3

Un punto de vista

Aloysius Crump, orgulloso y terco, representó su papel a la perfección en la plaza pública a la mañana siguiente. De pie, con las manos a la espalda atadas a una pesada estaca, respondió a las acusaciones de traición y de intento de asesinato formuladas por De’Unnero escupiendo a la cara del obispo.

Eso no hizo más que aumentar el deleite de De’Unnero. El obispo, proclamando la gloria de Dios, sacó una gema, una serpentina, y extendió su escudo protector, de un blanco azulado, no en torno a él, sino alrededor del sorprendido Crump.

Varios centenares de ciudadanos, la mayoría vendedores ambulantes y pescaderos madrugadores, se quedaron sin aliento al verlo, aunque no sabían de qué se trataba.

Una mujer, que estaba entre los últimos, más en la boca de un callejón que en la plaza, reconoció el característico resplandor, pero no comprendió por qué el obispo lo había dispuesto en torno al mercader acusado. Pony miraba discretamente y, a su lado, otro tanto hacía Dainsey, pero esta le preguntaba una cuestión tras otra sin darle tiempo a responder.

El obispo De’Unnero levantó otro escudo protector, en esa ocasión en torno a él mismo, y sacó una piedra de brillo rojo.

—Es un rubí para producir fuego —le explicó Pony—, aunque ningún fuego surtirá efecto alguno en ellos, ya que están protegidos por el escudo de serpentina.

—¿Para qué lo quiere, entonces? —le preguntó Dainsey.

Pony sacudió la cabeza, pero en aquel preciso instante se le desorbitaron los ojos y se quedó boquiabierta al ver cómo De’Unnero atravesaba el escudo de serpentina de Crump con la mano en la que tenía el rubí y ponía la gema roja sobre el hombro del mercader.

—¡Por Dios! —farfulló la mujer.

—¿Qué pasa? —preguntó Dainsey.

—Te doy una última oportunidad para que confieses tus actos, Aloysius Crump —gritó con fuerza el obispo De’Unnero—; una última oportunidad para que admitas que traicionaste al rey de Honce el Oso y para que salgas vivo de esta.

Crump le volvió a escupir y se dispuso a escupirle aún una tercera vez; pero se le desorbitaron los ojos, jadeó repetidamente y se le formaron burbujas en la saliva que le salía de la boca cuando De’Unnero empezó a invocar el fuego del rubí, un fuego en el interior del escudo de serpentina y en el propio cuerpo de Aloysius Crump. Le empezó a salir humo del hombro; los ojos se le agitaron y comenzaron a darle vueltas.

—¡En nombre del rey, que el fuego de Dios te purifique! —proclamó De’Unnero—. ¡Y que tenga piedad de tu mancillada alma! —agregó.

Después, el obispo liberó el poder del rubí.

La energía se expandió e hizo temblar el escudo de serpentina, pero ninguna llama pudo cruzar aquella barrera, ni tampoco pudo hacerlo Crump.

—¡Lo está quemando vivo! —gritó Dainsey.

Todo el mundo en la plaza se puso a gritar, ya que aquel hombre encerrado en el escudo de serpentina parecía una encendida bola anaranjada, una viva criatura de fuego.

Crump se consumió de repente y de forma brutal: la energía de las salvajes llamas le incineró la ropa y la piel, y evaporó sus fluidos corporales.

De’Unnero retiró la mano, destruyó los escudos de serpentina, y los restos ennegrecidos y reducidos a jirones de Aloysius Crump se desparramaron por la plataforma.

—¡Que Dios sea loado! —dijo el obispo.

Y se alejó después de haber realizado su última misión, impaciente por emprender el viaje que le llevaría hasta el Pájaro de la Noche.

Mientras el hermano Francis salía de Saint Mere Abelle, aquel mismo día, antes de media mañana, la ciudad de Palmaris se quedaba sin su gobernante, pues el impaciente De’Unnero ya había emprendido su rápida carrera hacia las tierras del norte.

Francis se desplazaba con menos impaciencia y mucha menos velocidad. Él y cinco guardaespaldas viajaban en un carruaje tirado por dos fuertes caballos y avanzaban a ritmo constante por la carretera del oeste. Llevaban un valioso cargamento: varios cofres de monedas de oro que Francis utilizaría para granjearse las simpatías de la gente de Palmaris.

