Sombras y árboles altos
La trocha de los cerdos se extendía junto a las pilas de rocas que bordeaban el agua en el lado opuesto, y Ralph se contentó con caminar por ella siguiendo a Jack. Si uno lograba cerrar los oídos al lento ruido del mar cuando era absorbido en el descenso y a su hervor durante el regreso de las aguas; si uno lograba olvidar el aspecto sombrío y nunca hollado de la cubierta de helechos a ambos lados, cabía entonces la posibilidad de olvidarse de la fiera y soñar por un rato. El sol había pasado ya la vertical del cielo y el calor de la tarde se cerraba sobre la isla. Ralph pasó un mensaje a Jack y al llegar a los frutales el grupo entero se detuvo para comer.
Apenas se hubo sentado, sintió Ralph por primera vez el calor aquel día. Tiró de su camisa gris con repugnancia y pensó si podría aventurarse a lavarla. Sentado bajo el peso de un calor poco corriente, incluso para la isla, Ralph trazó el plan de su aseo personal. Quisiera tener unas tijeras para cortase el pelo —se echó hacia atrás la maraña—, para cortarse aquel asqueroso pelo a un centímetro, como antes. Quisiera tomar un baño, un verdadero baño, bien enjabonado. Se pasó la lengua por la dentadura para comprobar su estado y decidió que también le vendría bien un cepillo de dientes. Y luego, las uñas…
Ralph volvió las manos para examinarlas. Se había mordido las uñas hasta lo vivo, aunque no recordaba en qué momento había vuelto a aquel hábito, ni cuándo lo hacía.
—Voy a acabar chupándome el dedo si sigo así…
Miró en torno suyo furtivamente. No parecía haberle oído nadie. Los cazadores estaban sentados, atracándose de aquel fácil manjar y tratando de convencerse a sí mismos de que los plátanos y aquella otra fruta gelatinosa color de aceituna les dejaba satisfechos. Utilizando como modelo el recuerdo de su propia persona cuando estaba limpia, Ralph les observó de arriba a abajo. Estaban sucios, pero no con esa suciedad espectacular de los chicos que se han caído en el barro o se han visto sorprendidos por un fuerte aguacero. Ninguno de ellos se veía en aparente necesidad de una ducha, y sin embargo… el pelo demasiado largo, enmarañado aquí y allá, enredado alrededor de una hoja muerta o una ramilla; las caras bastante limpias, por la acción continuada de comer y sudar, pero marcadas en los ángulos menos accesibles por ciertas sombras; la ropa desgastada, tiesa por el sudor, como la suya propia, que llevaba puesta no por decoro o comodidad, sino por costumbre; la piel del cuerpo, costrosa por el salitre…
Descubrió, con ligero desánimo, que esas eran las características que ahora le parecían normales y que no le molestaban. Suspiró y arrojó lejos el tallo del que había desprendido los frutos. Ya iban desapareciendo los cazadores, para atender a sus actividades, en el bosque o abajo, en las rocas. Dio media vuelta para mirar del lado del mar. Allí, al otro lado de la isla, la vista era completamente distinta. Los encantamientos nebulosos del espejismo no podían soportar el agua fría del océano, y el horizonte recortado se destacaba limpio y azul. Ralph caminó distraído hasta las rocas. Desde allí abajo, casi al mismo nivel del mar, era posible seguir con la vista el incesante y combado paso de las olas marinas profundas, cuya anchura era de varios kilómetros y en nada se parecían a las rompientes ni a las crestas de aguas poco profundas. Pasaban a lo largo de la isla con aire de ignorarla, absortas en otros asuntos; no era tanto una sucesión como un portentoso subir y bajar del océano entero. Ahora, en su descenso, el mar succionaba el aire de la orilla formando cascadas y cataratas; se hundía tras las rocas y dejaba aplastadas las algas como si fuesen cabellos resplandecientes; después, tras una breve pausa, reunía todas sus fuerzas y se alzaba con un rugido para lanzarse irresistible sobre picos y crestas, escalaba el pequeño acantilado y, por último, enviaba a lo largo de una hendidura un brazo de rompiente que venía a morir, a no más de un metro de él, en dedos de espuma. Ola tras ola siguió Ralph aquel subir y bajar hasta que algo propio del carácter distante del mar le embotó la mente. Después, poco a poco, la dimensión casi infinita de aquellas aguas le forzó a fijarse en ellas. Aquí estaba la barrera, la divisoria. En el otro lado de la isla, envuelto al mediodía por los efectos del espejismo, protegido por el escudo de la tranquila laguna, se podía soñar con el rescate; pero aquí, enfrentado con la brutal obcecación del océano y tantos kilómetros de separación, uno se sentía atrapado, se sentía indefenso, se sentía condenado, se sentía… Simon le estaba hablando casi al oído. Ralph se encontró asido con ambas manos, dolorosamente, a una roca; sintió su cuerpo arqueado, los músculos tensos, la boca entreabierta y rígida.
