Capítulo XXIV

¡Andy tiene una magnífica idea!

Bandy y Stumpy quedaron asombrados al comprobar que sus dos prisioneras habían desaparecido, y los niños oyeron sus comentarios de extrañeza mientras registraban la cabina.

—¡Pero la puerta seguía estando cerrada con llave y cerrojo! ¿Cómo pueden haberse escapado?

—Las niñas no pueden atravesar puertas cerradas y no hay ninguna ventana que hayan podido abrir.

—Las dejamos aquí medio dormidas. Yo las encerré antes de marcharme y eché la llave y el cerrojo.

—Lo sé. Yo te vi. Eso podría jurarlo.

—Entonces, ¿qué les ha ocurrido? Aquí está la cabina tal como la dejamos, cerrada con llave y cerrojo, y cuando regresamos sigue cerrada con llave y cerrojo, pero las niñas han desaparecido. Esto no me gusta.

—Escucha, ¿no crees que pudo venir alguien que las dejó salir y luego volvió a cerrar la puerta? —dijo de pronto la voz ronca de Bandy.

Hubo una pausa antes de que Stumpy respondiera.

—Es posible, ¿pero quién puede venir aquí en plena noche o este lugar solitario? ¡Nadie! ¡Es algo extraño! Tendremos que comunicárselo al jefe.

—¡Yo no! —replicó Bandy al punto—. ¿Qué crees tú que diría si supiera que sus dos preciosas prisioneras se han esfumado? Él, que intenta negociar con ellas, en caso de que se descubra su pequeño negocio. No, Stumpy, tenemos que encontrar a esas niñas como sea. No pueden estar muy lejos. ¿No crees?

—No. En eso tienes razón —repuso Stumpy—. Su bote sigue ahí y no es probable que puedan salir nadando de este canal, ni trepar por el acantilado, a menos que quieran romperse la crisma. Deben andar por aquí cerca.

—Primero registremos la motora —dijo Bandy—. Y luego su bote. Es una lástima que no las llevásemos allí como nos dijeron y las encerráramos en la cabina.

—Bueno, si consiguieron salir de aquí teniendo la puerta cerrada con llave y cerrojo, también hubieran escapado de su propio bote —repuso Stumpy—. Vamos, no están en nuestra lancha. Cojamos las linternas y echaremos un vistazo a esas rocas.

Los niños empezaron a temblar. Bandy y Stumpy eran dos hombres fieros y estaban furiosos. No sería agradable el encuentro con ellos. Andy frunció el ceño. ¿Qué podría hacer para distraerlos y evitar que registraran las rocas?

Tuvo una idea y agachándose cogió una piedra. Trató de imaginarse dónde estaba situado el Andy y luego, tras apuntar, la lanzó con toda la fuerza que pudo en aquella dirección. Fue a caer sobre la cubierta del bote pesquero con un fuerte ruido que resonó por todo el canal.

Tom, Jill y Mary se sobresaltaron porque ignoraban lo que Andy iba a hacer. ¡Pero Bandy y Stumpy todavía más!

—¡Canastos! ¿Has oído eso? —dijo la voz de Bandy—. ¿Qué ha sido? Me ha parecido que venía del bote pesquero. ¡Ahí es donde están! Vamos, de prisa. ¡Las cogeremos, condenadas chiquillas!

Olvidándose de registrar las rocas, los dos hombres corrieron hacia donde se hallaba el Andy flotando. Subieron a bordo… y tras ellos fue Andy, tan silencioso como un gato. En la cabeza tenía un plan loco. Ignoraba si podría ponerlo o no en práctica, pero valía la pena intentarlo.

Los hombres iluminaron el bote con sus linternas y alzaron la vela doblada. Allí no había nadie, naturalmente.

—Estarán abajo, en la cabina —exclamó Bandy—. ¡Vamos! Y voy a darles un buen meneo a esas picaruelas en cuanto las atrape.

