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A la caza

—De parte del capitán Kilronney —explicó el soldado al mismo tiempo que entregaba un pergamino al obispo.

Cuando De’Unnero lo cogió, en su rostro se dibujó una expresión de sorpresa.

—¿Sabe escribir? —preguntó con incredulidad—. ¿Un simple militar?

Al soldado se le pusieron los pelos de punta, pero eso no hizo más que provocar un sonoro bufido del obispo. De’Unnero nunca había ocultado su convencimiento de que los militares, tanto los del rey como los de la ciudad, eran inferiores a los hermanos abellicanos. Siempre que sus patrullas iban por las calles, consistiera su misión en localizar gemas o simplemente en hacer cumplir las leyes del obispo, los monjes que los acompañaban, independientemente de su jerarquía y experiencia, mandaban más que los militares de mayor rango. Obviamente, eso a los militares no les hacía ninguna gracia; pero De’Unnero, tan atrincherado en el poder y respaldado por el rey y por el padre abad, no les hacía el menor caso. En realidad, se divertía con aquella situación. Y eso era lo que se proponía hacer entonces con el mensajero.

—¿Lo has leído? —le preguntó.

—Claro que no, señor.

—¿Lo hubieras sabido leer? —preguntó con malicia De’Unnero.

—Me ordenaron que te lo entregara personalmente cuanto antes —respondió el soldado, que arrastró los pies, incómodo. Su turbación divirtió a De’Unnero—. Cabalgué tan aprisa hasta Caer Tinella que tuve que dejar allí mi pobre caballo; me dieron otro y, al mismo ritmo, he cabalgado hasta aquí. Más de cuatrocientos cincuenta kilómetros, señor, aunque dejé al capitán Kilronney hace apenas una semana.

—Eres digno de alabanza —le aseguró el obispo. Y mientras ponía el rollo en las narices del soldado le preguntó con más premura—: ¿Lo has leído o no?

—No, mi señor.

—¿Lo hubieras sabido leer?

El soldado tardó en contestar, y el obispo, en tanto sonreía perversamente, deshizo la cinta del rollo y lo desplegó de forma que el mensajero pudiera ver el lado escrito del pergamino.

El pobre hombre se asustó, pero, disciplinado, no retrocedió.

—¿Qué dice? —le preguntó el obispo.

El soldado hizo rechinar los dientes y no respondió.

—¡Responde!

—¡No sé leer, mi señor!

De’Unnero, de repente, dejó de insistir. Se dirigió al escritorio, se sentó cómodamente en el borde y, con mucho cuidado, dio la vuelta al pergamino.

—Tu capitán tiene buena letra —empezó a decir, al ver la suave y uniforme escritura de Kilronney.

Sin embargo, se detuvo en seco y abrió los ojos desmesuradamente cuando empezó a comprender el sentido de aquellas palabras, cuando empezó a darse cuenta de que el proscrito Pájaro de la Noche, al parecer, se le iba a escapar otra vez de entre los dedos.

Con un gruñido, el obispo arrojó el pergamino sobre el escritorio y advirtió que el mensajero, bajo el peso de su colérica mirada, había retrocedido un par de pasos hacia la puerta.

—¡Vete! —ladró el obispo.

El soldado estaba deseando hacerlo, así que se dio la vuelta a toda prisa y, sin ser plenamente consciente de ello, se precipitó hacia la puerta, con la que chocó violentamente antes de conseguir abrirla. Al fin, se las apañó para salir tambaleándose y se alejó del despacho.

De’Unnero agarró la zarpa de tigre de su bolsillo, y a punto estuvo de sumergirse en la magia de la piedra con la intención de dirigirse rápidamente hacia las tierras del norte. No obstante, volvió a guardar la piedra al recordar sus obligaciones, unas obligaciones que el padre abad consideraría más perentorias, aunque De’Unnero no lo creyera así. Y entonces sacó su piedra del alma.

«Markwart tiene que saberlo», decidió. Haría que el padre abad viera la realidad tal como él la veía.

Markwart trataba de concentrarse en sus plegarias, pero a cada línea percibía aquella potente voz interior que le decía: «Déjalo ir».

