Una aventura osada
Los niños no pasaron muy buena noche después de todo, ya que estaban demasiado excitados para dormir. Habían ido todos en el bote remando hasta su isla, y luego de dejarlo atado en la playa, fueron a su cabaña.
A la mañana siguiente durmieron hasta tarde, ya que ninguno se durmió antes de medianoche… ¡y fueron despertados por el ruido palpitante que oyeron dos noches antes!
—¡Otra vez el hidroavión! —exclamó Andy, poniéndose en pie de un salto, y corriendo hasta la puerta de la cabaña llegó a tiempo de ver pasar el avión sobre su cabeza. Estuvo volando en grandes círculos hasta que se dispuso a aterrizar en las mansas aguas de la segunda isla.
—Eso significa que hoy no podemos irnos —dijo Tom al punto—. Hemos de conseguir alimentos para aprovisionar el bote… y no podemos hacerlo estando ese avión ahí.
—No…, no podemos —dijo Andy—. Pero te diré lo que podemos hacer, Tom. Podemos remar hasta la tercera isla, dejar atado nuestro bote en un lugar escondido, trepar a lo alto del acantilado, y tomar algunas fotos de la base submarina. Ya sabes que queremos sacar algunas fotografías.
—Sí…, podríamos hacer eso —repuso Tom—. Aunque tendremos que andar con mucho cuidado.
—Lo tendremos —repuso Andy—. Jill, ¿qué tenemos para comer?
Habían salchichas en conserva, habichuelas y salsa de tomate. Jill exhibió con orgullo unos panecillos hechos por ella. Comieron en silencio, meditando sobre todo lo ocurrido.
—Puede que este avión no se quede mucho tiempo —observó Andy—. Estuvo poco la última vez. Supongo que habrá venido a abastecer el almacén… o tal vez a llevarse provisiones. Habrá movimiento en este lado de la isla…, de manera que remaremos hacia el «otro», donde no seamos vistos, y luego hacia la tercera isla, y ataremos allí el bote. Vosotras debéis quedaros aquí.
—Oh, vosotros siempre hacéis cosas emocionantes —suspiró Mary—. ¿No podemos ir con vosotros? Yo no veo por qué no.
—Bueno, si hacéis exactamente lo que se os diga, podéis venir —concedió Andy tras unos instantes de reflexión. No le agradaba la idea de volver a dejar solas a las niñas. Tal vez fuese mejor que les acompañasen.
Las niñas estaban emocionadas. Recogieron las cosas del desayuno y lavaron los cacharros. Prepararon la comida para llevársela. Era una gran cosa el haber descubierto el almacén de la cueva…, ahora tenían mucha comida y de todas clases. ¡Confiaban en que el avión no se lo llevase todo!
Lo pusieron todo en el bote. Los niños remaron, teniendo buen cuidado de mantenerse al otro lado de la cueva cuando llegaron a la segunda isla. Remaron a toda prisa por el espacio de agua que separaba aquella isla de la tercera, y llegaron a su punto más apartado. Allí había una pequeña playa entre altos acantilados… tanto… que parecía que iba a desprenderse alguna roca grande de un momento a otro.
—Precisamente el lugar que buscábamos —dijo Andy, entrando en la playa—. Saltad, niños. Llevaros la comida. Ayúdame a subir el bote, Tom. Subiremos toda la playa y lo dejaremos debajo de este saliente del acantilado. Allí estará bien escondido.
Dejaron allí el bote. El extremo sobresalía un poco y podía ser visto. Jill corrió hasta una roca cubierta de algas y cogiéndolas a puñados, exclamó:
—¡Convirtamos el bote en una roca! ¡Cubrámoslo con algas!
—¡Muy buena idea! —dijo Andy—. ¡No sabía que las niñas tuvieran ideas tan estupendas!
—¡Espera y verás las magníficas ideas que tenemos! —exclamó Mary.
Fueron arrancando algas y el bote no tardó en estar cubierto de ellas y tener el aspecto de otra roca más, sin que nadie pudiera averiguar que no lo era, aun pasando muy cerca.
—Así está bien —observó Andy—. Ahora avanzaremos cautelosamente por este extremo de la isla hasta llegar a la pequeña caleta de donde robamos el bote. ¡Nos asomaremos desde el acantilado para Ver si dan señales de haber descubierto su desaparición! Luego gatearemos hasta lo alto del otro acantilado que domina la base submarina y Tom hará unas cuantas fotografías.
Todo fue bien. Manteniéndose junto a los altos arbustos de helechos y acebo, los niños no tardaron en llegar al acantilado bajo el cual se hallaba la caleta de los botes. Cautelosamente, Andy separó algunas ramas de helecho para asomarse y ver la playa.
Allí estaban el resto de los botes, todavía boca arriba. No había nadie allí. Por lo que Andy pudo ver, no habían echado de menos el bote. ¡Bien!
Andy y los demás miraron hacia la playa. Tom estaba satisfecho.
—En tanto no echen de menos nuestro bote, estamos a salvo —observó—. Yo creo que el enemigo se siente tan seguro aquí que no entra en sus cabezas que puedan robarles un bote. No creo que lleguen a echarlo en falta.
