Empiezan las aventuras
Tres niños corrían por un camino rocoso hacia la playa. Tom iba delante. Era un niño delgado, de doce años, y sus cabellos rojos resplandecían al sol. Volvióse a mirar a las dos niñas que le seguían con sus ojos verdes y brillantes.
—¿Necesitáis ayuda alguna de los dos?
Mary y Jill rieron con sorna.
—No seas tonto, Tom —le dijo Mary—. Somos tan hábiles como tú corriendo por las rocas.
Las niñas eran gemelas y se parecían mucho con sus cabellos rubios peinados en trenzas, y sus profundos ojos azules. A menudo se reían de su hermano Tom, y le decían que debería llamarse Zanahoria, Pelirrojo o Mermelada por el color rojo de sus cabellos.
Estaban de vacaciones en un pequeño pueblecito pesquero de la costa noroeste de Escocia. Su padre pertenecía a las Fuerzas Aéreas, y su madre estaba con ellos, tejiendo punto todo el día en el jardín de la casita blanca que habitaban.
Los tres pequeños, que disfrutaban a su antojo, estaban tan morenos como los moros. Por lo general no llevaban otra cosa que el traje de baño y zapatillas de goma, y pasaban la mayor parte de su tiempo en el mar.
Al principio su madre tuvo miedo de las grandes olas que rompían en la playa, porque pensaba que arrojarían a sus tres pequeños contra la arena, haciéndoles daño si trataban de bañarse en aquel mar tan violento. Pero pronto aprendieron a nadar por debajo de las crestas de las grandes olas y llegar hasta agua más en calma y alejada de la playa.
Tenían un gran amigo… Andy, el niño pescador. Era un muchacho robusto de catorce años, que acababa de salir del colegio y ayudaba a su padre en las tareas de la pesca. Andy tenía los cabellos oscuros, los ojos azules y estaba muy tostado por el sol. Conocía todo lo referente al mar, los botes y la pesca. Era capaz de imitar a cualquier ave marina y hacer que las gaviotas acudieran con sólo llamarlas.
—Andy es maravilloso —decían Mary y Jill una docena de veces al día… y Tom estaba de acuerdo. Cada día los niños iban a charlar con su amigo, y observarle mientras recogía el pescado, lo limpiaba y lo embalaba para ser transportado.
Andy era alto y moreno. Vestía unos pantalones azules muy usados y un jersey azul oscuro. Apreciaba muchísimo a los niños y les llevaba a menudo en su pequeño bote; les había enseñado a nadar como peces, a remar y a trepar por el rocoso acantilado como gatos. ¡La verdad es que a su madre se le hubiesen vuelto blancos los cabellos de haber visto las cosas que algunas veces intentaban hacer los tres niños!
Andy, sentado en un costado de su bote, sonrió a los tres niños que se aproximaban corriendo por las rocas. Sus dientes blancos resplandecían en su rostro tostado y sus ojos destacaban tan azules como el mar. Estaba remendando una red.
—Deja que te ayude, Andy —dijo Mary, levantando la red rota. Sus dedos eran hábiles y trabajó con Andy mientras los demás se tumbaban sobre la arena caliente.
—Andy, ¿le has preguntado a tu padre lo que queremos que hagas? —le dijo Tom.
—Sí, lo hice —replicó Andy—. Dijo que sí… si trabajo de firme toda la semana.
—¡Andy! ¡Qué estupendo! —exclamó Jill, excitada—. ¡Jamás pensé que te lo permitiera!
—¿Quieres decir que tu padre está dispuesto a dejarte su velero para que nos lleves a la Pequeña Isla? —preguntó Mary sin poder dar crédito a sus oídos—. No creí que fuera a decirte que sí.
—Yo también me quedé bastante sorprendido —repuso Andy—. Pero sabe que sé manejar el bote tan bien como él. Nos llevaremos mucha comida, y el viernes nos iremos a la Pequeña Isla. Podemos pasar allí dos días y una noche, dice mi padre… y yo os enseñaré dónde están los nidos de los pájaros más raros… y la cueva con las piedras amarillas… y el acantilado donde se posan y cantan un millón de pájaros.
