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Semillas

Lo llamaban el «deshielo de Progros», y aunque al parecer ocurría a principios de todos los años, la gente siempre andaba de un lado para otro sacudiendo la cabeza y murmurando sobre lo extraño del tiempo. Y aquel año, por primera vez en muchos, la gente tenía realmente motivos para murmurar. De repente, en Palmaris hizo un tiempo primaveral; varias tormentas descargaron una tras otra y parecía que iban a ocasionar grandes nevadas, pero, de hecho, sólo causaron lluvias frías antes de que hubiera empezado el segundo mes.

El invierno, uno de los más templados que recordaban los más viejos del lugar, estaba llegando a su fin muy deprisa, y el vientre de Pony ya se notaba bastante. Así pues, había decidido llevar siempre el delantal de camarera aunque no estuviera en El Camino de la Amistad, incluso cuando salía de noche, como aquel atardecer, para encontrarse con algún compañero de conspiración.

«La base de la resistencia se está consolidando», se recordó a sí misma, llena de esperanza, mientras rozaba a Belster al pasar y salía de la posada. Gracias a los muchos amigos de Belster, a la información que Colleen obtenía del campo enemigo y a los behreneses y marineros de Al’u’met, los que se oponían al obispo De’Unnero participaban en las charlas de las calles y los muelles de la ciudad. Eso no quería decir que manifestaran abiertamente sus quejas o su oposición; a eso no habían llegado.

No, todavía no. Sembraban las semillas de la rebelión, alentaban puntos de vista diferentes sobre la forma en que la Iglesia gobernaba la ciudad. Si llegaba a producirse una batalla —y en buena medida Pony deseaba que así fuera—, el obispo y sus secuaces se llevarían una buena sorpresa ante el alcance de la resistencia.

Pensar en una guerra abierta contra la Iglesia animaba a Pony a caminar más deprisa mientras se dirigía a su cita con Colleen Kilronney. El fuego de la venganza no se había enfriado en el alma de Pony y, llegado el momento de luchar, estaba resuelta a emplear su magia, la magia de Avelyn, para destruir a los jerarcas de aquella maldita Iglesia que había asesinado a sus padres y a sus amigos.

Se sorprendió no poco cuando dobló la esquina para entrar en el callejón y vio que Colleen no estaba sola. Y su sorpresa se convirtió en asombro al ver al compañero de Colleen. ¡Un monje! ¡Un monje que llevaba el hábito de Saint Precious!

Avanzó con cautela.

El monje saltó hacia ella y le echó las manos a la garganta. Como todos los abellicanos, había sido adiestrado en artes marciales, por lo que su ataque fue rápido y seguro.

Pony retrocedió ante la embestida del monje. Con las manos agarró las muñecas del agresor para tratar de apartarle los dedos de su garganta. Rápidamente, adoptó la actitud de un guerrero experto y, mientras una sorprendida Colleen se precipitaba desde atrás, pasó sus pulgares por debajo de los del monje, dobló las piernas hasta quedar arrodillada y tiró del hombre hacia abajo. Entonces, la acción de la palanca se convirtió en un aliado de Pony, que con una simple torsión se liberó del agarre del monje. Podría haber forzado aún más la torsión, con lo que le habría destrozado los huesos de los pulgares; pero no lo hizo en atención a Colleen, que había comparecido con el monje.

Se puso en pie rápidamente, pasó las manos por debajo de los antebrazos del monje y, de un tirón, le obligó a abrir los brazos. Aprovechando el impulso, colocó la palma de la mano hacia afuera, curvó los apretados dedos hacia adentro y la dirigió hacia la barbilla del monje. El golpe lo elevó del suelo y lo hizo retroceder más de medio palmo.

El hombre levantó los brazos para intentar una desesperada defensa, pero Pony ya se lanzaba contra él, moviéndose como una impresionante serpiente. Lo alcanzó de nuevo; en esa ocasión con un sorprendente golpe al tabique nasal, y luego con otro, mientras la sangre le empezaba a salir por los dos agujeros de la nariz.

Colleen cogió al monje mientras caía y lo sostuvo, pero además con gran habilidad lo inmovilizó: le deslizó un brazo por debajo del hombro y se lo pasó en torno a la nuca; con la otra mano le agarró el codo del brazo contrario y se lo echó hacia atrás.

—Veo que has traído a tus amigos —comentó Pony con sarcasmo, mientras se alisaba la ropa y observaba al monje de forma intimidadora.

Había conseguido controlar bien su creciente y explosiva cólera, pues siempre que un hombre con el hábito de la Iglesia le daba el menor pretexto, le entraban ganas de infligirle un severo castigo. Pero decidió que, si se le acercaba de nuevo, no saldría vivo del callejón.