—Ya volverás a tu casa.
Simon asentía con la cabeza al hablar. Con una pierna arrodillada, le miraba desde una roca más alta, en la que se apoyaba con ambas manos; avanzaba la otra pierna hasta el nivel donde se encontraba Ralph.
Ralph, desconcertado, buscaba algún signo en el rostro de Simon.
—Es que es tan grande…
Simon asintió.
—De todos modos, volverás; seguro. Por lo menos, eso pienso.
El cuerpo de Ralph había perdido algo de su tensión. Miró hacia el mar y luego sonrió amargamente a Simon.
—¿Es que tienes un barco en el bolsillo?
Simon sonrió y sacudió la cabeza.
—Entonces, ¿cómo lo sabes?
En el silencio de Simon, Ralph dijo secamente:
—A ti te falta un tornillo.
Simon movió la cabeza con violencia, haciendo volar su áspera melena negra hacia un lado y otro de la cara.
—No, no me falta nada. Simplemente creo que volverás.
No hablaron más durante unos instantes. Y, de pronto, se sonrieron mutuamente.
Roger llamó desde el interior del bosque.
—¡Venid a ver!
La tierra junto a la trocha de los cerdos estaba removida y había en ella excrementos que aún despedían vapor. Jack se agachó hasta ellos como si le atrajesen.
—Ralph…, necesitamos carne, aunque estemos buscando lo otro.
—Si no nos salimos del camino, de acuerdo, cazaremos.
Se pusieron de nuevo en marcha: los cazadores, agrupados por su temor a la fiera, mientras que Jack se adelantaba, afanoso en la búsqueda. Avanzaban menos de lo que Ralph se había propuesto, pero en cierto modo se alegraba de perder un poco el tiempo, y caminaba meciendo su lanza. Jack tropezó con alguna dificultad y pronto se detuvo la procesión entera. Ralph se apoyó contra un árbol; inmediatamente brotaron los ensueños a su alrededor. Jack tenía a su cargo la caza y ya habría tiempo para ir a la montaña…
Una vez, cuando a su padre le trasladaron de Chatam a Devonport, habían vivido en una casa de campo al borde de las marismas. De todas las casas que Ralph había conocido, aquella se destacaba con especial claridad en su recuerdo porque de allí le enviaron al colegio. Mamá aún estaba con ellos y papá venía a casa todos los días. Los potros salvajes se acercaban a la tapia de piedra al fondo del jardín, y había nieve. Detrás de la casa se encontraba una especie de cobertizo y allí podía uno tenderse a contemplar los copos que se alejaban en remolinos. Veía las manchas húmedas donde los copos morían; luego observaba el primer copo que yacía sin derretirse y veía cómo todo el suelo se volvía blanco. Cuando sentía frío, entraba en la casa a mirar por la ventana, entre la lustrosa tetera de cobre y el plato con los hombrecillos azules…
A la hora de acostarse le esperaba siempre un tazón lleno de cornflakes con leche y azúcar. Y los libros… estaban en la estantería junto a la cama, descansando unos en otros, pero siempre había dos o tres que yacían encima, sobre un costado, porque no se había molestado en ponerlos de nuevo en su sitio. Tenían dobladas las esquinas de las hojas y estaban arañados. Había uno, claro y brillante, acerca de Topsy y Mopsy, que nunca leyó porque trataba de dos chicas; también, aquel sobre el Mago, que se leía con una especie de reprimido temor, saltando la página veintisiete, que tenía una ilustración espantosa de una araña; otro libro contaba la historia de unas personas que habían encontrado cosas enterradas, cosas egipcias, y luego estaban los libros para muchachos; El libro de los trenes y El libro de los navíos. Se presentaban ante él con entera realidad; los podría haber alcanzado y tocado, sentía el peso de El libro de los mamuts y su lento deslizarse al salir del estante… Todo marchaba bien entonces; todo era grato y amable.