Normalmente, el viaje de algo más de cien kilómetros hasta el Masur Delaval duraba tres días enteros, pero Markwart le había exigido que no empleara más de dos. Con tal fin, uno de los hermanos disponía de una hematites y una turquesa con objeto de atraer animales y robarles energía vital para dársela a los caballos.

Así pues, al final del primer día, Francis y sus compañeros ya habían recorrido más de sesenta kilómetros. Cuando cayó la noche, los caballos, provistos de nueva energía vital extraída de algunos ciervos de cola blanca, siguieron corriendo.

A Francis le agradaba aquella marcha frenética. Dado que no se detuvieron por la noche, nadie dispuso de tiempo para relajarse, y él no tuvo que hacer frente a la inevitable reflexión, a las miles de cuestiones y de dudas que lo asaltaban. Condujo el carruaje hasta quedar exhausto y entonces se durmió; pero sólo durante un rato. Su segundo descanso lo tomó poco después del alba del segundo día y no tardó en caer en un profundo sueño que podría haberse prolongado hasta después del mediodía. No obstante, fue despertado dos horas antes de las doce y le informaron de que ya habían llegado al gran río.

Una espesa niebla cubría el Masur Delaval, así que Francis no podía ver aún el perfil de la ciudad que sería su nuevo hogar. Sin embargo, cuando el lento transbordador hubo cruzado la mitad del río y la niebla se hubo desvanecido, ante Francis aparecieron todas sus dudas.

El viaje del rey Danube a Palmaris no fue tan raudo ni mucho menos, aunque sí mucho más cómodo. Danube, el duque Targon Bree Kalas y Constance Pemblebury, junto con varios otros nobles, se embarcaron en el barco real Palacio del Río, una imponente carabela tripulada por los más expertos marinos y remeros de la Armada del rey, servida por hermosas mujeres y provista de las mejores comidas y de las más exquisitas bebidas.

En torno al barco, navegaba la mitad de la flota de Ursal: diez barcos de guerra repletos de armas y militares. Esa representación de la flota se desplazaba según una formación defensiva llamada lanza-izquierda: dos barcos detrás del Palacio del Río, dos a babor, uno delante de la carabela y los cinco restantes en hilera hacia el oeste, a estribor del Palacio del Río. La embarcación que iba en cabeza navegaba a una distancia entre doscientos y trescientos metros por delante de la carabela del rey. Algunos vigías se ocupaban de detectar posibles peligros, tanto en las orillas del río como mar adentro.

Pero el rey y su escolta no esperaban tener problema alguno; habían enviado jinetes por las dos orillas del río con objeto de avisar a los aldeanos que se mantuvieran lejos de la ribera y que no navegara ninguna embarcación cuando la vela roja con el blasón del oso rampante del rey Danube —la vela mayor de todos los barcos de guerra de Ursal— fuera avistada.

Dado que no tenían prisa, pensaban atracar en casi todos los puertos; el rey había previsto para el viaje tres semanas enteras de ociosa tranquilidad. Y en efecto, los días transcurrían perezosamente, sin nada que perturbara la calma; las fiestas a bordo eran casi constantes y, día a día, se volvían más impúdicas.

Una tarde que celebraban uno de esos jolgorios, el barco dio un bandazo inesperado y no pocos cayeron sobre la cubierta.

—¡Capitán, hay que avisar antes! —gritó el rey al hombre que estaba en el puente.

—¡Mástil de batalla! —interrumpió Targon Bree Kalas mientras pasaba corriendo por delante del rey hacia proa.

Danube se dio la vuelta y vio que el duque daba un salto para subirse a la borda, agarraba una cuerda y luego se inclinaba hacia afuera para contemplar sin obstáculos las aguas del río a proa.

—El barco de cabeza ha plegado la mayor —explicó Kalas—. ¡Y el segundo ha hecho otro tanto!

—¿Qué ocurre? —preguntó el rey Danube al capitán.

—Hay un barco más adelante, en medio del río —respondió Kalas anticipándose al capitán—; es un vulgar mercante, por el aspecto de las velas.

—Creía que habíamos dado instrucciones precisas para que no hubiera barcos en el río —repuso el rey Danube.

—Se hizo tal como ordenaste, mi rey —respondió el capitán.

