Capítulo XXV

El regreso a casa

¡Y ahora los cuatro niños comenzaron a trabajar de firme! La luz del día se filtraba en la estrecha y escondida garganta proporcionándoles suficiente claridad. Los niños subieron a la cubierta de la motora y probaron una vez más de poner el motor en marcha. Pero por alguna razón u otra no lo consiguieron.

—¡Desatémosla y démosle un buen empujón! —propuso Andy—. Quizás así se aleja lo suficiente para dejar paso al Andy.

De manera que soltaron la amarra que mantenía la motora sujeta a una roca en forma de poste. Y luego, todos juntos, la empujaron. La lancha se apartó del repecho junto al que estaba y avanzó flotando por el canal.

—¡Se marcha! —exclamó Jill—. ¡Se va al mar ella sólita!

—¡Ahora se ha encallado! —dijo Andy al ver que la lancha se detenía por haber tocado una roca—. Iré a buscar un remo del Andy, me subiré a bordo y la iré empujando con el remo.

Tom fue a buscarle un remo al Andy y el muchacho pescador corrió por el repecho, saltó a una roca y desde allí a la cubierta de la motora. Apoyando el remo contra la roca hizo que la lancha se liberara y permaneciera meciéndose sin saber qué camino tomar. Andy volvió a empujar con el remo.

—¡Ten cuidado de no romperlo! —le gritó Tom viendo que la pala del remo se curvaba un poco—. ¡Oh… ahí va, canal abajo! ¡Salta, Andy, o te irás con ella!

Pero Andy no abandonó la lancha hasta que estuvo fuera del pequeño canal. Entonces, cuando estuvo meciéndose en una zona de agua libre, se descolgó por uno de sus costados hasta una roca que se hallaba a flor de agua y comenzó a vadear hasta el repecho rocoso que corría junto al canal. Una ola enorme casi le derriba, pero supo mantener el equilibrio.

Volvió junto a los otros sonriente.

—¡Bueno, ya hemos quitado de en medio a esa motora! —exclamó—. Bien. Ahora a sacar el Andy. Tendremos que volver a utilizar los remos. Pondremos la vela cuando tengamos viento.

De nuevo se oyó un gran estrépito en la cabina del Andy. ¡Era evidente que Bandy y Stumpy sabían que iba a ocurrir algo! Golpeaban y aporreaban la puerta. Pero la aldaba era fuerte y no pudieron echarla abajo.

—¡Haced todo el ruido que queráis! —les gritó Andy alegremente—. No nos importa. Hemos soltado vuestra motora. Espero que no se haga pedazos contra las rocas. ¡Se está alborotando el mar, con este viento tan fuerte!

Toda clase de terribles amenazas surgieron de la cabina, pero los niños se rieron. Ahora se sentían muy felices. Habían recuperado el Andy y tenían dos magníficos prisioneros y un secreto maravilloso… e iban a volver a casa con el viento a favor. ¡Hurra!

Tom, naturalmente, quiso terminar el resto de las latas de conserva que él y Andy trajeron del acantilado. Andy consultó su reloj, concediéndoles diez minutos para comer. Fue una comida muy alegre. Jill y Mary tenían apetito, pues las dos niñas estaban ya perfectamente bien.

Partieron. Los niños trabajaron con los remos, conduciendo al Andy con todo cuidado por las aguas del pequeño canal. Grandes olas penetraban en él ahora, pero ellos supieron capearlas con gran acierto. Poco a poco el bote fue saliendo del tajo entre las rocas y por fin flotó en mar abierto.

—Tenemos que seguir el camino entre las rocas —dijo Andy—. Luego doblaremos la punta y nos encontraremos frente a la cala de poca profundidad donde antes anclamos al Andy. ¡Luego tomaremos el canal entre los dos largos arrecifes y volaremos hacia casa!

El bote cabeceaba violentamente sobre las movidas aguas. La marea estaba subiendo mucho. El viento les azotaba alborotando sus cabellos.

—Tom, coge los remos y mantén el bote apartado de las rocas —le ordenó Andy—. Yo pondré la vela. Jill, coge el timón un momento. Eso es. Mantenía tal como está.

Andy estaba a punto de colocar la vela cuando oyó gritar a Mary.

—¡Oh, mirad… la motora va a estrellarse contra las rocas! ¡Miradla!

Los niños miraron. Mary estaba en lo cierto. ¡La motora iba contra las rocas! Sin nadie que la guiara o controlara, estaba completamente a merced de las olas, que la habían arrastrado hasta las peligrosas rocas que bordeaban el mar, precisamente allí.

Se oyó un chasquido y un fuerte crujido. Los rostros de los niños se pusieron graves y solemnes. No era agradable el espectáculo de una lancha haciéndose pedazos.

—No miremos más —dijo Tom—. Es horrible contemplar cómo las olas la destrozan… pobrecilla. Ahora está de costado… ¡y mirad qué boquete tiene ahí! La próxima vez que sea lanzada contra las rocas, se llenará de agua y se hundirá.

—Una lancha menos para los contrabandistas —observó Andy, colocando hábilmente la vela roja.

El viento la fue hinchando, haciéndola flamear con brío. Andy ocupó el asiento ante el timón, que le cedió Jill.

—Deja los remos, Tom —le dijo—. Ahora vamos bien. ¡En alas del viento!

Era estupendo sentir cómo el pequeño bote avanzaba cabeceando.

—Yo creo que si pudiera cantar lo haría —exclamó Mary—. ¡Incluso me parece a veces que el flamear de la vela es una especie de canción!

Se oyó un ruido abajo y los niños escucharon tratando de entender la voz contra el sonido de las olas y el viento.