—Es ella —trató de explicar el monje a Colleen escupiendo sangre a cada palabra.

—¿La que te romperá tu estúpido cuello? —replicó con aspereza Colleen.

—La…, la compañera del Pájaro de la No…, Noche —tartamudeó el monje.

—Eso ya te lo dije yo —puntualizó Colleen.

—La amiga del hereje Avelyn, el ladrón de las piedras sagradas, el aliado del demonio Dáctilo —dijo el monje.

—Me parece que cada vez que oigo esos chismes tu fama de alborotadora aumenta —le dijo Colleen a Pony—. ¡Cada día me gustas más, chica!

—¡No lo entiendes! —gritó el monje.

—Lo que entiendo es que ahora te podría soltar y dejar que te hicieras matar —le espetó Colleen. Mientras pronunciaba esas palabras, lo liberó—. Vete, pues; me encantará ver cómo mi amiga te arranca la vida de ese cuerpo cubierto con los hábitos.

El hombre vaciló, y su mirada pasó nerviosamente de Colleen a Pony. Con la manga consiguió enjugar la sangre de la nariz.

—Una amiga de Avelyn, sí —admitió Pony. Rebuscó en el delantal, sacó un trapo y se lo tendió al hombre—. Era amiga de Avelyn, el mismo Avelyn que destruyó al demonio Dáctilo, a pesar de lo que tus superiores te hayan contado.

El hombre se mantenía en sus trece y seguía mirando a su alrededor.

—¿Por qué lo has traído? —preguntó Pony.

—Discrepa del obispo De’Unnero —dijo Colleen—. Se me ocurrió que un enemigo común podría ser un buen punto de partida para establecer una alianza. ¿Acaso dudas de lo útil que sería tener un hombre en Saint Precious?

»Además, no sabía que iba a reaccionar así —añadió Colleen, que simultáneamente le propinó una patada al monje—, pues le hablé de ti y se mostró bastante amistoso.

—Un ardid para atraparme —comentó Pony.

—Podríamos limitarnos a matarlo —repuso Colleen.

Mientras hablaba, sacó una daga que llevaba en la parte de atrás del cinto y la colocó con firmeza en la espalda del monje, lo que lo obligó a arquear los hombros.

—No estoy de acuerdo en absoluto con el obispo De’Unnero —dijo el hombre.

—Eso creía yo —dijo Colleen, pero no retiró la daga.

—Entonces, tampoco estás de acuerdo con el padre abad Markwart ni con la Iglesia abellicana —dedujo Pony—, y debes de ser más afín a Avelyn Desbris de lo que crees.

—La asamblea de abades lo tachó de hereje y asesino.

—¡Que se vaya al infierno del Dáctilo tu asamblea! —repuso con aspereza Pony—. No tengo tiempo para enseñarte la verdad, hermano…

—Hermano Talumus —explicó Colleen—; alguien que tomé por amigo.

El monje se volvió a medias hacia ella y la miró ceñudo.

—Eso era antes de saber que conspirabas con proscritos.

—Qué forma tan extraña de utilizar ese término en alguien que viene aquí para confabularse contra De’Unnero —comentó Pony.

—¿Vamos a convencerlo o a matarlo? —preguntó la brutal Colleen. Tanto Pony como Talumus comprendieron que no bromeaba.

—No lo vamos a matar —se apresuró a responder Pony.

—Entonces, ¿estás dispuesto a que te convenzamos? —le preguntó al oído Colleen.

Talumus no contestó, pero no desvió la vista ni dio señal alguna que permitiera pensar que discrepaba.

—¿Veneras a tu anterior abad? —le preguntó Pony.

—¡No hables mal del abad Dobrinion! —exclamó Talumus en un tono aún más impetuoso que el que había utilizado al atacar a Pony.

—Eso jamás —dijo Pony—. Dobrinion fue un buen hombre, un gran hombre, y más afín a Avelyn Desbris de lo que te imaginas. Por esa razón, el padre abad Markwart hizo que lo asesinaran.

El monje tartamudeó una sílaba y luego se mordió el labio.

—Colleen te trajo aquí y, por consiguiente, supongo que ha analizado tu personalidad de forma adecuada —dijo Pony—, aunque se haya equivocado en algún aspecto —añadió dedicando una encantadora sonrisa a la mujer soldado—. Te voy a contar la verdad llanamente, y luego podrás juzgar la veracidad de mis palabras. Cuando la juzgues, verás si te convence o no.

