Capítulo XXVI

El final de todo

Aquella tarde, cuando los niños hablaron hasta saciarse, considerando que ya no había más que contar, un automóvil muy grande y resplandeciente se detuvo ante la casa.

Del vehículo se apeó un hombre menudo, pulcro y bien vestido, cuyos ojos inteligentes miraron por turno a cada uno de los cuatro niños.

—Vosotros no me conocéis —les dijo—, pero soy alguien que se encarga de asuntos de gran importancia y quiero haceros algunas preguntas. Mi nombre es el coronel Knox. El padre de Andy me ha contado la mayor parte de vuestra aventura. Ahora quiero que me contestéis a esto: ¿Visteis alguna vez a ese hombre que Bandy y Stumpy llaman el jefe?

—Pues… una vez vi a un hombre que acompañaba a Stumpy en la cueva-almacén; un hombre que llevaba lentes pero que vestía como un pescador —dijo Tom—. Aunque no sé si sería el jefe.

—No. Ése no era el jefe —replicó el hombre de penetrante mirada—. Stumpy nos ha dicho quién era. Esperamos atraparle mañana con todos los demás.

—¿Qué piensan hacer? —preguntó Tom con gran interés.

—Vamos a cercar a todos los contrabandistas y sus motoras —respondió el coronel Knox—. Bloquearemos todos los pasillos, túneles y cuevas. Abriremos todas las cajas y canastas. Interrogaremos a todos lo hombres que prendamos y nos apoderaremos de esa lámpara de hacer señales y vigilaremos a los barcos que respondan a la señal. ¡También los detendremos!

—¿Por qué entraban de contrabando todas esas armas y cosas? —preguntó Jill.

—Existe un país que no permite la importación de armas de fuego de ninguna clase —explicó el coronel—. Esas armas que vosotros descubristeis están fabricadas en un país muy lejano y la han traído aquí de contrabando para llevarlas a ese otro país donde están prohibidas. Como podéis imaginaros, se pagaban muy altos precios por esas armas de fuego prohibidas. Lamento decir que hombres de nuestro país han actuado de intermediarios, es decir, entraban las armas aquí, de contrabando, y por un buen precio, las entregaban a los compradores. Con ello obtenían sumas considerables.

—¡Oh! —exclamaron los niños con los ojos muy abiertos por el asombro. Andy reflexionó unos momentos.

—¿Y el hombre que usted desearía poder apresar es el que llaman jefe? —le dijo, y el coronel Knox asintió.

—Sí. Los demás individuos se limitaban a obedecer órdenes. Él es el gran cerebro que lo dirige todo. Sospechábamos que estaba ocurriendo desde hace mucho tiempo, pero ni pudimos descubrir cómo llegaban aquí los géneros de contrabando, ni a dónde ni tampoco quién era el cerebro que lo dirigía todo.

—¿Y si no le detienen es probable que vuelva a empezar en otra parte? —preguntó Tom—. Bueno, ojalá pudiésemos decirle quién es. ¿No lo saben Bandy y Stumpy?

—No. Todo lo que saben es que es un sujeto alto, que siempre lleva máscara cuando les visita —repuso el coronel Knox—. Y creen que vive en la ciudad más próxima, de modo que pueden acudir al acantilado de los Pájaros sin demasiada pérdida de tiempo. Cuando le precisa. Pero como en esa ciudad viven cerca de cincuenta mil personas, es como buscar una aguja en un pajar.

—Sí. Comprendo —observó Andy—. Espero que le atrape, coronel Knox. Escuche, ¿no fue una gran suerte que diésemos con su guarida? Fue por pura casualidad.

—¡Una casualidad muy provechosa para nosotros! —dijo el coronel—. No queremos que nuestro país se mezcle en asuntos de esta clase. Fue una idea inteligente, tener un escondite para las lanchas motoras en una cala escondida, y una lámpara para hacer señales al mar desde un lugar oculto que nadie más podía ver de noche, y utilizar como almacenes esos túneles y pasadizos.