—Te ruego, Señor, que las piedras sagradas tengan siempre tu poder.

«Déjalo ir».

—Te ruego, Señor, que guíes mi mano según tus planes eternos.

«Déjalo ir».

—Muéstrame la perversidad, para que pueda rechazarla.

«Déjalo ir».

—Muéstrame la bondad, para que pueda gozar de ella en tu gloria.

«Déjalo ir».

Y esto le ocurría durante las plegarias nocturnas que siguieron a su última conversación con el obispo De’Unnero, en la cual este le había pedido a Markwart que le encargara a él la persecución del hombre llamado Pájaro de la Noche. En aquella conversación el espíritu del obispo había gritado a los oídos de Markwart que no sólo el Pájaro de la Noche sino también los otros cinco herejes conspiradores podían huir, podían escaparse de sus manos para siempre.

«Déjalo ir».

El padre abad se levantó del reclinatorio y abandonó la intención de rezar.

—¿Por qué Barbacan? —preguntó en voz alta.

¿Qué podían querer de aquel lugar desamparado y devastado el Pájaro de la Noche y los cinco monjes canallas? Markwart había visto Barbacan, había ido allí espiritualmente y había entrado en el cuerpo del hermano Francis cuando la expedición hubo llegado a su destino. No había encontrado nada de interés que justificara un viaje hasta un lugar que había quedado completamente destruido durante el enfrentamiento entre Avelyn y el demonio Dáctilo.

—¿Se proponen edificar un santuario? —se preguntó el padre abad.

Soltó una risita ante tal idea, ya que ¿cuánto aguantaría semejante construcción, mejor dicho, cualquier construcción levantada por los hombres en las salvajes tierras del norte, infestadas de monstruos? «Pero tal vez ese sea el plan», reflexionó. Edificar un santuario y organizar peregrinaciones, tal como se había hecho en el pasado con otros héroes santos. Al pensarlo, otra risita se dibujó en los desgastados y viejos labios del padre abad. Se imaginó a centenares de imbéciles, impacientes y equivocados, encaminándose hacia allí para rendir homenaje a un hereje asesino. Lo único que conseguirían sería morir a manos de los monstruos invasores.

Algo perfectamente justo.

Pero su voz interior disentía y le mostraba un panorama muy distinto, en el que las efusiones a favor de Avelyn, o por lo menos en contra de los actuales representantes de la Iglesia abellicana, eran tan grandes que el camino era fácil, y las peregrinaciones, frecuentes y exitosas.

Y entonces le llegó otra insidia: «Tal vez no tienen todas las piedras».

Markwart asintió con la cabeza antes de que el estribillo volviera a sonar: «Déjalo ir».

En efecto, el padre abad se dio cuenta de que había llegado el momento de soltar a De’Unnero, de dar al obispo la mayor recompensa y enviarlo a la caza del Pájaro de la Noche.

Y también había llegado el momento de cambiar el desarrollo de los acontecimientos en Palmaris. Era necesario mostrar un aspecto más amable de la Iglesia abellicana antes de la visita del rey, antes de su propia visita.

Al cabo de unos instantes, el padre abad llamó a la puerta de la habitación del hermano Francis Dellacourt.

El hermano, que obviamente estaba durmiendo, abrió la puerta un poquito, y cuando reconoció al padre abad, la abrió de par en par. Markwart entró en la habitación e hizo una seña a Francis para que cerrara la puerta.

Francis obedeció, e inmediatamente se apresuró a situarse frente al visitante.

—El obispo De’Unnero ha encontrado un camino que recorrer —le explicó el padre abad—. Se trata de una vía real, no espiritual —añadió al observar la confusión reflejada en el rostro somnoliento de Francis.

—Pero la ciudad… —empezó a decir Francis.

Markwart lo cortó en seco.

—Vete enseguida a Palmaris —le ordenó—. Utiliza cualquier magia que pueda ayudarte y coge una buena provisión de gemas, todas las que creas necesarias.

—¿Necesarias? —repitió Francis.

En realidad, la pregunta era más bien un reflejo de su estado de confusión general y, en particular, de la confusión provocada por el hecho de que Markwart le permitiera coger algunas gemas.