—Pero si no te convences… —dijo Colleen mientras apretaba la daga contra él.

—Si no te convences, te encerraremos en un lugar hasta que se termine este desagradable asunto —puntualizó Pony—, y no serás maltratado en ningún caso.

—El abad Dobrinion fue asesinado por un powri —afirmó Talumus—. Encontramos el cadáver de la perversa criatura en el dormitorio del abad. Y en Saint Precious no hay powris, que yo sepa.

—¿Asesinado por el mismo powri que no se molestó en acuchillar a Keleigh Leigh para empapar la gorra en su sangre? —inquirió Pony.

La mujer advirtió la expresión de Talumus y se dio cuenta de que la pregunta lo había cogido por sorpresa.

El monje iba a responder que tal vez la criatura no había tenido tiempo, pero cambió de idea.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó sin rodeos.

—Porque Connor Bildeborough me lo dijo.

—¿Connor? ¿El que hizo que anularan vuestro matrimonio? —dijo sin dejarse convencer el monje.

—Y el que se fue al norte para avisarme de que los mismos hombres que asesinaron al abad Dobrinion nos perseguían tanto a mí como a él —le corrigió Pony—. Connor también fue asesinado por uno de esos hombres, por un hermano justicia, adiestrado y dirigido por el padre abad de Saint Mere Abelle.

—El mismo Connor cuyo tío fue asesinado por un hombre al que tú ahora llamas obispo —añadió Colleen.

Los hombros de Talumus se hundieron bajo el peso de las acusaciones, unos cargos que, evidentemente, ya había oído con anterioridad.

Pony se dio cuenta de la situación. El monje no se creía aquellas palabras, por supuesto, pero tampoco podía desmentirlas. Y el menor indicio de verdad que pudiera ver en ellas haría que todo su mundo se viniera abajo.

—Los behreneses están siendo perseguidos —afirmó de forma terminante Pony.

Talumus, que parecía completamente derrotado, asintió con la cabeza.

—Y no estás de acuerdo con esa medida.

De nuevo, el monje inclinó la cabeza para asentir.

—En ese caso, si quieres ponte de nuestra parte, o por lo menos no te pongas en contra de nosotras —dijo Pony.

Le hizo una señal a Colleen, que, al fin, apartó la daga.

—No voy a ponerme en contra de mi orden —dijo con firmeza el hermano Talumus.

—En ese caso, manténte al margen y obsérvalo todo con imparcialidad —le explicó Pony—, e invita a tus compañeros de Saint Precious a hacer otro tanto. El obispo De’Unnero no es una buena persona y, en el fondo, tampoco es un auténtico abellicano. Te lo demostraremos.

—He sido amiga tuya durante años —le recordó Colleen—; no me traiciones ahora.

—Estaré al quite —asintió el hermano Talumus después de un buen rato—. Y lo observaré todo, y lo volveré a observar a la luz de lo que me habéis revelado. Pero una vez lo haya hecho, si estoy convencido de que estáis equivocadas y además de que vuestras acusaciones contra la Iglesia son infundadas, me pondré en contra de vosotras.

La mano de Colleen se deslizó hacia la daga, pero Pony la cortó en seco.

—No te podemos pedir más —repuso—. Tu posición es generosa y sensata, se mire como se mire.

Talumus se apartó de ellas. Con cautela, retrocedió por el callejón, mirando a Pony nerviosamente. Cuando juzgó que ya se había alejado lo bastante, se dio la vuelta y echó a correr.

—No tenías que haberlo traído aquí —riñó Pony a Colleen—; todavía no.

—¿Cuándo, entonces? —preguntó la otra mujer—. ¿Acaso crees que podemos oponernos mucho tiempo al obispo De’Unnero sin que ningún monje nos ayude? ¡Bah! —añadió con un bufido—. Te encontrarán y te machacarán viva, no lo dudes. He traído a Talumus únicamente porque me confió que un hermano detectó magia en la zona de El Camino de la Amistad durante la pasada noche, y sabe que yo suelo ir por allí.

Los hombros de Pony se hundieron ante aquellas noticias. La pasada noche había vuelto a utilizar la hematites para visitar al hijo que estaba gestando en sus entrañas; el hijo que, últimamente, se había convertido en lo más importante de su vida. Apenas podía comprender que el enlace espiritual con el hijo que esperaba pudiera haberlo echado todo a perder. ¿Tan eficientes eran De’Unnero y sus secuaces?

—Me avisó para que me mantuviera alejada del lugar —prosiguió Colleen.

—Entonces, De’Unnero se nos va a echar encima —dedujo Pony.

