Capítulo XIV

Un prisionero en la cueva

¿Qué le habría ocurrido a Tom? Muchas y grandes cosas. Había remado felizmente hasta la playa donde estaban las cuevas escondidas en el acantilado. Luego de subir el bote a la arena, penetró en la primera cueva. Recorrió el pasadizo rocoso, tambaleándose hasta llegar a la extraña cueva redonda que estaba llena de comestibles.

Como no tenía linterna tuvo que ir tanteando en la oscuridad para buscar su cámara. Le llevó bastante tiempo el encontrarla.

—¿Dónde la «puse»? —se preguntaba el niño, nervioso—. ¡Oh, si por lo menos tuviese una cerilla!

Pero no la tenía. Tanteó latas y cajas… y por fin su mano se posó sobre una máquina fotográfica, segura en su funda impermeable.

«Bien —pensó Tom—. Ahora sólo tengo que correr hasta el bote y regresar. Debo darme prisa o los otros estarán preocupados».

Pero Tom tuvo un sobresalto terrible cuando iba a salir de la «Cueva Redonda» para volver a la playa. ¡Oyó voces!

El niño permaneció completamente inmóvil mientras el corazón le latía de prisa. ¿Qué voces eran ésas?

Se fueron acercando. ¡En la playa habían hombres! ¡Y habrían descubierto su bote! ¿Era el enemigo?

¡Pobre Tom… sí que «era» el enemigo! Tom no había oído el ruido del hidroplano al aterrizar sobre el agua. Ni siquiera vio el bote de goma que se aproximó rápidamente a la playa, pero ahora sí oía las voces de los hombres.

Habían visto el bote en la playa y habían ido a examinarlo. Pronto cayeron en la cuenta de que se trataba del bote robado, que ya había sido echado en falta y lo andaban buscando.

Los hombres comprendieron en seguida que el propietario del bote estaba en… la cueva. E iban a buscarle allí.

Tom regresó a la «Cueva Redonda», ocultándose detrás de un montón de cajas. Estaba completamente seguro de que le descubrirían… y mientras se acurrucaba allí tembloroso y asustado, tomó la «firme» determinación de no decir que otros habían ido con él a las islas. Tal vez consiguiera hacer creer a aquellos hombres que era el único… y de este modo puede que no buscasen a los demás.

«He sido un perfecto tonto al exponerme a un peligro semejante —pensó el pobre Tom—. Pero por lo menos tal vez pueda evitar que persigan a los otros».

Los hombres entraron en la «Cueva Redonda». Llevaban potentes linternas que dirigían a todas partes… y casi al momento vieron los pies de Tom que asomaban detrás de una caja.

Le sacaron a rastras y él se incorporó. Parecieron quedar asombrados al ver que era sólo un niño. Ellos esperaban a un hombre. Hablaron entre ellos en un lenguaje que Tom no pudo entender.

Uno de ellos, que sabía hablar inglés, se dirigió a Tom.

—¿Cómo llegaste a esta isla?

—Salí en un bote de vela y la tormenta me hizo naufragar —dijo Tom—. Si miran podrán ver mi barco entre las rocas de la costa de la isla siguiente.

—¿Hay alguien más contigo en esta isla? —preguntó el hombre—. Di la verdad.

¡Tom pudo contestar sin faltar a la verdad que «no había» nadie más con él en la isla! Gracias a Dios los otros estaban en la primera isla.

—No hay nadie más —repuso—. Registren la cueva y lo verán.

Los hombres volvieron a registrar la cueva, pero, naturalmente, no encontraron a nadie. Sin embargo, no parecían satisfechos. Tom pudo darse cuenta de que estaban seguros de que habían otros.

—¿Cómo descubriste esta cueva? —le preguntó el hombre que hablaba inglés.

—Por casualidad —replicó Tom.

—¿Y supongo que también encontraste el bote por casualidad, y viste los submarinos por casualidad? —dijo el hombre en tono desagradable—. ¿Estás seguro de que no hay nadie más contigo?

—Completamente —repuso Tom—. ¿No les hubieran visto en la cueva si estuviesen?

—No vamos a creerte —dijo el hombre con una risa horrible—. Registraremos esta isla y las dos contiguas… ¡y si encontramos a alguien más, vas a sentirlo mucho, pero mucho!

—¡No encontrarán a nadie! —exclamó Tom, esperando que así fuera y deseando poder avisar a Andy y a las niñas de algún modo—. ¿Van a hacerme prisionero?

—Desde luego que sí —contestó el hombre—. Y puesto que al parecer te gusta tanto esta cueva, te dejaremos aquí. ¡Tienes comida… y si estás aquí no podrás ir espiando por ahí! Pondremos a un hombre de guardia en la entrada… de manera que si tratas de escapar, o alguien intenta entrar, será detenido. Nuestro hombre estará bien escondido detrás de la roca de la entrada… y si algún amigo tuyo trata de rescatarte, se llevará una sorpresa.

Tom le escuchaba y el corazón le bajó hasta los talones. ¡Qué idiota había sido! Iba a ser un prisionero… y si los otros trataban de rescatarle también los cogerían, ya que jamás adivinarían que había un centinela escondido tras las rocas, aguardándoles.

