¡Y ahora… a la tercera isla!
Los niños se alegraron de que se hubiese marchado el hidroavión.
—Suerte que ya habíamos quitado nuestra señal cuando voló por encima de nuestra isla —observó Andy, comiendo lo que los otros le habían llevado—. No pude avisaros. De repente se puso el motor en marcha, se deslizó sobre las aguas tranquilas, y luego se elevó en el aire.
—Andy, ¿tú crees que habrá algo que ver en las otras islas? —preguntó Tom.
—Es posible —repuso Andy—. Creo que deberíamos tratar de averiguarlo. Esa tercera isla tiene una forma tan particular…, muy larga y muy estrecha. En el otro lado puede que haya un puerto natural para hidroaviones. Tal vez los haya a montones.
—Bueno, hasta ahora sólo hemos oído uno —dijo Tom—. No me parece que anden muy atareados si es que «hay» muchos allí.
—No…, tienes razón, Tom —dijo Andy—. Bien, ¿qué te parece si vamos a ver lo que descubrimos? No sé todavía cómo llegaremos a la tercera isla…, creo que tendremos que nadar. Aunque no creo que las niñas puedan nadar tanto trecho.
—Yo no podría —intervino Jill, recordando la gran extensión de mar entre la segunda y la tercera isla—. Vosotros, los chicos, tendréis que ir sin nosotras; Mary y yo nos quedaremos y procuraremos tener paciencia.
—¿Vamos mañana? —preguntó Tom con impaciencia—. Podríamos ir hasta la segunda isla con la marea baja por la mañana y luego nadar hasta la tercera isla. Podríamos llevar algo de comida envuelta con cuidado en tu tela impermeable.
—Sí…, haremos eso —repuso Andy. Una gran excitación embargaba a los niños…, la sensación de que un secreto desconocido iba a ser suyo. Jill estremecióse un poco…, era todo tan emocionante.
—Hay una cosa que me preocupa —dijo Andy—. Supongamos que «somos» descubiertos, por cualquier razón…, «necesitamos» encontrar un lugar donde escondernos.
—Bueno, pues no hay ninguno en esta isla —replicó Tom—. De manera que debemos esperar «no ser» descubiertos.
Aquel día no ocurrió nada más. No llegó ningún hidroavión a las tranquilas aguas de la segunda isla. No se oía otro ruido que el que hacían las gaviotas en el aire. Era un día espléndido y los niños disfrutaban bañándose y tomando el sol.
Gracias al almacén de comida que habían descubierto en la segunda isla, tenían mucho que comer. Andy pescó algunos peces y Jill los frió con la mantequilla de la lata. Estaban deliciosos. Ahora que tenían leche en polvo la tomaban con té o cacao, y también endulzaban sus bebidas con el azúcar que habían traído de allí.
—¡Realmente ahora estamos bien provistos! —exclamó Tom, que como siempre disfrutaba con la comida—. La próxima vez traeremos otra buena provisión de latas de la «Cueva Redonda»…, vi algunas de habichuelas con salsa de tomate. Me gustarán.
Los niños se turnaron para montar guardia y vigilar la segunda isla desde el acantilado. Pero no había nada que ver. Fueron a acostarse temprano porque a los niños les aguardaba una dura y larga jornada al día siguiente.
—Primero tendremos que pasar por esa hilera de rocas —dijo Andy—. Y luego atravesar la isla y nadar hasta la tercera. Tendremos que regresar a la segunda isla a tiempo de poder pasar por encima de las rocas con la próxima marea baja. Vosotras no preocuparos por nosotros. Volveremos sin novedad.
—Ojalá fuésemos nosotras también —dijo Jill—. ¿No crees que Mary y yo podríamos ir por las rocas hasta la segunda isla y esperaros allí? Sería más divertido para nosotros jugar allí que en esta isla desierta. Hay muchas bayas que podríamos coger…, ahora están maduras y dulces.
—De acuerdo —replicó Andy—. Pero vigilad si llega algún avión. Si oís alguno, tumbaos debajo de un arbusto. No deben veros.
—Está bien —dijo Mary—. Podéis confiar en que lo haremos.
De manera que a la mañana siguiente los cuatro niños volvieron a recorrer el arrecife de rocas resbaladizas con la marea baja. Los niños llevaban sólo el traje de baño. Andy había hecho un paquete con el impermeable y lo llevaba sobre los hombros con la comida suficiente para todo el día. Las niñas podrían coger lo que quisieran de la cueva.
Los cuatro fueron hasta la segunda isla y fueron por entre la maleza hasta el lugar desde donde se divisaba la tercera isla. Se extendía en el mar ante ellos, como una serpiente azul y marrón. Más allá se veían todavía otras dos islas.
—¿Crees de veras que podrás nadar tanto trecho, Tom? —le preguntó Mary, preocupada, contemplando la gran extensión de agua que separaba la segunda isla de la tercera.
—Naturalmente —repuso Tom, que no estaba dispuesto a renunciar a esta aventura por nada. De todas formas, la distancia era mayor de lo que Tom había nadado hasta entonces.
—Bueno…, adiós, de momento —les dijo Andy a las niñas—. Bajaremos a la playa por aquí, vadearemos todo lo que podamos y luego a nadar. ¿Has traído los prismáticos de Tom, Jill? ¡Bien…, pues con ellos podrás ver cómo llegamos a la tercera isla!