—Te vas a encargar de la dirección de Saint Precious y, de forma interina, serás el obispo de Palmaris mientras el obispo De’Unnero esté ausente —le explicó Markwart.

Francis se tambaleó y pareció al borde del desmayo.

—Pronto me reuniré contigo, pues debo encontrarme con el rey Danube, que, en breve, también irá a esa conflictiva ciudad —siguió contando Markwart—. No vas a cambiar ninguna de las normas del obispo De’Unnero, pero las aplicarás de forma más suave. La gente de esa ciudad debería hablar favorablemente del hermano Francis Dellacourt al compararlo con Marcalo De’Unnero —añadió Markwart, e hizo una pausa para escuchar la voz interior. Y entonces repitió—: La gente debería hablar favorablemente de maese Francis Dellacourt.

De nuevo Francis se tambaleó y, en esa ocasión, tuvo que sentarse en el borde de la cama para no caer al suelo.

—Pero los procedimientos para ascender a padre son largos —razonó.

—Ya lo hemos discutido en otras ocasiones —dijo con severidad Markwart—. ¿Por qué estás tan sorprendido?

—¿Me ascenderás a padre y luego a obispo interino? —preguntó Francis con incredulidad—. ¡Tan rápidamente y en estos tiempos tan críticos!

—En tiempos críticos es cuando se pueden hacer semejantes cosas —le explicó Markwart—. Los demás abades no me pondrán ninguna objeción cuando comprendan que tú serás un simple peón para aflojar la presión que ejercemos sobre la ciudad.

Francis parpadeó repetidas veces mientras trataba de asimilar aquellas palabras.

—Por supuesto, voy a presentarte de esa manera, como un peón —dijo Markwart. Se rio y puso una mano sobre el hombro de Francis para darle ánimo—. Como un simple peón, aunque nosotros dos sabemos perfectamente cuál es la verdad.

Francis, atemorizado, asintió con la cabeza.

—Tengo miedo de no satisfacer tus expectativas —admitió mientras bajaba la cabeza.

Markwart se rio de él.

—No tengo expectativas —dijo con una voz distinta, repentinamente más grave, casi solemne—. Poco te voy a exigir al respecto. Vas a ir a Palmaris a dejar que todo siga tal como el obispo De’Unnero lo empezó. Cuanto menos te hagas notar entre la gente, incluso entre tus compañeros de Saint Precious, tanto mejor. Limítate a aflojar la presión. Reduce las patrullas y la exigencia de impuestos y ordena a los predicadores que moderen su retórica.

—¿Tendré que dirigir alguna ceremonia? —preguntó Francis.

—¡No! —replicó con aspereza Markwart—. Eso sólo levantaría críticas, y no puedes permitírtelo si, más adelante, debo consolidar tu posición de padre o de obispo.

Francis bajó la vista.

—No temas: tu día llegará antes de lo que crees —le prometió Markwart—. Ser director de Saint Precious te llevará rápidamente a convertirte en su abad, no lo dudes, y es posible que no tarde en llegar el momento de sustituir al obispo De’Unnero de forma permanente. Por lo menos, el rey podría pedírmelo. ¡Qué conveniente será para mí tener al director Francis ocupando ya ese cargo para que después lo pueda ostentar de forma definitiva!

Un abrumado Francis asintió con la cabeza sin atreverse a preguntar nada más, de modo que Markwart lo dejó a solas con sus pensamientos. La última frase, junto con el énfasis que Markwart había puesto al decirle que tenía que salir favorecido cuando lo compararan con De’Unnero, le llevó a pensar que el obispo había caído en desgracia a los ojos de Markwart, o que estaría ausente de Palmaris durante mucho tiempo. En cualquier caso, otra cosa que comprendía el hermano Francis —a punto de convertirse en padre— era que su papel de peón, según Markwart iba a explicar a los demás abades, resultaría mucho más real que lo que el padre abad le había dado a entender.