—No —respondió Colleen—. El monje que detectó tu magia sólo se lo contó a Talumus, que a su vez sólo me lo ha dicho a mí. Entonces, mandé a Talumus que le dijera al monje que había sido él, y no un enemigo de la Iglesia, quien había utilizado piedras mágicas. Él así se lo dijo, y se lo seguirá diciendo, pues creo que te lo has trabajado muy bien.

Pony reflexionó para analizar aquellas palabras, para analizar si ella, Belster y Dainsey debían de abandonar o no El Camino de la Amistad, aunque la primera opción, sin duda, daría al traste con buena parte de los progresos conseguidos desde que habían iniciado una red clandestina unas semanas antes.

—El hermano Talumus es sincero —decidió—; no nos traicionará. Ahora, no.

—No tardaremos en comprobarlo —comentó Colleen.

Fiel a su palabra, el hermano Talumus meditaba, mientras regresaba a Saint Precious, sobre lo que acababa de recordar a la luz de las palabras de Pony. Le intrigaba poderosamente su encuentro con el barón Bildeborough y otro hombre, que habían ido a verlo poco antes de que el obispo De’Unnero llegara a Palmaris. Después de ese encuentro, Bildeborough se había ido hacia el sur y había sido asesinado en la carretera de Ursal. Tanto Bildeborough como el desconocido que lo acompañaba aquel día le habían hablado a Talumus del asesinato del abad Dobrinion y, discretamente, habían mencionado aquel mismo hecho: el powri no había acuchillado a Keleigh Leigh para empapar su gorra en la sangre de la mujer. Entonces, aquel detalle le parecía muy significativo al joven pero experimentado monje.

Como no conocía demasiadas cosas sobre powris, Talumus no podía otorgar a aquel detalle el mismo valor que le habían dado el barón Bildeborough y su compañero, y que en ese momento le daba la mujer, Pony. Pero ¿ese detalle era prueba de una traición tan horrenda como la cometida por la Iglesia abellicana contra uno de sus más respetados abades? El hermano Talumus todavía no estaba maduro para dar semejante paso.

En el vestíbulo de Saint Precious, Talumus se encontró con un amigo, el hermano Giulious, el que había detectado magia en los aledaños de El Camino de la Amistad.

—¡Hermano! —exclamó Giulious mientras señalaba la nariz de Talumus, manchada de sangre—. ¡Por Dios!, ¿qué te ha pasado?

—Esa historia de las piedras mágicas cerca de El Camino de la Amistad ya está zanjada —le dijo Talumus.

Giulious retrocedió y lo miró fijamente y con incredulidad.

—¿No me habías dicho que habías sido tú el que había utilizado las piedras?

—Es una verdad a medias —admitió Talumus.

Los ojos de Giulious se abrieron desmesuradamente a causa de la sorpresa.

—Fui allá a buscar los servicios de una mujer —mintió Talumus—. Sí, hermano, mi carne es débil, como la de todos nosotros.

El piadoso Giulious asintió con la cabeza y alzó la mano para realizar un tradicional, aunque poco usado, rito de la Iglesia: levantar la mano perpendicular al pecho, elevarla hasta la frente, bajarla y desplazarla a un lado, hacerla retroceder de nuevo, bajarla y finalmente moverla hacia el otro lado. Aquella era la señal del árbol viviente.

—La mujer estaba enferma —prosiguió Talumus—; un dolor en la zona lumbar, al parecer. Le presté la piedra del alma para que pudiera curar…

—¿Una puta de la calle que sabe utilizar gemas sagradas? —preguntó Giulious sin dar crédito a lo que oía.

Talumus se limitó a sonreír.

—Las putas callejeras saben hacer muchas cosas —repuso con sonrisa maliciosa, y la turbación de su interlocutor borró toda sombra de sospecha—. Esta noche he vuelto para recuperar la piedra, pero la mujer había decidido que era algo demasiado útil como para desprenderse de ello.

—¡Hermano Talumus!

—Me golpeó —explicó el monje.

—Pero ¿recuperaste la piedra?

—Desde luego —mintió Talumus, y esperó que Giulious no le pidiera que se la mostrara.

En efecto, Giulious, a quien en Saint Precious solían llamar Giulious el Inocente, no era nada desconfiado y se limitó a repetir el signo del árbol viviente.

—Espero que lo mantendrás en secreto —le pidió Talumus— y que no comentarás nada sobre el uso de magia en los aledaños de El Camino de la Amistad. El obispo De’Unnero no me tiene ningún cariño precisamente, y no deseo que vuelva a causarme problemas.

Giulious le sonrió afectuosamente.

