Andy recibe una auténtica sorpresa
Andy y Tom, dejando atrás la cueva-almacén, avanzaron por el túnel ascendente. Tom estaba seguro de conocer el camino. Recordaba haberlo recorrido… había penetrado por la abertura de la cascada, encontrando una gran cueva, luego en la siguiente vio unos escalones que conducían hacia arriba… y desde allí encontró el túnel serpenteante que llevaba a la cueva-almacén que acababan de abandonar.
Sí, conocía bien el camino. De todas formas, no había posibilidad de equivocarse, porque según recordaba, no había otro túnel que seguir. Éste no se bifurcaba en dos, como el túnel del peñón del Contrabandista.
De modo que alumbrando ante ellos con sus linternas, los niños comenzaron la larga caminata ascendente, que a Tom le pareció mucho más pesada en esta ocasión.
—¡Bueno, es porque esta vez subes en vez de bajar! —dijo Andy, que también jadeaba—. Debe ser mucho más fácil bajarlo. ¡Vaya subida!
Al cabo de un rato, Tom se detuvo sorprendido, e iluminando ante sí con su linterna, quedóse mirando fijamente.
—Vaya, Andy, mira… este pasadizo se divide en dos aquí y estoy seguro de que no era así. ¡Estoy convencido de que sólo había un túnel que seguir! ¡Sopla! ¡No pude por menos de verlo al bajar!
Andy examinó la bifurcación del túnel.
—No, no lo hubieses notado —le dijo—. Tú doblaste esa esquina oscura, ¿la ves?, y no debiste darte cuenta que había otro camino que venía hacia aquí, por causa de esa roca saliente, y pasaste de largo sin notarlo. Sigamos.
—Pero, Andy, aguarda. No estoy del todo seguro del camino que seguí —exclamó Tom—. Pude bajar por uno sin fijarme en el otro. Oh, ¿cuál tomaría?
—Pues, la verdad, yo creo que debieras saberlo —dijo Andy siendo bastante injusto, ya que ambos túneles eran exactamente iguales en la oscuridad. Tom no lo sabía, y permaneció contemplándolos, mientras se preguntaba cuál de los dos sería.
—Bueno, en realidad no importa mucho —decidió Andy al fin—. Tomaremos el de la derecha a ver si tenemos suerte. Si no tiene salida al acantilado, podemos regresar y seguir el otro.
—Sí, es verdad —repuso Tom, aliviado—. Vamos, entonces, elijamos éste. Tal vez sea el acertado. Tengo el presentimiento de que lo es.
Pero su presentimiento era falso. ¡Decididamente era el equivocado! Serpenteaba mucho más que el otro y pronto Tom se convenció de que se habían equivocado.
—Será mejor que volvamos —dijo—. Estoy seguro de que nos hemos equivocado.
—Bueno, entonces me gustaría saber a dónde conduce —replicó Andy intrigado—. Sigue subiendo. ¿Tú crees que llevará a lo alto del acantilado o hacia el otro lado de la bahía donde anclamos al Andy? Yo creo que no debe faltar mucho para que termine. Será mejor que veamos lo que ocurre.
De manera que siguieron adelante y pronto obtuvieron la recompensa, pues allá a lo lejos brillaba algo que supusieron sería la luz del día. ¡Y vaya si lo era!
De pronto el pasadizo terminaba en una profunda hendidura del acantilado, y allá, a sus plantas, estaba el mar rompiendo contra las rocas que festoneaban la costa durante un sinfín de kilómetros.
Aspiraron el aire fresco con deleite. Después de la humedad del túnel resultaba delicioso y también era agradable sentir el viento fresco y limpio en sus rostros.
Se sentaron en el borde, asustando a media docena de pájaros indignados. Los huevos abandonados rodaron y rodaron trazando círculos, pero no cayeron por la vertiente.
—Ahora si tuviésemos algo que comer… —dijo Tom, y al meterse la mano en el bolsillo encontró, con gran contento, un pedazo de jamón y medio de pastel. Los niños compartieron el hallazgo con apetito, deseando que hubiera más.