—Es sólo Bandy, que dice que se marea y que quiere respirar aire fresco —dijo Tom con una sonrisa.

Jill acercó la boca a la rendija de la puerta y gritó:

—Vosotros hicisteis que Mary y yo nos mareásemos con vuestra horrible medicina para hacernos dormir. ¡Ahora os toca a vosotros! ¡No subiréis aquí!

—¡Desde luego que no! —exclamó Andy ladeando el timón para que el bote entrara en el canal entre las dos largas hileras de negras rocas—. ¿De veras creen que les vamos a dejar subir aquí… para que nos dominen y nos hagan volver al peñón del Contrabandista? ¡Qué esperanza!

Evidentemente Bandy y Stumpy no debían tener muchas esperanzas al respecto, porqué no dijeron nada más. Los niños se olvidaron de ellos en su carrera hacia delante. Disfrutaban de la velocidad de su bote y les encantaba su modo de galopar sobre las crestas blancas de las olas. Andy semejaba la imagen de la felicidad sentado al timón, con su rostro tostado resplandeciente y sus profundos ojos azules reflejando el mar.

«¡Pobrecillo Andy! —pensó Jill al mirarle—. Ha recuperado su bote y vuelve a ser feliz. ¡Es cierto que también es nuestro… pero él es su verdadero patrón!».

Durante mucho tiempo el bote estuvo cabeceando sobre las olas y lograron un buen recorrido en poco rato.

—¡A este paso, estaremos en casa a las once! —gritó Andy y el viento se llevó sus palabras a medida que las pronunciaba.

Penetraron en aguas de la bahía del pueblo poco después de las once y la vela roja puso una nota brillante sobre las aguas azules. Los niños escudriñaron la playa con ansiedad. ¿Estaría su madre allí? ¿Y el padre de Andy? ¡Claro que no… porque ignoraban que los niños llegaban a casa en aquel preciso momento!

¡Pero sí estaban allí! Alguien había vislumbrado al Andy cuando penetraba en el puerto y les enviaron recado en seguida.

—¡El Andy ha vuelto! ¡Ahí está! ¡El Andy ha vuelto a casa! ¡Esperemos que los niños estén sanos y salvos!

Fueron a buscar en seguida a la madre de los niños, que corrió al embarcadero con el rostro resplandeciente de esperanza. Se había sentido muy desgraciada aquellos días. El padre de Andy estaba allí también y sus ojos azules no se apartaban del bote que se acercaba. Entonces se oyó gritar:

—¡Están a bordo los cuatro! ¡Están a salvo! ¡Alabado sea Dios!

El padre de Andy se volvió a la madre de los niños.

—Están bien, señora —le dijo con los ojos brillantes de alegría—. Sabía que estarían bien con mi Andy. Mire cómo nos saludan con la mano. ¡Está bien, señora, están bien!

Muchas manos solícitas ayudaron a sujetar al Andy cuando se acercó al embarcadero. Los niños saltaron a tierra y corrieron hacia su madre. Andy recibió un abrazo de su padre y luego le señaló el bote.

—Tenemos dos prisioneros ahí, padre. Ten cuidado con ellos porque son unos sujetos muy peligrosos. Les tenemos encerrados abajo.

Todos escucharon asombrados. El padre de Andy le hizo unas pocas preguntas a toda prisa, a las que Andy respondió sin aliento. Luego tres de los pescadores que escuchaban, unos individuos robustos y fornidos, echaron a andar hacia el Andy. Alzaron la aldaba… y de allí salieron Bandy y Stumpy muy pálidos. Quedaron sujetos por manos fuertes y rudas y llevados desde la cubierta del Andy al embarcadero.

—Es un caso para la policía, papá —dijo Andy—. Está ocurriendo algo muy extraño en el acantilado de los Pájaros y en el peñón del Contrabandista. Encontramos montones de cajas llenas de armas y municiones.

Los pescadores silbaron mirándose unos a otros y uno de ellos corrió en busca de la policía local. ¡Todo era muy excitante!

—Tengo mucho apetito —exclamó Tom y las niñas rieron. Era tan propio de Tom decir eso en medio de tantas emociones… Su madre les rodeó con su brazo.

—Vamos y comeréis todo lo que queráis —les dijo—. Estoy muy contenta de que hayáis vuelto. No tenéis idea de lo preocupada que estaba. El padre y el tío de Andy y muchos otros pescadores os han estado buscando y no encontraron ni el menor rastro. Estoy deseando que me lo contéis todo.

Andy y su padre fueron con ellos. Bandy y Stumpy quedaron a cargo de los pescadores hasta que llegara la policía. Tom se preguntaba qué les habría preparado su madre para comer. ¡Estaba seguro de disfrutar de la comida ahora que todos sus apuros habían terminado!

Mientras Andy y los otros disfrutaban de una ruidosa y alegre comida, estaban ocurriendo muchas cosas. La policía local decidió que todos aquellos extraños sucesos caían fuera de su jurisdicción y por ello telefoneó al superintendente de la ciudad importante más próxima.

El superintendente, tras escucharle atentamente, quedó lleno de asombro. Sí, desde luego que se trataba de un asunto muy serio, y a su vez telefoneó a jefatura y pronto se enviaron docenas de telegramas con noticias e instrucciones.

Bandy y Stumpy estaban seguros en la cárcel y temiendo por sus vidas, descubrieron todos los secretos de su jefe.

Los niños no sabían nada de esto, pero aquella tarde reían y charlaban contando a su madre todo lo que les había sucedido. Habían olvidado su miedo y sus temores.

—Cuando las cosas terminan bien, parece que lo demás no importa —observó Tom—. ¡Me pregunto qué será de todos esos contrabandistas, mamá!