Abrió la puerta y bajó a la pequeña cabina. Stumpy permaneció arriba, mirando a su compañero. ¡Y de pronto sucedió algo que le dio el mayor susto de su vida!

¡Algo le empujó por la espalda haciéndole perder el equilibrio! Lanzando un grito de terror rodó hasta la pequeña cabina, cayendo sobre el igualmente asustado Bandy, que a su vez cayó al suelo dándose un golpe en la cabeza contra la mesa de madera.

La linterna se escurrió de su mano y al estrellarse se apagó. La pequeña cabina quedó a oscuras. Bandy, completamente seguro de que algún enemigo inesperado había caído sobre él comenzó a luchar como un loco.

No cesaba de golpear al horrorizado Stumpy, que trataba en vano de detenerle. Bandy estaba completamente fuera de sí de furia y pánico y sus grandes puños golpeaban a Stumpy sin compasión, de modo, que en defensa propia, Stumpy tuvo que devolverle los golpes. Los dos hombres rodaban y rodaban, pegándose, gritando y aullando con todas sus fuerzas.

En la pequeña cabina reinaba la más completa oscuridad. Andy encendió su linterna sólo un instante y sonrió encantado al ver cómo luchaban aquellos dos rufianes. ¡Que siguiera la lucha!

El niño cerró la puerta de golpe, echando la aldaba. El ruido sobresaltó a los dos hombres, que dejaron de luchar.

También sobresaltó a los otros tres pequeños, que pegaron un respingo.

—¿Qué ha sido eso? —susurró Jill—. ¡Ojalá pudiera ver lo que está ocurriendo!

Una voz alegre llegó hasta ellos a través de la oscuridad.

—¿Estáis bien, Tom y vosotras?

—¡Sí, Andy! ¿Pero qué son todos esos gritos y golpes y por último ese gran portazo? —le replicó Tom contento al volver a oír la voz de Andy. No tenía idea de por qué les había abandonado ni de lo que estaba haciendo.

—Oh, Bandy bajó a la cabina y yo le envié a Stumpy para que le hiciera compañía —dijo Andy todavía con mayor regocijo—. No creo que Bandy le diera la bienvenida precisamente, porque han estado luchando como gatos monteses. El portazo que oísteis es que les encerré ahí abajo. ¡Tengo bien echada la aldaba!

Se oyeron gritos procedentes de las dos niñas y un gran hurra de Tom.

—¡Andy! ¡Les has hecho prisioneros! ¡Buen trabajo, Andy, buen trabajo!

Pronto estuvieron los cuatro en el bote y Andy volvió a contarles con orgullo cómo les había hecho prisioneros. ¡Parecía demasiado bueno para ser verdad! Bandy y Stumpy, que ahora sabían que habían estado luchando el uno con el otro, hacían cuanto les era posible por abrir la puerta.

—¡Es inútil! —les gritó Andy alegremente—. Es demasiado pesada para echarla abajo y no olvidéis la aldaba. Haced todo el ruido que gustéis, pero de ninguna forma lograréis escapar.

—¿De veras están atrapados? —preguntó Mary sentándose sobre cubierta, pues volvía a sentirse mareada—. ¡Oh, pobre de mí… todo esto ha hecho que vuelva a sentirme mal!

—Pronto estarás bien, Mary —le dijo Jill—. Ahora yo me siento mucho mejor. Caramba, Andy, ¡qué truco más bueno el tuyo! ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Bueno, no creo que venga nadie esta noche, de manera que podemos dejar que esos dos individuos griten todo lo que quieran —exclamó Andy—. Cuando amanezca sacaremos la motora del canal como sea para que deje paso al Andy. Y luego nos iremos a casa en nuestro bote.

—¿Con Bandy y Stumpy? —preguntó Tom con los ojos muy abiertos por la excitación.

—Bueno, tendrán que venir con nosotros, quieran o no —repuso Andy con una sonrisa—. Dos bonitos prisioneros, que tendrán que explicar un montón de cosas a un montón de gente muy pronto.

