Andy traza un plan
Tom, Mary y Jill miraron a Andy, excitados.
—¿De verdad sabes de algún medio para escapar, incluso ahora que nos han quitado el barco? —preguntó Jill—. Eres «muy» listo, Andy.
—Bueno, es inútil tratar de apoderarnos nuevamente de uno de los botes del enemigo, o de recuperar el nuestro —dijo Andy—. Y de nada sirve poner una señal para los barcos que pasen, por dos razones… una es que estoy completamente seguro de que no pasa ningún barco cerca de estas islas, o hubiera descubierto el secreto de los submarinos… y la segunda razón es que también estoy convencido de que el enemigo no nos dejaría poner ninguna señal.
—Continúa —dijo Tom, seguro de que Andy tenía alguna buena idea.
—Bien, mi idea es… ¡que lo mejor es construir una balsa! —exclamó Andy—. No podemos conseguir un bote, ni construirlo… pero sí podríamos hacer una balsa y un mástil para colocar la vela. Tenemos mucha comida para llevarnos… y tú y yo, Tom, podríamos irnos solos y tratar de llegar a casa. No me atrevo a llevar a las niñas… tendrán tanto frío en una balsa abierta… y estarán más seguras aquí.
—¡No vais a «llevarnos»! —exclamó Jill, indignada—. ¡«Claro» que nos llevaréis! No queremos quedarnos aquí… ¿verdad, Mary?
—Escucha, Jill… sólo tenéis diez años y no sois muy fuertes —les dijo Andy con paciencia—. Si os llevamos haréis las cosas mucho más difíciles para Tom y para mí. Si llegamos a casa sanos y salvos podremos venir a rescataros en seguida… y si no llegamos, por lo menos estaréis seguras en la isla.
Las niñas lloraron amargamente al oír esto. Les parecía injusto. Ignoraban que Andy no estaba muy convencido de que lograsen regresar a su casa, y que tenían miedo de que las niñas fueran barridas de la balsa por las grandes olas. Él y Tom eran fuertes… y además eran niños… pero las niñas no podrían resistir el navegar a la deriva en una balsa durante días y días.
Andy se mantuvo firme y las niñas se enjugaron las lágrimas para escuchar sus planes. Tom se preguntaba cómo iban a construir la balsa.
—Tendremos que echar abajo nuestra cabaña de madera para utilizar los tablones —dijo Andy—. Por suerte tenemos muchos clavos.
—¿Pero dónde viviremos si echamos abajo la cabaña? —Preguntó Jill, desilusionada.
—Ya he pensado en eso —replicó Andy—. Veréis, si empezamos a demoler la cabaña, el enemigo lo notaría y adivinaría lo que estábamos haciendo. Bien… yo he pensado que podríamos fingir que la cabaña se ha derrumbado sobre nosotros, y yo pediría al enemigo que nos diera una tienda de lona en la que vivir. ¡Entonces podríamos vivir en la tienda y hacer nuestra balsa con la cabaña derruida!
—Eso sí que es una buena idea —dijo Tom—. Así tendremos las dos cosas que queremos… algo donde vivir… y madera para construir la balsa… y el enemigo nos ayudará sin saberlo.
—Sí —repuso Andy, sonriendo a los otros tres—. Será mejor que esperemos un día o dos, porque el enemigo nos vigilará un poco al principio para ver si tenemos nuevas ideas para escapar. No haremos nada sospechoso durante los próximos días.
—De acuerdo —dijeron los otros, comenzando a sentirse otra vez excitados. Seguían estando terriblemente decepcionados al pensar que les habían arrebatado su precioso bote… pero no importaba, quizá su balsa tuviera mejor suerte.
De manera que durante los días siguientes, los niños no hicieron más que jugar, bañarse, pescar y vadear, y el enemigo, que cada día enviaba un hombre al mediodía, no vio nada que le hiciera pensar que los niños tenían algún plan.
—Creo que va a haber tormenta —observó Andy la tarde del tercer día—. Ésa sería una buena excusa para que nuestra cabaña se viniera abajo. ¡En cuanto se haya ido hoy ese hombre, convertiremos la cabaña en una ruina!
El hombre llegó y tras echar un vistazo a la isla se fue. En cuanto se hubo marchado, los niños corrieron a la cabaña. Andy quitó los clavos y sacó los tablones. Dando martillazos al tejado consiguió hundirlo en parte y hacer un gran agujero. Consiguió debilitar tanto un lado de la cabaña, que cayó encima de la cama de las niñas.
—¿Verdad que ahora es sólo una ruina? —exclamó Jill, riendo—. Será mejor que extendamos la vela por este lado de la cabaña, Andy, o la lluvia nos entrará esta noche.
—Sí, eso haremos —repuso Andy. De manera que cuando hubieron hecho todo lo posible para que su cabaña diera la impresión de caerse a trozos, colocaron la vela en el lado abierto como protección, y luego se sonrieron unos a otros.
—¡Y mañana representaremos una bonita comedia para el enemigo! —dijo Andy, riendo—. Fingiremos que durante la tormenta que ahora empieza a dejarse oír, nuestra cabaña fue destruida… y vendaremos la cabeza a Jill como si le hubiese caído encima… y yo me vendaré la pierna también. ¡Y suplicaremos que nos den una tienda con la mayor humildad!
—Espero que no se me escape la risa —dijo Mary.