—¿Y cómo sacaba el jefe el contrabando del acantilado de los pájaros y del peñón del Contrabandista? —preguntó Andy, intrigado.

—Todavía no estamos muy seguros —replicó el coronel Knox—. Pero creemos que existe otra salida del acantilado de los Pájaros que da a una zona llana de terreno en la parte de atrás, un buen lugar para que aterricen aviones.

—¡Canastos! —exclamó Tom—. ¡Vaya un complot peligroso el que hemos descubierto! ¡Me pregunto cómo esos hombres no nos vigilarían con mayor cuidado!

—¡Ah, ellos no sabían que erais unos pájaros de cuenta! —repuso el coronel riendo—. Pero tenían intención de utilizar a las dos niñas como rehenes, si vosotros volvíais a casa y dabais parte de sus andanzas. Eso hubiera sido muy desagradable para Jill y Mary y me temo que hubiésemos tenido que dejar libres a esos rufianes antes de arriesgarnos a que les ocurriera nada a las niñas.

—Fue una buena cosa que capturásemos a Bandy y Stumpy —dijo Andy.

—Muy buena —corroboró el coronel Knox—. Hemos conseguido sacarles una cantidad tremenda de valiosa información, la suficiente para capturar a todo el resto de la banda, incautarnos de sus escondites y desbaratar todos sus planes. Sólo al jefe no podemos echarle el guante.

—Es una lástima que no lo viésemos nunca —observó Tom.

—Una verdadera lástima —convino el coronel Knox—. Bueno, me siento orgulloso de haberos conocido, niños. ¡Sois cuatro aventureros muy valientes! Ahora debo retirarme pero quiero que vengáis a la ciudad donde vivo, para que comáis conmigo mañana, como merecida recompensa. ¿Os gustará?

—¡Oh, ! —exclamaron los cuatro.

—¿Pero cómo iremos? —preguntó Jill—. Sólo hay un tren.

—Os enviaré mi coche —repuso el coronel Knox levantándose para marcharse. Los niños le acompañaron hasta su precioso automóvil negro. Les gustaba mucho.

—Es inteligente, amable y va directamente al grano en todo —observó Tom—. Ojalá pudiéramos decirle quién es el jefe de los contrabandistas, pero no podemos.

Al día siguiente el automóvil fue enviado para recoger a los niños. Montaron rebosantes de orgullo y pronto llegaron a la ciudad más próxima. Se detuvieron ante el mejor hotel, siendo cariñosamente recibidos en la puerta por el coronel Knox.

Se sintieron muy importantes caminando a su lado y cuando Tom leyó la lista de la comida miró a su anfitrión con asombro.

—¿Podemos comer todas estas cosas? —le dijo—. Oh, será la mejor comida de mi vida. Mirad, al final dice: Helados variados. ¿Podemos tomar helado de vainilla, fresa y chocolate todo junto?

—Sí, y creo que también helado de café —repuso el coronel Knox riendo—. Bien, sentaos. Ahora decidme, ¿quién quiere para beber: Coca-cola, naranjada, o limonada?

Pronto los niños estuvieron celebrando un espléndido ágape. Tom era completamente feliz y consideraba que aquella era una recompensa maravillosa para todas las aventuras que habían vivido.

Cuando estaba dando cuenta de su combinación de helados, alzó los ojos y vio un hombre sentado ante una mesa próxima. Era alto, rudo, de ojos hundidos y cabellos negros y ondulados. Se lo indicó al coronel Knox con un gesto.

—¿Quién es? —le preguntó Tom en voz baja, y el coronel le miró sorprendido.

—Oh, uno de los habitantes de esta ciudad —respondió—. Uno de los más ricos, aunque nadie lo diría al verle.