A unos cuantos pasos de ellos los arbustos sonaron como una explosión. Los muchachos salían como locos de la trocha de los cerdos y se deslizaban entre las trepadoras, gritando. Ralph vio a Jack caer de un empujón. Y de pronto apareció un animal que venía por la trocha lanzado hacia él, con colmillos deslumbrantes y un rugido temible. Ralph se dio cuenta de que era capaz de medir la distancia con calma y apuntar. Cuando el jabalí se encontraba sólo a cuatro metros, le lanzó el ridículo palo de madera que llevaba; vio que le daba en el enorme hocico y que colgaba de él por un momento. El timbre del gruñido se transformó en un chillido y el jabalí giró bruscamente de costado, entrando en el sotobosque. La trocha se volvió a llenar de muchachos vociferantes; Jack regresó corriendo, y hurgó con su lanza en la maleza.
—Por aquí…
—¡Pero nos puede coger!
—He dicho que por aquí…
El jabalí se les escapaba. Encontraron otra trocha paralela a la primera y Jack se lanzó corriendo. Ralph estaba lleno de temor, de aprensión y de orgullo.
—¡Le di! La lanza se clavó…
Llegaron inesperadamente a un espacio abierto, junto al mar. Jack dio con el puño en la desnuda roca y manifestaba su disgusto.
—Se ha ido…
—Le alcancé —repitió Ralph—, y la lanza se clavó…
Sintió la necesidad de testigos.
—¿No me visteis? Maurice asintió.
—Yo te vi. De lleno en el hocico. ¡Yiiii!
Ralph, excitado, siguió hablando.
—Que si le di. Le clavé la lanza. ¡Le herí!
Sintió el calor del nuevo respeto que sentían por él y pensó que cazar valía la pena, después de todo.
—Le di un buen golpe. ¡Yo creo que esa era la fiera!
Jack regresó.
—No era la fiera. Era un jabalí.
—Le alcancé.
—¿Por qué no le atrapaste? Yo lo intenté…
La voz de Ralph se alzó:
—¿A un jabalí?
De repente Jack se acaloró:
—Dijiste que nos podía atropellar. ¿Por qué tuviste que lanzarla? ¿Por qué no esperaste?
Extendió el brazo.
—Mira.
Volvió el antebrazo izquierdo para que todos pudiesen verlo. Tenía un rasguño en la cara exterior; pequeño, pero ensangrentado.
—Me lo hizo con los colmillos. No pude bajar la lanza a tiempo.
Jack pasó a ser el foco de atención.
—Eso es una herida —dijo Simon—, y tienes que chupar la sangre. Como Berengaria.
Jack aplicó los labios a la herida.
—Yo le di —dijo Ralph indignado—. Le di con la lanza; le herí.
Trató de atraer la atención general.
—Venía por el sendero. Tiré así…
Robert lanzó un gruñido. Ralph aceptó el juego y todos rieron. Pronto se encontraron atacando a Robert, que fingía embestirles.