—Deberías arrepentirte —le reprendió con sinceridad—, y ser más cuidadoso con las compañías que eliges.

Talumus devolvió la sonrisa a quien consideraba un buen amigo.

Satisfecho, el hermano Giulious ayudó a Talumus a limpiarse la cara, mientras parloteaba de las diversas cualidades que parecía poseer la puta, en especial la de pegarle a un hombre.

Talumus gruñía de vez en cuando para dar a entender a Giulious que lo estaba escuchando atentamente, pero en realidad sus pensamientos se encontraban muy lejos de allí y habían vuelto al callejón cercano a El Camino de la Amistad. Tenía mucho en que pensar y todo estaba todavía muy en el aire.

—¡Eh, tú, muchacho, acércame la copa! —gritó el borracho.

El hombre se inclinó tanto y de forma tan oscilante hacia la maltrecha copa que había caído en el callejón que perdió el equilibrio, a pesar de estar sentado, y se cayó al suelo después de chocar contra la pared.

Belli’mar Juraviel, que parecía un niño abandonado en la calle, con la cara oscurecida con hollín para disimular los rasgos angulosos característicos de los elfos y con las alas plegadas bajo una capa —¡vaya incomodidad!—, echó un vistazo al codiciado objeto, pero no se movió para cogerlo.

—¿No me oyes, mu…, muchacho? —tartamudeó el borracho.

Como pudo, volvió a sentarse. Luego, con enorme dificultad y apoyándose en la pared a cada pequeño progreso, consiguió ponerse en pie.

—¡Si no me das la copa, te daré una paliza!

Juraviel sacudió la cabeza, molesto. Aquel hombre era el peor ejemplar de ser humano que el elfo había visto en toda su vida, incluso peor que los tres tramperos que había encontrado en el transcurso de sus viajes con el Pájaro de la Noche. Y sabía que sus compañeros elfos, diseminados por todas partes en puntos estratégicos, sentían la misma repugnancia y, probablemente, se estaban impacientando aún más que él ante los desvaríos del fastidioso y conflictivo borracho.

—¿No me oyes, muchacho? —gritó más fuerte, demasiado fuerte, el borracho, que dio un paso hacia adelante.

Juraviel, raudo, entró en acción. Propinó una patada en la zona lumbar del hombre, dio un brinco hacia arriba —e instintiva e inadvertidamente trató de batir las alas para ayudarse, lo cual le dolió no poco— y le pegó un par de potentes puñetazos en la cara. El borracho retrocedió hasta chocar bruscamente contra la pared.

—¡Oh, pero si pareces entrenado para practicar algún deporte! —le espetó el hombre tratando de separarse de la pared.

En aquel momento, extraña y bruscamente, el hombre dio una sacudida —y también Juraviel—, pues un ladrillo le rebotó en un lado de la cabeza y fue a parar a la cuneta. El borracho se cayó, fuera de combate.

El elfo miró hacia arriba y vio a uno de sus camaradas de pie en el alero de un tejado.

—Lo podías haber matado —murmuró Juraviel ásperamente.

—¡Y si no lo he hecho, lo voy a hacer, sin duda, si se despierta y empieza de nuevo a alborotar de forma improcedente! —contestó el otro elfo.

Juraviel reconoció la voz. Era la de la mismísima señora Dasslerond, y adivinó por el tono que muy probablemente no lo decía por decir.

Con una agilidad superior a la del humano más diestro, la elfa pasó por encima del alero y se deslizó por la parte lateral del edificio hasta posarse suavemente en el suelo junto a Juraviel, que estaba inclinado sobre el borracho para comprobar que todavía respiraba.

—¿Ha vuelto? —preguntó la señora Dasslerond.

—Está ahí dentro, sirviendo mesas —respondió Juraviel—. Se hace pasar por esposa de Belster.

—La embarazada esposa de Belster —comentó la señora Dasslerond— para cualquiera que se moleste en fijarse lo bastante.

Belli’mar Juraviel no disintió. Día a día, el estado de Pony resultaba más ostensible.

—Se desembarazó de aquel monje con gracia y facilidad —dijo afectuosamente la señora Dasslerond.

Juraviel sabía que la señora se lo decía para complacerlo, para que comprendiera que no estaba verdaderamente enfadada con Jilseponie.

—Con todo, tienes miedo de lo que pueda acarrear el hecho de que haya topado con un hombre de la Iglesia abellicana en estos tiempos tan inciertos —indicó Juraviel.

—Traerlo fue una peligrosa estrategia de la mujer soldado —explicó la señora Dasslerond.

—¿Temes a la Iglesia abellicana hasta ese punto? —le preguntó Juraviel.

