Capítulo VI

Una casita extraña

Los cuatro niños permanecieron en lo alto del hoyo profundo. La depresión llegaba hasta el mar… ¡y en ella había un grupo de pequeñas edificaciones!

¡Pero qué extrañas! Los tejados habían desaparecido, las chimeneas también, excepto la que habían visto, las paredes estaban medio derrumbadas, y todo aparecía desmantelado y desierto.

—¡Nada más que ruinas! —exclamó Tom con asombro—. ¿Qué habrá ocurrido para que todas las casas se hayan hecho pedazos?

—Creo saberlo —replicó Andy—. Hace un año o dos hubo una gran tormenta por esta parte… tan grande que la gente de nuestro pueblo tuvo que internarse varios kilómetros porque el mar batía nuestras casas e inundaba nuestras calles. La tormenta debió ser todavía peor en estas islas sin protección… y yo creo que el mar entraría en este hoyo y haría pedazos las casas. Mirad esa chimenea de ahí… toda negra y rota… yo diría que la alcanzó un rayo.

Los cuatro niños contemplaron la pobre casa y las edificaciones que la rodeaban. Allí había habido una granja… una pobre granja tal vez, cuyo granjero trataría de cultivar unas patatas en el suelo rocoso, criar algunas cabras y vacas y sacar del mar el pescado suficiente para poder ir viviendo.

Ahora la gente se había ido, incapaz de batallar con las tormentas del mar que habían barrido su granja y destruido su medio de vida.

—Esto explica lo de las patatas —dijo Jill—. Ese lugar donde están las patatas debió ser en otro tiempo un campo cultivado.

—Bajemos al hoyo y echemos un vistazo —propuso Andy.

De manera que bajaron a la hondonada y recorrieron las casas en ruinas. No quedaba nada… los muebles habían desaparecido, e incluso faltaban las puertas de las cercas. Algas de la playa crecían en el suelo de la granja.

—Aquí debió vivir un niño —observó Andy, cogiendo un tren de madera roto de entre un grupo de hierbajos.

—Y aquí hay una taza rota —dijo Jill, inclinándose sobre un montón de escombros. Estuvieron deambulando hasta que al fin llegaron a un pequeño establo de madera donde tai vez guardasen un par de vacas durante el invierno. Por alguna razón había escapado del embate de las olas y seguía en pie, con su única ventana rota, y su suelo cubierto de hierbas.

Andy lo examinó cuidadosamente.

—Esto no es mal sitio para hacer una casita para nosotros —dijo—. Estaba pensando en que tendríamos que hacernos una como fuese… pero ésta servirá si lo arreglamos un poco. La tienda no nos serviría de nada si cambia el tiempo… y además iba a ser un gran inconveniente el tener que quitar la señal del árbol cada noche para montar la tienda, y volverla a colocar por las mañanas.

—¡Oh, sí! —exclamó Tom con gran entusiasmo—. ¡Hagamos aquí nuestra casa! Será muy divertido. Entonces podremos dejar la vela como señal el mayor tiempo posible. Entraron todos en la choza. No era muy grande… parecía un cobertizo para bicicletas, aunque el techo era más alto. Una pared de madera dividía en dos la estancia.

—Lo echaremos abajo —dijo Andy—. Será mejor tener una habitación grande que dos pequeñas.

—Bueno, será mejor que comencemos a trabajar lo antes posible, ¿no? —exclamó Tom con gran vehemencia—. Tendremos que traer todas nuestras cosas aquí… y hacer que parezca una casa de verdad. Y habrá que quitar todas esas hierbas.

—Sí… y luego cubriremos el suelo con arena limpia —agregó Jill—. Escuchad… vosotros quitad las hierbas y Mary y yo iremos al campo de patatas y traeremos las más grandes que encontremos, y las coceremos con piel para la comida.

—Una excelente idea —repuso Tom, sintiendo apetito al instante—. Vamos, Andy… empecemos a limpiar esto ahora mismo… no podemos hacer gran cosa hasta que esté limpio.

Los dos niños se pusieron q trabajar. Fueron arrancando los hierbajos y amontonándolos fuera. Cogieron manojos de brezos, y utilizándolos como cepillos, limpiaron las telarañas de las paredes y el techo. Tom acabó de romper los cristales que quedaban en la ventana, y fue recogiendo los fragmentos rotos con sumo cuidado y luego los echó al fondo del montón de escombros para que nadie pudiera cortarse con ellos.

Andy preparó un fogón rudimentario fuera de la choza, con piedras del hogar de la granja en ruinas.

—No podemos encender fuego dentro porque la choza no tiene chimenea —les dijo Andy—, y nos ahogaríamos con el humo. De todas formas, he preparado el fogón resguardándolo del viento y podremos cocinar muy bien. Mary, puedes cocer aquí las patatas, una vez se hayan calentado las piedras. Tom, trae unas ramas y encenderemos fuego.

Mary y Jill se asomaron al interior de la cabaña. Ahora estaba limpia y aseada, aunque desnuda. Las dos niñas habían arrancado muchas patatas del viejo campo, y las lavaron en el agua del manantial. Estarían estupendas asadas con piel… aunque era una lástima que no quedase mantequilla, ni sal.