Jack gritó:
—¡Haced un círculo!
El círculo se fue estrechando y girando. Robert chillaba con fingido terror, después con dolor verdadero.
—¡Ay! ¡Quietos! ¡Me estáis haciendo daño!
Cayó el extremo de una lanza sobre su espalda mientras trataba de esquivar a los demás.
—¡Agarradle!
Le cogieron por los brazos y las piernas. Ralph, dejándose llevar por una fuerte excitación repentina, arrebató la lanza de Eric y con ella aguijoneó a Robert.
—¡Matadle! ¡Matadle!
A la vez, Robert gritaba y luchaba con la fuerza que produce la desesperación. Jack le tenía agarrado por el pelo y blandía su cuchillo. Detrás de él, luchando por acercarse, estaba Roger. El canto surgió como un ritual, como si fuese el instante final de una danza o una cacería.
—¡Mata al jabalí! ¡Córtale el cuello! ¡Mata al jabalí! ¡Pártele el cráneo!
También Ralph luchaba por acercarse, para conseguir un trozo de aquella carne bronceada, vulnerable. El deseo de agredir y hacer daño era irresistible.
El brazo de Jack descendió; el delirante grupo aplaudió y lanzó gruñidos que imitaban los de un jabalí moribundo. Se calmaron entonces, jadeantes y escuchando el asustado lloriqueo de Robert, que se limpió la cara con un brazo sucio y se esforzó por recobrar su dignidad.
—¡Ay, mi trasero!
Se frotó dolorido. Jack se volvió:
—Fue un juego divertido.
—Era sólo un juego —dijo Ralph, incómodo—. Menudo daño me hicieron una vez jugando al rugby.
—Deberíamos tener un tambor —dijo Maurice—, así podríamos hacerlo como es debido. Ralph lo miró.
—¿Y cómo es eso?
—No sé… Se necesita un fuego, creo, y un tambor, y vas guardando el compás con el tambor.
—Lo que se necesita es un cerdo —dijo Roger—, como en las cacerías de verdad.
—O alguien que haga de cerdo —dijo Ralph—. Alguien se podría disfrazar de cerdo y luego representar…, ya sabes, fingir que me tiraba al suelo y todo lo demás…
—Lo que se necesita es un cerdo de verdad —dijo Robert, que se frotaba aún atrás—, porque tenéis que matarle.
—Podemos usar a uno de los peques —dijo Jack, y todos rieron.
Ralph se incorporó.
—Bueno, a este paso no vamos a encontrar lo que buscamos.
Uno a uno se levantaron, arreglándose los harapos. Ralph miró a Jack.
—Ahora, a la montaña.
—¿No deberíamos volver con Piggy —dijo Maurice— antes de que anochezca?
Los mellizos asintieron como si fuesen un solo muchacho.
—Sí eso. Podemos subir por la mañana.
Ralph miró a lo lejos y vio el mar.
—Tenemos que prender la hoguera otra vez.
—No tenemos las gafas de Piggy —dijo Jack—, así que no se puede.
—Pues entonces veremos si en la montaña hay algo.
Maurice, indeciso, no queriendo parecer un gallina, dijo:
—¿Y si está la fiera?
Jack blandió su lanza.
—La matamos.
El sol parecía algo más fresco. Jack cortó el aire con la lanza.
—¿A qué esperamos?
—Supongo —dijo Ralph— que si seguimos por aquí, junto al mar, llegaremos al pie del terreno quemado y desde allí podemos trepar a la montaña.