Tom se sentó sobre una caja. No iba a llorar. No pensaba demostrar a aquellos hombres lo asustado y preocupado que estaba. Su rostro expresaba valentía y coraje… pero en su interior estaba llorando a mares. ¡Si por lo menos pudiera avisar a Andy!

¡Pero no podía hacer nada… nada! Sólo permanecer sentado en la cueva, rodeado de suculentos manjares, que ni siquiera se molestaba en contemplar, pensando en los otros. ¡Pobre Tom! ¡Era un castigo terrible por haber sido lo bastante descuidado como para olvidar su cámara y lo bastante tonto como para tratar de recobrarla!

Los hombres le dejaron una lámpara. Se estaba haciendo tarde y Tom estaba cansado… pero no podía dormir. Oyó salir a los hombres y supo que el centinela había quedado entre las rocas. No podría escapar. ¡Pero lo intentaría!

De manera que muy despacio comenzó avanzar por el pasillo rocoso en dirección a la cueva arenosa de abajo. Pero sus pies hacían correr las piedras de cuando en cuando y una voz gritó en la oscuridad.

No pudo entender lo que le decía, pero la voz era tan severa que regresó corriendo a la «Cueva Redonda». Era inútil tratar de escapar.

Volvió a sentarse, preocupado por los otros. ¿Qué estarían pensando y haciendo? ¿Adivinarían que había ido a buscar su cámara e irían a buscarle cuando la marea descubriera las rocas a la mañana siguiente? En ese caso, les atraparían sin la menor duda.

Andy y las niñas permanecieron sentadas hasta que les rindió el sueño. Entonces volvieron a la cabaña, se acurrucaron en sus camas y durmieron intranquilos preocupados por Tom y el bote perdido.

Por la mañana, Andy salió cautelosamente, preguntándose si el enemigo habría desembarcado en su isla para buscarles. Pero no pudo ver nada extraño.

Estuvo hablando con las niñas mientras ellas preparaban el desayuno.

—Es seguro que han cogido a Tom —les dijo—. Me temo que no hay duda sobre eso. Bueno, conozco a Tom lo suficiente para saber que no dirá que estamos aquí. No nos descubrirá. Pero es seguro que ellos buscarán por si hay alguien más por aquí. Tenemos que hacer dos cosas… escondernos de manera que «no puedan» encontrarnos… y luego pensar en un medio de rescatar a Tom.

—¡Oh, cielos! Parece imposible —exclamó Jill, muy preocupada. Mary comenzó a llorar.

—No llores, Mary —dijo Andy, rodeándola con su brazo—. Ahora tenemos que ser valientes. Somos niños ingleses y por eso hemos de tener mucho valor y montones de ideas. Hemos de pensar intensamente y ver lo que podemos hacer para despistar al enemigo.

—Pero Andy, ¿cómo podemos escondernos en esta isla desnuda? —dijo Mary, secándose los ojos y parpadeando entre sus lágrimas—. Registrarán toda la maleza. No hay buenos árboles donde ocultarse. Ni una sola cueva. ¡Realmente, no hay nada en absoluto!

—Tienes razón, Mary —dijo Andy—. Va a ser muy difícil. Pero hay que pensar «algo». Veréis, si pudiésemos ocultarnos y no ser descubiertos, podríamos pensar en un medio de rescatar a Tom… pero si nos encuentran no podremos ayudarle ni escapar para contar nuestro secreto.

—Sí… es muy, muy importante —dijo Jill, pensativa—. Pensemos en las formas de escondernos. Los arbustos no pueden servirnos, ¿verdad?

—Inútil —dijo Andy—. Yo pensé que quizá pudiésemos ir al barco y escondernos en la cabina… pero sé que mirarán allí.

—¿Podríamos escondernos en la cabaña? —preguntó Mary—. ¿Cubriéndonos con el acebo, o algo así?

—No —replicó Andy—. La cabaña no sirve. Nos descubrirían en seguida. Y no hay ningún otro sitio en los otros edificios derruidos. Ojalá conociésemos alguna cueva o algo parecido.

—Es una suerte que tengamos tanta comida escondida en la arena —agregó Jill—. ¡Si «conseguimos» escondernos no nos moriremos de hambre! ¡Sólo hay que ir desenterrando ese almacén de comida!

—Sí… es una suerte —repuso Andy—. ¡Escuchad! Parece el motor de una lancha, ¿verdad?

Andy se asomó a ver, manteniéndose oculto. Sí… una lancha estaba doblando la punta de la isla… una lancha motora con cinco hombres a bordo.

—¡Vienen! —susurró Andy—. Se acercan en una lancha a motor. ¡De prisa…!, ¿dónde nos escondemos?

—Será mejor que vayamos corriendo al otro lado de la isla —dijo Jill con el rostro muy pálido—. El primer lugar que registrarán será este lado donde desembarquen. ¡De prisa, Mary!

Los tres niños salieron de la cabaña y corrieron por el camino rocoso. Cuando la lancha llegó a la playa ya se habían perdido de vista. ¿Lograrían alcanzar el otro lado de la isla sin ser vistos…? ¿Pero qué podrían hacer allí? ¡En la playa no habían más que rocas y arena…! ¡Les iban a encontrar en dos minutos!