Pero Francis pronto rechazó tales pensamientos inquietantes. Lo importante era que, a pesar de haber ayudado a los cinco monjes renegados, seguía representando un papel crucial en la dirección de la orden, aunque su función fuera sólo la de un peón de Markwart. Jojonah y Braumin le habían perdonado el crimen que cometió contra Grady Chilichunk, era cierto; pero el padre abad Markwart jamás lo había culpado. Francis, entonces, habría preferido que nunca hubiera habido culpa alguna que absolver.

—He analizado tu información con sumo cuidado —dijo el espíritu del padre abad a De’Unnero en los aposentos particulares del obispo de Chasewind Manor aquella misma noche—. ¿Estás seguro de que el Pájaro de la Noche se propone ir hacia el norte?

—Es lo que me dijo Shamus Kilronney —respondió De’Unnero—. No veo por qué el militar iba a mentirme.

—Hay mar de fondo en Palmaris —le advirtió Markwart.

—Shamus Kilronney es un hombre del rey, no del barón —se apresuró a contestar De’Unnero—. Lo elegí para que fuera mi espía porque confío en su lealtad al rey y a la corona y, por tanto, a mí, en calidad de obispo y portavoz del rey en Palmaris.

—Está bien —dijo Markwart—. ¿Y qué hay de esos otros hombres, los seis de los que hablabas? ¿Podemos asegurar que se trata de nuestros hermanos extraviados?

—Es probable que el hermano Braumin y los otro cuatro herejes estén entre ellos —afirmó De’Unnero—. Por lo que concierne a la identidad del sexto hombre, no puedo confirmar nada.

—Ya lo averiguarás —le ordenó Markwart.

—Tengo espías…

—¡Sin espías! —rugió Markwart—. Lo averiguará De’Unnero solo.

En el asombrado rostro del obispo apareció una mirada de cólera y confusión; pero cuando comprendió lo que en realidad quería decir el padre abad, abrió los ojos desmesuradamente.

—¿Puedo ir? —se atrevió a preguntar.

—Durante años me has pedido que te diera la oportunidad de pelear con ese tal Pájaro de la Noche —explicó Markwart—. Al fin, tus argumentos me han convencido de que Marcalo De’Unnero, en solitario, puede poner a ese hombre en manos de la justicia. ¡No me falles! La recuperación de las gemas robadas y la muerte de los protegidos de Avelyn robustecerán nuestra posición en el seno de la Iglesia y, por consiguiente, robustecerán la posición de la Iglesia en el seno del Estado.

—¿Y qué debo hacer con Braumin y los herejes, si es que realmente se trata de ellos? —preguntó De’Unnero sin aliento, casi jadeando, al pensar en el posible futuro que se cernía sobre él.

—Lo mejor sería capturar a uno de ellos, como mínimo —razonó Markwart—. Eso nos permitiría obtener una confesión antes de llevarlos a todos a la hoguera. Cuando hayas matado al Pájaro de la Noche, a su compañera y al inmundo y bestial centauro, harás que Kilronney te ayude a capturar a esos canallas. Si oponen resistencia, mátalos también a ellos. Lo único imprescindible es que me consigas las gemas y las cabezas de los dos más próximos a Avelyn. Ya habrá tiempo de volver para capturar a Braumin y sus secuaces.

»¡Qué gloriosa victoria nos espera, amigo mío! —continuó Markwart—. Podremos ganarle la mano al rey; en efecto, no se atreverá a hablar en contra de nosotros después de que nos hayamos paseado por las calles de Palmaris con nuestros macabros trofeos y hayamos proclamado ante los aplausos de millares de almas que el mal ha sido eliminado.

—Siempre te he dicho que ese tal Pájaro de la Noche es cosa mía —repuso De’Unnero con confianza—. Ahora comprendo mi papel, la llamada de Dios que me llevó hasta Saint Mere Abelle y que hizo que mi cuerpo se sometiera a horas de adiestramiento. ¡Esa cacería es la misión para la cual ha nacido Marcalo De’Unnero, y en esa empresa no voy a fallar!

Markwart no lo puso en duda ni un segundo, y así lo expresó la perversa risa de su espíritu. De’Unnero, inquieto, entrelazó los dedos con impaciencia y no se unió a aquella risa.

