El secreto de las islas
A los niños les costaba dar crédito a lo que estaban contemplando. En el nordeste de la tercera isla había un buen puerto natural de aguas extremadamente profundas… y en estas aguas había lo menos siete u ocho submarinos.
¡Submarinos! ¡Una base de submarinos en aquellas islas desiertas! No era de extrañar que tantos barcos nuestros hubieran sido enviados al fondo de las aguas alrededor de aquellas islas.
—Es un verdadero nido de submarinos —susurró Andy, al fin—. ¡Submarinos enemigos! No puedo creerlo. Vaya, Tom, hemos descubierto un secreto sorprendente.
Los niños contemplaron el puerto. Algunos de los submarinos, como enormes cocodrilos grises, estaban fuera del agua. Un par de ellos salían del puerto mostrando el periscopio. Era un lugar extrañamente silencioso considerando que había allí tantos submarinos. No se oían voces… ni ruidos de motores…, sólo un rumor palpitante y apagado de cuando en cuando.
—Aquí se proveen de combustible y alimentos —susurró Andy—. Son submarinos pequeños…, este puerto puede albergar a una docena o más. Es un lugar perfecto para submarinos. ¿Te has fijado que no han construido muelles ni diques… ni una sola cosa que pudiera verse en caso de que pasaran por aquí nuestros aviones? Todo lo que tendrían que hacer en ese caso es sumergirse… y ya no queda nada que ver. Lo almacenan todo en las cuevas…, cielos, es sorprendente.
Durante mucho tiempo los niños estuvieron observando la extraña perspectiva. Dos submarinos se deslizaron silenciosos hacia la entrada del puerto…, situado entre dos arrecifes de rocas altas. Un tercer submarino entró yendo a situarse perezosamente junto a los otros, y los hombres que lo tripulaban salieron a cubierta y miraron a su alrededor.
Al principio, Tom estuvo tan lleno de sorpresa y alarma, tan dominado por la excitación, que no pudo pensar en otra cosa que en la vista de aquellos extraños bajeles. Luego, otra idea vino a su mente y se volvió a Andy.
—Andy —le dijo—. «Tenemos» que volver a casa y contar lo que hemos visto.
—Lo sé —repuso Andy—. Yo también estaba pensando en eso, Tom. Y hemos de sacar a las niñas de estas islas. Todos corremos peligro. Si el enemigo supiese que les estamos espiando, no sé lo que sería de nosotros.
—No me importa el peligro que corramos —replicó Tom, y era sincero—. Lo que sé, es que hemos de decir a nuestra gente que existe esta base submarina. Hay que destruirla. Andy, esto es serio.
Andy asintió. Ambos muchachos parecían haberse hecho hombres en aquel momento. Se miraron gravemente a los ojos y lo que vieron les satisfizo. Cada uno de ellos supo que el otro haría todo lo que estuviera en su mano y más.
—¿Tú crees que van a creernos si volvemos a casa con una historia semejante? —dijo Tom—. Los mayores tienen ideas extrañas algunas veces. Pueden pensar que lo hemos inventado… o que nos equivocamos.
—Traeremos tu cámara fotográfica y haremos unas cuantas fotos —dijo Andy—. Nadie puede dudar de unas fotografías. Y otra cosa que debemos hacer es tratar de recuperar nuestro bote. «Hemos» de sacarlo de entre las rocas como sea y repararlo. Es nuestro único medio de poder regresar a casa.
Contemplaron el puerto un rato más, y luego se arrastraron por lo alto del acantilado hasta llegar a unos arbustos. Agazapados entre ellos, corrieron hasta el final del puerto. Más allá había una caleta, y en la arena, varios botes pequeños. No se veía a nadie.
La vista de los botes excitó a Andy. ¡Si pudieran apoderarse de uno! Entonces él y Tom podrían remar hasta la segunda isla felizmente. Andy sabía perfectamente bien que Tom no podría regresar a nado… y no tenía intención de dejarle solo en aquella isla llena de submarinos.
—Tom —le dijo—, ¿ves esos botes? Bueno, ¿qué te parece si esperamos hasta la noche… y luego bajamos a la caleta y cogemos uno? Podríamos remar con facilidad hasta la segunda isla. Eso nos ahorraría el tener que nadar… e incluso puede que podamos llenarlo de provisiones y agua e intentar el regreso a casa. Intentaríamos colocar la vela como fuese.
—Buena idea, Andy —replicó Tom, con el rostro resplandeciente de excitación—. ¡Pero, escucha! ¿No se preocuparán mucho las niñas si no regresamos nadando antes de la marea baja de esta noche?
—Iremos al acantilado del otro lado de esta isla y les haremos señas —propuso Andy—. Tienen los prismáticos y nos verán con claridad. Por señas trataremos de hacerles comprender que nuestros planes han sido alterados, pero que estamos bien.
—Bueno —repuso Tom—. Vamos ahora mismo. ¡Estoy tan excitado que tengo que hacer algo!
Los niños fueron al otro lado de la isla. Al cabo de un rato las niñas aparecieron, saludándoles con la mano. Jill se llevó los prismáticos a los ojos.
—¡Los muchachos están muy contentos y excitados por algo! —observó—. Señalan, agitan las manos y no cesan de hacer señas. Parece como si quisieran hacernos comprender algo.