—Cuánto me alegraré de volver a casa —observó Jill.

—Lo mismo que todos —asintió Andy—. Voto porque descansemos hasta el amanecer. No podemos tocar la motora hasta que sea de día.

—¡Oh, Andy… hemos dormido demasiado! —exclamó Jill—. ¿No podemos hablar? Quiero conocer todas vuestras aventuras y contaros también lo que nos ha ocurrido a nosotras.

—Bien, empieza —dijo Andy—. Tom y yo también hemos dormido bien, hoy. Charlaremos. Vayamos a la lancha motora y hablaremos en la cabina. Aquí hace frío. ¡Bandy y Stumpy tienen todas las mantas abajo en nuestra cabina!

Los cuatro se trasladaron a la motora y se acurrucaron en las dos literas que allí había. También encendieron la lámpara y pronto se encontraron muy cómodos.

—¿Han ocurrido muchas cosas desde que nos fuimos? —preguntó Andy.

—Pues, Mary y yo no os oímos cuando salisteis de la cueva para seguir el rastro de conchas —explicó Jill—. No nos despertamos hasta la mañana. Recordamos que os habíais marchado, naturalmente, y esperábamos que no tardaseis mucho. Desayunamos y luego salimos de la cueva para esperaros.

—No veníais, y no veníais —prosiguió Mary—. De manera que decidimos seguir también el rastro de conchas para tratar de encontraros. Lo seguimos y llegamos a un lugar donde se interrumpía…

—¡Apuesto a que entonces no supisteis hacia dónde ir! —la interrumpió Tom.

—No —dijo Jill—. No pudimos imaginarnos por qué las conchas terminaban ante una pared de roca. ¡Y de pronto la roca se abrió!

—¡Canastos! —exclamó Tom—. ¡Eso debió asustaros!

—Ya lo creo —repuso Jill—, nos asustamos terriblemente y echamos a correr, pero el hombre patizambo nos persiguió hasta nuestra cueva y luego estuvo gritando para que soliéramos.

—Al final tuvimos que obedecerle —dijo Mary—, porque nos amenazó con volver a echarnos humo. Pensaba que vosotros dos estabais dentro y gritó y vociferó para que salierais. Al ver que no obedecíais entró, descubriendo que la cueva estaba vacía.

—¿Y qué hizo? —quiso saber Andy con gran interés.

—Nos riñó y trató de hacernos decir dónde estabais —continuó Mary—. Fue espantoso. Luego os estuvo buscando por todos los alrededores sin encontraros. Después vinieron otros hombres y celebraron una especie de reunión. No pudimos oír lo que decían.

—Enviaron a Bandy a nuestra cueva y él lo fue sacando todo —explicó Jill—. Y luego nos llevaron, con los ojos tapados, como antes, a la cueva del peñón del Contrabandista, en la que estuvimos antes. No nos dieron de comer ni de beber durante mucho tiempo, hasta que Bandy nos trajo algo.

—Y pensamos que lo que bebimos debía tener algún soporífero —agregó Mary—, porque cuando terminamos de beber no podíamos mantener los ojos abiertos.

—Sí. Debieron daros alguna droga para dormir —dijo Andy—. ¡Salvajes! Después quisieron traeros aquí y encerraros en el Andy para conservaros como rehenes en caso de que Tom y yo hubiésemos escapado y pudiéramos contarlo todo a alguien. ¡Qué suerte que casualmente estuviésemos nosotros aquí también!

—¡Sí! Ahora cantadnos cómo llegasteis aquí —suplicó Jill—. Vamos, Andy, cuéntanoslo todo.

De manera que Tom y Andy también contaron su parte y al terminar ya estaba amaneciendo y era hora de volver a trabajar. Con suerte llegarían a su casa aquel mismo día… ¡y qué noticias más sorprendentes tenían para las personas mayores que tan ansiosamente les buscaban!