Tom fue a buscar arena limpia de la playa. Había encontrado un cubo viejo, con un agujero en el fondo. Puso una piedra plana sobre el agujero, y así la arena no se salía. Llevó seis cubos llenos de arena a la choza y la extendió sobre el suelo de tierra. Quedó muy pulcro y limpio.

—Tendremos que traer montones de helechos y brezos otra vez para las camas —dijo Jill—, lo mismo que hicimos en la tienda. ¿Verdad que será una casa muy bonita? Traeremos la mesita y el taburete… y todas las tazas y cosas. Así parecerá una casa.

Los niños habían olvidado por completo lo serio de su aventura. Era tan divertido trabajar en su nueva casa. ¡Incluso Mary comenzó a pensar si habría algo que pudiera utilizar como cortina para la ventana!

Comieron patatas y chocolate, con mucha agua fresca del manantial. Tom hubiera comido tres veces más, pero tuvo que contentarse con cinco patatas grandes y una barra entera de chocolate.

—Esta noche tendremos pescado —les prometió Andy—. Las aguas que rodean la isla están llenas de peces. ¡Tendremos siempre qué comer mientras no nos cansemos del pescado! También buscaremos mariscos.

Después de comer los niños se separaron. Las niñas fueron a los matorrales más próximos para traer helechos y brezos para las camas, y los niños hacían viajes hasta la tienda para traer todas sus pertenencias.

—Cuando baje la marea esta noche iré a buscar la lata de aceite que está en el armario del bote —dijo Andy—. No se habrá estropeado con el agua del mar porque cierra herméticamente. Entonces podremos guisar en la estufa, lo mismo que en el fuego, si queremos.

Aquella tarde los niños estuvieron muy ocupados. Mary y Jill trajeron helechos y brezos suficientes para hacer dos camas, una a cada lado de la cabaña. Primero amontonaron los helechos sobre el suelo por ser más duros, y luego pusieron encima los brezos suaves. Extendieron una manta sobre cada cama, y colocaron otra, cuidadosamente doblada encima para usarla como sábana por la noche.

—Las camas pueden servirnos como sofás para sentarnos durante el día —dijo Mary, muy complacida por el aspecto de su obra—. Supongo que tendremos que ir añadiendo más brezos cada día, Jill, porque los iremos aplastando con nuestro peso. Pero eso podemos hacerlo fácilmente.

Los niños trajeron los cacharros… tazas, platos y platitos… de loza gruesa y común, usados por los pescadores que se hacían a la mar en el bote del padre de Andy. Ya estaban en la cabaña… ¿pero dónde iban a colocarlos?

—No podemos dejarlos en el suelo —dijo Mary—. Se romperían. Ojalá tuviésemos un estante donde poner las cosas. Tendríamos mucho más espacio si pudiésemos quitarlos de en medio.

Andy desapareció durante unos minutos, para regresar con una tabla de madera. Sonrió ante la sorpresa de los niños.

—Me acordé de haber visto un estante viejo en lo que debió ser la cocina de la granja —explicó—. De manera que fui a burearlo y lo arranqué de la pared. Tom, ¿dónde pusiste las herramientas y la caja de clavos?

—Ahí, junto a nuestra cama —replicó Tom.

Andy cogió el martillo y la caja de clavos.

—¿Dónde queréis el estante? —preguntó a las niñas.

—Allí, al fondo de la cabaña, a la altura del hombro —repuso Mary—. ¡Qué estante tan bonito, Andy… cabrá todo!

¡Y así fue! Una vez lo hubo clavado, Andy, las niñas colocaron la loza, la cafetera, y una o dos sartenes, los prismáticos, la cámara fotográfica y otras cosas. Como el gramófono no cabía en el estante lo pusieron en un rincón.

¡Ahora sí que estaba bonita la cabaña! Tenía dos camas a los lados… la mesa en el centro con el taburete… el suelo cubierto de arena limpia… y al fondo el estante con todas las cosas. Los niños estaban muy satisfechos.

Andy llenó la estufa de aceite.

—Esta noche puedes hacernos puré de patatas para variar —le dijo a Mary—. Tienes una sartén pequeña, ¿verdad?

—Sí —contestó Mary—. Las herviré y las aplastaré… ¡pero tendrán un gusto extraño sin mantequilla ni sal! Y abriremos otra lata de fruta.

Los niños se fueron a pescar, y las niñas se apresuraron a recolectar más patatas, a traer más agua, y encender la estufa. Se sentían atareados e importantes.

La cena fue deliciosa y disfrutaron con ella. Ni siquiera echaron en falta la sal en las patatas. Cenaron sentados ante la entrada de la cabaña contemplando el mar. Las gaviotas chillaban en el aire, y el batir de las alas ribeteadas de blanco llegaba hasta ellos de cuando en cuando.

—¡Ahora, a dormir! —dijo Andy con un bostezo—. ¡Será divertido dormir por primera vez en nuestra casita! Vamos, niñas… ya lavaréis los platos mañana. ¡Estamos todos agotados!