—Pero ese o no las oyó o decidió no hacerles caso —añadió Kalas.

—Exígele que se aparte —dijo el rey—, o húndelo.

—Estamos tomando posiciones para actuar en consecuencia —le aseguró el capitán.

El duque Kalas miró al rey y sonrió ante el falso envalentonamiento del capitán. Danube, un hombre de acción, probablemente estaba tan contento como Kalas ante aquella súbita excitación, la primera, aparte de la carnal, desde el inicio del viaje. Pero Danube tenía que guardar las apariencias y, por consiguiente, había ordenado con voz aparentemente consternada el eventual hundimiento del mercante. El barco se apartaría, ambos lo sabían, pues no tenía la menor oportunidad de ganar contra los barcos de guerra de la flota de Danube.

El Palacio del Río y los navíos que le daban escolta plegaron velas, y los remeros se encargaron de propulsarlos. El mercante había izado una bandera blanca y había echado el ancla, una clara muestra de que quería parlamentar. Los barcos de guerra habían formado un triángulo alrededor, y los arqueros y varios tipos de catapultas estaban listos para el combate.

—No hay nada sospechoso en el agua a proa —observó Kalas.

Todos contemplaron, intrigados, cómo desde el mercante bajaron al agua un pequeño bote, que se acercó a remo hasta el barco de Ursal más cercano.

¡El Saudi Jacintha! —gritó alguien a través de un cuerno desde el barco.

El grito se fue repitiendo por la formación hasta llegar a oídos del rey Danube y de los demás.

¿El Saudi Jacintha? —repitió Constance Pemblebury, con una mirada de perplejidad en su rostro; aquellas palabras no significaban nada para ella.

—Es el nombre del navío —explicó Kalas.

Entonces, el duque repicó los dedos sobre la barbilla, tratando de recordar, pues creía haber oído antes aquel nombre.

A lo largo de la formación, circuló otro mensaje. Se mencionaba el nombre del capitán Al’u’met, el cual habría navegado desde Palmaris con la esperanza de hablar con el rey Danube.

—¡No conozco a ese hombre! —exclamó, exasperado, Danube—. Capitán, ordene al barco que se aparte si no quiere verse hundido. No tengo tiempo de…

¡Al’u’met! —dijo Kalas al reconocer de repente el nombre—. Claro.

—¿Lo conoces? —inquirió Danube.

—Es un behrenés —respondió Kalas—; un excelente navegante, según dicen todos.

—¿Behrenés? —repitió, incrédulo, Danube—. ¿Ese barco, ese Saudi Jacintha, viene de Behren?

—Viene de Ursal, de Palmaris —clarificó Kalas—. Al’u’met es behrenés, pero la tripulación no lo es, ni tampoco el barco. Se considera súbdito del rey de Honce el Oso, según creo.

Había otro pequeño detalle en relación con Al’u’met: sus creencias religiosas, que Kalas también conocía, pero que prefirió no mencionarlas hasta más adelante.

—¿Lo conoces?

—He oído hablar de él, eso es todo —confesó Kalas—. Sin duda, es poco frecuente que un behrenés ejerza de capitán de barco en el Masur Delaval y, por tanto, Al’u’met goza de cierta fama.

—Y ha venido desde Palmaris con la esperanza de hablar conmigo —dijo entre dientes el rey Danube—. Diría que se trata de un fresco.

—Quizá —dijo Kalas en tono persuasivo.

Luego, él y Danube se miraron fijamente, y ambos comprendieron el posible significado del viaje desde Palmaris de un marino behrenés. ¿Qué noticias traería Al’u’met al rey Danube? ¿Qué terroríficas historias relativas al obispo De’Unnero?

A un lado, el abad Je’howith restregaba nerviosamente los pies en el suelo, y ese solo hecho hizo que Kalas insistiera con mayor firmeza.

—Escúchale —le pidió el duque al rey—. No conocemos la verdadera situación en Palmaris, salvo por lo que nos han contado los mercaderes agraviados y los eclesiásticos, y es obvio que ambos tienen prejuicios al respecto.

—Del mismo modo que los tiene ese marino behrenés —se aprestó a recordarles Je’howith.

—Pero por lo menos puede aportar una tercera perspectiva —lo cortó en seco Kalas, y ambos intercambiaron duras miradas.