Tom observaba a aquel hombre con curiosidad. Desde luego no parecía rico, ya que vestía con desaliño, y la manga de su chaqueta estaba deshilachada. Llevaba una camisa roja, de cuello abierto, y le faltaba un botón en el centro.

De pronto Tom se puso rojo como la remolacha de excitación y comenzó a buscar en un bolsillo y luego en otro.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Andy—. ¿Por qué pones esa cara, Tom?

Tom sacó algo de su bolsillo y lo aproximó al coronel Knox, quien le miraba con la mayor sorpresa, pensando que Tom se había vuelto loco de repente.

—Señor —le dijo Tom en voz baja—. Encontré este botón rojo nacarado en una cueva del acantilado de los Pájaros. Debía pertenecer a alguno de los hombres, aunque nunca vi a ninguna que llevase camisa roja. Pero mire ese hombre de ahí. Lleva una camisa roja, con botones nacarados y rojos exactamente como éste… ¡y le falta uno!

Los ojos del coronel Knox pasaron como un relámpago del botón de Tom a la camisa de aquel hombre. Se guardó el botón en su bolsillo.

—Ahora no digas nada —le ordenó—. Ni siquiera mires a ese individuo. ¿Entendido?

Había algo en su tono de mando que hizo que los niños se sintieran un poco asustados. Obedecieron y continuaron comiendo sus helados apartando la vista del hombre de la otra mesa. El coronel Knox escribió una nota en un papel llamó a un camarero y le dijo que la entregase a alguien. Luego el coronel volvió a ser el mismo de antes, encantador, jovial y al parecer sin reparar para nada en el hombre de la camisa roja.

—Ya te comunicaré si tu botón ha resuelto nuestro problema —le dijo a Tom, cuando el hombre se levantó y se fue—. ¡Tal vez sí! ¡Tal vez sí! Es un hombre del que jamás sospechamos. ¡Gracias a ti, Tom! ¡Vaya, es un asunto grave y no caben errores!

¡Y lo era! Antes de que pasara mucho tiempo, todas las lanchas motoras de la cala habían sido detenidas con sus tripulaciones, así como todo el contrabando encontrado en las cuevas. Los bienes de los contrabandistas fueron confiscados, los barcos que ayudaban capturados, y todo el complot descubierto.

¡Y el hombre de la camisa roja era el jefe, el cabeza de toda la banda! Era demasiado bueno para ser verdad que Tom hubiese encontrado el botón que condujo a su captura. El coronel Knox, ante tan extraordinario éxito, se mostraba muy satisfecho.

—¡Desde luego vamos a comprarte una buena cámara fotográfica por habernos ayudado con ese botón! —le dijo a Tom—. Sin ti jamás hubiésemos sabido quién era el jefe… nadie sospechaba siquiera de ese hombre. Dirigía todo el negocio con gran inteligencia y ni siquiera sus hombres le vieron jamás el rostro. Ha amasado una fortuna con el contrabando, ¡pero ya no hará más dinero por este medio durante muchos años!

—¡Cuántas cosas han ocurrido en una semana! —dijo Jill aquella noche cuando todos se hallaban sentados en el embarcadero, aguardando a que el bote pesquero regresara con Andy y su padre—. ¡Mirad! ¡Ahí viene! A la cabeza de todos los botes, como de costumbre. ¡Eo, Andy, eo! ¡Te estamos esperando!

Su madre acudió a contemplar la llegada de los botes. Cuando Andy saltó a tierra Tom se volvió hacia su madre con ansiedad.

—¡Mamá! ¿Podremos salir en el bote de Andy la semana próxima, cuando él tenga un día libre? Conozco un sitio precioso al que me gustaría ir.

—¡Desde luego que no! —repuso su madre—. ¿Para perderos durante días y días sin saber dónde estáis? ¡Queridos, jamás, jamás volveré a dejaros salir con Andy!

De todas formas yo espero que sí les dejará. ¡Al fin y al cabo son los Cuatro Aventureros, y puede que todavía les aguarden muchas aventuras!