Una vez más les guio Jack a lo largo del aquel mar que absorbía y expelía sus aguas cegadoras. Una vez más soñó Ralph, dejando que sus hábiles pies se ocupasen de las irregularidades del camino. Sin embargo, sus pies parecían aquí menos hábiles que antes. La mayor parte del camino lo tuvieron que recorrer pegados a la desnuda roca, junto al agua, y se vieron obligados a avanzar de lado entre aquella y la oscura exuberancia del bosque. Tenían que escalar pequeños acantilados, algunos de los cuales habían de servir como senderos, largos pasajes en los que se usaban tanto las manos como los pies. Pisaban rocas recién mojadas por las olas, para saltar sobre los transparentes charcos formados por la marea. Llegaron a una hondonada que, como una trinchera, partía la estrecha banda de playa. Parecía no tener fondo; con asombro, observaron la oscura hendidura, donde borboteaba el agua. En ese momento regresó la ola, la hondonada hirvió ante sus ojos y saltó espuma hasta las mismas trepadoras, dejando a los muchachos empapados y gritando. Trataron de continuar por el bosque, pero era demasiado espeso y las plantas se entretejían como un nido de pájaros. Al fin tuvieron que decidirse a ir saltando uno a uno, esperando hasta que descendía el agua; y aún así, algunos recibieron un segundo remojón. A partir de allí las rocas se hacían cada vez más intransitables, así que se sentaron durante un rato, mientras se secaban sus harapos, contemplando los perfiles recortados de las olas profundas, que con tanta lentitud pasaban a lo largo de la isla. Encontraron fruta en un refugio de brillantes pajarillos que revoloteaban a la manera de los insectos. Ralph dijo entonces que iban demasiado despacio. Se subió él mismo a un árbol, entreabrió el dosel de la copa y vio la cuadrada cumbre de la montaña, que aún parecía muy lejana. Trataron de apresurarse siguiendo sobre las rocas, pero Robert se hizo un mal corte en la rodilla y tuvieron que admitir que aquel sendero habría de tomarse con tranquilidad si querían permanecer indemnes. Desde aquel punto continuaron como si estuviesen escalando una peligrosa montaña hasta que las rocas se transformaron en un verdadero acantilado, cubierto de una jungla impenetrable y cortado a tajo sobre el mar.
Ralph examinó el sol con atención.
—El final de la tarde. Ha pasado la hora del té, eso seguro.
—No recuerdo este acantilado —dijo Jack cabizbajo—; debe ser el trozo de costa que no he recorrido.
Ralph asintió.
—Déjame pensar.
Ya no sentía vergüenza alguna por pensar en público, y podía estudiar las decisiones del día como si se tratase de una partida de ajedrez. Lo malo era que jamás sería un buen jugador de ajedrez. Pensó en los peques y en Piggy. Veía a Piggy completamente solo, acurrucado en un refugio donde todo era silencio, excepto los gritos de las pesadillas.
—No podemos dejar solos a Piggy y a los peques toda la noche.
Los otros muchachos no dijeron nada; todos, sin embargo, se quedaron mirándole.
—Pero tardaríamos horas en volver.
Jack tosió y habló con un tono extraño, seco.
—Hay que cuidar a Piggy, ¿verdad?
Ralph se tecleó en los dientes con la sucia punta de la lanza de Eric.
—Si atravesamos…
Miró a su alrededor.
—Alguien tiene que atravesar la isla y decirle a Piggy que llegaremos después de que anochezca.
Bill, asombrado, dijo:
—¿A solas por el bosque? ¿Ahora?
—Sólo podemos prescindir de uno.
Simon se abrió camino hasta llegar junto a Ralph:
—Puedo ir yo, si quieres. No me importa, de verdad.
Antes de que Ralph tuviese tiempo de contestar, sonrió rápidamente, dio la vuelta y ascendió en dirección al bosque.
Ralph volvió los ojos a Jack, viéndole, con exasperación, por primera vez:
—Jack… aquella vez que hiciste todo el camino hasta la roca del castillo…
Jack le miró hoscamente.
—¿Sí?
—Seguiste un trozo de esta orilla… bajo la montaña, hasta más allá.
—Sí.
—¿Y luego?
—Encontré una trocha de jabalíes. Es larguísima.
Ralph asintió con la cabeza. Señaló hacia el bosque:
—Entonces la trocha debe estar ahí cerca.
