Cada vez más extraño
Cada niño escogió lo que quiso para llevárselo. Necesitaban azúcar y sal. La mantequilla en la lata les iría de primera, y carne y fruta en conserva. Jill creyó que podría hacer algunos panecillos con la harina, o por lo menos algunos bollos. También recogieron botes de leche en polvo y cada niño llevó una buena carga por los estrechos pasadizos que unían la «Cueva Redonda» con la cueva de la playa.
Cuando salieron al aire libre, Tom aspiró con fuerza y dejó su carga en el suelo.
—Cielos, qué atmósfera más cargada hay ahí dentro —dijo.
—Lo que me intriga es por qué no estaba más cargada «todavía» —replicó Andy—. Debe entrar aire por algún agujero de la «Cueva Redonda» que no hemos visto. Recoge tus cosas, Tom, la marea está subiendo. No podemos quedarnos en esta playa. El mar llegará hasta la cueva dentro de poco.
—Tenemos aún unos diez minutos —repuso Tom, sacando una abultada libretita de su bolsillo—. Quiero hacer una lista de todas las cosas que hemos cogido, por si acaso después de comerlas olvidamos cuántas eran.
—Tom siempre tan honrado —exclamó Jill—. Bien, yo te iré diciendo las cosas, Tom, y tú las anotas. Tres latas de piña, una bolsa grande de azúcar, tres latas de lengua, cuatro latas de…
—No tan aprisa —dijo Tom, escribiendo apresuradamente.
Una vez lo hubo anotado todo, cerró la libreta de golpe guardándola de nuevo en su bolsillo. Luego recogió su carga y se dispuso a seguir a Andy por el empinado y rocoso sendero.
Hasta que la marea volvió a bajar aquella noche, los niños quedaron prisioneros en la segunda isla, ya que no había otro camino para regresar a la suya que la línea de rocas. Ahora estaba completamente cubierta por la marea, y grandes rociadas de espuma saltaban al aire cuando el agua chocaba contra las rocas por encima de las cuales caminaron aquella mañana temprano.
—¿Alguno tiene un abrelatas? —preguntó Tom mientras la boca se le hacía agua al leer las etiquetas de las latas.
Andy sí tenía. En sus bolsillos había casi todo lo que cualquiera podría necesitar, desde un abrelatas a caramelos.
—Supongo que lo mejor será que abras una lata —dijo Andy con una sonrisa—. Te he visto meter el dedo una docena de veces dentro del paquete de azúcar… y si sigues así no va a quedar nada cuando lleguemos a nuestra isla. ¡Abre una lata de lengua y así tal vez no tengas tanta gana de azúcar!
Todos disfrutaron comiendo lengua, que estaba realmente deliciosa. Después tuvieron sed, y como no habían encontrado ningún arroyo ni manantial en la segunda isla, no sabían qué hacer.
—Bueno, ¿por qué no abrimos una lata de piña? —propuso Tom al fin—. Estará fresca y jugosa, y luego podemos beber el jugo de la lata.
De manera que abrieron una lata de piña. Las dos latas fueron cuidadosamente enterrados por los niños, ya que aunque la isla parecía solitaria y abandonada, no podían soportar el afearla dejando latas vacías esparcidas por doquier. Las gaviotas revoloteaban a su alrededor mientras comían, chillando con fuerza. Andy las imitó excitándolas todavía más, y al fin se posaron detrás de los niños casi al alcance de su mano.
—Estas gaviotas saben que donde hay gente puede haber comida —observó Andy—. ¿Pero cómo saben eso? Estas islas parecen completamente desiertas.
—¿Y cómo han llegado todos esos comestibles a la «Cueva Redonda»? —preguntó Jill—. ¿Creéis que pueden llevar ahí años… y que han quedado olvidados?
—No —replicó Andy—. No llevan aquí mucho tiempo. El azúcar está suelto… y ya sabes que se endurece y apelmaza si lleva mucho tiempo almacenado. Además, la colilla de cigarrillo que encontramos… no había sido fumado hace más de una semana o dos, o el viento la hubiera deshecho del todo.
—Andy, ¿no crees que sería conveniente quedarnos en «esta» isla y vivir aquí en vez de regresar a la nuestra? —observó Mary—. ¡Entonces estaríamos cerca de un buen almacén de comestibles!
—No, yo no lo haría —repuso Andy al punto—. Olvidas que hemos dejado una señal en nuestra isla… y si algún barco la ve y fuese a recogernos, podríamos estar en «esta» isla, incapaces de ser rescatados porque la pleamar nos impediría el regreso.
—¿Pero no podríamos atar la señal en algún lugar de «esta» isla? —preguntó Tom.
—No —contestó Andy—. Ningún barco podría llegar hasta aquí. Esta isla está casi totalmente rodeada por unos arrecifes de las peores rocas que he visto. Mirarlos allí.
Los niños obedecieron. Andy tenía razón. A cierta distancia de la costa había una línea de rocas casi ininterrumpida. Entre las rocas y la costa, el mar quedaba atrapado formando una especie de laguna o estanque tranquilo y en calma.
Tom frunció el ceño con aire intrigado.