El rey Danube echó un vistazo en derredor con objeto de estimar el grado de intriga que sentía su séquito. No quería interrumpir la fiesta y ciertamente no quería estropear el resto del viaje por culpa de un simple marino, en especial por uno de origen behrenés; pero el hecho de reunirse con él, en realidad, podía servir para hacer el viaje más tolerable.

—No puedes conceder audiencia a cualquiera que te lo solicite —observó Je’howith.

La posición del abad, sin embargo, no hizo más que fortalecer la decisión de Danube.

—Envíale un mensajero para ver qué quiere —dijo el rey al duque Kalas—. Si el tema merece mi atención, ocúpate de que el mercante nos conduzca a Palmaris, donde encontraré un momento para hablar con él.

—¡Preparad un bote con dos remeros! —ordenó el duque Kalas, tomando el mando de la situación.

La tripulación no se atrevió a cuestionar su autoridad y le obedeció al instante. Para sorpresa de todos, y para deleite de muchas damas, el duque saltó por encima de la borda y con gran agilidad cayó de pie en la proa de la pequeña embarcación, y los dos marineros se pusieron a remar.

—Vaya hombre de acción —murmuró Constance Pemblebury, pero su sarcasmo pasó desapercibido a las impresionadas señoras que había en torno a ella.

A Targon Bree Kalas le gustaba mucho el agua; le gustaban los bandazos de los botes y la sensación del viento húmedo en la cara. Habría abandonado gustosamente sus tierras por el título de duque del Miriánico, pero este título pertenecía al duque Bretherford de Entel, que no daba señal alguna de que fuera a morirse pronto y que, además, tenía varios herederos. Así pues, Kalas aprovechaba los placeres acuáticos siempre que podía, y en aquel momento había encontrado una buena ocasión. Los remeros impulsaron la pequeña embarcación y sobrepasaron los cuatro barcos de guerra que iban delante.

El aspecto de los tres barcos de guerra de Ursal lo llenó de orgullo cuando los buques aparecieron a su vista. Un barco tenía sus dos pesadas catapultas ligeramente inclinadas hacia arriba. Kalas sabía que esas armas disparaban flejes circulares envueltos por cadenas. El movimiento giratorio de los flejes, al ser arrojados, provocaba que las cadenas se desenrollaran y hacían trizas las velas enemigas.

Un segundo barco disponía de dos pequeñas catapultas que lanzaban brea ardiendo, y el tercero estaba provisto de una catapulta que disparaba lanzas con puntas metálicas capaces de provocar fatales agujeros en los cascos de cualquier barco, salvo los protegidos con los blindajes más resistentes. A esas pesadas armas había que añadir filas de diestros arqueros con imponentes arcos de tejo doblados hacia atrás y un gran número de flechas envueltas en trapos, listas para encenderse. Kalas comprendió que, sin la menor duda, el Saudi Jacintha no tenía ninguna posibilidad: cualquier intento de resistencia ocasionaría la rápida destrucción del bajel y de todo lo que llevara a bordo.

Kalas mandó a los remeros que lo condujeran junto al Saudi Jacintha, hasta una escala de viento que habían echado por la borda, y reconoció al hombre que lo aguardaba a bordo: era el capitán Al’u’met.

—¿Has solicitado una audiencia con el rey? —le preguntó el duque mientras estrechaba la mano que le tendía Al’u’met para ayudarle a subir a cubierta del Saudi Jacintha.

—En efecto, ese ha sido el único propósito que me ha impulsado a navegar hacia el sur —respondió Al’u’met—. Los rumores en Palmaris hablaban de que el rey Danube estaba en camino y sé que no es habitual que el rey viaje en esta difícil estación. Supuse que preferiría la comodidad de viajar por el río a la dureza de las carreteras.

Kalas lanzó un vistazo a los barcos de guerra.

—¿Crees que es esta la situación más propicia para hablar con el rey? —preguntó con evidente sarcasmo.

—Era lo menos que podía esperar —repuso Al’u’met—, y a decir verdad, si no hubiera encontrado a mi rey tan bien protegido, me habría preocupado.

Kalas sonrió ante la inteligente respuesta y, en especial, ante la forma de Al’u’met de referirse a Danube como a «mi rey».