Todo el mundo asintió, sabiamente.
—Bueno, pues nos iremos abriendo camino hasta que demos con la trocha.
Dio un paso y se detuvo:
—¡Pero espera un momento! ¿Hacia dónde va esa trocha?
—A la montaña —dijo Jack—, ya te lo he dicho —rio con sorna—: ¿No quieres ir a la montaña?
Ralph suspiró; advertía que aumentaba el antagonismo tan pronto como Jack abandonaba el mando.
—Pensaba en la falta de luz. Vamos a tener que andar a tropezones.
—Habíamos quedado en ir a buscar la fiera…
—No habrá bastante luz.
—A mí no me importa seguir —dijo Jack acalorado—. Cuando lleguemos allí la buscaré. ¿Y tú? ¿Prefieres volver a los refugios para hablar con Piggy?
Ahora le tocaba a Ralph enrojecer, pero habló en tono desalentado, con la nueva lucidez que Piggy le había dado.
—¿Por qué me odias?
Los muchachos se agitaron incómodos, como si se hubiese pronunciado una palabra indecente. El silencio se alargó.
Ralph, excitado y dolorido aún, fue el primero en emprender el camino.
—Vamos.
Se puso a la cabeza y decidió que sería él mismo quien, por derecho propio, abriría paso entre las trepadoras. Jack, desplazado y de mal talante, cerraba la marcha.
La trocha de jabalíes era un túnel oscuro, pues el sol se iba deslizando rápidamente hacia el borde del mundo y en el bosque siempre acechaban las sombras. Era un sendero ancho y trillado, y pudieron correr por él a un trote ligero. Al poco rato se abrió el techo de hojas y todos se detuvieron, con la respiración entrecortada, a contemplar las pocas estrellas que despuntaban a un lado de la cima de la montaña.
—Ahí está.
Los muchachos se miraron vacilantes. Ralph tomó una decisión:
—Iremos derechos a la plataforma y ya subiremos mañana.
Murmuraron en asentimiento; pero Jack estaba junto a él, casi rozándole el hombro.
—Claro, si tienes miedo…
Ralph se enfrentó con él.
—¿Quién fue el primero que llegó hasta la roca del castillo?
—Yo también fui. Y, además, era de día.
—Muy bien, ¿quién quiere subir a la montaña ahora?
La única respuesta fue el silencio.
—Samyeric, ¿vosotros qué pensáis?
—Deberíamos ir a decírselo a Piggy…
—… sí, a decirle a Piggy que…
—¡Pero si ya fue Simon!
—Deberíamos decírselo a Piggy… por si acaso…
—¿Robert? ¿Bill?
Todos se dirigían ya a la plataforma. Claro que no era por miedo, sino por cansancio. Ralph se volvió de nuevo a Jack.
—¿Lo ves?
—Yo voy a subir a la montaña.
Las palabras salieron de Jack envenenadas, como una maldición. Miró a Ralph, su cuerpo delgado tenso, la lanza agarrada como amenazándole.
—Voy a subir a la montaña para buscar a la fiera… ahora mismo.
Después, la puya suprema, la palabra sencilla y retadora:
—¿Vienes?
Al oír aquella palabra, los otros muchachos olvidaron sus ansias de alejarse y regresaron a saborear un nuevo roce de dos temperamentos en la oscuridad. La palabra era demasiado acertada, demasiado cortante, demasiado retadora para pronunciarse de nuevo. Le cogió a Ralph de sorpresa, cuando sus nervios se habían calmado ante la perspectiva de regresar al refugio y a las aguas tranquilas y familiares de la laguna.
—Como quieras.
Asombrado, escuchó su propia voz, que salía tranquila y natural, de modo que el duro reto de Jack cayó deshecho.
—Si de verdad no te importa, claro.
—Claro que si tienes miedo…
Ralph se enfrentó con él.
—Pues entonces…
Uno junto al otro, bajo las miradas de los silenciosos muchachos, emprendieron la marcha hacia la montaña.
