Capítulo III

¡Naufragio!

Durante mucho tiempo el bote siguió adelante con su pedazo de vela flameante al viento. Tom pensó que la vela debía haber alcanzado ya la gran nube negra que seguía cubriendo el cielo, ya que el viento era tan fuerte.

—Yo creo que este viento es casi un huracán, ¿verdad? —le gritó Tom.

—Bastante parecido —fue la respuesta de Andy—. Pero ahora está amainando.

Y en efecto era así. De cuando en cuando había un momento de calma durante el cual el viento se convertía en una brisa exagerada. Luego volvía a soplar con furia. Los truenos no retumbaban sobre sus cabezas, sino más plegados y hacia el este. Los relámpagos brillaban de cuando en cuando, pero no iluminaban el mar con la brillantez y furia de dos o tres horas atrás.

Luego, tan repentinamente como había venido, la tormenta desapareció. Era de lo más sorprendente. Una sábana del cielo azul brillante fue apareciendo por el oeste y haciéndose mayor a medida que la gran nube volaba hacia el este. El mundo volvió a iluminarse y cesó la lluvia. El viento se convirtió en brisa y el bote ya no parecía subir y bajar empinadas colinas.

Se abrió la puerta de la cabina y dos caras amarillentas les miraron con aire triste.

—Nos hemos mareado de mala manera ahí abajo —comentó Jill—. Ha sido terrible.

—¡Qué tormenta más espantosa! —dijo Mary—. ¿Estamos cerca de la isla?

—Dice Andy que la hemos pasado —repuso Tom, pesimista—. No sabemos dónde estamos.

—¡Cielos! ¡Mirad, la vela ha desaparecido! —exclamó Mary, sorprendida—. ¿Qué utilizaremos como vela?

—Hay una vieja en la cabina —replicó Andy—. Id a buscarla, ¿queréis?…, y veré si puedo hacer algo con ella.

El sol había vuelto a brillar y calentaba de firme. El pobre Tom, que estaba calado hasta los huesos, lo agradeció. Se quitó su traje de baño mojado y se puso el jersey. ¡Ah, así estaba mejor!

Andy no parecía notar ni el frío ni la humedad. Tomando la vela vieja la estuvo observando con atención, y decidió que podría arriarla con la ayuda de Tom. Necesitaban una vela fuera como fuese para llegar a alguna parte.

—Oí decir a mi padre que hay algunas islas rocosas algo más al norte de la Pequeña Isla —dijo Andy mientras su empapado jersey humeaba bajo el ardiente sol—. Iremos hacia allí. Tal vez haya alguien allí o puede que podamos hacer señales a algún barco para que nos ayude. No creo que en este momento podamos regresar a nuestras casas con facilidad.

Por fin la vieja vela ondeó a impulsos de la brisa. Andy puso rumbo norte. Eran ya casi las cinco, y los niños estaban hambrientos.

Jill y Mary habían olvidado su mareo y fueron abajo en busca de algo de comer. Pronto estuvieron todos alimentándose con buen apetito y sintiéndose mucho mejor. Se bebieron todo el agua que quedaba antes de que Andy supiera que no había más.

—No debiéramos haberlo hecho —les dijo—. Si no damos con esas islas, mañana no tendremos agua. Deja esas manzanas, Mary. Por la mañana puede que agradezcamos su jugo.

Mary estaba a punto de morder una jugosa manzana, mas se apresuró a dejarla. En silencio, ella y Jill guardaron las manzanas cuidadosamente en la cabina. Las dos niñas estaban preocupadas. ¿Qué estaría pensando su madre al ver que se desencadenaba aquella tormenta? Deseaban encontrarse a salvo en sus casas.

El bote avanzaba en dirección norte. El sol se fue ocultando por el oeste y la sombra púrpura del bote se alargaba sobre el agua. Era una tarde preciosa.

—¡Mirad! ¡Gaviotas! —exclamó Andy al fin—. Tal vez nos estemos aproximando a tierra. Aunque no la veo. Creo que lo mejor será echar el ancla para pasar la noche.