—Bueno, sólo puede ser que han descubierto algo emocionante y quieren hacer algo —dijo Mary, cogiendo los prismáticos para mirar—. Sí… Tom parece loco. Bueno, ya lo sabremos cuando regresen esta noche. Sólo espero que Tom sea capaz de nadar hasta aquí. Esta mañana tuve miedo de que se ahogara.
Los niños desaparecieron al cabo de un rato. Se sentaron en un hueco soleado y terminaron el resto de la comida. Andy encontró un arroyuelo y bebieron. Luego estuvieron charlando tranquilamente en espera de que llegara la noche.
Por fin llegó. La Luna estaba detrás de las nubes y sólo daba una ligera claridad de cuando en cuando. Los niños fueron silenciosamente a lo alto del acantilado que dominaba la pequeña ensenada contigua al puerto. Ya habían planeado la forma mejor para bajar. Andy iba delante. Trepaba como un gato. Tom le seguía, tratando de no dejar caer ninguna piedra.
Llegaron a la playa. Era arenosa y sus pies no hacían ruido. Se quedaron al amparo de la sombra del acantilado unos minutos, escuchando. No se oía ruido alguno, excepto el ligero batir de las olas rompiendo en la arena. Los botes no estaban lejos, puestos boca abajo y en fila. Nadie los vigilaba. ¿Y por qué iban a vigilarlos? Nadie había pisado aquellas islas desde que se fueron los colonos…, excepto las tripulaciones de los hidroaviones y submarinos enemigos.
Los niños se arrastraron por la arena plateada.
—Coge el bote de la izquierda —susurró Andy—. Es de nuestro tamaño.
Llegaron junto al bote… y entonces oyeron voces. Parecían venir del lado más apartado del acantilado y se oían claramente en la noche. Los niños no entendieron las palabras…, pero al oírlas fue suficiente para hacerles quedar inmóviles junto al bote que habían escogido.
Tom estaba temblando. ¿Y si los sorprendían en el momento de llevarse el bote? Sería demasiada mala suerte. Los niños escucharon hasta que las voces se fueron alejando y luego alzaron la cabeza con sumas precauciones.
—Cuando la Luna se esconda tras esa espesa nube, daremos la vuelta al bote y lo echaremos al agua —susurró Andy—. Tú coge por este lado y yo cogeré el otro. Estate preparado.
—De acuerdo —susurró a su vez Tom. De manera que cuando la Luna se ocultó tras la negra nube, los niños se pusieron en pie. Dieron la vuelta al bote sin apenas hacer ruido, aunque era incómodo y pesado. Luego lo arrastraron por la arena hasta el agua. Tom se subió y tomó los remos. Andy también se subió luego de darle un empujón. La Luna seguía escondida.
Silenciosamente, los niños remaron mar adentro con la esperanza de que la Luna permaneciera oculta tras la nube hasta que ellos estuvieran lejos. No se oían gritos. Ni pasos apresurados. ¡Hasta el momento no habían sido descubiertos!
Remaron de prisa. Cuando la Luna volvió a salir, estaban lejos de la pequeña ensenada.
—¡Mira! Gira un poco más —exclamó Andy—. Estamos pasando el extremo de la isla. ¡Lo hemos hecho bastante bien para llegar aquí tan aprisa!
Pronto dieron la vuelta al extremo final de la tercera isla, y entraron en el ancho brazo de mar que se extendía entre ella y la segunda isla. Luego se dirigieron a la playa bajo el acantilado donde habían dejado a las niñas.
Jill y Mary aguardaban allí. Habían estado muy preocupadas desde que se hizo de noche, viendo que los niños no regresaban. No podían imaginarse lo ocurrido, y estaban en un estado de gran alarma y temor.
Y por fin Jill, mirando a través de los prismáticos cuando la Luna salió de entre las nubes, había visto un pequeño bote que se aproximaba por el brazo de mar que separaba las dos islas. Se agarró al brazo de Mary.
—¡Mira! ¡Un bote! ¿Es el enemigo?
Las niñas miraron y miraron mientras el corazón les latía con fuerza. No podían ver quién iba en el bote. Cuando arribó a la playa, se oyó el canto de la gaviota.
—¡Andy! —exclamó Jill, y casi se cae del acantilado—. ¡Podría conocer su canto de gaviota en cualquier parte!
Los niños subieron al acantilado y llegaron al borde rocoso. Las niñas les abrazaron con entusiasmo, tan contentas estaban de verles.
—¡El bote! ¿De dónde lo habéis sacado? —exclamó Mary.
—Ahora os lo contaremos —replicó Andy, y los cuatro se sentaron en el acantilado fresco y, olvidándose de la brisa helada, charlaron y escucharon con avidez.
Las niñas apenas podían creerlo. Les parecía imposible.
—Y ahora que tenemos un bote, lo llenaremos de alimentos y agua, y veremos si conseguimos volver a casa —dijo Andy—. Es lo único que podemos hacer… y debemos hacerlo.
—Pero, Andy —dijo Jill—, supongamos que el enemigo descubre que les falta un bote…, ¿no se alarmarán y registrarán las islas?
—Sí…, desde luego que sí —dijo Andy—. Y por eso debemos comenzar mañana. Esta noche dormiremos bien…, cogeremos muchas provisiones de la cueva… y veremos si podemos regresar a casa.
—¡Si consiguiéramos alejarnos antes de que el enemigo descubra que les ha desaparecido un bote! —dijo Tom—. Oh, ¿creéis que lo lograremos?