—¡Oh, será estupendo! —exclamó Tom, sentándose y abrazando sus rodillas—. Y nosotros solos. Sin personas mayores. Una isla pequeña lejos de aquí, hacia el este… y nadie más que nosotros. Demasiado bueno para ser verdad.
Con gran excitación, los niños fueron trazando sus planes.
—Llevemos mucha comida —dijo Tom, que siempre tenía apetito—. No sé por qué, pero cuando salgo al mar me parece que podría estar comiendo continuamente.
—A mí me ocurre lo mismo —agregó Mary—. Es terrible. Nunca tuve tanto apetito en mi vida como desde que vine aquí.
—Bueno, llevaremos montones de comida —dijo Tom—. Y yo llevaré mis prismáticos para poder ver bien los pájaros.
—Y vosotros traed ropa de abrigo y mantas —agregó Andy.
—¡Oh, Andy! ¡No vamos a necesitarlas! —exclamó Jill—. Este mes de septiembre es casi el más caluroso que he conocido.
—Pronto terminará —repuso Andy—. Y si comienza a hacer frío cuando estemos en el bote, no va a gustaros.
—De acuerdo —replicó Tom—. Llevaremos todo lo que podamos cargar. Oye… ¿qué te parece si llevamos el gramófono? La música suena muy bien sobre el agua.
Andy era aficionado a la música y por eso asintió. El bote era bastante grande, e incluso tenía una pequeña cabina donde sentarse, con una mesita diminuta, un taburete, un banco y una linterna. No era posible permanecer en pie, pero eso no importaba. Los tres niños se habían acurrucado allí con mucha frecuencia mientras Andy dirigía el bote por la bahía.
Siempre habían deseado visitar la isla de la que tanto les hablaba Tom… una isla de pájaros, un extraño lugar rocoso con una cueva curiosa donde la mayoría de las piedras eran amarillas. Mas estaba tan lejos de la costa que no era posible visitarla en un día.
¡Y ahora tenían permiso para ir en el velero perteneciente al padre de Andy y pasar allí la noche! Iba a ser la mayor aventura de sus vidas.
El jueves los niños se agotaron transportando alimentos, mantas y otras cosas hasta el velero. Andy contempló con asombro la cantidad de comida.
—¿Es que deseáis alimentar a un ejército? —preguntó—. Seis latas de sopa… seis latas de fruta… latas de lengua… chocolate… leche condensada… galletas… cacao… azúcar… ¿y qué es esto?
—Oh… eso son salchichas en conserva —repuso Tom, poniéndose bastante sonrojado—. La señorita Macpherson, de la tienda del pueblo, dijo que eran buenísimas… por eso compré algunas. Imagínate guisando salchichas en la Pequeña Isla, Andy.
—A Tom le vuelven loco las salchichas —comentó Jill—. Le gustan para desayunar, para comer, para merendar y para cenar. Oye… ¿tendremos bastante con estas mantas, Andy?
—Sí —repuso Andy, contemplando la curiosa colección de mantas viejas que Jill había conseguido reunir—. Ahora acordaros de llevar todos ropa de abrigo… faldas y jerseys, vosotras… y pantalón corto y un jersey para ti, Tom. ¿No tienes pantalones largos, verdad?
—No —replicó Tom con pesar—. Y supongo que tu padre no me dejaría unos, ¿verdad, Andy?
—Sólo tiene los que lleva, y los de las fiestas —contestó Andy—. Y yo nada más tengo estos que ves. ¿Vas a traer ahora el gramófono? Si quieres podemos ponerlo en la cabina para que esté a salvo.
Tom fue a buscarlo y no tardó en llevarlo al bote con un paquete de discos. También llevó una lata de caramelos y una máquina fotográfica.