—Yo no; pero tu amiga, sí, sin duda.

—Y me parece que la señora Dasslerond también —se atrevió a decir el perspicaz Juraviel.

Para su tranquilidad, la señora de Andur’Blough Inninness no discutió.

—Me dan miedo los humanos que creen que su dios sanciona sus actos —admitió—. Y la Iglesia ha demostrado cierta propensión a considerar enemigos a los que son diferentes. Mira la situación de los behreneses en los muelles. ¿Podrían los Touel’alfar esperar un trato mejor?

—¿Acaso eso es de la incumbencia de los Touel’alfar? —preguntó Juraviel.

—Estamos más vinculados a los humanos de lo que nos gusta admitir —respondió severamente la señora Dasslerond.

Juraviel no lo entendía. Los únicos lazos que conocía al respecto, al margen de los establecidos con los guardabosques, eran los tratos con algunos escogidos mercaderes, que adquirían pasmo a cambio de bienes que los elfos no podían obtener en su valle. Y todo aquello se realizaba en secreto: las entregas eran anónimas, de modo que la mayoría de los mercaderes desconocía el verdadero origen del vino.

—La guerra ha terminado —explicó la señora Dasslerond—, y después de toda guerra, los humanos, inevitablemente, expanden sus fronteras. No irán hacia el sur, pues la gente de Honce el Oso no tiene agallas para librar una guerra contra el reino de Behren, a pesar de lo que aquí está haciendo el obispo contra esos humanos de piel oscura. Tampoco irán al norte, donde tendrían, de manera irremediable, que enfrentarse a la desagradable perspectiva de encolerizar a los fieros alpinadoranos. Y al este, se encuentra el ancho mar.

—Y al oeste está Andur’Blough Inninness —dedujo Juraviel.

—Ya se hallan demasiado cerca, en mi opinión; sobre todo, en el caso de que su liderazgo llegue a atrincherarse en el fanatismo y la ortodoxia santurrona de la Iglesia abellicana —explicó la señora Dasslerond.

—Pero ¿cómo podemos detenerlos sin una guerra? —preguntó Juraviel—. Y sería inútil esperar una victoria sobre las masas humanas.

—Tal vez ha llegado el momento de hablar abiertamente con el rey de Honce el Oso —dijo con naturalidad la señora Dasslerond, y aquella sorprendente afirmación hizo que Juraviel sintiera que le flaqueaban las rodillas—, tal como ocurrió hace siglos.

—¿Se acordará de los Touel’alfar el actual rey de los humanos? —preguntó Juraviel—. ¿Acaso somos algo más para ellos que personajes de canciones infantiles o de leyendas que se cuentan en torno al fuego?

—Si no se acuerda, ya verá la realidad —repuso la señora Dasslerond—, o tal vez no llegue el caso. Palmaris puede ser la piedra angular de las aspiraciones de la Iglesia.

—Según dicen todos, el rey viene hacia aquí, o no tardará en hacerlo —precisó Juraviel.

—Y otro tanto ocurre con el padre abad —le recordó la señora Dasslerond.

Desde luego, Juraviel ya lo sabía, pero aun así se estremeció al oír aquellas palabras.

—Hemos venido aquí para recabar información —dijo con firmeza la señora—. Cuando se reúnan los poderes del reino, tendremos la mejor de las oportunidades para realizar nuestro trabajo; así que no temas, Belli’mar Juraviel. Esos acontecimientos serán provechosos para los Touel’alfar.

»Y eso es lo único que debe importarte —añadió mientras lo señalaba ostensiblemente y lo miraba con dureza.

Belli’mar Juraviel emitió un tenue silbido con la mirada fija en el muro de El Camino de la Amistad. Sabía que el futuro que le esperaba a su amiga humana Jilseponie iba a ser tenebroso y le parecía que poco podía hacer él para remediarlo.

Tan pronto como se hubo puesto el disfraz, entró en la sala común de El Camino de la Amistad y comprobó que habían surgido problemas. Uno de los principales informadores de Belster miró hacia ella, inclinó ligeramente la cabeza y se dirigió hacia la puerta, mientras Belster, con expresión amarga, se quedaba apoyado en la barra. En aquella hora tardía no había mucha gente, por lo que Pony atendió sus obligaciones con gran diligencia y con la esperanza de que pronto podría hablar en privado con su compañero de conspiración.

Pero las cosas no ocurrieron así, pues más y más gente iba entrando en El Camino de la Amistad. Pony advirtió que muchos eran miembros de la red subterránea que se dedicaba a informar. Aquello la reafirmó en su convicción de que había ocurrido algún percance.

