Capítulo XXIV

Lo que les ocurrió a las niñas

Las dos niñas se sintieron muy solas y abandonadas al irse los niños en la balsa. Subieron rápidamente al acantilado para poder verles hasta el último momento.

Estuvieron agitando las manos hasta que la balsa no fue más que un puntito en el mar. Luego la perdieron de vista. Se habían ido.

—Espero que Tom y Andy lleguen sanos y salvos a casa —dijo Jill cuando bajaban del acantilado para volver a la playa—. Sería espantoso que se perdieran en el mar.

—¡No digas esas cosas! —exclamó Mary—. Pensemos en algo alegre. Vamos a comer algo.

Pero ninguna de las dos tenía apetito, y no cesaron de pensar en los dos valientes muchachos solos en la pequeña balsa.

—Espero que hoy no venga nadie a la isla —observó Mary—. No me siento con ánimos para representar ninguna comedia.

Aquel día no fue nadie, y las niñas estuvieron completamente solas. Se bañaron en el mar, se secaron al sol, y luego se volvieron o bañar. ¡En realidad no había más que hacer!

Echaban mucho de menos a los niños, y cuando llegó la noche incluso se sintieron algo asustadas.

—¡Ánimo! —dijo Jill al ver la cara larga de Mary—. ¡Estaremos bien las dos en la tienda! El enemigo ignora que los niños se han ido… y eso es lo importante. Yo diría que ahora ya están bastante seguros… ha estado soplando buen viento todo el día y ya deben estar muy lejos.

Las niñas encendieron la estufa y al llegar la noche la pusieron ante la entrada de la tienda. Les gustaba ver aquella pequeña luz. Hirvieron agua y sentadas en la tienda estuvieron bebiendo cacao caliente mientras las estrellas iban apareciendo en el cielo.

Cuando iban ya a acostarse, oyeron el ruido de un avión sobre sus cabezas. Pasó dos veces sobre la isla y luego se alejó.

¡Y luego, cosa de una hora más tarde, las niñas oyeron el ruido de una lancha motora! Se detuvo en la playa de la cala y oyeron voces masculinas.

—¡Cielo santo! —exclamó Jill, incorporándose alarmada—. ¿A qué vendrán a estas horas de la noche? ¡Pronto verán que los niños no están aquí! De prisa, Mary levántate. Saldremos de la tienda y nos meteremos en el bosquecillo. Tal vez podamos simular que hemos estado paseando por la isla, y así pensarán que los niños también están andando por ahí.

Las niñas abandonaron la tienda y corrieron a los matorrales que había en el centro de la isla. Los hombres dejaron su lancha en la playa y dos de ellos fueron a la tienda.

Alzaron la puerta de la tienda e iluminaron su interior con una linterna. ¡Claro, no había nadie! Uno de los hombres gritó:

—¡Eh, niños! ¿Dónde estáis?

—¡Aquí! —respondió Jill, dando un codazo a Mary—. Ahora grita tú también —le susurró—. Luego volveré a gritar yo, y pensarán que estamos todos aquí.

—¡Aquí estamos! —gritó Mary con valentía, aunque el corazón le latía con fuerza.

—¡En los matorrales! —gritó Jill.

—Venid aquí —les ordenó el hombre que era el que sabía hablar inglés.

—Tendremos que ir —dijo Jill—. Ahora no descubras a los niños, Mary. Finge que están por alguna parte.

Las niñas se dirigieron hacia los hombres, que las iluminaron.

—¿Dónde están los dos muchachos? —quiso saber el hombre.

—¿No les ha visto? —preguntó Jill—. Deben estar por alguna parte. Puede que estén en la tienda. ¿Han mirado ya?

—Sí —replicó el hombre—. Ahora escuchadme… ¿qué significa el haber encendido la estufa aquí fuera? ¿Es que tratáis de hacer señales a alguien?

—¡Dios santo! ¡Naturalmente que no! —exclamó Jill—. Sólo preparamos cacao caliente. Mire… ahí están las tazas sucias.

Deseo no haberlo dicho cuando el hombre miró las tazas… porque vio en seguida que sólo había dos. Miró a Jill con recelo.

—¿Por qué no han tomado cacao los niños? —preguntó.

—No estaban aquí cuando lo hicimos —repuso Jill—. ¿Por qué no van a buscarles?

El hombre apagó la estufa.

—No os atreváis a encender fuego por la noche —les dijo—. ¡Si creo que estáis haciendo señales a alguien lo sentiréis!

—¿A quién podríamos hacer señales? —preguntó Jill—. ¡Ni siquiera sabemos dónde estamos!

El hombre no le hizo caso, y se puso a gritar:

—¡Muchachos! ¡Venid aquí en seguida!

No hubo respuesta, naturalmente… no podía haberla, ya que los niños se hallaban en el mar a varios kilómetros de distancia.

—Mañana vendré a decir a esos niños que cuando les llamo deben contestar —dijo el hombre, enojado—. Ahora me marcho… pero mañana volveré. Decidles que mañana han de estar aquí, junto a la tienda.

Jill y Mary no dijeron nada. No podían decírselo a los niños… y se preguntaban qué ocurriría cuando aquellos hombres descubrieran que no estaban en la isla.

Los hombres se marcharon en su lancha.

—¡Qué lástima que encendiéramos la estufa! —dijo Jill—. Supongo que ese avión debió ver la luz y dio parte… y pensaron que estábamos haciendo señales a alguien. ¡Qué inteligentes nos consideran! ¡Aunque ojalá «pudiésemos» hacer señales a alguien!

