque, en aquellos momentos, no se sorprendía en absoluto al constatar que la echaba de menos.
Pero Elbryan sabía que había algo más.
—Tengo miedo, tío Mather —dijo con calma—. Pony está en un lugar peligroso, más peligroso que este, a pesar de que estoy en las Tierras Agrestes y me dirijo a la guarida de la criatura que oscureció el mundo entero. No puedo ayudarla si me necesita; no puedo oírla aunque grite mi nombre.
Terminó con otro suspiro y se sentó con la vista clavada en el espectro, inmóvil como una estatua, como si esperara que el tío Mather confirmara sus penas, o tal vez le indicara con una señal que estaba equivocado, o le dijera que se diera la vuelta y regresara corriendo hacia al sur, al lado de Pony.
La imagen en el espejo no se movió.
Elbryan rebuscó en el interior de su mente y, cuando vio que no conseguía nada, se concentró en su corazón.
—Tengo miedo por ella a causa de la forma en que nos separamos —se oyó decir a sí mismo, y analizó aquellas palabras con sinceridad.
Admitió que, en aquella ocasión, se enojó con Pony por el hecho de que ella se iba y porque, en realidad, él no comprendía las razones por las cuales la mujer tenía que irse, es decir, qué conseguiría con volver precipitadamente a Palmaris. En rigor, no estaba asustado por Pony, ya que ella podía cuidar de sí misma y de los que la acompañaran casi mejor que nadie en el mundo entero. No, lo que realmente temía era que, si ocurría algo que los mantenía separados, en el momento de su terrible despedida su corazón se había llenado de enojo, cuando sólo debería haber albergado amor y confianza.
El guardabosque se recostó en el muro y soltó una risita ante su propia estupidez.
—Debería haberla escuchado con mayor atención —le explicó al espectro, pero, sobre todo, a sí mismo—. Quizá también debería haberme marchado hacia el sur; tal vez, debería haberme ido con ella —añadió con otra risita autocrítica—. O, por lo menos, debería haberme enterado mejor de sus razones para irse a fin de comprender el motivo de su marcha.
»Y ahora nos separan aún más kilómetros, tío Mather —se lamentó—. Pony está en Palmaris, donde dijo que tenía que estar, y yo me alejo de ese lugar cada vez más.
Mientras terminaba de hablar, el espectro se desvaneció y una especie de niebla cubrió el espejo. Al principio, Elbryan pensó que el oráculo se había acabado, que el encantamiento meditativo se había disipado. Tal vez recuperaría su capacidad de decisión. Pero antes de que empezara a levantarse, la niebla dejó libre el centro del espejo y la sustituyó un resplandor que no podía ser ningún reflejo.
La niebla se disipó y dejó ver una imagen al impresionado Elbryan, una imagen de claridad cristalina, aunque la cavidad rocosa se había oscurecido hasta devenir casi negra. Era una imagen que conocía muy bien.
Era la aplanada cima de la montaña de Aida; allí estaba el brazo extendido de Avelyn, emergiendo de la roca.
Una cálida sensación invadió a Elbryan, una sensación de amor y magia muy intensa, la más fuerte que había experimentado en toda su vida.
Después, desapareció, pero al guardabosque le costó un buen rato salir de la cavidad. Poco faltó para que resbalara en una parte cubierta por una delgada capa de hielo cuando al fin salió de allí.
El hielo no era más que un charco de agua cuando Elbryan había entrado en la cueva. «Hielo, y todavía no hemos llegado a las montañas».
El guardabosque se sacudió de encima aquellas ideas. El oráculo le había mostrado el camino y entonces sabía que tenía que visitar a Avelyn con la misma certeza que impulsaba a Braumin y a sus compañeros a realizar aquel peregrinaje; sabía que también él encontraría algunas respuestas en aquel lugar tan especial.
La capa de nieve más espesa no podría detenerlo.
Se envolvió estrechamente en la manta y, entonces, percibió la canción de Bradwarden, la música de gaita del Fantasma del Bosque, que llegaba hasta él transportada por la brisa del atardecer. No obstante, no se dirigió hacia el lugar de donde venía aquella melodía, sino hacia la fogata, para comprobar cómo estaban los monjes y Roger. Se suponía que este estaba de guardia, pero había sucumbido a la inolvidable melodía de la lejana gaita de Bradwarden.
«No importa», decidió el guardabosque, pues sabía que no había trasgos ni otros monstruos en la zona. Cambió la manta por su capa de viaje, echó un vistazo a Sinfonía para asegurarse de que el caballo pasaría una noche tranquila y salió del campamento para seguir la pista de la melodía como sólo podía hacer alguien adiestrado por los Touel’alfar.
Encontró a Bradwarden en un altozano pelado —su escenario favorito— y se acercó lentamente, pues no quería perturbar el trance musical y mágico del centauro. De hecho, Bradwarden siguió tocando durante un buen rato.
Cuando, al fin, el centauro dejó de tocar y abrió los ojos, no se sorprendió al ver al Pájaro de la Noche sentado junto a él.
—¿Hablando con fantasmas? —le preguntó el centauro.
—Más bien conmigo mismo —le corrigió el guardabosque.
—¿Y qué te has contado a ti mismo? —preguntó Bradwarden.
—Que no quería estar aquí, en este camino, alejándome más y más de Pony —repuso Elbryan—. Accedí a acompañar a los monjes porque estaba enojado. ¿No te lo había dicho? Estaba furioso contra Pony.
—Una razón tan buena como cualquier otra —dijo, con sarcasmo, Bradwarden.
—Vino a verme, en sueños, a Dundalis —le explicó Elbryan—. Me dijo que no podíamos encontrarnos, tal como habíamos acordado, poco después del inicio de la primavera. Por consiguiente, decidí acompañar al hermano Braumin, aunque no tenía el menor deseo de volver a Aida.
—Dundalis no está más lejos de donde nos encontramos ahora que Aida, muchacho —comentó el centauro—. ¡Y créeme si te digo que siento menos cariño por la guarida maloliente del Dáctilo que tú mismo!
Elbryan sacudió la cabeza.
—He dicho que antes no tenía ganas —explicó—, pero ahora lo he pensado mejor y sé que debo ir a la montaña de Aida, con o sin el hermano Braumin. Malos propósitos me pusieron en este camino, pero la buena fortuna ha conseguido convertirlo en el camino adecuado para Elbryan.
—Parece que sacas todas tus ideas de sueños y fantasmas —le dijo el centauro con un resoplido—. ¡Estoy preocupado por ti, muchacho, y también por mí mismo, por seguirte!
Sus palabras dibujaron una sonrisa en el rostro de Elbryan, y lo propio hicieron las siguientes notas, que no provenían de su voz retumbante, sino de los melódicos tubos de la gaita. La música empezó de forma brusca, pero no tardó en transformarse en una dulce y airosa melodía. Era la música de la noche, la música del Fantasma del Bosque.