Los niños bajaron a la playa, se metieron en el agua, y luego, cuando dejaron de hacer pie, nadaron. Andy era un nadador resistente… y se mantuvo junto a Tom por si acaso el niño se veía en dificultades.
Continuaron nadando, a braza, porque Andy dijo que era el estilo menos cansado. Cuando Tom comenzó a jadear a mitad de camino, Andy le habló:
—Descansamos un poco flotando, Tom. Eso nos repondrá. Estamos muy lejos todavía.
Los dos niños flotaron de espaldas sobre el agua, que estaba algo movida, pero muy caliente. Flotaron como troncos de madera tendidos sobre el agua. Fue un buen descanso para Tom.
Luego comenzaron a nadar de nuevo…, pero parecía como si Tom no fuese a alcanzar la playa de la tercera isla. Tenía los brazos muy cansados. Sus piernas perdieron fuerza. Jadeaba y tragaba agua, y Andy comenzó a alarmarse.
—Descansa —le gritó a Tom—. ¿Tú crees que podrás nadar todo lo que falta?
—No lo sé —repuso el pobre Tom, terriblemente avergonzado de sí mismo. Pero «no» conseguía mover los brazos con propiedad. Estaba agotado.
Andy no estaba nada cansado. Era fuerte como un caballo, y avanzaba junto a Tom, preguntándose qué hacer.
—Prueba otra vez, Tom —le dijo—. Es inútil querer regresar. Estamos ya más allá de la mitad.
Tom miró hacia el acantilado de la tercera isla. Todavía estaba muy lejos. Volvió a nadar tratando de mover con energía sus fatigados brazos. Pero al cabo de seis brazadas no pudo nada más. Se puso de espaldas para flotar de nuevo.
Andy estaba realmente alarmado.
—Tom, no puedes seguir —le dijo—. Tendré que ayudarte. Nadaré de espaldas y tú debes tenderte de frente y apoyar tus manos en mis hombros. Así podré arrastrarte sobre el agua, aunque muy despacio.
—Gracias, Andy —le dijo Tom, enfadado consigo mismo por su poca resistencia, pero incapaz de hacer nada más. Se apoyó en los hombros de Andy, y éste, tendido de espaldas sobre el agua, con la cabeza en dirección a la tercera isla, comenzó a mover valientemente sus morenas piernas.
Iban muy despacio, desde luego. Y ahora Andy comenzaba a cansarse. El arrastrar a otro no es lo mismo que nadar solo, y comenzó a jadear. ¿Y «ahora» qué iban a hacer? Si los dos se encontraban en dificultades, la cosa iba a ser muy seria.
No se pasó mucho tiempo antes de que ni a Tom ni a Andy les quedaran fuerzas… y Dios sabe lo que hubiese ocurrido si Andy, moviendo desesperadamente sus piernas no encuentra algo duro debajo. ¡Era una roca! Fue tanteando con los pies y por fin descubrió una roca bajo el agua. Habían llegado a una especie de arrecife semejante al que unía su isla con la segunda…, pero estas rocas quedaban cubiertas por la marea.
—¡Tom! ¡Tom! ¡Baja los pies y ve tanteando las rocas! —jadeó Andy—. Podemos descansar aquí… y tal vez continuar nuestro camino hasta que lleguemos a la arena.
Tom pronto encontró apoyo en las rocas del fondo, e inmediatamente se sintió mejor. Él y Andy se dieron las manos y juntos reemprendieron la marcha por las rocas sumergidas, hiriendo sus pobres pies, pero acercándose poco a poco a la playa. ¡Por fin se acabaron las rocas y sintieron la arena bajo sus pies! Bien.
—¡Cielos! No me he divertido mucho —dijo Tom—. Siento haber sido tan débil, Andy.
—No te preocupes —repuso Andy—. Hiciste cuanto pudiste. Ahora ya ha pasado todo.
¡Pero en su fuero interno no pensaba así! ¿Cómo diantres iba a conseguir que Tom regresara otra vez a la segunda isla recorriendo aquella gran extensión de agua? ¡Jamás, jamás lo conseguiría! Andy estaba realmente muy preocupado.
Pero no lo demostró. Al sonreír a Tom, sus ojos azules resplandecieron en su rostro tostado.
—¡Aquí estamos por fin! —dijo—. ¡Y puede que tengamos grandes sorpresas!
Se tendieron en la playa al sol durante un rato para secarse. Tom se sintió mucho mejor después de conseguir algo del paquete impermeable. ¡Casi se sentía con ánimos de volver nadando! Era maravilloso el efecto que la comida producía en Tom.
—Ahora me siento un hombre nuevo —dijo, poniéndose en pie—. Vamos, Andy, viejo camarada, subamos al acantilado y atravesemos la isla para ver si podemos descubrir algo.
Andy también se levantó, y los dos niños subieron al acantilado, sentándose en la cima para recobrar el aliento. La isla era semejante a las otras dos…, cubierta de helechos, acebo y hierba, y con gaviotas blancas revoloteando sobre ella.
Atravesaron la estrecha isla y por fin llegaron al acantilado opuesto.
—Ahora tírate al suelo por si acaso hay alguien por ahí —dijo Andy, y los dos niños se arrastraron cuerpo en tierra hasta llegar al borde desde donde podían divisar el agua que había abajo.
¡Y lo que vieron les llenó de tal asombro y alarma que por espacio de cinco minutos ninguno fue capaz de pronunciar palabra!