—Suplico que el rey Danube me escuche —prosiguió Al’u’met—. Sé que eso es lo máximo que puedo pedir y más de lo que yo, un humilde marino, merezco; pero en Palmaris hay problemas que debe conocer y yo quizá pueda explicárselos mejor que nadie.

—Desde tu punto de vista —razonó Kalas.

—Un punto de vista honrado —respondió el hombretón de piel negra mientras enderezaba los hombros.

—¿Y esos problemas afectan a los behreneses de Palmaris?

Al’u’met asintió con la cabeza.

—Son perseguidos de forma arbitraria por un obispo sin control… —añadió, pero se calló ante la sonrisa y la mano alzada de Kalas.

—El rey ya lo sabe —le explicó el duque.

Mil ideas se le atropellaban en la mente al darse cuenta de que Al’u’met sería evidentemente otro testimonio contra el obispo y, por tanto, contra el control de la Iglesia. El rey Danube había previsto que la eventual reunión con el marino debería tener lugar en Palmaris, pero Kalas temía que Je’howith, una vez en la ciudad, pudiera encontrar el modo de entorpecer la situación; además, podía ocurrir que el padre abad ya estuviera en Palmaris cuando llegara el rey.

—Bueno, tal vez sería conveniente que lo escuchara de nuevo de boca de un testimonio directo —decidió el duque, haciéndose a un lado.

Al’u’met, después de echar un cauteloso vistazo a su alrededor, fue el primero en bajar al bote de remos.

El duque Kalas se situó otra vez a proa, por lo que fue el primero en advertir la mirada de incredulidad en el rostro del rey Danube cuando se acercaron al Palacio del Río y el rey descubrió al nuevo pasajero.

—Te ruego que escuches a este hombre aquí y ahora, mi rey —dijo el duque mientras saltaba por encima de la borda y se posaba en la cubierta del barco frente a Danube, Constance Pemblebury y los demás nobles, incluido un evidentemente inquieto abad Je’howith.

—Ha venido desde Palmaris y dispone de información sobre las acciones más recientes de nuestro obispo —añadió.

Entonces, se dio la vuelta, cogió la mano de Al’u’met e hizo que se situara a su lado.

El rey Danube dedicó un largo e incómodo momento a mirar al impertinente duque; pero tampoco estaba dispuesto a escuchar la menor protesta de labios de Je’howith y, por consiguiente, alzaba la mano siempre que el abad se disponía a hablar.

—Has venido para defender la causa de tu pueblo —le dijo el rey a Al’u’met.

—He venido para hablar de los ciudadanos de Palmaris que están siendo maltratados en nombre de su rey —corrigió Al’u’met.

—Ciudadanos behreneses —murmuró con aversión una de las damas del séquito, que apartó la vista enseguida, cuando todas las miradas se posaron en ella.

—De origen behrenés —concedió Al’u’met—; muchos cuentan con antepasados que llegaron a Palmaris hace casi un siglo. Y, sí, también hay algunos que han llegado recientemente desde el reino del sur. Tenemos un aspecto diferente, y por esa razón os sentís incómodos —dijo con toda franqueza—, y nuestras costumbres os parecen raras, del mismo modo que las vuestras nos lo parecen a nosotros. Pero no somos delincuentes, y nos hemos instalado en la ciudad con toda honradez. No nos merecemos semejante trato.

—¿Es eso lo que os enseña vuestro dios? —dijo con sarcasmo el abad Je’howith.

El duque Kalas se mordió el labio para contener una risita, pues sabía que el abad estaba pisando un terreno resbaladizo frente al abellicano Al’u’met.

—Tu dios es mi dios —le explicó con calma el capitán—, y, sí, nos manda que tratemos a los demás con decencia y respeto, sea cual sea el color de su piel. El abad Dobrinion de Palmaris lo sabía perfectamente.

—El abad Dobrinion está muerto —dijo Je’howith de forma cortante y en un tono que desmentía su frustración por aquel evento.

—La ciudad llora su muerte —repuso Al’u’met.

—No es cierto —dijo Je’howith—. ¿Acaso no era Dobrinion el abad de Saint Precious cuando despertó el demonio Dáctilo, cuando la guerra llegó a nuestra tierra?

—Supones que el abad Dobrinion tuvo algo que ver… —empezó a protestar Al’u’met de forma vehemente.

Danube, sin embargo, ya había oído bastante.