—Estamos más altos que antes, cuando estuvimos junto a la cascada —observó Andy—. Me pregunto dónde estaremos exactamente. No estamos en la parte alta del acantilado. Creo que nos hallamos más allá del acantilado de los Pájaros, en algún repecho del otro lado. Asomémonos al borde y veremos si la cala donde anclamos se encuentra o no debajo de nosotros. No creo que esté ahí.
—Bueno, tú mira abajo —le dijo Tom—. Es demasiado alto incluso para mí. Me dará vértigo si me asomo a ese borde desde esta altura.
—Sujétame las piernas y yo asomaré la cabeza.
Se tumbó sobre su estómago y se arrastró hasta el mismo borde del repecho. Tom le sujetó los tobillos con fuerza.
Andy miró hacia abajo. Le pareció que a varios kilómetros el mar se movía silencioso y lentamente hacia el acantilado. Los niños estaban demasiado altos para oír el menor ruido del mar. Era extraño verlo desde lo alto tan lejano.
Los ojos de Andy recorrieron la costa. Lo que había pensado… no estaban sobre la cala donde una vez anclaron al Andy. Debían hallarse mucho más alejados.
Fue examinando cuidadosamente la costa y de pronto divisó algo que le hizo mirar tan intensamente, que sus Ojos se nublaron y no pudo ver nada.
—¡Sujétame bien, Tom, sujétame! —gritó—. Voy a arrastrarme un poco hacia delante… debo ver exactamente lo que hay debajo de nosotros. ¡Sujétame fuerte!
Tom agarró con mayor fuerza los robustos tobillos de Andy y el muchacho se inclinó un poco más sobre el borde del abismo para distinguir mejor lo que había debajo. Y estuvo mirando fijamente y en silencio tanto tiempo que Tom se impacientó.
—¿Qué ves? —preguntóle—. Estoy cansado de aguantarte. ¿Qué es lo que ves?
Andy no podía dar crédito a sus ojos y los cerró para volverlos a abrir. Si, seguía estando allí. ¡Qué extraordinario y qué maravilloso!
Retrocedió arrostrándose sobre su estómago, para incorporarse luego con el rostro resplandeciente de felicidad. Le brillaban tanto los ojos que Tom se sobresaltó.
—Andy, ¿qué te ocurre? —le preguntó.
—¡Tom! ¿Sabes lo que hay ahí abajo, escondido en un pequeño canal en una hendidura del propio acantilado? —dijo Andy cuya voz temblaba de emoción—. ¡Jamás, jamás lo adivinarías!
—¿El qué? —exclamó Tom.
—¡Nuestro bote! —gritó Andy golpeando el suelo rocoso con las manos—. Nuestro bote… el Andy.
—Pero si está hundido —dijo Tom pensando que Andy debía estar loco—. Ya sabes que lo hundieron.
—¡No es cierto! —exclamó Andy—. ¿Es que acaso no conozco mi propio bote en el que he navegado tantas veces?
—Esos hombres me engañaron. ¡No hundieron al Andy! ¡Lo tienen ahí abajo, escondido en una hendidura de las rocas… oh, un escondite muy, pero que muy bueno! No creo que nadie pueda verlo desde el mar. ¡Sólo puede verse desde aquí arriba!
—Pero, Andy… oh, Andy, ¡no es posible! —dijo Tom mientras una lágrima ridícula le escapaba por el rabillo del ojo—. ¡Yo estaba seguro de que lo habían hundido! ¡Qué suerte que nos equivocásemos de camino y hayamos venido a parar aquí! De otro modo no lo hubiésemos encontrado, ¿verdad? ¡Qué fantástico… rotundamente maravilloso!
—¿Quieres verlo? —le propuso Andy—. ¿Quieres echar un vistazo a nuestro viejo bote? ¡No tiene la vela izada, pero lo he reconocido! Por poco me caigo cuando lo vi por primera vez. ¡Suerte que me tenías cogido por las piernas, Tom!