—Espero que tengas razón —dijo Andy—. Pero no pensemos que el enemigo es descuidado o estúpido. Debemos pensar que son listos e inteligentes, y tratar de ser lo mismo nosotros. Ahora arrastrémonos hasta el próximo acantilado… y vosotras podréis ver los submarinos. ¡Será un buen espectáculo!
Muy despacio y con sumas precauciones los cuatro avanzaron por entre los arbustos hacia el siguiente acantilado. Todos estaban agazapados en el suelo y atisbaron entre los matorrales. Las niñas lanzaron una exclamación de sorpresa.
—¡Cielos! —exclamó Jill—. Uno…, dos…, tres…, cuatro…, cinco…, seis…, siete… ¡Cuántos submarinos hay aquí! Y todos van marcados con la cruz gamada.
—¡Una base submarina tan cerca de nuestra propia tierra! —dijo Mary—. ¡Y nadie lo sabe!
—¿Dónde está tu cámara fotográfica, Tom? —susurró Andy.
Tom la llevaba colgada del hombro. Con cuidado la despojó de su funda impermeable y se dispuso a tomar las fotos.
—Los dos primeros negativos son del hidroplano —dijo el niño en tono bajo—. Terminaré el resto del rollo con las fotos de los submarinos. Las fotos pueden ampliarse cuando lleguemos a casa. ¡Entonces nadie podrá dudar de nosotros ni decir que lo hemos inventado!
«¡Clic!», hacía la cámara.
—Una foto tomada —dijo Tom—. He cogido a esos dos grandes submarinos que están juntos.
«¡Clic! ¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!» Tom tomó las fotos con todo el cuidado posible para que fuesen buenas. Pronto hubo agotado todo el carrete.
—Esperaré a que estemos de vuelta en la cabaña para sacar el carrete en un rincón oscuro —dijo el muchacho—. ¡Ha sido un buen trabajo!
Metió la cámara en su funda, y los cuatro continuaron mirando los submarinos. Mientras observaban, entró uno en el puerto y salieron dos.
—Irán a hundir más barcos nuestros, supongo —exclamó Andy, furioso—. ¡Si pudiésemos detenerlos! Pero ya acabaremos con todos cuando demos la noticia en casa. Me figuro que enviarán aquí un par de barcos de guerra.
—¿Estamos seguros para comer algo? —preguntó Tom—. Tengo apetito.
—Ojalá me dieran un duro cada vez que oigo a Tom decir eso —dijo Jill, riendo.
—Bueno, sólo digo lo que estáis pensando todos —replicó Tom—. ¡Apuesto a que tenéis hambre!
¡Era cierto! Andy encontró un bosquecillo de arbustos no lejos de lo alto del acantilado. Allí la maleza era más alta que los niños y una vez se hubieron instalado entre la fronda, nadie hubiera podido verlos, ni desde arriba, ni pasando cerca de allí.
Comieron muy a gusto. Se tumbaron cara al cielo azul y lo contemplaron entre las ramas. Era maravilloso que el tiempo siguiera siendo tan bueno. Hubiera sido terrible que hubiese estado lloviendo todos los días.
—Ahora será mejor que regresemos —dijo Andy.
—Oh, ¿por qué? —preguntó Jill, somnolienta—. Estaba casi dormida.
—¡Te diré por qué! —exclamó Andy—. Suponiendo que echen de menos el bote robado…, bueno, el primer lugar que registrarían sería esta isla. Y nos encontrarían. No…, lo mejor que podemos hacer es regresar ahora, aguardar a que se vaya el avión y entonces ir directamente a la cueva y llenar nuestro bote de alimentos. Entonces podremos marcharnos esta noche.
—De acuerdo. Entonces vámonos ahora —dijo Jill, levantándose. Echaron un último vistazo a la base submarina y otro a la caleta de los botes. Luego emprendieron la marcha con sumas precauciones hacia la pequeña playa donde habían escondido su bote.
Allí estaba todavía envuelta en las algas. ¡Nadie lo había descubierto! Los niños lo echaron al agua, montaron en él, y Andy lo empujó antes de saltar.
Remaron por turnos. Estaban a mitad de camino de la segunda isla, en la costa opuesta a donde estaba la cueva almacén, cuando ocurrió una cosa terrible.
¡El hidroplano eligió aquel momento para abandonar las aguas de la segunda isla y elevarse en el aire, dispuesto a partir!
Los niños no tenían tiempo de subir el bote a la playa y esconderse. ¡Estaban en pleno mar, donde podían ser vistos fácilmente!
—Agacharos en el fondo del bote y así el piloto tal vez piense que no va nadie —ordenó Andy. Recogieron los remos rápidamente y se agazaparon. El avión se elevó rápidamente, y los niños apenas se atrevían a respirar, confiando que se alejase sin reparar en ellos.
Pero de pronto alteró su curso y comenzó a trazar círculos volando cada vez más bajo. Fue bajando los suficiente para examinar el bote y luego, elevándose otra vez, voló hacia la tercera isla y amerizó en la base submarina.
Andy se incorporó con el rostro pálido bajo su bronceado.
—Ya está —dijo—. ¡Nos han visto! Ahora contarán sus botes…, verán que falta uno… ¡y vendrán a por nosotros!