Capítulo XIX

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Los dos niños miraron abajo, lejos, lejos, donde el mar resplandecía bajo la temprana luz del sol, viendo un puerto azul y una cala casi redonda protegida por todos los lados por altas y abruptas rocas. A primera vista parecía como si no existiese salida alguna al mar; el puerto parecía más bien un lago interior.

¡Estaba lleno de lanchas motoras, unas grandes y otras pequeñas! Todas paradas, exceptuando una que entraba cautelosamente en la cala, a través de una abertura tan estrecha que los niños apenas podían distinguirla desde donde se hallaban.

—¡Mira! —exclamó Andy—. ¿Quién podía soñar con la existencia de esta cala, de este puerto natural desde el otro lado de la isla? Nadie puede verlo desde allí y me imagino que a menos que se conozca el camino entre esas altas rocas que se extienden a lo largo de kilómetros y kilómetros, jamás podrá encontrarse la entrada. ¡Vaya, vaya… debo reconocer que es un buen escondite para contrabandistas!

Las lanchas motoras parecían de juguete desde donde se hallaban los niños, a gran altura. El fuerte viento casi les arranca las cabezas de los hombros. Desde allí se divisaba una considerable distancia alrededor de la isla, por todos lados.

—No es extraño que los contrabandistas supieran cuándo llegaba mi padre —observó Andy—. Han podido divisar su barco a muchos kilómetros. Me pregunto si vieron también la nuestra cuando fuimos al acantilado de los Pájaros.

—La vieron la segunda vez —repuso Tom—. Por eso enviaron aquella motora para detenernos.

—Tienes razón —dijo Andy—. Vaya, debe tratarse de un contrabando muy importante para ocupar tantas lanchas motoras. Supongo que las enviarán a los barcos que permanecen anclados a varias millas de aquí… barcos que han visto esta señal… y cargan sus productos para traerlos. Es un escondite maravilloso.

—¿Adónde enviarán el contrabando? ¿Y por qué lo hacen? Para evitar el tener que pagar los derechos de aduana, supongo. De esta manera lo introducen en el país. ¿Pero cómo lo sacan de aquí? No hay carretera por tierra ni siquiera desde el acantilado de los Pájaros.

—Es un misterio. Si conseguimos escapar denunciaremos este tráfico.

—¿Recuerdas lo que te expliqué de todas aquellas cajas y canastas que había en el acantilado de los Pájaros? ¿Cómo supones que las llevan allí?

Andy no pudo responderle. Los niños permanecieron contemplando aquella maravillosa vista durante un rato, así como las lanchas en reposo y los hombres que descargaban la motora que acababa de entrar en la ensenada.

—Apuesto a que esta lancha salió anoche hacia el barco al que Bandy estuvo haciendo señales con su lámpara —dijo Andy—. A puesto a que esa lancha ha sido cargada a muchas millas, en pleno océano, y que ha regresado aquí antes del amanecer. Ha llegado con el tiempo justo.

—Esos hombres deben conocer estas rocas como la palma de la mano —observó Tom—. Yo no me atrevería a navegar entre ellas.

—Creo que será mejor volver con las niñas. Estarán deseando saber lo que hemos visto. ¡Si pudiésemos volver a casa!

Se volvieron para bajar los escalones. Ahora estaba oscuro el interior, pero no quisieron encender sus linternas, por si acaso Bandy les descubría. De manera que avanzaron con suma cautela, tanteando los peldaños con los pies, cosa que les hizo emplear bastante tiempo en descender.

—¡Ten cuidado! ¡Nos estamos acercando a esa gran cueva de donde cogimos la loncha de jamón y el pastel! —susurró Andy.

Llegaron a la gran cueva, que seguía iluminada por la lámpara de barco colgada del techo. Con sigilo, Andy asomó la cabeza para asegurarse si Bandy estaba allí.

Pudo verle al mismo tiempo que le oyó. El hombrecillo patizambo se hallaba tumbado sobre uno de los colchones completamente dormido. Tenía la boca abierta y roncaba sonoramente.

