Capítulo XIX

Un sobresalto para los niños

Los cuatro niños estaban tan excitados por haber liberado su bote de las rocas, que al principio no pudieron hacer otra cosa que reír, saltar y aplaudir. Estaban todos cansados después de su larga lucha con el mar, pero tan contentos que se olvidaron de todo… de sus doloridos brazos y piernas, de sus bocas llenas de salitre y de sus ropas empapadas.

El bote permanecía escorado en la orilla. Andy lo examinó con atención. Estaba seguro de que si podía clavar unas tablas en su interior, donde había chocado con las rocas, conseguiría repararlo lo suficiente para regresar a casa.

—Hará agua pero las niñas pueden irla achicando —dijo Andy—. Lo arreglaré lo bastante para que pueda navegar. ¡Caramba! ¡Jamás pensé que lo conseguiríamos!

Los niños habían estado tan ocupados que ninguno, ni siquiera Tom, pensó en desayunarse. Pero de pronto Andy sintió mucho apetito y envió a las niñas a preparar algo que comer.

—Y traed también un jarro de cacao caliente —les pidió—. Estarnos todos empapados, y nos sentará bien algo caliente.

Tom fue a buscar las herramientas a la cabaña, y la caja de clavos, tornillos y pernos. Andy iba a estar muy atareado. De una forma u otra el bote tenía que quedar listo antes de que se conociera la fuga de Tom.

Tras un apresurado desayuno, todos se pusieron a trabajar bajo las órdenes de Andy. Andy arrancó algunos listones del techo de la cabina para emplearlos en reparar el bote. Las niñas arrancaron los clavos de dichos listones. Tom observaba a Andy y le iba entregando todo el material que necesitaba.

El ruido del martillo resonó en toda la isla.

—¿Tú crees que nos oirá el enemigo? —preguntó Jill, preocupada.

—No podemos evitarlo —replicó Andy—. ¡No es posible dar martillazos y no hacer ruido! Pásame los clavos más grandes que tengas, Tom.

Todos trabajaban de firme durante toda la mañana, y al fin Andy exhaló un suspiro de alivio.

—Bueno… creo que está arreglado. Irá haciendo agua porque no he podido repararlo como es debido… pero las niñas pueden ir achicándola mientras tú y yo manejamos el bote, Tom.

—¿Está ya preparado del todo? —preguntaron las niñas con interés.

—He hecho todo lo que sé —repuso Andy—. Ahora vosotras id a buscar todas las mantas, y Tom y yo traeremos los comestibles que enterramos en la arena al fondo de la playa, junto a la cabaña. Recogeremos todo lo que podamos, lo echaremos al agua, y a navegar. ¡Cielos, nunca pensé que podríamos hacerlo!

Los cuatro fueron a buscarlo todo. Estaban contentos y excitados. Puede que tardaron siglos en llegar a casa… pero por lo menos iban a abandonar aquellas extrañas islas desconocidas, llevando consigo su secreto.

Las niñas recogieron las mantas. Los niños ataron las cajas y latas juntas, y atravesaron la isla con su pesada carga para volver al bote.

Era difícil descender por el acantilado con tanta carga, pero lo lograron felizmente. Los niños echaron las mantas sobre la cubierta y los niños almacenaron los comestibles en la cabina. ¡Ahora podían marcharse!

—Aguardad un momento… nos llevaremos la vela vieja —dijo Andy—. Podría montarla otra vez y nos será útil.

Corrió a buscar la vela… y entonces se detuvo de pronto mirando al suelo. Allí, junto a sus pies había algo que le causó gran asombro.

—¿Qué es, Andy? —le gritó Tom viendo el rostro intrigado de Andy.

—Mira esto —dijo Andy, recogiendo una cerilla seca y limpia, acabada de encender.

—¿Qué pasa? Es sólo una cerilla —dijo Tom.

—Es una cerilla que hace poco que ha sido encendida —le hizo observar Andy—. Y está en una arena que ha sido cubierta por la marea desde que hemos trabajado en el bote esta mañana. Bien… ¿alguno de nosotros ha encendido una cerilla y la ha tirado? No… Entonces, ¿quién ha sido?

—Oh, Andy… seguramente estarás equivocado —dijo Jill, casi a punto de llorar—. Nadie más ha estado aquí. Le habríamos visto.

—Me pregunto si habrá venido alguien mientras íbamos a buscar las mantas y comestibles —dijo Andy, mirando a su alrededor—. No me gusta eso… y, ¡oh, cielos… mirad esas pisadas en la arena! ¡No son «nuestras» huellas!

Los cuatro pequeños contemplaron aquellas grandes pisadas. Quienquiera que las hubiese dejado llevaba botas claveteadas… y los niños calzaban zapatos de goma.

Las niñas estaban asustadas. Sí… alguien había estado en la playa mientras ellas iban a recoger sus cosas. ¿Pero quién? ¿Y dónde estaba ahora?

—Bueno… echemos el bote al agua y confiemos en escapar antes de que nos detengan —dijo Andy—. Vamos… nos arreglaremos sin la vela.

Corrieron hacia el bote y cogieron la cuerda para arrastrarlo al mar… pero cuando iban a hacerlo, una voz potente les gritó desde el extremo del acantilado.