—¿Cuándo podré irme?

—Tan pronto como estés preparado para el viaje —le respondió Markwart.

—¿Preparado? —se burló De’Unnero—. ¿Qué clase de preparativos debo hacer?

—Algunas cositas relativas a provisiones y medio de transporte —repuso con sarcasmo el espíritu del padre abad—. ¿Vas a montar a caballo o viajarás en carruaje?

—¿Montar? —repitió el obispo—. Correré, y encontraré provisiones sobre la marcha.

—Te ruego que me lo expliques —le indicó Markwart.

El obispo pareció animarse. Rodeó la cama y tendió la mano hacia el padre abad para mostrarle la gema zarpa de tigre.

—Es increíble —admitió—. Al igual que tú con la piedra del alma, yo he encontrado un nuevo nivel con la zarpa de tigre. Cuando me sumergí en su magia para atrapar al barón Bildeborough no sólo se me transformó una extremidad: todo yo era un tigre, padre abad, en cuerpo y alma. Sin duda, semejante criatura no tendrá ningún problema para recorrer paisajes invernales.

Markwart, cogido por sorpresa, reflexionó para asimilar la impresionante noticia. Se preguntaba si también De’Unnero había encontrado aquella voz interior, la voz de Dios. Su orgullo le hizo desear que no fuera así.

Pero cuando su voz interior le contó la verdad del asunto, lo comprendió perfectamente: De’Unnero había alcanzado un nivel más profundo al sumergirse en la gema gracias a su alto grado de emotividad cuando había emprendido la búsqueda del barón. «Un nivel tan profundo ahora será de gran utilidad», pensó Markwart. De nuevo, la voz interior le indicaba el camino.

—Con todo, tienes que hacer algunos preparativos —le dijo a De’Unnero—. ¿Quién es tu segundo?

—Un pobre desgraciado llamado hermano Talumus.

—¿Confías en él?

—No.

—Dile que te vas, pero que no debe emprender ninguna acción ni decírselo a nadie —le ordenó Markwart—. Dile que esquive cualquier pregunta concerniente a tu paradero.

De’Unnero sacudió la cabeza.

—Surgirán preguntas y cuestiones cada día —le explicó—. Me aguarda un largo camino.

—El hermano Francis saldrá esta misma mañana hacia Saint Precious para servir a la orden en tu lugar —le explicó Markwart—. Es un hombre merecedor de toda confianza, y demasiado insignificante como para que pueda causarnos problemas.

De’Unnero sonrió.

—Una última cosa —prosiguió Markwart, pues acababa de escuchar una vez más la voz en su interior—. ¿Qué le ha pasado al mercader Crump?

—Sigue en las mazmorras de Saint Precious.

—¿Está arrepentido?

—Es difícil que lo esté —repuso el obispo—. Es demasiado orgulloso y terco para admitir que obró mal.

—En ese caso, exhíbelo en público mañana por la mañana —le ordenó el padre abad—. Acúsalo abiertamente de traición, y luego déjalo hablar.

—Lo negará todo.

—Entonces, ejecútalo en nombre del rey —dijo Markwart con crueldad.

Incluso el brutal De’Unnero quedó desconcertado por aquella orden; pero sólo durante un momento. Luego, una siniestra sonrisa le cruzó el rostro.

—Ahora ábreme las puertas de tu mente —le indicó Markwart—. Te voy a enseñar el mejor modo de utilizar tu gema favorita, de forma que podrás de nuevo alcanzar con facilidad aquel alto grado de magia.

Juntaron sus espíritus, y Markwart le dio al obispo la información necesaria. Cuando hubieron acabado el proceso, De’Unnero pudo invocar sin dificultad alguna aquel tremendo nivel de poder, el nivel que había conseguido cuando estaba persiguiendo al barón Bildeborough.

—Que la velocidad de las mismísimas piernas de Dios te transporte de forma rauda —le dijo Markwart, empleando una despedida tradicional para casos de suma urgencia.

A modo de respuesta, De’Unnero levantó la zarpa de tigre hacia el espíritu de Markwart.

—Desde luego, lo hará —dijo—; desde luego, lo hará.