—No hay nadie más —dijo Tom echando un rápido vistazo—. Pero no ha terminado ni la lengua ni los melocotones, Andy. Acabemos con ellos.

—No… podría despertarse —dijo Andy, tirando de Tom hacia atrás.

—Ronca muy fuerte —replicó Tom—. Vamos, comamos, ya que no hemos desayunado.

Penetraron rápidamente en la gran cueva y se apoderaron del plato de melocotones y de la fuente con lengua. Cuando se volvían para marcharse Bandy lanzó un ronquido tan fuerte que Tom pegó tal respingo que le hizo tropezar con un saliente del suelo rocoso, cayendo de cabeza. El plato que llevaba se hizo pedazos y Tom y Andy quedaron cubiertos de almíbar.

—¡Torpe! —le siseó Andy levantándose.

Salieron corriendo al pasillo, pero ahora Bandy estaba bien despierto e incorporándose gritó con fuerza:

—¡Vaya, has vuelto a robar mi comida, Stumpy! ¡Después del rapapolvo que te di anoche! Eres un cerdo glotón, eres…

—¡Corre! ¡Piensa que ha sido el mismo de anoche! —jadeó Andy—. ¡Corre! Nos esconderemos en algún sitio antes de que nos alcance.

Esta vez Bandy se hallaba sobre la pista. ¡Pensar que Stumpy había vuelto a robarle su comida! ¡Ya le enseñaría él! Cogería a Stumpy y golpearía su estúpida cabeza contra la pared. Le…

Los niños corrían a más y mejor. Pasaron la bifurcación del túnel que conducía a la cueva donde les tuvieron encerrados dos veces. Siguieron bajando con la esperanza de llegar pronto al lugar donde el túnel se dividía en dos y una rama se dirigía hacia abajo y la otra volvía al lugar por donde habían entrado en la colina por la roca movible.

—Una vez lleguemos a la bifurcación del túnel estaremos a salvo —jadeó Andy—. Allí podremos huir por la entrada y volver al lado de las niñas.

Por fin llegaron sin cesar de correr con el ansia de salir a la luz del sol. Pero cuando llegaron al final de aquel pasillo, la gran roca había sido vuelta a su lugar. No había salida.

—¡Sopla! ¿Cómo vamos a moverla desde este lado? —preguntó Andy.

Empujaron y tiraron, pero la roca no se movía, ni tampoco disponían de nada que pudieran utilizar como palanca. La roca estaba herméticamente empotrada.

—Alguien ha estado aquí, y al encontrar la roca separada ha vuelto a colocarla en su lugar —dijo Andy al fin—. Es inútil. No podemos apartarla.

—Pues no podemos volver por el túnel a la habitación de Bandy. Seguro que nos atrapa, más pronto o más tarde.

—Vamos hasta donde el túnel se bifurca y tomemos el camino de abajo esta vez. Veremos dónde desemboca. Puede que nos conduzca a otra salida. Es inútil quedarnos aquí para que nos atrapen como ratas en una trampa.

De manera que emprendieron el regreso escuchando atentamente por si oían a Bandy. En la bifurcación tomaron el túnel descendente y siguieron andando por los oscuros y húmedos pasadizos que serpenteaban de cuando en cuando.

—Estos pasadizos deben estar construidos en el corazón de la colina, como el túnel del acantilado de los Pájaros —dijo Tom—. Escucha… ¿qué es eso?

Era el tumulto ocasionado por una pelea. Los niños se agazaparon cerca del lugar de donde procedían los gritos.

—Es Bandy acusando a Stumpy otra vez —susurró Andy—. ¡Pobre Stumpy! Parece que le hemos metido en un buen aprieto.

En el túnel se abría otra cueva, bastante parecida a la de arriba, que al parecer pertenecía a Bandy. Sin embargo, ésta era más pequeña y no estaba tan bien amueblada. Allí era donde se peleaban Bandy y Stumpy. La cueva no estaba muy bien iluminada y los niños tuvieron la certeza de que no les descubrirían cuando se detuvieron para atisbar unos momentos desde el pasillo.