—Bueno… sujeta las mías con fuerza —accedió Tom tumbándose sobre su estómago, y pronto estuvo asomado al borde del acantilado, viendo, allá abajo, a lo lejos, un bote diminuto anclado en un pequeño canal de agua oculto entre las rocas.
—¿Es de veras el Andy? —preguntó—. Yo no podría asegurarlo. Me parece todo cubierta. Pero hay un puntito rojo que debe ser la vela que está doblada. La han vuelto a su sitio.
—Es el Andy, estoy seguro —dijo Andy alegremente—. Lo reconocería entre un millón de embarcaciones. ¡Qué suerte! ¡No lo han hundido! Sabemos dónde está escondido. ¡Ahora sólo tenemos que llegar hasta él y regresar a casa!
—Sí, ¿pero cómo vamos a llegar a él? —preguntó Tom retrocediendo—. ¡Eso no será sencillo!
Los dos niños se sentaron con las espaldas apoyadas en la roca para discutir lo mejor que podían hacer. Era evidente que debían tratar de llegar hasta el Andy. El difícil problema de la huida quedaría resuelto si lograban subir a bordo.
—No podemos descender por el acantilado hasta allí —dijo Andy—. Caeríamos y nos haríamos pedazos. Me parece que la única cosa que podemos hacer es bajar a nuestra propia cala como sea… aquella a donde va a parar el río subterráneo… y caminar por las rocas de la base hasta llegar al Andy. ¡Tardaremos siglos!
—Oh, cielos… y no tenemos comida —dijo Tom con pesar—. Ésa no me parece muy buena idea.
—Bueno, entonces piensa tú algo mejor y lo pondremos en práctica —replicó Andy. Pero, naturalmente, a Tom no se le ocurrió nada más.
—Tienes razón —dijo al fin con un suspiro—. Es lo único que podemos hacer. Pero, volvamos a la cueva-almacén donde están las cajas de comestibles, Andy. Por lo menos podremos abrir alguna de esas latas y comer algo. No podemos seguir mucho tiempo sin alimentarnos. Por lo menos yo.
—De acuerdo —repuso Andy—. De todas formas, Tom, creo que lo mejor será permanecer escondidos hasta el anochecer por si acaso alguien nos viera saltando por las rocas para llegar al Andy. Vamos, bajaremos ahora a la cueva para buscar la comida que precisemos. Luego la llevaremos al repecho junto a la cascada, así podremos salir por la abertura, y aguardaremos allí hasta que consideremos seguro bajar por las rocas para buscar al Andy.
Fue más sencillo bajar a la cueva-almacén que lo fuera el subir al acantilado. Allí no había nadie. Los niños estuvieron buscando hasta encontrar dos o tres abrelatas. ¡Bien! Se metieron uno en el bolsillo y luego eligieron algunas latas para llevarse consigo.
—Lengua —dijo Tom—. Y riñones. Y guisantes, albaricoques y ciruelas. ¡Ésa es mi elección!
Buscaron unos sacos donde ponerlas y encontraron algunos viejos. Cada uno de ellos puso su elección de latas en un saco y se lo echó al hombro, antes de emprender de nuevo el camino hacia el acantilado. Pero esta vez tomaron el otro túnel al llegar a la bifurcación. Andy quedó asombrado al contemplar las cuevas por donde corría el torrente de agua camino de la cascada.
—¡Gracias a Dios, hoy apenas brota agua! —exclamó Tom—. Vamos, Andy, será difícil pasar por ese repecho tan angosto de la entrada con nuestras latas.
Lo fue, pero lo consiguieron. Y así llegaron por fin al exterior del acantilado de los Pájaros, yendo a sentarse al fondo de la cueva donde Tom dejara olvidada su cámara fotográfica.
—¡Y ahora a comer! —exclamó el siempre hambriento Tom—. Y luego una buena siesta al sol. ¡Y después… todo listo para ir a buscar el Andy!