—¡Alto! «¡Halt!».

Los niños dejaron de tirar del borde y se volvieron en redondo. Ante ellos estaba el enemigo… ¡Cuatro de ellos! El que gritaba era el hombre que hablaba inglés.

Los niños miraron con miedo a los cuatro hombres que se acercaban rápidamente por la playa. Se hablaron unos a otros en lengua extranjera. Luego, el primer hombre habló otra vez:

—¡Vaya! ¡De manera que sois cuatro… y todos niños! Éste es el que se escapó… Ah, te crees muy listo, ¿verdad?

—Lo soy bastante —replicó Tom con osadía. «Estaba» asustado… pero no iba a demostrarlo. ¡«No…»; era inglés y esos hombres no debían pensar que podían «asustarle»!

—Sacasteis vuestro bote de las rocas y pensabais escapar felizmente, ¿no es verdad? —le dijo el hombre con aire burlón—. Bueno, pues os equivocáis. Ahora nos llevaremos el bote… y quedaréis prisioneros en esta isla durante todo el tiempo que nosotros queramos. Volved a sacar los comestibles y las mantas. ¡Los necesitaréis si vivís aquí durante meses!

Los niños sacaron todas las viandas y las mantas que tan alegremente habían metido en el barco. Tom se alegró al ver que ni Jill ni Mary lloraban, ¡bien! ¡Eso demostrará al enemigo lo valientes que pueden ser los niños ingleses!

—Ahora nos vamos —les anunció el hombre que hablaba inglés. Y tras dar una rápida orden a los otros hombres, dieron la vuelta al acantilado y reaparecieron con una pequeña lancha que se mecía sobre las olas. Era evidente que habían desembarcado al otro lado del acantilado, estuvieron observando a los niños y por fin les sorprendieron.

Andy y los otros tuvieron que contemplar cómo los hombres bajaban su barco hasta el mar y lo montaban. Habían atado su pequeña lancha detrás, y ahora, saludándoles burlonamente, se alejaron por el agua, dieron la vuelta al acantilado, y desaparecieron de su vista remando con presteza en el bote de Andy.

Los niños les miraban marchar con ira y desesperación en sus corazones. ¡Tanto trabajo para nada! ¡Cómo habían batallado con el mar aquella mañana… cómo habían sufrido par poner a flote su barco! Y ahora habían sido descubiertos; les habían quitado su barco, y eran auténticos prisioneros.

Andy alzó su puño cerrado contra el barco, que se alejaba remolcando el bote más pequeño.

—Vosotros creéis que podéis burlaros de un niño escocés, pero no es cierto. ¡Todavía os venceré! ¡A vosotros y a vuestros submarinos!

De mala gana, los niños recogieron las mantas y los comestibles y fueron subiendo el acantilado para atravesar la isla y regresar a su cabaña. Colocaron los alimentos en el suelo en un rincón, y tiraron las mantas sobre las camas.

Luego se sentaron, mirándose los unos a los otros. Y entonces las niñas comenzaron a llorar, dejando que las lágrimas resbalaran por sus mejillas sin tratar de enjugarlas. Estaban tan cansadas y tan decepcionadas…

También a Tom se le llenaron los ojos de lágrimas al ver a las niñas tan tristes. Pero se las tragó tras echar un vistazo al rostro de Andy. Los ojos azules del muchacho parecían de piedra y su boca tenía una expresión firme y decidida. Andy no pensaba en llorar ni en lamentarse. Andy estaba enojado y fiero, y permanecía silencioso mirando fijamente ante sí, pensando con todas sus potencias.

—Andy… ¿en qué estás pensando? —le preguntó Tom al fin—. Pareces tan furioso. ¿No estarás enfadado con «nosotros», verdad?

—No —repuso Andy—. Todos hemos hecho lo que hemos podido… y volveríamos a hacerlo. ¡Te aseguro, Tom, que «saldremos» de esta isla! De una manera u otra tenemos que escapar y contar nuestro secreto. No importa lo que nos ocurra a cualquiera de nosotros: debemos intentar regresar a casa y contar lo que hemos visto. En tanto el enemigo permanezca escondido en estas islas pudiendo venir aquí siempre que precise alimentos o combustible, nuestros barcos seguirán hundiéndose por estos mares.

—Oh, Andy… está muy bien decir esas cosas… ¿pero cómo vamos a marcharnos ahora que no tenemos barco? —le preguntó Jill, enjugándose los ojos.

—Ya pensaré cómo —replicó Andy—. Ya se me ocurrirá algo. Ahora quiero estar solo para encontrar una salida en este aprieto. No vengáis conmigo. Quiero estar solo.

El muchacho salió de la cabaña, y trepando al acantilado se sentó entre la maleza con sus ojos azules fijos en el horizonte. ¿Cómo lograría llegar a su casa? ¿Cómo contar su secreto? Durante dos horas permaneció allí sentado, pensando y haciendo cábalas, tan quieto, que las gaviotas que volaban sobre su cabeza se preguntaron si estaría dormido.

Y de pronto Andy se enderezó para ponerse en pie. Fue al encuentro de los otros con los ojos brillantes y la cabeza erguida.

—Ya sé cómo saldremos de aquí —les anunció con orgullo—. ¡Por fin se me ha ocurrido algo!