—Si se te escapa te merecerás una buena azotaina —comenzó a decirle Andy en tono fiero… pero Mary se apresuró a atajarle:
—No lo he dicho en serio, Andy. «No» me reiré. En realidad, estaré muy asustado, aunque no pienso demostrarlo.
—Está bien —dijo Andy, calmándose—. ¡Canastos! ¡Vaya un trueno!
La tormenta comenzó entonces. No fue muy mala, pero los niños se alegraron de tener la protección de la gran vela, que cubría el lado abierto de la cabaña. El viento soplaba con fuerza, y Andy y Tom tuvieron que sentarse encima de la vela; para evitar que volara. Los truenos retumbaban y estallaban y los relámpagos iluminaban las islas. Sin embargo, al cabo de una hora la tormenta había cesado y el viento volvió a apaciguarse.
Por la mañana los niños quitaron la vela y la escondieron bien, ya que Andy no quería que el enemigo conociera su existencia. Procuraron que diera la impresión de que la cabaña había sido derrumbada por el viento, Jill rompió un plato y esparció los pedazos como si la tormenta hubiese sido la causante del accidente.
—Ahora vendaré la cabeza de Jill con mi pañuelo —dijo Andy, sacando uno bastante sucio—. Y emplearé un trapo para atarme la pierna. Diremos que nos lastimamos durante la noche.
Cuando el hombre fue a ver a los niños e inspeccionar la isla como de costumbre, le sorprendió encontrar a Jill con la cabeza vendada y a Andy cojeando.
Andy le gritó:
—¡Eh! ¡Nuestra cabaña se ha derrumbado! ¡Venga a verlo!
El hombre acudió a ver. No sabía hablar inglés, pero comprendió en seguida que la cabaña había caído sobre los niños durante la tormenta. Jill se sentó en el suelo fingiendo llorar, y sosteniéndose la cabeza con la mano. Mary trataba de consolarla.
—Necesitamos una tienda donde dormir —dijo Andy. El hombre no comprendió. Tom sacó su librito de notas y dibujó una tienda. El hombre hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, dijo algo que sonó como «¡Ya, ya!», y se marchó en su bote.
—No llores demasiado, Jill o el hombre querrá ver tu herida —le aconsejó Andy—. Tenía mucho miedo de que te quitase la venda para ver si te habías hecho daño.
—¡Cielos! —exclamó Jill, alarmada—. ¡No había pensado en eso!
—Espero que regrese con una tienda —dijo Tom—. Será mejor que subas al acantilado, Jill, y te sientes en lo alto, así si ese hombre vuelve no pedirá ver tu herida.
Jill se fue con Mary. Tom y Andy aguardaron el regreso del hombre, que volvió a las tres horas… ¡trayendo una tienda! Los niños estaban contentos.
El hombre miró a su alrededor buscando a las niñas. Se tocó la cabeza mirando a Andy. Trataba de decirle que deseaba ver a la niña de la cabeza vendada. Andy le indicó el acantilado con un movimiento de cabeza.
Y el hombre al ver a las niñas sentadas en lo alto del acantilado, pareció satisfecho. Dejó la tienda en la playa, le mostró a Andy las cuerdas y estacas con que montarla y volvió a marcharse en su bote.
—¡Bien! —exclamó Andy—. Montaremos la tienda en un lugar resguardado de la próxima caleta. No quiero que ese hombre visite la hondonada muy a menudo, o se daría cuenta de que los restos de la cabaña van desapareciendo poco a poco.
Montaron la tienda en la cala siguiente, justo al volver el acantilado, en lugar más resguardado del fondo de la playa, donde la maleza crecía en abundancia. Hicieron las camas con acebo y helechos y encima colocaron las mantas.
El hombre volvió al día siguiente y Andy le mostró dónde habían colocado la tienda. Andy cojeaba con el trapo atado a la pierna, cosa que hacía sonreír a los otros… pero el hombre no adivinó que fuera un engaño. ¡En cuanto se hubo ido Andy corrió como de costumbre!
Ahora el tiempo no era tan bueno. El sol no calentaba tanto, y las nubes velaban el cielo, dejando caer algún chaparrón de cuando en cuando. Los niños tenían que permanecer muchos ratos sentados en el interior de la tienda y deseaban comenzar a construir la balsa.
—No quiero empezarla hasta estar seguro de que ese hombre ha olvidado la cabaña derrumbada —dijo Andy—. Ayer trajo su bote a esta playa, en lugar de la siguiente, y apenas miró la isla. Si viene a esta cala hoy, esta misma tarde podemos empezar la balsa.
El hombre fue al mediodía como siempre. Esta vez trajo muchas provisiones, y trató de hacer entender a los niños que no iba a ir durante varios días. Les mostró tres dedos y sacudió la cabeza.
—Creo que nos quiere decir que no vendrá hasta dentro de tres días —dijo Andy, mientras el corazón le saltaba de alegría. Hizo un gesto de asentimiento al hombre, que en vez de examinar la isla, como de costumbre, se fue derecho a su bote.
—¡Vaya, esto sí que es suerte! —exclamó Andy, satisfecho, en cuanto se hubo marchado—. Estoy seguro de que no vuelve durante algunos días… y nos ha traído una espléndida cantidad de alimentos que nos irán de primera para la balsa. ¡Podemos comenzar a construirla esta tarde con toda tranquilidad!