Al fin, entre medianoche y el amanecer, el último parroquiano salió haciendo eses de la taberna y dejó solos a Pony, Belster y Dainsey.

—Una pelea en los muelles —informó Belster antes de que la obviamente curiosa Pony tuviera tiempo de preguntar nada—. Un grupo de soldados, borrachos según dicen todos, erraba por los muelles para divertirse a costa de los behreneses.

—¡Pegar a un niño! —exclamó indignada Dainsey—. ¿Llamas a eso diversión?

—Sólo he hablado de disturbios —la corrigió, enfadado, Belster—, y no pegaron a ningún chiquillo, pues se trataba más bien de un joven; además, sólo le dieron empujones.

—Y lo interrogaron para sacarle lo que querían, según creo —dijo obstinadamente Dainsey.

—¿Acudieron otros behreneses a ayudar al muchacho? —preguntó Pony.

—Una docena —confirmó Belster—. Se enfrentaron con palos a los puños de los soldados.

—Les pegaron bien —murmuró Dainsey—, y los dejaron en los muelles. Uno quedó medio muerto, aunque al parecer los monjes lo han salvado. ¡Qué lástima!

—¡Qué suerte, querrás decir! —le recriminó Belster—. Entretanto, un millar de soldados se dirige a los muelles, o va a ir hacia allí con las primeras luces de la mañana.

—Probablemente no encontrarán a ningún behrenés esperándolos —razonó Pony.

—Sería una prudente decisión —repuso Belster con severidad.

—Bueno, todo pasará como una tormenta de verano, sin causar daño alguno —dijo, esperanzada, Dainsey mientras con un trapo frotaba una mesa con energía—. La memoria es frágil, y aún lo es más cuando los hombres le dan a la botella.

—Lo más probable es que el obispo encuentre una o dos cabezas de turco y las cuelgue en la plaza pública —razonó Belster—. ¿Qué pensará de esto el capitán Al’u’met? Si es que todavía anda por aquí, quiero decir.

Aquel comentario intrigó no poco a Pony.

—¿Si es que todavía anda por aquí? —repitió.

—Se dice que el barco de Al’u’met desatracó y desplegó velas hacia el sur, río abajo —explicó Belster.

Pony meditó la noticia durante unos instantes. Le parecía muy raro que Al’u’met se hubiera marchado sin decirle nada. ¿Qué lo habría incitado a irse? ¿Tal vez, pedir audiencia en la corte de Ursal o encontrar aliados en los pueblos del sur de Palmaris? Circulaban rumores por la ciudad de que el rey tenía previsto visitarla. ¿Había planeado Al’u’met salir a su encuentro?

Al’u’met regresará pronto —decidió la mujer, pues sabía que el capitán no abandonaría jamás a los suyos—. Y por lo que respecta a aquellos hipotéticos ahorcamientos, no se quedaría con los brazos cruzados. Los behreneses preferirían presentar batalla abiertamente antes que permitir que uno de ellos fuera injustamente colgado.

—Entonces, los behreneses son estúpidos —repuso Belster, y su tono terminante y, en cierto modo, cruel cogió a Pony por sorpresa—. Si proporcionan al obispo la excusa que necesita, los matarán a todos: hombres, mujeres y niños.

—¿Y vamos a tolerarlo? —preguntó Pony, recelosa—. ¿Qué postura adoptaremos nosotros, entonces?

—La de verlas venir —repuso Belster con firmeza—. Nos limitaremos a mirar.

—¿Sin hacer nada?

—Sólo mirar —repitió el posadero—. No estamos preparados para emprender una guerra —añadió resoplando—, y probablemente nunca lo estaremos para una guerra semejante. Si crees que encontrarás a mucha gente dispuesta a unírsete para tratar de ayudar a los de piel negra, métete en la cabeza que estás en un error.

Pony se obligó a respirar pausadamente durante unos instantes a fin de calmarse y se concedió otro momento más antes de responder.

—¿Y qué postura adoptará Belster? —le preguntó, aunque la respuesta le parecía dolorosamente obvia.

—Hace tiempo te dije que no simpatizo con los pieles negras de Behren —admitió Belster—; jamás he pretendido lo contrario. No me gusta cómo huelen ni el dios al que rezan.

Pony miró a Dainsey en busca de ayuda, pero la mujer seguía limpiando enérgicamente la misma mesa una y otra vez.

—El dios que veneran es una elección exclusivamente suya —le dijo Pony a Belster—, y por lo que concierne a su olor, bueno, yo diría que a pocos les gustaría el olor de Belster O’Comely cuando está manchado de cerveza por todas partes.