—Bueno, si ningún barco puede llegar a rescatarnos si nos quedamos en esta isla —observó—, ¿cómo diantres pudieron desembarcar todos esos comestibles en la cueva?
Andy miró a Tom con la misma expresión intrigada.
—Sí…, es extraño —dijo—. Bueno…, tal vez pueda hacerse con la marea alta. Pero no podemos arriesgarnos. Debemos vivir en la primera isla, y cuando necesitemos comida habrá que venir aquí y traerla… y puede que nos tropecemos con la gente que ha hecho de la «Cueva Redonda» esa extraña despensa.
Mary se puso en pie para ver cómo era la isla siguiente. Parecía mucho mayor que las dos primeras. No había ninguna cadena de rocas que llevara hasta ella, tan sólo se veía una extensión de mar azul. Para llegar a la tercera isla habría que nadar o utilizar un bote.
—¿No crees que lo mejor sería dejar una nota en la cueva diciendo que estamos en la primera isla y que quisiéramos ser rescatados? —dijo Tom—. La gente puede volver en cualquier momento… y podríamos irnos embarcados en su bote.
Andy meneó la cabeza.
—Creo que no dejaremos ninguna nota… ni nada que indique que hemos estado aquí —dijo—. Hay algo misterioso en todo esto, y si se trata de un secreto, será mejor que lo mantengamos hasta saber qué es.
—¡Oh, Andy! ¿Qué quieres decir? —exclamó Mary.
—No lo sé —replicó Andy—. Es sólo un presentimiento que tengo, nada más. Tal vez me equivoque…, pero uno de nosotros vendrá cada día cuando baje la marea para ver si hay alguien antes de dejarles saber que estamos aquí.
—Bien, Andy… ¿y las huellas que hemos dejado alrededor de la cueva? —dijo Tom.
—La marea las borrará —repuso Andy—. Mira sobre el acantilado, Tom…, verás que la marea ha entrado ya en la cueva. No hay nada que demuestre que nosotros hemos estado aquí.
—Excepto que falta parte de la comida —comentó Mary—. Has olvidado eso, Andy.
—No, no lo he olvidado —repuso Andy—. Hay tanta en la cueva que no creo que nadie eche de menos lo que nos hemos llevado. Me figuro que no lo van a comprobar. Nadie va a pensar que puede haber entrado algún extraño en la cueva.
Los niños deambularon por la isla cogiendo arándanos, que crecían en gran número. Era un medio de apaciguar su sed, el comer aquellos arándanos pequeños y jugosos. La isla estaba completamente desierta. No daba la impresión de que hubiese vivido alguien en ella alguna vez.
La marea comenzó a descender y la franja de rocas fue emergiendo. Los niños bajaron a la playa para regresar a su isla. Llevaban atados a la espalda los comestibles, y Andy les recomendó a todos que tuviesen mucho cuidado.
—¡No vayamos a perder nuestra comida en uno de esos pozos profundos! —dijo—. De manera que no corras tanto, Tom. ¡Tienes siempre tanta prisa!
Las rocas estaban mojadas y resbaladizas, pero los niños tuvieron mucho cuidado. Una vez una ola grande mojó a Jill, que lanzó un grito.
—¡Oh!, ¿se ha mojado la comida?
—Sí…, ¡está empapada! —replicó Tom—. Pero no importa…, son todo latas, Jill.
Al fin llegaron a la cabaña y todos se alegraron al verla: realmente parecía como si regresasen a casa.
Cansados, tomaron asiento sobre sus camas, pero Tom no pensaba acostarse sin cenar. Quiso sopa caliente, más lengua y una lata de melocotón. Así, que hubo que encender la estufa, y Tom fue a llenar la cafetera.
Todos los niños disfrutaron de la cena, aunque tenían tanto sueño que después no se molestaron en recoger nada. Cuando se metieron en la cama lucían ya las primeras estrellas.
—Es demasiado pronto para acostarse —murmuró Jill, somnolienta—. ¡Pero no puedo estar despierta ni un minuto más!
Y se durmió en seguida. Mary lo mismo. Tom apagó la estufa y se tumbó también. Andy permaneció sentado unos minutos mirando hacia la segunda isla y preguntándose un montón de cosas.
Luego se quedó dormido…, ¡aunque no por mucho tiempo!
Un extraño ruido le despertó. Sobresaltado, hubo de levantarse intrigado y alarmado.
—¡Tom! ¡Despierta! —gritó Andy—. Escucha ese ruido. ¿Qué es?
Tom se despertó y estuvo escuchando.
—Es un motor de motocicleta —dijo, medio dormido.
—¡No seas tonto! —exclamó Andy—. ¡Una motocicleta en esta isla! Tú sueñas. Vamos, despierta…, te digo que es un ruido muy raro.
El ruido se fue alejando hasta perderse en el silencio. Las gaviotas chillaron pero pronto se apaciguaron. Andy estuvo escuchando un rato más, y como no oyera nada, volvió a tumbarse en la cama.
«Cada vez más extraño —se dijo en su interior—. Hemos llegado a unas islas misteriosas… y yo tengo que averiguar lo que está ocurriendo… ¡o no me llamo Andy!»