—Qué tontería. ¿Cómo vamos a ir los dos solos? Si encontramos algo, necesitaremos ayuda…
Les llegó el rumor de los muchachos que escapaban corriendo. Con asombro, vieron una figura oscura moverse de espaldas a la marea.
—¿Roger?
—Sí.
—Entonces, ya somos tres.
De nuevo comenzaron a escalar la falda de la montaña. La oscuridad parecía fluir en torno suyo como si fuese la propia marea. Jack, que había permanecido callado, empezó a atragantarse y toser; una ráfaga de aire les hizo escupir a los tres. Las lágrimas cegaban a Ralph.
—Es ceniza. Estamos al borde del terreno quemado.
Sus pasos, y en ocasiones la brisa, iban levantando remolinos de polvo. Al parar de nuevo, Ralph tuvo tiempo de pensar, mientras tosía, en la tontería que estaban cometiendo. Si no había ninguna fiera —y casi seguro que no la habría—, en ese caso, bien estaba; pero si había algo esperándoles en la cima de la montaña…, ¿qué iban a hacer ellos tres, impedidos por la oscuridad y llevando consigo sólo unos palos?
—Somos unos locos.
De la oscuridad llegó la respuesta:
—¿Miedo?
Ralph se irguió lleno de irritación. La culpa de todo la tenía Jack.
—Pues claro, pero de todos modos somos unos locos.
—Si no quieres seguir —dijo la voz con sarcasmo—, subiré yo solo.
Ralph oyó aquella burla y sintió odio hacia Jack. El escozor de la ceniza en sus ojos, el cansancio y el temor le enfurecieron.
—¡Pues sube! Te esperamos aquí.
Hubo un silencio.
—¿Por qué no subes? ¿Tienes miedo?
Una mancha en la oscuridad, una mancha que era Jack, se destacó y empezó a alejarse.
—Bien, hasta luego.
La mancha se desvaneció. Otra vino a tomar su lugar.
Ralph sintió que su rodilla tocaba una cosa dura: sus piernas mecieron un tronco carbonizado, áspero al tacto. Sintió las calcinadas rugosidades —que habían sido cortezas— rozarle detrás de las rodillas y supo así que Roger se había sentado. Buscó a tientas y se acomodó junto a Roger, mientras el tronco se mecía entre cenizas invisibles. Roger, poco hablador por naturaleza, permaneció callado. No expresó lo que pensaba de la fiera ni le dijo a Ralph por qué se había decidido a acompañarles en aquella insensata expedición. Se limitaba a permanecer allí sentado, meciendo el tronco suavemente. Ralph escuchó unos golpecillos rápidos y enervantes y comprendió que Roger estaba golpeando algo con su estúpido palo de madera.
Y así permanecieron: el hermético Roger continuaba con su balanceo y sus golpecitos; Ralph alimentaba su indignación. Les rodeaba un cielo cargado de estrellas, salvo en aquel lugar donde la montaña perforaba un orificio de oscuridad. Oyeron el ruido de algo que se movía por encima de ellos, en lo alto; era el ruido de alguien que se acercaba a gigantescos y arriesgados pasos sobre roca o ceniza. Llegó Jack. Temblaba y tartamudeaba, con una voz que apenas reconocieron como la suya.
—Vi una cosa en la cumbre.
Le oyeron tropezar con el tronco, que se meció violentamente. Permaneció callado un momento, luego balbuceó:
—Estad bien atentos, porque puede haberme seguido.
Una lluvia de ceniza cayó en torno a ellos. Jack se incorporó.
—Vi algo que se hinchaba, en la montaña.
—Te lo imaginarías —dijo Ralph con voz trémula—, porque no hay nada que se hinche. No hay seres así.
Habló Roger y ambos se sobresaltaron porque se habían olvidado de él.
—Las ranas.
Jack rio tontamente y se estremeció.
—Menuda rana. Y, además, oí un ruido. Algo que hacía ¡paf! Y entonces se infló la cosa esa.