Y entonces los niños se llevaron un gran chasco. ¡No tenían ancla! Andy estaba horrorizado. ¿Cómo era posible que hubiese olvidado lo que su padre le advirtiera… que llevase el ancla vieja porque la suya la había prestado al tío Andy? ¿Cómo «pudo» olvidarse? Ahora no podían anclar el bote. ¡Ahora tendrían que seguir navegando hasta llegar a tierra… y durante la noche podrían chocar contra una roca!

Andy contempló con desaliento el mar incansable. Bueno, no les quedaba otro remedio que esperar lo mejor. Uno de ellos debería estar siempre de guardia durante la noche. Si el cielo no se nublaba sería una noche de luna. Tal vez tuviesen suerte y vieran tierra.

Jill y Mary estaban agotadas, y Andy les ordenó que bajaran a descansar.

—Será mejor que vayas tú también, Tom —le dijo—. Esta noche tendrás que hacer un turno de guardia sobre cubierta y será mejor que duermas mientras puedas.

—Pero yo no quiero dormir —replicó Tom—. Podré permanecer despierto toda la noche.

—Ve abajo, Tom —insistió Andy con aquel tono de voz que les obligaba a obedecerle. Tom bajó a la cabina con las niñas. Dejaron la puerta abierta porque hacía calor. Las niñas se tendieron en la litera y Tom se acurrucó en el suelo sobre un montón de mantas. A los dos minutos estaba dormido. No sabía lo cansado que estaba. El viento, la lluvia y el mar se habían llevado toda su fortaleza por un tiempo.

Andy quedó solo en cubierta. El sol se había puesto entre resplandores dorados. El cielo se tornó rosado y el mar también. Ahora era de noche y las primeras estrellas comenzaron a brillar en el cielo que se iba oscureciendo.

El pequeño bote avanzaba y avanzaba. Andy deseaba con desesperación que pronto tuvieran tierra a la vista. Recordaba claramente lo que su padre dijera. A la derecha, y más allá de la Pequeña Isla, hacia el norte había otras islas, ahora desiertas, pero que en un tiempo fueron ocupadas por algunos colonos que trataron de vivir a costa de trabajar duramente aquel suelo rocoso. ¡Si allí pudieran conseguir ayuda!

La noche cayó oscureciendo las aguas. La luna apareció en el cielo, pero las nubes ocultaban continuamente su luz. Primero el mar parecía plata resplandeciente, luego negra pez, y de nuevo plata. Andy deseaba poder ver algo más que mar, pero no había otra cosa.

El muchacho permaneció en cubierta hasta medianoche. El viento de la noche le hizo cubrirse los hombros con una manta, aunque en realidad no sentía frío. Al cabo de un rato llamó a Tom con un silbido.

Tom se despertó.

—Ya voy —dijo con voz somnolienta, y subió a cubierta. Estremecióse y Andy le echó la manta por encima.

—Mantén la misma ruta —le dijo—. Si ves algo, llámame.

Resultaba extraño permanecer solo en cubierta. La vela vieja flameaba y crujía un poco. El agua hacía «plas, plas, plas» contra los costados del bote. La luna salió de entre las nubes como si fuera un bote de plata navegando por el cielo.

Llegó una gran masa de nubes y la luna desapareció por completo. Tom no veía nada en absoluto. Aguzó la vista para escudriñar la oscuridad, pero aparte de las crestas blancas de las olas cercanas, no pudo ver nada.

Pero sí pudo oír algo de pronto. Parecían olas rompiendo. Tom deseaba que saliera la luna… y mientras lo anhelaba se deslizó de entre las nubes por un segundo, antes de volver a desaparecer.

Y en ese corto espacio de tiempo Tom vio algo que le llenó de sobresalto. ¡El mar rompía contra grandes rocas precisamente delante del bote!

—¡Andy! ¡Andy! —gritó Tom, girando el timón—. ¡Hay rocas ante nosotros!

Andy subió los escalones dando tumbos, completamente despierto. Oyó el romper de las olas y supo en seguida que las rocas se hallaban ante ellos. Tomó el timón.