—Ellos eligen, y yo, también.

—¿Qué pasará en caso de que yo me ponga a su lado? —le preguntó Pony—. ¿Seguirá Belster empeñado en verlas venir como los cobardes mirones?

—No voy a pelearme contigo por eso, muchacha —repuso Belster con tanta calma que Pony comprendió que sus intentos serían infructuosos—. Sabes lo que pienso de los pieles negras desde siempre. Nunca lo he ocultado. No soy el único que piensa así. Si los behreneses se proponen apoyarnos contra el obispo, que así sea; pero…

—Pero nosotros no nos pondremos de su parte —dijo Pony, con las manos apretadas en los costados y la voz temblorosa por la creciente rabia que sentía para terminar la frase del posadero—. Así pues, ¿qué grupo demuestra un carácter más fuerte, Belster O’Comely? ¿Cuál es más digno de alianzas y amistades, y cuál es más cobarde?

—No voy a pelearme contigo por eso, muchacha —dijo de nuevo Belster—. Yo siento lo que siento, y tú no vas a cambiarlo; no lo creas ni por un momento.

Pony hizo repetidas muecas de dolor, se mordió el labio inferior y optó por dirigirse a su habitación para estar sola. Ardía de cólera, claro, pero sobre todo se sentía profundamente decepcionada. Más abatida por la resignación que embravecida por la rabia, se dejó caer en el borde de la cama y se quedó allí, sentada, con los hombros hundidos.

Aquel era un aspecto de Belster que ella había intuido desde la primera vez que mencionó a los behreneses y al capitán Al’u’met; pero había decidido no comprobarlo más a fondo. Apreciaba sinceramente a aquel hombre, y él la había tratado como a una hija; además, le recordaba a sus padres adoptivos, si bien el temperamento de Belster era más parecido al de Pettibwa que al de Graevis. Sí, lo apreciaba, incluso lo quería; pero ¿cómo podía pasar por alto tan evidente defecto?

Pony levantó la vista y vio que Dainsey estaba en el umbral. ¡Parecía que Dainsey siempre estaba en aquel umbral!

—No lo juzgues con demasiada severidad —dijo la mujer serenamente—. Belster es un buen hombre, pero está un poco ciego con los pieles negras. No conoce a muchos, y además no los conoce bien.

—¿Y eso excusa su actitud? —replicó con dureza Pony, levantando un muro de cólera a modo de defensa propia.

—No quiero decir eso —repuso Dainsey—, pero sólo son palabras y, además, palabras de un hombre asustado. No cree que podamos ganar, ni con los pieles negras ni sin ellos. No lo juzgues hasta que empiece la batalla, si es que empieza alguna vez. Belster O’Comely no se limitará a mirar mientras tratan de colgar a un hombre inocente, sea cual sea el color de su piel.

El muro de cólera de Pony se derrumbó. Creyó a Dainsey; tenía que creer lo que le había dicho de un hombre al que tanto quería. Aunque aún temía que la advertencia de Belster en relación con aquella gente fuese cierta, las palabras de Dainsey, por lo menos, le habían servido de consuelo temporal.

—¿Lucharías realmente con los pieles negras? —le preguntó Dainsey—. ¿Quiero decir si supieras que ibas a ser la única en tomar partido por ellos?

Pony asintió con un movimiento de cabeza y empezó a explicarle que, al menos, conseguiría pelear contra De’Unnero, y entonces, incluso si todo el ejército y todos los clérigos de Palmaris se le echaban encima, tendría la satisfacción de saber que había arrastrado al perverso obispo en su caída. Quería contarle todo eso, quería proclamar que los principios guiarían sus pasos más que cualquier consideración sobre posibles ventajas o esperanzas en la victoria final, pero, de golpe, interrumpió su discurso, mientras en su cara se dibujaba una expresión de asombro y se llevaba la mano al vientre.

Dainsey acudió a su lado inmediatamente.

—¿Qué ocurre, Pony? —preguntó, alarmada.

La preocupación de Dainsey se desvaneció cuando Pony se volvió hacia ella, le sonrió y le mostró un rostro lleno de satisfecho bienestar.

—Se ha movido —le explicó Pony.

Dainsey aplaudió y luego posó una mano en el vientre de Pony. Sin ninguna duda, un piececito propinó otra patada o se produjo el roce de una diminuta mano.

Pony ni siquiera trató de retener las lágrimas, aunque sabía que no respondían sólo a la simple alegría por el primer movimiento perceptible del hijo que esperaba.

¿Cómo podía, en conciencia, ir a la guerra mientras una nueva vida se gestaba en su vientre?