Ninguna de las dos podía imaginar lo que harían aquellos hombres cuando fuesen a buscar a los niños al día siguiente y vieran que habían desaparecido. Se acurrucaron juntas, tratando de dormir. Se despertaron temprano y comieron algo. Luego se pusieron a esperar a los hombres.

No había otra cosa que hacer…, era inútil tratar de esconderse. Sólo cabía fingir que ignoraban el paradero de los niños.

La motora no llegó hasta mediodía. Entonces dos hombres fueron a la tienda, y el que sabía hablar inglés miró a las dos niñas.

—¿Y los muchachos? —dijo—. ¿Por qué no están aquí?

—No lo sé —repuso Jill, tratando de hablar con valentía.

—¿Dónde están? —preguntó el hombre, furioso.

—No lo sé —replicó Jill, sin faltar a la verdad.

—¡No lo sabes! ¡No lo sabes! —exclamó el hombre con disgusto—. Es hora de que lo sepas. ¿Están en la isla?

—¿Por qué no va a verlo? —preguntó Jill—. Estoy segura de que no cree lo que le digo…, de manera que será mejor que vaya a mirar.

Los hombres miraron a la animosa niña y luego fueron a inspeccionar la isla. No encontraron a nadie, naturalmente, y regresaron con aspecto preocupado.

Se hablaron de uno a otro en un idioma que las niñas no comprendían. Luego fueron a los edificios en ruinas y los examinaron cuidadosamente. ¡No tardaron mucho tiempo en darse cuenta de que los niños habían deshecho la vieja cabaña!

—¡Vaya! —dijo el primer hombre—. ¡Los niños trataron de construir un bote!

Jill y Mary menearon la cabeza. Estaban muy alarmadas.

—¿Es una balsa lo que hicieron? —preguntó el hombre—. ¿Qué? ¿No vais a decírmelo, niñas malvadas? Entonces ordenaré a mis hidroplanos que busquen a esos niños perversos y los hagan volver. Y todos vosotros quedaréis prisioneros en otra isla hasta que os llevemos a nuestro país, donde permaneceréis mucho tiempo.

Las niñas empezaron a llorar…, no porque tuvieran miedo por ellas, sino porque no querían que los aviones buscasen a Tom y Andy.

Los hombres hablaron rápidamente entre ellos. Era evidente que deseaban regresar a la tercera isla y contar a su jefe lo ocurrido.

—Mañana vendremos por vosotras —dijo el primer hombre—. Y puede que entonces ya hayamos cogido a esos dos rebeldes. ¡Recibirán su bien ganado castigo, podéis estar seguras!

Se marcharon en su lancha, dejando atrás a dos niñas infelices.

—¡Oh, espero que no cojan a Tom y a Andy! —sollozaba Mary—. ¡Qué mala suerte! Ahora recorrerán todo el mar hasta encontrarles. Y mañana vendrán a buscarnos y se nos llevarán.

—¡Bueno, pues a «mí» no se me llevarán! —exclamó Jill, secándose los ojos con fiereza—. ¡Tendrán que buscarme! Me iré a la segunda isla y haré que me busquen por toda la primera sin encontrarme. ¡Eso les daré un buen susto! ¡Me esconderé en la cueva donde almacenan los alimentos!

—¡Y yo también! —replicó Mary, enjugándose también los ojos—. ¡Aguardaremos a que baje la marea y luego iremos por encima de las rocas!

De manera que cuando la marea bajó aquel día, las dos niñas recorrieron a toda prisa la línea de rocas que unía una isla con la otra, y llegaron a la playa arenosa. No lejos de allí estaba la entrada de la cueva que conducía a la «Cueva Redonda».

—Nadie nos ha visto —dijo Mary mientras corrían hacia la cueva—. Nos esconderemos aquí y el enemigo pensará que también hemos escapado de la isla. Tal vez estén tan ocupados buscándonos, que puede que se olviden de los niños.

—No creo que se olviden de Andy y Tom —repuso Jill, caminando por el pasillo en dirección a la «Cueva Redonda»—. Estoy segura de que ya les están buscando los hidroaviones. He oído despegar en la isla a dos o tres. Mira, Mary…, este cofre está vacío. Soquemos las latas y cosas que quedan en su interior y metámonos dentro. Si oímos venir a alguien, cerraremos la tapa.

Las dos niñas prepararon el arcón y luego se entretuvieron buscando la abertura del túnel que conducía desde la cueva al acantilado de la parte de arriba, pero no pudieron encontrarla.

—Me pregunto si ya es de noche —dijo Mary, puesto que era imposible saberlo en aquella oscura cueva. Las niñas llevaban la linterna de Andy, dado que en la cueva no entraba la luz del día. Se arrastraron hasta la cueva de la playa para ver. Sí…, fuera estaba oscureciendo. Pronto caería la noche.

—Voto porque hagamos una especie de cama blanda con la arena del suelo —propuso Jill—. Podemos cubrirnos con esos sacos vacíos. ¡Y por la mañana nos asomaremos a ver si vemos algo!

De manera que se prepararon las camas de arena y se cubrieron con los sacos. Se quedaron profundamente dormidas y no despertaron hasta la mañana.

¡Y entonces, cuando se asomaron a la cueva de la playa, tuvieron una gran sorpresa! Amerizando graciosamente sobre las mansas aguas, había un hidroplano enorme que runruneaba como una gran avispa zumbadora.

—¡Viene a por nosotros! —gritó Mary asustada, y las dos niñas volvieron a refugiarse corriendo en la «Cueva Redonda».