—No quiero que se organice una guerra aquí, en la cubierta de mi barco —dijo el rey—. Si insistes en discutir con este hombre, abad Je’howith, te ruego que esperes a que lleguemos a Palmaris, o que reemprendas la discusión con él en su barco cuando, aquí, hayamos acabado. Ahora —dijo volviéndose hacia Al’u’met—, dado que has venido a contarme una historia, estoy listo para escucharla.

En el rostro del duque Kalas se pintó una sonrisa satisfecha. Sabía que la actitud amarga del abad Je’howith jugaba a su favor, así como la historia que Al’u’met se disponía a relatar. Tenía grandes esperanzas de que la hegemonía de la Iglesia en Palmaris durara poco.

Desde luego, el duque Kalas no tenía manera de conocer la reunión privada entre el rey y el imponente espectro del padre abad.

El relato largo y detallado de los acontecimientos de Palmaris narrado por el capitán Al’u’met no sólo respaldaba las quejas que muchos representantes de los mercaderes habían elevado al rey Danube y las protestas del embajador Rahib Daibe, sino que otorgaban a esos problemas una mayor gravedad y una urgencia más apremiante. La parte de la narración del capitán relativa a que mujeres, niños y ancianos se veían obligados a sumergirse en las frías aguas para evitar lo que sólo podía ser descrito como torturas infligidas por los soldados de la ciudad dejó a las damas sin aliento; los nobles refunfuñaron y sacudieron las cabezas, e incluso el rey lanzó miradas de soslayo a un cada vez más frustrado abad Je’howith. No era que alguno de los distinguidos personajes del Palacio del Río se preocupara realmente por la gente del pueblo —excepto, quizá, Constance Pemblebury—, y menos aún por los behreneses de piel negra, pero la narración directa les tocó una fibra sensible y, en cierto modo, el rey Danube se avergonzó del hecho de que algunos de sus súbditos recibieran tan indigno trato.

Sin duda, cuando Al’u’met hubo acabado, el abad Je’howith se sentía francamente incómodo.

—Ya había oído esos rumores —respondió el rey Danube al capitán—; de hecho, han precipitado mi viaje a vuestra ciudad.

—¿Y piensas corregir esa injusticia? —le preguntó Al’u’met.

El rey, en absoluto acostumbrado a dialogar de ese modo con la gente del pueblo —Al’u’met tenía permiso para exponer su historia, pero ese permiso no incluía hacer preguntas al rey—, dirigió una intolerante mirada al capitán.

—Tengo intención de observar la situación —le contestó en un tono más bien frío.

—Sólo espero que observes Palmaris bajo el punto de vista de los que han sufrido la cólera gratuita del obispo De’Unnero —repuso Al’u’met—; aunque mi relato sólo haya conseguido ese resultado, consideraré que mi viaje río abajo ha valido la pena.

Entonces, el duque Kalas lo cogió del brazo, pues ambos comprendieron que la insistencia de Al’u’met sería contraproducente.

—Te agradezco que me hayas escuchado, mi rey —dijo el capitán con una profunda reverencia—. Ciertamente, tu fama de hombre brillante y honrado no es inmerecida —añadió mientras volvía a inclinarse respetuosamente.

Luego, siguió al duque Kalas hasta el bote que los aguardaba.

—Defendiste bien los intereses de tu gente —le susurró el duque cuando se separaron en la borda.

En la cubierta principal, un incómodo silencio envolvía la reunión, y muchas e insistentes miradas seguían posadas en el abad Je’howith. Sin embargo, nadie pronunció queja o protesta alguna, y todos esperaban que el rey tomara la iniciativa.

Pero Danube Brock Ursal, que recordaba su encuentro nocturno con el espectro del padre abad Markwart, tenía poco que decir y mucho que pensar.

—Como quieras, maese Francis —dijo el hermano de nuevo.

Aunque le gustaba oír su nombre precedido de aquel título, Francis estaba cada vez más alterado por tan excesiva deferencia.

—Los viejos aposentos del abad Dobrinion serán más que suficientes para mis necesidades —explicó Francis.

—Pero Chasewind Manor… —trató de argüir otra vez el hermano Talumus.

—Chasewind Manor debe servir para recibir a hombres de más categoría que maese Francis —repuso Francis.