—¡Vaya… Stumpy es el hombre peludo! —cuchicheó Tom—. ¡Mira sus piernas velludas, desnudas, y sus enormes pies! Es el que balanceaba las piernas encima de nosotros aquel día… y yo le vi otra vez en la cueva al pie del acantilado de los Pájaros, con el otro hombre también.

En la cueva de Stumpy se desarrollaba una espectacular pelea. ¡Gruñidos, gritos, alaridos, persecución y porrazos! A los niños les hubiera gustado quedarse a disfrutar del espectáculo, que resultaba bastante cómico. Pero consideraron que la oportunidad de escaparse sin ser vistos era demasiado buena para desperdiciarla y pasaron rápidamente por delante de la entrada de la cueva. Ninguno de los dos hombres les vio.

Ahora el túnel descendía en forma muy acentuada y continuaron bajando un buen trecho.

—Hasta las mismas profundidades de la tierra —dijo Tom con una voz tan alterada que Andy casi se asustó. Las paredes de roca del túnel comenzaron a brillar de una manera extraña.

—Fosforescencia —dijo Andy—. ¿No es curioso, Tom? ¡Muy irreal!

—Regresemos —exclamó Tom de pronto—. Esto no me gusta nada. Y tampoco me gusta ese ruido extraño que se oye sobre nuestras cabezas.

Andy también lo había observado… ¡bum, bum, bum! ¡Buuuuuuum!

—¿Qué puede ser? No, Tom, no podemos regresar ahora. Pronto llegaremos a alguna parte. ¡Es seguro! Si por lo menos ese túnel se elevase otra vez. Hemos bajado demasiado.

Siguieron andando otra vez entre las paredes resplandecientes. En aquel pasadizo había mucho sitio… suficiente para que pasaran tres hombres a un tiempo, de ser necesario… y el techo se hallaba muy alto sobre sus cabezas.

Avanzaron, utilizando sus linternas; se sentían muy fatigados por la larga caminata. Andy estaba extrañado. El peñón del Contrabandista no era uno isla muy grande y ahora debían haberla recorrido toda. ¿Adónde se dirigían?

De pronto se detuvo sujetando a Tom por un brazo. Tom se sobresaltó.

—¡No hagas eso! —exclamó—. ¿Qué ocurre?

—¡Tom, ya sé dónde estamos y lo que ese ruido significa! —exclamó Andy con voz excitada.

—¿Qué es? —preguntó Tom mirándole sobresaltado.

—¡Es el mar lo que oímos sobre nuestras cabezas!

—¿Sobre nuestras cabezas? —repitió Tom alzando la suya como si esperase ver las olas rompiendo sobre él—. ¿Qué quieres decir?

—¡Estamos bajo el suelo rocoso del mar! —dijo Andy en voz alta—. Nos hallamos en un túnel subterráneo, excavado precisamente debajo del mar… y apuesto a que sé dónde conduce. Al acantilado de los Pájaros.

Tom tragó saliva. Estaba tan asombrado que no podía pronunciar palabra. Mirando a Andy escuchó el rumor sordo y retumbante. Sí… debían ser las olas que rompían sobre sus cabezas. Tom deseó que el fondo del mar fuese sólido y resistente. No era agradable pensar que había tanta agua allá arriba.

—Por eso el túnel descendía tan profundamente —dijo Andy—. Discurre por debajo del mar. Ahora debemos estar bastante lejos… pero no sé si aún nos falta mucho para llegar al acantilado de los Pájaros. Supongo que llegaremos allí, más pronto o más tarde. Ahora ya sabemos cómo los contrabandistas llevan allí sus cosas… y las almacenan en la cueva que tú viste. Las trasladan allí por debajo del mismo mar.

—Vamos —exclamó Tom, excitado—. Vamos… a ver a dónde conduce… ¡De prisa!