Y entonces se oyó un ruido chirriante y un largo gemido del bote. ¡Había encallado! Se había lanzado directamente contra las rocas… y allí estaba sobre ellas, gimiendo, medio volcado, y tal era su inclinación que las niñas fueron lanzadas de la litera en la cabina.

—¡Agárrate, Tom! —gritó Andy sujetándole al ver que Tom estaba a punto de caer por la borda—. ¡Agárrate! ¡Está encallado!

El bote embarrancó. Al parecer se hallaba entre dos rocas que lo sujetaban fuertemente en toda su extensión. Las olas rompían a un lado de su cubierta.

Por espacio de unos instantes los niños apenas se atrevieron a respirar… y por fin habló Andy:

—Está encallado —dijo—. Es posible que tenga un agujero en el fondo, pero no se hundirá mientras está así sujeto. Debemos esperar a que amanezca.

De manera que aguardaron, agarrándose con dificultad a los costados del barco inclinado. La aurora no estaba lejana y fue iluminando el cielo por la parte este mientras aguardaban. La luz se fue haciendo más fuerte, y luego un borde dorado apareció en el horizonte. El sol iba a salir.

Y a la luz dorada del sol naciente vieron algo, no lejos de ellos, que les hizo gritar de alegría.

—¡Tierra! —gritaron, y hubiesen bailado de contento de no haber estado la cubierta tan inclinada. ¡Y cierto que ante ellos había tierra!

Una playa arenosa se extendía hasta un acantilado rocoso. Árboles raquíticos crecían más al interior de la isla dorada por el sol naciente. ¡Era una isla desolada, rocosa y solitaria… pero por lo menos era tierra! Un lugar donde poder encender fuego y hervir agua para calentarse. Un lugar donde tal vez otras personas pudieran prestarles ayuda.

—Tendremos que ir nadando —dijo Andy—. No está muy lejos. Una vez hayamos sorteado estas rocas todo irá bien. En realidad, ahora que la marea ha bajado un poco, casi podríamos andar sobre las rocas hasta el agua menos profunda de la playa.

Andy alargó su mano para ayudar a Mary. Tom ayudó a Jill. Medio vadeando medio nadando, se fueron abriendo camino entre las rocas y llegaron a la playa. El sol tenía ya fortaleza y calentaba sus cuerpos ateridos. ¡Qué contentos estaban de haber seguido el consejo de Andy y haberse puesto ropa de abrigo!

—Bueno —dijo Andy cuando llegaron a la playa—. Treparemos a esos acantilados para ver si podemos distinguir alguna cosa.

Subieron a los rocosos acantilados, y una vez arriba miraron a su alrededor. Un bosquecillo raquítico crecía un poco alejado, sobre la ladera de una colina. Arbustos bajos se retorcían aquí y allí como si quisieran esconderse del fuerte viento que soplaba siempre en la isla. La hierba cubría la tierra rocosa, y florecían algunas margaritas, pero no había ni rastro de casa alguna ni de ningún ser viviente. Andy tomó una determinación rápidamente.

—Si hemos de permanecer aquí algún tiempo, debemos sacar todo lo que tengamos en el bote —dijo—. Gracias a Dios que tenemos bastante comida y algunas mantas. Ahora la marea está baja… cuando suba cubrirá por completo la cubierta de nuestro bote… de manera que hemos de volver allí y llevarnos todo lo que tenga valor. Vamos, Tom. Vosotras podéis quedaros a mitad de camino, en el agua poco profunda, y nosotros os llevaremos las cosas hasta el final de las rocas, y entonces vosotras podéis llevarlas hasta la playa. Será mejor que no ir todos por encima de las rocas exponiéndonos a que se nos caiga algo.

Y así comenzaron a vaciar el bote de todo lo que contenía… alimentos, mantas, el gramófono, la máquina fotográfica, los prismáticos, el taburete, la cafetera, la mesa, las herramientas, las cerillas, la estufa, ¡todo! Les llevó mucho tiempo… y antes de que terminaran, la marea había llegado hasta la cubierta, inundándola, y la cabina estaba llena de agua.

—No podemos hacer más —dijo Andy—. Vamos a descansar… y a comer algo. Estoy muerto de hambre.