—Padre director Francis —corrigió el nervioso hermano Talumus.

—Padre director de Saint Precious, y por esa razón debo quedarme en Saint Precious —declaró Francis en tono terminante—, del mismo modo que el obispo De’Unnero se quedará en Saint Precious en el caso de que regrese antes de que se vayan de la ciudad el rey y el padre abad.

Los ojos horrorizados del hermano Talumus se abrieron ampliamente.

—Qué duda cabe de que el obispo De’Unnero llegará después de la marcha del rey y del padre abad —afirmó Francis al comprender el origen de aquel terror.

¡Francis tampoco deseaba en absoluto ser el encargado de decirle a De’Unnero que no podía instalarse en su residencia palaciega!

—Asunto concluido, hermano —dijo—. Tenemos cuestiones más importantes que tratar.

Al fin, pareció que Talumus se tranquilizaba. Aquella mañana había estado muy nervioso desde la llegada del carruaje de Saint Mere Abelle a la abadía con el nuevo padre director y, según decían todos los rumores, con un tesoro del rey.

—Empezaré reuniéndome con los mercaderes hoy mismo —anunció Francis—. Dispones de una lista, sin duda.

—En la que se detallan todas las gemas entregadas, y por quién —le aseguró Talumus.

—Quiero verla enseguida —dijo Francis—, antes de empezar con el desfile de mercaderes.

—Hay uno que no podrá venir —observó el hermano Talumus, bajando la voz—. Sus discrepancias con el obispo De’Unnero le resultaron fatales. Fue ejecutado en la plaza pública la mañana de la partida del obispo.

Francis contuvo el aliento, pero al pensarlo mejor, al considerar el perverso temperamento de De’Unnero, no se sorprendió.

—En ese caso, invita a los supervivientes de su casa —le ordenó.

—Me temo que no hay ninguno —respondió Talumus—. Aloysius Crump no tenía familia. Muchos sirvientes se han quedado en la casa, según he oído.

Francis adoptó una actitud reflexiva. Su primer impulso fue esperar a que llegara el padre abad y dejar que el anciano, con más experiencia que él, decidiera la suerte de la casa de Crump. Pero Francis no hizo caso de este impulso. «Ahora soy un padre», se recordó a sí mismo; era el padre director de Saint Precious, y posiblemente no tardaría en ser el obispo de Palmaris. Tenía que actuar con decisión y energía, tenía que actuar según los deseos del padre abad Markwart y para el bien de la Iglesia en Palmaris.

—Apodérate de esa casa en nombre de la Iglesia —dijo Francis.

El hermano Talumus abrió los ojos desmesuradamente.

—La…, la gente ya está enojada por el destino de maese Crump —tartamudeó—. ¿Y ahora vamos a insultarlos?

—Apodérate de esa casa en nombre de la Iglesia —dijo de nuevo Francis con más determinación—. Conserva el personal, a todos, y págales bien.

—¿Y para qué fin utilizaremos la casa? —preguntó Talumus—. ¿Vivirás allí?

—¿Acaso no te he dicho antes que voy a instalarme aquí? —le espetó Francis con fingida cólera—. No, tenemos que encontrarle alguna utilidad, algo que beneficie a la gente de Palmaris: un centro de distribución de comida, o bien un lugar para dispensar curaciones con gemas.

El ceño del hermano Talumus empezó a distenderse en una amplia sonrisa. Francis supo, entonces, que había tomado la decisión adecuada, pues su actuación, por una parte, beneficiaba a la Iglesia al incorporarle una valiosa propiedad y, por otra, ayudaría a la gente sencilla.

—La lista, hermano —le ordenó Francis mientras señalaba hacia la puerta—, y haz que nuestros mensajeros visiten a los mercaderes afectados para decirles que hoy mismo se les compensará.

El monje medio tropezó al darse la vuelta para irse apresuradamente hacia la puerta.

—Y hermano Talumus —le llamó Francis, lo que lo detuvo en seco justo antes de que saliera de la habitación—, indícales a nuestros mensajeros que esta información no debe precisamente mantenerse en secreto.

Talumus sonrió y se fue, y Francis se quedó solo y plenamente satisfecho. El nuevo padre pensó que no le iba a costar acostumbrarse a su posición de autoridad. El constante juego de tácticas políticas le intrigaba.