—Me gustaría tomar algunas fotos de los pájaros —observó—. En nuestro colegio tenemos un club-pájaro, y me imagino que si pudiera lograr algunas fotografías les ganaría a todos. ¡Caramba! ¿Verdad que vamos a tener buen tiempo?
—¿A qué hora partiremos, Andy? —preguntó Jill, contemplando con argüí lo el hermoso pesquero que iba a llevarles a su aventura. Ahora su vela castaña estaba recogida… pero mañana ondearía en la brisa llevando el velero kilómetros y kilómetros sobre el mar verdeazul.
—Estad aquí a las seis y media —les dijo Andy—. Así creo que podremos llegar a la isla sobre las tres de la tarde.
Aquella noche los tres niños apenas pudieron dormir. Mary y Jill no cesaban de llamar a Tom, y al fin su madre fue a verles muy enojada.
—Ahora, si oigo un grito más, no permitiré que os marchéis mañana —les dijo—. Tenéis que levantaros a las seis… y ya son casi las nueve y media. A dormir.
Los niños tenían tonto miedo de que su madre les prohibiera realmente ir a la Pequeña Isla que no dijeron ni una palabra más. Dieron media vuelta y se quedaron dormidos.
A las seis los tres se estaban vistiendo apresuradamente. Hacía un día espléndido. El cielo del este resplandecía entre tonalidades rojas al amanecer y ahora era rosa y oro. El sol ya calentaba sus rostros cuando se asomaron a la ventana de la casa.
Su madre estaba despierta, y los niños le dieron un beso de despedida y corrieron hacia la playa por el camino rocoso. Andy ya estaba allí… pero ante la sorpresa de los niños, parecía preocupado.
—Estoy pensando que no deberíamos ir —dijo en cuanto vio a los niños.
—¡Andy! ¿Qué quieres decir? —exclamaron.
—¿Tal vez no visteis el cielo esta mañana? —les dijo Andy—. Estaba tan rojo como el geranio de vuestra ventana. Era un cielo muy extraño… y creo que habrá tormenta hoy o mañana.
—Oh, no seas aguafiestas, Andy —le dijo Tom, subiendo al bote—. ¿Y qué importa una tormenta? Estaremos en la isla antes de que estalle… y si llega mañana podemos quedarnos un día más en la isla. Tenemos comida suficiente.
—Si mi padre no se hubiera ido a pescar en el barco de mi tío creo que impediría que nos fuésemos —dijo Andy, vacilando—. Pero tal vez la tormenta estalle hacia el este. Adelante, entonces. Celebro ver que os habéis puesto jerseys. Si se levanta viento, esta noche hará frío.
—Debajo llevo el traje de baño —observó Jill—. Y mis hermanos también. Vamos, Andy… empuja. ¡Estoy deseando partir!
Andy empujó. El bote resbaló sobre las piedras hasta montar sobre las olas. Andy subió con agilidad. Él y Tom cogieron los remos. No pensaban izar la vela hasta salir de la bahía y hallarse en mar abierto.
Era una mañana espléndida. El mar estaba lleno de destellos y su color era azul y púrpura en la distancia, y verde claro Junto al bote. Mary hundió su mano en el agua fría. Se sentía muy feliz. Jill también. Se había tendido de espaldas sobre el bote mirando al cielo azul y sintiendo el balanceo del velero sobre las olas.
Tom también era muy feliz. Le gustaba manejar los remos, y disfrutaba pensando en su desayuno, planeando lo que iba a comer.
Sólo Andy no era tan dichoso. Sentía en su fuero interno que no debiera haber partido con los niños aquella mañana. Estaba seguro de que no iba a ser el día maravilloso que había planeado. Deseaba que su padre estuviera allí para aconsejarle y observaba atentamente el cielo en busca de nubes. Mas no se veía ninguna.
—Ahora sí que ha empezado realmente nuestra aventura —dijo Jill—. ¡Ya ha empezado!
¡Pero no sabía qué aventura tan extraordinaria iba a ser!