Ralph se sorprendió a sí mismo, no tanto por la calidad de su voz, que no temblaba, sino por la bravata que llevaba su invitación:
—Vamos a echar un vistazo.
Ralph, por primera vez desde que conocía a Jack, le vio dudar:
—¿Ahora…?
Su voz habló por él.
—Pues claro.
Se levantó y comenzó a andar sobre las crujientes cenizas hacia la sombría altura, seguido por los otros dos.
Ante el silencio de su voz física, la voz íntima de la razón y otras voces se hicieron escuchar. Piggy le llamó crío. Otra voz le decía que no fuese loco; y la oscuridad y la arriesgada empresa daban a la noche el carácter irreal que adquieren las cosas desde el sillón del dentista.
Al llegar a la última cuesta, Jack y Roger se acercaron y dejaron de ser dos manchas de tinta para convertirse en figuras discernibles. Se detuvieron por común acuerdo y se apretaron uno junto al otro. Tras ellos, en el horizonte, destacaba un trozo de cielo más claro, donde surgiría la luna de un momento a otro. Rugió el viento en el bosque y los harapos se pegaron a sus cuerpos.
Ralph urgió:
—Vamos.
Avanzaron sigilosamente, Roger algo rezagado. Jack y Ralph cruzaron juntos la cumbre de la montaña. La extensión centelleante de la laguna yacía bajo ellos y más lejos se veía una larga mancha blanca, que era el arrecife. Roger se unió a ellos.
Jack murmuró:
—Vamos a acercarnos a gatas; a lo mejor está durmiendo.
Roger y Ralph avanzaron, mientras Jack se quedaba esa vez atrás, a pesar de sus valientes palabras. Llegaron a la cumbre roma, donde las manos y las rodillas sentían la dureza de la roca.
Una criatura que se inflaba.
Ralph metió la mano en la fría y suave ceniza de la hoguera y sofocó un grito. Le temblaban la mano y el hombro por aquel inesperado contacto. Unas lucecillas verdes de náuseas aparecieron por un momento y horadaron la oscuridad. Roger estaba detrás de él y Jack tenía la boca pegada a su oreja.
—Allí, entre las rocas, donde antes había un hueco. Una especie de bulto… ¿lo ves?
La hoguera apagada sopló ceniza a la cara de Ralph. No podía ver ni el hueco ni nada, porque las lucecillas verdes volvían a abrirse y extenderse y la cima de la montaña se iba inclinando hacia un lado. Una vez más volvió a oír el murmullo de Jack, desde muy lejos.
—¿Miedo?
No se sentía asustado, sino más bien paralizado; colgado, sin poder moverse, en la cima de una montaña que empequeñecía y oscilaba. Jack se escurrió a un lado; Roger tropezó, se orientó a tientas, mientras sus respiración silbaba, y siguió adelante. Les oyó decirse en voz baja:
—¿Ves algo?
—Ahí…
Delante de ellos, sólo a unos tres metros de distancia, vieron un bulto que parecía una roca, pero en un lugar donde no debía haber roca alguna. Ralph oyó un ligero rechinar que procedía de alguna parte, quizá de su propia boca. Se armó de determinación, fundió su temor y repulsión en odio y se levantó. Avanzó dos pasos con torpes pies.
Detrás de ellos, la cinta de luna se había ya levantado del horizonte; ante ellos, algo que se asemejaba a un simio enorme dormitaba sentado, la cabeza entre las rodillas. En aquel momento se levantó viento en el bosque, hubo un revuelo en la oscuridad y aquel ser levantó la cabeza, mostrándoles la ruina de un rostro.
Ralph se encontró atravesando con gigantescas zancadas el suelo de ceniza; oyó los gritos de otros seres y sus brincos y afrontó lo imposible en la oscura pendiente. Segundos después, la montaña quedaba desierta, salvo los tres palos abandonados y aquella cosa que se inclinaba en una reverencia.